«¡Así pereciera y una deidad le cubriese de ignominia!»

Homero. Ilíada. CANTO XIV.


Apolo presionó el timbre con saña nuevamente. Nos habíamos trasladado hasta lo que intuí que era un edificio de viviendas y, más concretamente, un portal. Por el aspecto del lugar, supe que debía tratarse de un edificio antiguo, posiblemente del siglo pasado, elegantemente decorado. El frío del alba parecía colarse por entre los grandes bloques de piedra que conformaban las paredes. La porosidad del material contrastaba de una manera increíblemente equilibrada con la pulcritud del mármol veteado del suelo. Sendas pilastras de pórfido rojo recorrían la totalidad de las paredes en dirección ascendente, conectando, casi orgánicamente, con la vidriera del techo que funcionaba como fuente de luz principal. En ese momento, a través de ella, solo atinaban a apreciarse algunos rayos de sol que comenzaban a despuntar tímidamente con el amanecer.

—Apolo, por Dios —chisté al tiempo que alargaba la mano para obligarle a despegar el dedo del botón—, es suficiente.

Como era de esperar, me ignoró por completo, volviendo a presionar el mecanismo insistentemente. Estaba a punto de recriminarle nuevamente cuando escuché ruidos provenientes del otro lado de la puerta. Solo transcurrieron un par de minutos antes de que esta se abriese de par en par, permitiéndonos contemplar a la persona que había al otro lado. Los labios se me entreabrieron bobaliconamente debido a la sorpresa. Estaba igual a cómo la recordaba. No había cambiado ni un ápice desde que creí verla en la discoteca la noche en que salí con Apolo. La joven ni siquiera reparó en mi presencia. Estaba demasiado ocupada mirando al dios de las plagas con verdadero odio.

—Sabía que sería algún capullo —comentó. El tono relajado de su voz contrastaba con el tinte venenoso que emitía su mirada—. Debí suponer que serías tú. ¿Qué demonios quieres?

Para sorpresa de ambas, Apolo no se molestó en replicar alguna de sus maldades, sino que se apresuró a tratar de colarse en el interior de la casa. La desconocida fue más rápida y se lo impidió con gesto altivo.

—Tenemos que hablar. Es importante.

La joven hizo un gesto de fastidio. Su cabellera cobriza se movió con gracia cuando negó con un gesto de cabeza. Seguía sin reparar a en mi presencia, quizá demasiado concentrada en el desprecio que Apolo parecía despertar en ella.

—Tú y yo hace siglos que no tenemos asuntos pendientes, Febo.

Me sorprendió la rabia con la que pronunció una de sus denominaciones, que, en sus labios, parecía más un insulto. Tan concentrada como estaba en analizarla al detalle, no reparé en la inclinación que Apolo debió hacer en mi dirección, pues prácticamente di un respingo cuando ella posó sus bonitos ojos color claro sobre mí.

—Tú...

Eso fue lo único que conseguí decir. Ella, por el contrario, parecía muy contenta de verme. O eso me hizo pensar la enorme sonrisa que se dibujó en su rostro.

—Sophie —llamó alegremente antes de dar un paso en mi dirección. Casi por instinto me alejé, cubriéndome tras el parapeto divino que me proporcionaba la espalda de mi acompañante. Este alzó un brazo para evitar que la joven a avanzase de nuevo hacia mí. Creí reconocer el dolor en su mirada cuando exhaló—: No me conoces...

—¿Debería hacerlo?

Era raro, porque era cierto. No sabía cuál era su identidad a pesar de que había sido ella durante más noches de las que me habría gustado contabilizar. A pesar de que el dios de las plagas se interponía entre nosotras, no me pasó por alto la mirada inquisitiva que ella le lanzó a él. De pronto, todo el desprecio mutuo que parecían guardarse se transformó en algo que definí como complicidad. El rictus de ella se contrajo levemente antes de apartar la vista de mi amigo para centrarla de nuevo en mí.

