Capítulo I


*Historia creada/escrita por Chispasrojas [Beatriz Ruiz Sánchez]. Si quieres apoyar a la autora, puedes encontrar contenido exclusivo y el libro completo en Patreon.com/chispasrojas.


Capítulo I. El Heredero de Valinor

Idris, La Ciudad de Plata, reposaba bajo el manto níveo del invierno. En enero, las heladas nocturnas se habían asentado tras los gruesos muros de la ciudad humana más importante del Reino de Valinor.

Una espesa tormenta de nieve se cernía sobre ellos desde hacía semanas. En esos días, la capital humana esperaba la llegada del ser más amado y deseado por el Rey Cyrion y su esposa Aria. La reina esperaba dar a luz a su descendencia, en una noche fría, sin estrellas.

Los aposentos reales se mantenían calientes con la ayuda de los hornillos de lumbres que las doncellas removían con badilas de metal. Los techos eran altos, cóncavos, de piedra, y los suelos se cubrían por gruesas moquetas de terciopelo azul. El lecho de Aria se encontraba acomodado por varias mantas más, y bajo la atención de una matrona, la hermosa mujer de cabello negro dio a luz al heredero del Reino de Valinor.

Cyrion se encontraba sentado en el Trono de Idris, contemplando la forma en la que la agresiva tormenta incidía sobre la ciudad desde las plateadas ventanas ojivales. Con una mano sobre la empuñadura de la espada de Alfeheim, La Tormenta de los Dioses, escuchó el último gemido de su esposa dando a luz al primogénito de su estirpe.

Una sangre bendecida en antaño por los Altos Elfos con el don de Larga Vida.

Solamente unos segundos separaban a Cyrion de su locura, pues esa noche era más oscura que nunca y el susurro de la oscuridad nublaba la conciencia del Rey de Idris. Las vértebras de la hoja relucían en tonos carmesíes, una corriente eléctrica penetraba en las yemas de sus dedos, y sus ojos, a punto de escapar de las órbitas, habían perdido el brillo que les caracterizaba. Cyrion había sido subyugado por su mayor temor; él. Él. Estaba allí, tras las cortinas, tras las ventanas, se ocultaba tras la nieve y le susurraba todas las noches, bajo su almohada.

La primera y única vez que Aria tomó a su hijo en brazos, esbozó la sonrisa más luminosa de la noche.

—Evening será su nombre —dijo la reina—, porque nació en la noche más oscura y se convertirá en la estrella más brillante de nuestros ojos.

Las doncellas le ayudaron a envolverle, a darle de mamar al pequeño. Después recogieron los aposentos, y algunas abandonaron la recámara para preparar la cena de Aria. Ella era tan feliz, que no creía que pudiera soltarle. Su hijo, su pequeño, el resultado de su unión matrimonial y amor.

Mientras tanto, el Concejero Real entraba en el salón del trono para informar al Rey del nacimiento de su primer hijo.

—Mi Rey —Elendil inclinó la cabeza—, las doncellas cuentan que su primer hijo ha nacido. Es un varón, se encuentra sano, y Aria está más radiante que nunca. Conozca a su hijo, mi señor, la ciudad de Idris amanecerá con una nueva luz cuando sepan que por fin ha llegado a nuestro mundo.

—Elendil. No hay luz que pueda contener la oscuridad de este mundo —Cyrion tenía la voz ronca, tan fría como la tormenta—. Márchese antes de que sus ojos se cierren para siempre.

El Concejero Real pestañeó varias veces, después se dio la vuelta y abandonó el salón con un extraño escalofrío. Cyrion se encontraba en tensión esos días, las sombras eran más densas en el Reino de Valinor, pero ninguna tormenta de nieve era suficiente para amenazar a su pueblo. O eso creían.

En sus oídos se clavaba el clamor de su hijo, el lloriqueo lejano siendo cesado por alguien. Evening lloraba como un recién nacido, lloraba como un canto en el fin del mundo.

