«El hijo de Zeus y Leto»
Homero. Ilíada. CANTO I.
Me abrí paso entre la gente por las aceras de mi París natal de camino a la tienda de mi madre mientras rebuscaba en el bolso para encontrar mi teléfono, que sonaba de manera estridente.
Una pequeña sonrisa se formó en mis labios al leer el nombre de Diane en la pantalla.
—Hola, preciosa —dijo mi amiga en cuanto descolgué la llamada.
—¿Cómo estás, Di? —pregunté.
Choqué con una mujer menuda sin darme cuenta y me disculpé con una sonrisa.
—Bien, pero te echo de menos. ¿Cuándo sale tu vuelo?
—Esta madrugada. —Adoraba París, pero no veía la hora de volver a mi pequeño apartamento en Atlanta—. ¿Puedes ir a buscarme al aeropuerto?
Hacía un mes que no nos veíamos y, sinceramente, necesitaba estar con mi amiga.
—¿Lo preguntas en serio? —No era capaz de verla, pero sabía que estaría tumbada en alguna postura incómoda en el sofá de su casa—. Mándame un mensaje y allí estaré.
La característica fachada de la tienda de mi madre apareció ante mí cuando accedí a la Place du Tertre, en el corazón de Montmartre. Los arrimaderos en madera de roble que Adrien y yo pintamos años atrás en color vino enmarcaban el acceso al local de Euterpe, su tienda de arte y antigüedades. Las luces de navidad que mi padre había colocado en el dintel superior de la estructura le daban un toque especial.
Deseé, aunque sabía que era imposible, que Adrien también pudiese verlo. Él adoraba este sitio tanto como yo.
—Eres la mejor. Te llamo luego, ¿vale?
—Perfecto. ¡Te quiero! —sonreí.
—Yo más.
Colgué la llamada y guardé el aparato en mi bolso.
Oteé a través del escaparate a la espera de ver a mi madre trasteando en la tienda. Siempre había adorado venir a este sitio, aunque aquella visita se debía a una petición expresa de mi padre, quien estaba muy preocupado por ella desde el fallecimiento de mi hermano. Agatha se mostraba ausente y se había refugiado en el trabajo durante el último mes. Supuse que solo se trataba de una forma de tener la mente ocupada. Y no podía culparla, ni siquiera podía imaginarme lo que era perder a un hijo.
Mi madre conoció a Adrien cuando este solo tenía seis años. Ella no le había llevado en su vientre, pero él era su hijo; al igual que Alesandro era mi padre, aunque su sangre no corriese por mis venas.
La campanita que colgaba en la parte superior de la puerta anunció mi entrada en el local.
—¿Mamá?
Recorrí la sala en busca del característico cabello rizado de Agatha.
Mi madre vio su sueño de tener su pequeña galería hecho realidad tiempo después de conocer a mi padre. Estuvo años trabajando en el restaurante que él tenía en el Quartier Latin, el lugar en el que se conocieron, antes de poder montar su propio negocio.
El arte en todas sus formas rebosaba por cada esquina del lugar, reflejando la pasión absoluta de mi madre hacia la disciplina. Para ella no había nada más puro y auténtico que la creación artística en su estado más primario. Debido a ello, había tratado de cultivar esa querencia por el arte en nosotros dos, aunque sin el éxito que ella habría deseado.
Se me escapó una sonrisa al recordar la expresión horrorizada de mi madre al saber que Adrien quería ser biólogo. Fue muy parecida a la que puso cuando, con unos diez años, dije que quería ser veterinaria.
—¡Aquí, cariño! —Su voz provenía de la trastienda—. ¡Echa la llave que quiero enseñarte una cosa!
Obedecí sus órdenes y crucé la estancia en dirección a la puerta de acceso a la trastienda al tiempo que me despojaba de mi abrigo y mi bufanda, que deposité en el respaldo de una silla.
—¿Cómo estás, mamá?
No era muy buena consolando a la gente y, sinceramente, seguía sin saber qué decir cuando las lágrimas, provocadas por el recuerdo de Adrien, llegaban a mis padres.
Mi madre colocó sus gafas de aumento sobre su cabeza con una sonrisa. Ella siempre estaba sonriente. De hecho, durante el entierro de mi hermano fue una de las pocas veces en las que la había visto llorar.
—Bien, bien... —Sus manos se movían frenéticas—. Mira esto, ¡te va a encantar!
No me pasó por alto la manera deliberada en la que ignoró mi pregunta, pero me limité a avanzar hacia ella.
Me tendió sus gafas de aumento y las coloqué sobre el puente de mi nariz.
—¿Qué es?
Había un montón de fotos esparcidas cuidadosamente sobre la mesa de madera de nogal tallada que coronaba la sala.
—¡Fotografías de la Segunda Guerra Mundial! —dijo con entusiasmo—. Las ha mandado tu tía Dora. Al parecer estaban en una maleta en no sé qué sitio...
Dora era la única prima de mi padre que seguía con vida. Yo estaba bastante convencida de que tenía Diógenes o algo similar, pero a mi madre le parecía fascinante todo lo que tenía que ver con ella.
—¿Son originales? —Inspeccioné las imágenes en busca de algún indicio de falsificación.
—¡Por supuesto! A ver si reconoces a alguien... —comentó.
Examiné las fotografías a conciencia, sabiendo, por sus palabras, que sí debía hacerlo. Señalé el rostro sonriente de un joven tremendamente parecido a mi padre.
—¿Es el padre de papá? —inquirí.
La ilusión refulgió en los ojos de mi madre.
—Se parecen muchísimo, ¿verdad? —Asentí realmente sorprendida. Lo cierto era que el parecido era increíble—. Y este de aquí —señaló—, es su hermano Filomeno.
Me ahorré el comentario sarcástico acerca del tamaño desmesurado de las orejas del tío de mi padre.
—¿Están en Grecia? —pregunté en su lugar. Mi madre volvió a asentir—. ¿En qué año se hicieron?
La mujer puso unos mechones tras sus orejas y frunció el ceño, pensando bien la respuesta.
—Pues no lo pone, pero tu abuelo murió en 1943, así que debieron hacerse antes de la ocupación de Grecia por las fuerzas de El Eje en 1941.
En la fotografía había unos veinte chicos de no más de veinte años, todos ataviados con el uniforme del Ejército Popular de Liberación Nacional griego. Los jóvenes, organizados en dos filas, sonreían a la cámara con orgullo.
—¿Era su destacamento? —Agatha me lo confirmó con un gesto de cabeza—. Eran jovencísimos.
Un rostro en concreto atrajo mi atención.
La instantánea estaba en blanco y negro, pero conocía perfectamente el color de su cabello. Este lucía peinado hacia atrás, dándole un aire totalmente diferente. Reconocí sus rasgos, aunque en la imagen parecía mucho más relajado y alegre. Su rostro estaba iluminado por una sonrisa sincera y abrazaba a uno de sus compañeros con camaradería.
Yo conocía a ese chico.
Le había visto dos años atrás en una discoteca en Santorini y había vuelto a hacerlo durante el entierro de mi hermano.
¡Segundo capítulo recién salido del horno!
¿Es posible que el chico de la fotografía sea la misma persona que ha visto Sophie en varias ocasiones?
¿Qué os ha parecido el capítulo? ¡Espero que os haya gustado! ¡Os leo! 🤓
¡Mil gracias! 💘
Oli.
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