—No. Por supuesto que no —contestó con simpleza. Se apartó el pelo de los hombros, que le cayó sobre la espalda como una cascada de sangre, antes de extender su mano a modo de presentación—. Soy Casandra de Troya. Es un verdadero placer conocerte. No sabes cuánto.

La mandíbula podría haberme rozado el suelo de la sorpresa si eso hubiese sido humanamente posible. La manera en la que Hécuba reconfortó a la joven en uno de mis primeros sueños, aquel en el que conocí a Eneas, cobró un nuevo significado para mí. Casandra era una de los hijos de los reyes de Troya; la misma que predijo la destrucción de la ciudad y a la que nadie creyó debido a una maldición. Una condena impuesta por Apolo. El resentimiento de la joven princesa hacia el anterior pasó a resultarme inocuo y entendible, aunque exiguo si lo comparaba con el daño que él le había infligido.

Me abrí paso con seguridad para poder estrechar su mano con admiración. Los músculos de su rostro se contrajeron a la altura de sus comisuras para dar pie a una sonrisa que no llegó a completarse. Reconocí cierto orgullo y algo más en la forma en que me miró.

—¿Nos vas a invitar ya a entrar o piensas sacarnos las pastas a la puerta, Cas?

La pregunta irónica de Apolo acabó con nuestro momento de corporativismo femenino.

—De saber que vendrías habría comprado pienso para gatos y te lo habría echado en el tazón de leche —contestó con resolución mientras se hacía a un lado, permitiéndonos acceder al interior de su hogar—. Estás en tu casa, Sophie.

El peso de aquella última frase hizo que el aire abandonase mis pulmones como si alguien estuviese estrujándolos desde mi caja torácica. No conocía de nada a aquella mujer, pero, sin embargo, supe que era cierto. Estaba en casa. Me obligué a tragar con fuerza para eliminar la presión que se había instaurado en la boca de mi estómago. Hacía meses que no me sentía así. Concretamente desde que abandoné mi ciudad natal tras el entierro de mi hermano. El interior del apartamento no resultaba sorprendente si lo comparabas con el descansillo. La magnificencia general del edificio también estaba presente allí mediante las molduras de escayola que decoraban los techos o los tablones anchos de roble que conformaban el suelo. Y no era para menos si tenía en cuenta de que Casandra era un miembro de la realeza, aunque todo su linaje hubiese desaparecido.

«Todo no», pensé. Eneas también estaba vivo en algún lugar del mundo. Estuve a punto de preguntar por él, pero en el último momento me contuve. Habían pasado miles de años desde la escena que vi en mis sueños, si es que no estaba alterada por el paso del tiempo, de manera que su relación podía no ser la misma en el presente.

Casandra recorría la casa con pies ligeros, ofreciéndome todo tipo de refrigerios que deseché con excusas amables. Una vez superada la sorpresa inicial y aprovechando sus idas y venidas, me permití analizarla al detalle. Lo primero que llamó mi atención fue su altura, ya que se trataba de una mujer menuda y grácil que se movía con suma elegancia. La bata de seda verde que cubría aún su cuerpo, al que se ajustaba gracias a la cinta que se anudaba a su cintura, dejaba entrever un torso torneado y femenino. Su cabello era pelirrojo de una tonalidad poco frecuente, de manera que algunas hebras parecían brillar como hilos de lava que luchaban por salir a la superficie, y enmarcaba un rostro nacarado de facciones delicadas. Casandra era bella sin necesidad de pretender serlo; de esa forma en la que se describe la belleza en los poemas de los más reputados autores.

Un sentimiento agridulce que me negué a definir se instauró en lo más profundo de mi corazón, corrompiendo una parte, al darme cuenta de que hubo un momento en el que Apolo estuvo profundamente enamorado de ella. Y no era para menos. Casandra era la definición personificada de una belleza sin parangón.