Cyrion se levantó del Trono y caminó hacia la ventana ojival, con los ojos muy abiertos. Tras el vidrio solamente había oscuridad, y los copos gruesos que impactaban al otro lado de los gruesos muros grises del castillo. Encontró su propio reflejo, de alarmantes iris escarlatas como la sangre que derramaría esa noche. Su mano derecha desenfundó a Alfeheim; la runa latía en la empuñadura de plata, controlando su voluntad, apagando la luz de sus ojos finalmente y nublando su corazón para siempre.

«La Dinastía de los Humanos debe extinguirse. Los herederos de la Larga Vida perecerán los primeros», escuchaba una voz en su cabeza. «Después será tu pueblo, Cyrion, hijo de Alastair».

Y por las palabras, sabía que estaba en otra lengua. En una muy oscura y temible, que venía del Este, que nunca era pronunciada en Reinos habitados por humanos y que jamás se escuchaba en esas tierras.

El hechizo maldito penetró en los huesos, despojándole de lo que quedaba en él. Cyrion atravesó el Salón del Trono, el pasillo de piedra que conectaba los aposentos reales, empujó la puerta de la alcoba de Aria, y antes de que ella gritara o suplicara, la atravesó en la cama, con su leal espada.

Un chillido se alzó en el aire, mientras se retorcía hasta yacer sin vida. Las sábanas se manchaban de sangre, la alfombra se salpicaba por los gruesos hilos que derramaba su cuerpo inmóvil. Una gota de sudor frío bajaba de la sien de Cyrion, y entonces, se volvió hacia la cuna regencial azul, dorada y blanca, y caminó hacia ella con un jadeo doloroso. Apartó el velo con una mano y no encontró nada. No había nada. Ni bebé, ni sollozos, ni rastros de él. Un rastro de su consciencia le hizo sentir una extraña felicidad antes de asesinarse a sí mismo: feliz porque Evening no se apagó aquella noche oscura, feliz, así, la fría nieve y la tormenta oscura se tragase la ciudad humana que más había brillado en aquella era. La Ciudad de Plata se hundía.

Más tarde, una doncella entró en los aposentos de Aria con una bandeja de plata. Encontró el cadáver ensangrentado de la mujer sobre la cama, y el cuerpo de Cyrion al otro lado de la recámara, con una espada mancillada por la sangre. La bandeja golpeó el suelo y luego salió corriendo para alertar a los guardias.

En los primeros rayos del alba, Idris recibió la terrible noticia de la muerte de la familia real, el pueblo se conmocionó por el asesinato de los reyes. Elendil, el Concejero Real, llevó en secreto que había sido a manos de Cyrion. Él había visto su espada manchada, conocía de primera mano que la mente del Rey se había estado sumergiendo en las sombras en los últimos tiempos. Pero nunca, jamás, esperó que en su locura llegase a arrebatarle la vida a su propia familia, y pese a que no habían encontrado el cuerpo de Evening, declararon un luto completo para toda Idris.

Los habitantes del reino nunca conocieron la verdad. ¿El Rey Cyrion había acabado con la familia real? Pensaban que una noticia como esa, terminaría por extinguir la esperanza de sus habitantes; una luz que cada vez era menos brillante y más mortecina ante la oscuridad que llegaba desde el Este.

Buscaron a Evening por todos lados, jamás lo encontraron. Lo dieron por muerto cuando una horda de trasgos asaltó a La Ciudad de Plata en un ocaso. Quizá lo hubieran raptado, puede que a esas alturas se lo hubieran merendado, o tal vez, en el peor de los casos, la espada Alfheim, el arma más poderosa del Reino, había convertido a su único hijo en cenizas.

Tenía sentido, pues, sólo unos años después, mientras el Gobierno del Reino se depositaba en un senescal, Idris fue atacada por un ejército de orcos que la aplastaron con una fuerza inconmensurable. Ya no hubo Ciudad de Plata, ni reyes, ni paz, sólo la oscuridad que traían las mariposas negras del Este. Una silenciosa ciudad donde la sombra se cernía, empuñando la Alfheim y el mismísimo trono de cristal.

Idris, que fue antiguamente blanca y brillante como una mañana fresca de enero, donde los mejores herreros, maestros artesanos y criadores de caballos se reunían, donde el comercio era rico en carnes y especias de lugares extranjeros, donde los caballeros prestaban su servicio y lealtad al pueblo.

No quedaba nada.