Tras invitarnos a tomar asiento alrededor de la sinuosa mesa de madera oscura que decoraba una de las habitaciones de la casa y colocar varias tazas vacías frente a nosotros, se sentó también. Estaba deseosa por preguntarle el motivo de compartir todos aquellos recuerdos conmigo, por lo que me apoltroné con resignación cuando inició una conversación aparentemente arbitraria e insustancial.

—¿Habéis hablado ya con Zeus?

Formuló aquella pregunta con desinterés mientras servía té en la taza de Apolo con absoluta concentración. Cuando llegó mi turno, el olor dulzón de la bebida me hizo arrugar la nariz con asco, por lo que lo aparté el recipiente de porcelana con disimulo. En un pasado cercano me habría parecido un manjar, pero en ese instante me dieron ganas de vomitar.

Apolo, que había adquirido la actitud desidiosa que acostumbraba a mostrar a terceras personas, masticó despacio la pasta de vainilla que se había metido en la boca.

—¿Sobre qué exactamente?

La conducta de Casandra se transformó de repente, como si no diese crédito a lo que acababa de decirle.

—¿Cómo que sobre qué? —inquirió, mirándonos de hito en hito—. ¿No habéis recibido mis advertencias?

Aquella última pregunta consiguió hacerme enderezar la espalda contra el respaldo de la silla. ¿Estaba refiriéndose a los sueños con los que llevaba martirizándome desde un tiempo atrás hasta ahora? Algo en lo más profundo de mi ser me hizo comprender que la respuesta a esa pregunta era afirmativa. La llama del resentimiento crepitó con fuerza en mi interior, lista para quemar hasta los cimientos aquella fachada de cordialidad. Apolo, que hasta ese momento había mostrado más atención a la comida que a la conversación, golpeó la mesa con vigor. Al parecer no estaba tan desinteresado como nos había dejado creer. El contenido de la taza de Casandra se derramó por uno de los bordes cuando la joven dio un respingo motivado por la sorpresa.

—¿Advertencias? —repitió. La vena de su frente parecía palpitar con cada latido de su furioso corazón—. Dime, por favor, que no estás llamando «advertencia» a los recuerdos con los que, al parecer, llevas atormentándola meses.

La contención que estaba ejerciendo sobre sí mismo quedó patente en la manera en la que los músculos de su mandíbula se tensaban tras cada palabra. Casandra me miró con la culpabilidad agolpándose en lo más profundo de sus ojos.

—Yo...

La joven se mordió el labio, incapaz de concluir su disculpa. La forma en que agachó la cabeza, evitando enfrentarnos, evidenció que Apolo estaba en lo cierto.

—¡Por los rayos de Zeus, Cas!

Apolo se puso en pie hecho una furia, alejándose de nosotras dos, que le contemplábamos anonadadas. Compartía su enfado, sí, pero algo en el modo en que la joven se encogió sobre sí misma, con la vergüenza tiñéndole el rostro, me hizo querer apiadarme de sus actos. Me puse en pie también, preparada para mediar entre ambos.

—Mi intención era ayudar, de verdad. —Quise decirle que no necesitaba justificarse conmigo—. No quería asustarte. Lo prometo.

El dios del sol se volvió hacia nosotras con enfado. Estaba convencida de que, debido a la fuerza de sus zancadas, estas debían sentirse varios pisos por debajo del que nos encontrábamos.

—¿No querías asustarla? —Apolo tomó mi brazo con delicadeza, invitándome con firmeza a alzarlo para permitirle ver a Casandra las cicatrices en las que se habían convertido mis heridas—. Porque esto no asusta para nada, ¿verdad?

—No pensé que algo así llegará a ocurrir. — Las lágrimas que amenazaban con brotar de los ojos de la joven fue lo que me hizo reaccionar—. Creí que Hermes comprendería mi mensaje...

Me revolví de malas maneras, librándome de su agarre, para interceder por la pelirroja.

—Es suficiente, Apolo.