Y durante la siguiente década, pasó a conocerse por todos los poblados y los Reinos vecinos como La Ciudad de las Cenizas. Porque eso era todo en lo que se habían convertido; cenizas, en noches oscuras y en días sin la luz del sol.

En un pueblo que esperaba el regreso de la única estrella que brillaría al anochecer. Evening.


Veinte años más tarde

¡Pom, Pom, Pom! Jungkook abrió los ojos bruscamente en la oscuridad. ¡Pom! Ubicó el fuerte golpeteo de un puño en su puerta, y no tardó en arrancarse a sí mismo de las sábanas de la cama, todavía con un ojo pegado, terriblemente adormecido y anhelante por regresar a la almohada.

—Ya voy... ya... —sonó ronco.

Se pasó una mano por el cabello desordenado que llegaba hasta los hombros. Se frotó los ojos cansados con un par de dedos, jurándose a sí mismo que la próxima noche se acostaría mucho antes. Era horrible pensar en todo lo que tenía que hacer en la herrería de su padre.

—¡Jungkook! ¡Recuerda que tienes que calentar las fraguas! —oyó a su madre al otro lado de la puerta.

El joven azabache resopló profundamente, le echó un vistazo de soslayo a la ventana, por la que apenas entraba una escasa luz previa al amanecer.

—Sí, sí... estoy poniéndome los zapatos —mintió descalzo y con el pijama arrugado.

La sábana de la cama estaba enredada sobre sí misma, medio arrancada por el bajo del colchón. ¿Cuántas horas había dormido? Él se juraba que había cerrado los ojos instantes antes de que volvieran a despertarle.

Estiró los brazos, y buscó en el diminuto armario algo que ponerse. Un pantalón negro y holgado para el trabajo, la misma camisa beige, de mangas anudadas a las muñecas, con un par de botones abiertos sobre el pecho. Luego se sentó a los pies de la cama atándose sus fieles botas de cuero marrón que siempre calzaba. Se lavó la cara en el baño con un balde de agua fresca y se ató el cabello largo tras la nuca, mientras unos mechones negros escapaban por sus sienes.

Al salir del lavabo, su olfato atisbó el delicioso olor a pan recién horneado del pueblo, y las clásicas galletas con virutas de chocolate de Dana.

—Buenos días, querido —dijo la misma.

Dana siempre llevaba el pelo recogido en una trenza larga, entre marrón y grisácea, que colgaba de la espalda.

—Buenos días —Jungkook contestó débilmente, y pasó junto a su hombro, dispuesto a robar una ardiente galleta. Con la otra mano agarraba la botella de cristal de leche, sirviéndose medio vaso—. ¿Y ese pan? —señalaba con el mentón, en lo que se llenaba la boca de migas.

—Darien lo ha traído. Madruga más que alguien que yo me sé —le arrojó Dana, arqueando una ceja.

—¿Ese granuja ya está despierto? Si sólo son las seis de la mañana —dijo masticando como podía.

Y sin ni siquiera sentarse, se tragó el vaso de leche de una. Luego se metió dos galletas más en la boca, y agarró la chaqueta del perchero, metiendo los brazos y colocándosela.

—Recuerda que tu padre llegará sobre la una. No te olvides de abrir el portón trasero de la herrería, traerá un carro cargado de cosas...

Jungkook empezó a toser exageradamente, mientras se dirigía hacia la puerta de la casa.

—¡Ah, te vas a ahogar con el desayuno! ¡Ten más cuidado! —exclamó Dana, observándole marcharse.

—¡Yo también te quiero, adiós!

Ella suspiró sonoramente y le siguió con la mirada mientras el joven desaparecía al girar la calle. A veces le costaba aceptar lo mucho que había crecido Jungkook, su hijo adoptivo, el mayor de tres. Y en el fondo, Dana adoraba al muchacho. Siempre había ayudado a Torgo en la herrería, el padre de sus otros dos hijos. Había sido una buena mano en casa, y la economía había mejorado notablemente desde que Jungkook cumplió los diez. Y si bien, ahora tenía más de veinte, y se encargaba a tiempo completo de la herrería en esos días en los que Torgo iba a la ciudad humana más cercana para adquirir materia prima y vender las armas que bien forjaban en sus fraguas.

El padre de Jungkook era un maestro herrero, ahora más viejo, pero siempre sabio, trabajador, y querido en el pueblo de Epiro. Jungkook había estudiado en el pequeño colegio del poblado hasta los catorce, pero siempre ayudó a Torgo y ahora trabajaba con él. Había aprendido las mejores técnicas de herrería, sabía forjar espadas, cuchillos, hojas, y arcos. También tenía a un tío, Tenji, el hermano más joven de Torgo, quien vivía en un poblado situado a unas horas a caballo de Epiro. Tenji manejaba la espada, y había luchado contra las hordas de trasgos del Este que, desde hacía diez años aparecían en manadas, asaltando a los pueblos pacíficos de Valinor.

Desde los doce, Jungkook veía a Tenji cada dos semanas. Su tío le había entrenado durante años, porque el más joven era enérgico y avispado. Jungkook aprendió a moverse bien, a desplazar los pies, a bailar con las armas, a lanzar cuchillos y a usar el mandoble. El tiro con arco no le apasionaba demasiado, pero tampoco tenía mala puntería, si bien él prefería la espada por encima de todo. Era más divertida. Espadas ligeras, rápidas, que oscilaban un sonido sordo deslizándose en el viento. Esa era su pequeña pasión.

Y a partir de la adolescencia, Jungkook tenía un puñado de testosterona que liberar en sus entrenamientos; muchas veces lo hacía solo, cuando su tío no estaba. Se preparaba sus propios sacos de arena, sus sesiones de entrenamiento. No era como si esperase que un ejército de trasgos les atacara, pues Epiro era el pueblo más pequeño y perdido de Valinor, pero a veces no encontraba qué otra cosa hacer con su tiempo. Si no estaba en la herrería o practicaba con la espada, ayudaba en Dana en casa, iba a recoger a su hermana pequeña, Lysa, al colegio, y pasaba a comprar por el mercado algunos víveres.

Lysa tenía nueve años y era muy lista; su otro hermano se llamaba Morgan, y tenía once. Aún estaba en el colegio, pero a veces iba a la herrería y Jungkook le dejaba encargado de algunos trabajos muy simples, como sujetar el molde de la forja, y recoger los encargos de los hombres del pueblo.

Esa madrugada, Jungkook a solas abrió la herrería de Torgo. Encendió las forjas, arregló dos hachas de leñador, y forjó dos hojas hasta sudar como ríos. A mediodía, un hombre pasó a recoger las hachas y le dejó una amable propina, que él se guardó en el bolsillo.

—Están excelentes, Jungkook. Torgo debe estar orgulloso de su hijo mayor —le dijo—. Cómo has crecido.

Jungkook sonrió más modestamente y luego se despidió de él.

—Gracias, Helm. Buenos días.

—¡Buenos días, muchacho!

El pueblo trabajaba mayormente en los cultivos y él no tenía mucho más que hacer, así que, calculando la hora, Jungkook agarró un libro y salió del lugar, dirigiéndose al camino de entrada por el Norte de Epiro.

El pueblo era exclusivamente campesino, rodeado de cultivos, de siembras y recogidas, con largas praderas verdes y árboles, casas de piedra blanca, y tabernas pequeñas y cálidas. El paisaje era mayormente llano, poca gente entraba y salía de Epiro, y los que lo hacían, siempre iban y venían con carros, traían materias primas y se largaban con sacos con los que comerciaban en el exterior.

No fue difícil encontrar un tronco de árbol donde descansar, Jungkook se sentó bajo la sombra de la copa de uno, con las rodillas flexionadas, abrió el libro y leyó un poco, disfrutando de la buena temperatura de la mañana.

Últimamente, disfrutaba más de lo normal el aislarse del pueblo. A veces, ni siquiera se llevaba un libro, buscaba un árbol digno y su apacible sombra, se tumbaba allí mismo, con la espalda tendida sobre la hierba fresca, y los brazos abiertos y extendidos. Encontraba una extraña paz en aquel silencio, pero cuando se incorporaba, sus ojos castaños se posaban en el horizonte del pueblo, más allá de los campos, de los árboles y de los cultivos, allí donde la vista se volvía neblinosa, imaginándose los cientos de lugares mágicos que aguardaban en Gaia.