El susodicho parecía no dar crédito a mi defensa sobre la causante de mis desvelos.

—¿De verdad vas a defenderla?

Me aparté el pelo de la cara con un gesto rápido, colocándolo tras mis orejas, y alcé el rostro hacia el dios.

—No estoy defendiendo a nadie —repliqué, ofuscada—. Te aseguro que todo esto me afecta mucho más a mí que a ti, pero no voy a consentir que la trates así. Estoy convencida de que hay un motivo para...

—Es Áyax.

Aquella afirmación tuvo un efecto inmediato en Apolo, quien se volvió en redondo para quedar frente a frente con su antigua amada. Esta seguía sentada en la silla, pero no había ni rastro de la mujer fuerte y decidida que había sido hacía apenas unos minutos. El valor y la fiereza que la caracterizó en primera instancia había desaparecido para dejar pasó a algo que identifiqué como miedo.

—¿De qué estás hablando, Casandra?

El tono de mi amigo se redujo varias octavas, como si no creyese del todo en las palabras de la joven; como si la maldición a la que él mismo la condenó también surtiese efecto en su persona.

—Ha vuelto. Está aquí, Apolo —afirmó. La piel de este último parecía adquirir una tonalidad cetrina cada vez mayor a medida que ella hablaba—. Está en el plano mortal. Creo que ha sido cosa de Hades; él le ha permitido volver.

Apolo negó en repetidas ocasiones. Ante la falta de explicaciones por parte de ambos, me aventuré a solventar mis dudas por mi propia cuenta:

—¿Volver de dónde?

Un escalofrío me recorrió de pies a cabeza cuando la mirada de Casandra, que estaba empañada por la locura y el miedo, se posó sobre mí.

—Del mismísimo Inframundo.

La sola mención de aquel lugar frío e inhóspito en el que Hades reinaba hizo que la piel de la nuca se me erizase debido al miedo. Los iris ambarinos de su sobrino se encontraron con los míos cuando me miró por primera vez desde que Casandra había mencionado al antiguo dios griego. En ellos vi, como en un reflejo de los propios, el recuerdo de la conversación que Apolo tuvo con mis amigas tras lo ocurrido en el funeral del señor Sanders, cuando alguien nos acechó desde la sombra. La manera en la que el aire pareció enrarecerse a la salida de la iglesia y el intenso olor a azufre me hizo saber que ya conocíamos la identidad de nuestro perseguidor.

»—Va tras de ti, Sophie —añadió, aterrorizada—. Hades no está conforme con todo lo que está ocurriendo. Tus actos han roto el equilibrio entre el mundo de los vivos y el de los muertos, y habrá consecuencias. Debe haberlas.

Apolo maldijo en voz baja antes de sacar su teléfono de uno de los bolsillos de sus pantalones. Antes de perderse por una de las puertas dobles que comunicaban con el pasillo, vi como llevaba el terminal a su oreja. Estaba dispuesta a seguirle para conocer cuál sería nuestro próximo paso cuando una mano diminuta se posó sobre mi antebrazo, sosteniéndome con más fuerza de la que habría creído capaz. Casandra me miraba con una vehemencia y un anhelo que consiguió robarme el aliento.

—Te diré algo que me habría gustado saber a mí al conocerle —aseveró, despertando mi curiosidad. Seguí la dirección de su mirada hasta la puerta por la que el dios acababa de desaparecer—: Puede parecer bello como el Éter, pero te aseguro que su alma está más corrompida que el rincón más oscuro e inhóspito del Tártaro.

¡Hola, hola!

Nuevo capítulo de Éride recién salido del horno. 

¡Casandra se va a convertir, si no lo es ya, en uno de vuestros personajes femeninos favoritos! Y ya sabéis lo que dice el refrán: el que avisa no es traidor.

Parece que entran nuevos personajes a esta batalla inminente. 

¿Qué os ha parecido el capítulo? ¡Os leo, ya lo sabéis! 

Oli.


Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top