Era extraño, pues, él no tenía ni idea de cuánta magia existía en esas tierras. Valinor era el reino humano, el reino de la capital caída, la Ciudad de las Cenizas de Idris se encontraba muy, muy lejos, y las lenguas decían que era peligroso alejarse de los campos verdes de cultivos humanos.

Él no pensaba demasiado en eso, sólo era un joven herrero. Pero en ocasiones, se preguntaba si lo que se escribía en los libros era cierto; bosques tan verdes y profundos, donde los árboles hablaban. Ríos de agua tan cristalina, donde las corrientes tomaban hermosas formas de sirenas. Elfos que cantaban a las estrellas, más allá de las fronteras. ¿Podría ver algún día a uno? ¿Podría viajar hasta el Ocaso? ¿Hasta las costas celestes de Gaia, donde los pájaros alzaban las alas blancas y las cascadas susurrarían con el ulular del viento?

Bueno, eso último sólo era una fantasía, pues en Valinor no había, y jamás habría, ni un solo Elfo. En aquel Reino habitaban humanos, Enanos, y puede que algún otro brujo con menos dotes mágicos que un borracho en patinaje sobre hielo.

Los Elfos que él había leído en libros, vivían en el Reino vecino, el Reino de Nibel. Se dividían en dos razas distintas; los Elfos del Bosque, los cuales no eran sociales, ni amigables. Vivían en el Bosque Berilo, y nunca nadie se acercaba a ese lugar, debido a sus hostilidades. Se decía que tenían una fuerte aprensión a los humanos, pues en el pasado se enfrentaron por alguna vieja rivalidad. Eran excelentes caballeros, arqueros, y tan peligrosos, que podían cortarle el cuello a cualquiera con una daga élfica.

La otra raza, mucho más sofisticada, era la de los Elfos de la Noche. Se decía que estos poseían la ciudad más rica, más estable y pacífica de toda Gaia: Lúa, la Ciudad Nocturna. Y en Lúa habitaban todas las razas, pues era la ciudad fortificada más enorme de Gaia. La piedra y el ladrillo que habían usado en sus edificios y murallas era un ónix oscuro que trabajaban sus herreros, y se decía que reflejaba el púrpura y esmeralda bajo la luna. Los viajeros podían pasar para dormir, los mercados rebosaban de las mayores riquezas y singularidades de todos los Reinos. Todo un sueño.

No obstante, Torgo era un buen herrero y siempre le dijo a Jungkook que el mejor mineral lo tenían los Enanos de Valinor. La Adamantina venía de Endalion, La Ciudad de la Montaña, y esa estaba en su reino, no en Nibel, ni en cualquier otro lado. Eso les hacía sentirse orgullosos de sus tierras.

Conseguir Adamantina era muy difícil, pero Jungkook había visto algunos cascos del material y eran más duros que el diamante más puro de todos.

Jungkook se imaginaba a menudo viajar hasta Nibel, ver la ciudad fortificada de Lúa con sus propios ojos, en la distancia, brillante bajo la luna creciente, los Elfos de la Noche con pieles grises, oscuras, y sus estandartes púrpuras ondeando al viento.

Estaba tan abstraído en su propio mundo, que cuando escuchó otra voz tras el árbol, casi se le escurrió el libro entre los dedos.

—¿De retiro espiritual, Jungkook?

—¿Ah? —el joven se levantó del suelo, alisándose los pantalones.

Era Darien. Había una sola panadería en todo el pueblo, que curiosamente pertenecía a la madre de su mejor amigo. Y bien, no es que Jungkook fuera especialmente extrovertido, él siempre había sido más o menos callado; respetuoso, trabajador, pero no demasiado hablador. En la herrería parecía una persona distinta, puesto que se sentía más cómodo que cuando asistía a las clases a las que iban los menores de Epiro. Sonreía mucho más, y había chicas que siempre se quedaban mirándole cuando trabaja con el martillo para moldear alguna hoja incandescente hasta sudar. Con el paso de los años, se había ganado más de una conquista sin ni siquiera despeinarse. Había procurado no quitarse la camiseta mientras trabajaba, puesto que le incomodaba el asunto de las féminas. Y no era que Jungkook tuviera miedo de las mujeres, más bien, evitaba el contacto romántico, como si fuera alérgico a él. No se veía, ni tampoco creía que él estuviera hecho para eso a lo que llamaban amor o conveniencia. ¿Casarse joven? ¿Tener hijos? ¿Compartir su vida con alguien?

Lo único por lo que se interesaba Jungkook eran por las malditas espadas (tendría una relación seria con una, si pudiera), y por soñar con lo que había más allá del horizonte visible de la campiña.

Había conocido a Darien en el colegio, igual que conocía a todo el pueblo. Pero no fueron muy amigos hasta que los dos empezaron a trabajar en sus respectivos campos; Jungkook en la forja, y Darien, ayudando en la panadería de su familia. El muchacho había crecido excelentemente esos años, por lo que ahora, Darien no sólo era un joven de cabello rubio oscuro, sino que también tenía una espalda ancha por cargar los sacos pesados de harina, unos bíceps enormes, a base de meter y sacar bandejas con decenas de panes de todos los tamaños, blancos, integrales, con semillas y pasas, otros rellenos de queso... era el negocio que mejor funcionaba de Epiro.

—Estaba, ehm —Jungkook suspiró, ligeramente abstraído—, leyendo algo.

Darien chocó su hombro con el suyo.

—¿Es que te has olvidado? —una sonrisa asomaba por su rostro.

—¿Olvidar el qué...?

—Me dijiste que entrenaríamos un rato —le recordó—. ¡Cerebro de pasa!

Jungkook se llevó una mano a la frente. «Sí que lo había olvidado».

—Maldición.

—¡Ha! —espiró el otro—. Te he encontrado de casualidad, estaba a punto de largarme.

Los dos empezaron a caminar en dirección a la herrería de Torgo. En la parte trasera había un buen trozo de terreno vallado donde podían usar un rato las espadas. Entró con Darien en la herrería, tomaron las espadas que siempre usaban y salieron al exterior para entrenarse un poco. No tardaron en romper a sudar, pues a esa hora hacía calor, y a veces se sentían perezosos.

Darien no era tan rápido, tan ágil, ni se interesaba tanto en las armas como Jungkook. Tenía tres hermanos pequeños, su padre era campesino, y él llevaba el negocio familiar del pan con su madre. Pero eso era lo que más les había unido desde hacía un tiempo; había aprendido a usar la espada por Jungkook. Resultaba que el pelinegro era un excelente maestro, y como necesitaba a alguien con quien entrenarse, usaba a su favor el espíritu competitivo de su amigo.

A Darien no se le daba muy bien la espada, pero usaba genial los mandobles, ya que era más musculoso que él. Jungkook a veces le guardaba cierto recelo. Su propio físico era dinámico, musculoso, pero delgado, de bíceps más suaves, pecho y abdominales marcados, pero sin excederse. Lo más grueso de su cuerpo eran los muslos, y aun así seguía envidiando al oso enorme que a veces parecía Darien. Puede que no fuera brillante con la espada, pero cualquiera que le viera de malhumor se pensaría mil veces antes si debía sacarla contra aquel tipo.

Desgraciadamente, Jungkook sabía que Darien era eso: un oso amoroso. Mejor que el pan (quién lo diría), y más tosco que un tronco de roble. Darien era un poco corto de miras, no leía, no le interesaban los Elfos, y por supuesto, Epiro era perfecto para él.

En los dos duelos en los que se enfrentaron, Jungkook le ganó dos veces y aprovechó para reírse de él.

—¡Estás perdiendo tu forma! ¡Yo de ti, me preocuparía! —le lanzó con arrogancia.

—¿Quieres cargar tú con sacos de veinte kilos, flacucho? —contestó Darien, y los dos se rieron.

Luego, Jungkook dejó a un lado la espada, y jadeando, se acuclilló a la sombra de la herrería.

—¿Has visto a Thalía, hoy? —formuló unos segundos después.

El sudor corría por sus sienes, los mechones de pelo que escapaban de la coleta se pegaban a su nuca y orejas.

—¿Thalía? O-oh, no. Nada de eso —Darien agarró la cantimplora de agua y echó un trago tibio, que lubricó su garganta—. Ahora está trabajando en la Taberna de Rhino.

—Ah, ya. La vi la semana pasada —Jungkook apoyó un antebrazo sobre la rodilla, en una posición relajada—. ¿Cuándo vas a decírselo?

Darien alzó ambas cejas.

—¿Decirle qué?

—Pues, ya sabes —gesticuló con una mano—, que te gusta desde los once.

—¡E-eso no es verdad! —Darien se mostró muy nervioso.

Jungkook puso los ojos en blanco; Darien siempre había babeado por Thalía, una pelirroja guapísima que conocía desde el colegio. Después, de más adulto, había seguido mirándola como si fuera un Dragón al que jamás podría acercarse. Siempre que pasaba de largo y ella les saludaba, Darien se atragantaba, se ponía tan rojo como los tomates, y empezaba a decir cosas sin sentido.

La semana pasada, cuando Jungkook pasaba por la Taberna de Rhino, Thalía estaba recogiendo las mesas exteriores y le invitó a una jarra de hidromiel. Él rechazó cortésmente, pues deseaba volver a casa y meterse en la cama de una vez. A veces tenía la sensación de que la pelirroja se interesaba en él, pero Jungkook huía de los romances como de los pegajosos mosquitos, y, además, conocía de primera mano lo muy colado que estaba Darien por ella.

—Darien, házselo saber de una vez. Thalía siempre nos saluda, siempre nos sonríe, ha sido tu amor platónico desde que recuerdo, y ya eres un hombre adulto —se incorporó para estirar las piernas y luego le dejó una palmadita en la espalda—. Compórtate como uno. Quizá le encuentres el gusto, y todo.

Darien apoyó un brazo en la valla de madera, todavía con la cantimplora en la mano.

—Respóndeme a una cosa, y sé sincero —le pidió—. ¿Crees que te pedirá que la acompañes?

—¿Yo? ¿A dónde? —sus ojos se volvieron más redondos.

—A la feria de la cerveza, ya lo sabes. Es mañana.

Jungkook desvió su mirada, Darien le había pedido que fuera sincero; y él no quería serlo.

—Quizá —respondió con un suspiro—. Pero si lo hace, le diré que no, Darien. Sabes que no me interesa.

—Tampoco deseo que seas grosero con ella —añadió el rubio oscuro, más honorablemente.

—No es eso, es que, uhm, Thalía es preciosa, Darien, pero no me veo en una relación —Jungkook agarró su propia cantimplora y le dio un largo trago.

—Ah, ya —su amigo ladeó la cabeza y afinó la mirada, escudriñándole significativamente—. No será que eres un alien, ¿no? ¿O es que te gustan los varones, Jungkook?

Él casi se atragantó con el agua, le regaló una mirada de soslayo, con los párpados muy abiertos. Y bien, Jungkook no estaba seguro de qué era lo que le gustaba. Aunque tenía la respuesta en la punta de la lengua, y a punto estaba de escapar de ella.

«Le gustaba... le gustaban... pues... obviamente, las espadas», pensó con un toque irónico.

—Va, no te preocupes. No creo que Torgo se lo tome a mal, pero mejor no les digas nada hasta después de la feria —continuaba Darien.

A Jungkook le apetecía decirle que no era eso. No exactamente. No sentía atracción por nadie, simplemente. Trató de diluir el tema como pudo, regresaron al punto esencial de aquella conversación.

—Si tanto te preocupa a quién se lo pedirá Thalía, ¿por qué no se lo dices tú? —manifestó rápidamente—. Dile que te encantaría acompañarla. Lánzate de una vez.

Darien se pasó una mano por el pelo.

—Pero, ¿cómo podría hacer eso...? Oh, Thalía, cada vez que el sol se refleja en tu melena pelirroja, las ascuas del fuego brillan en mi interior —dijo con inspiración.

Jungkook reveló una mueca de desagrado.

—Demasiado poético —descartó—. Escucha: ¡Thalía, oh, Thalía! ¡Qué dichoso sería contar con tu compañía! —soltó con un canturreo, y luego se rieron exageradamente.

Jungkook y él guardaron las espadas en sus fundas, las dejaron apoyadas contra la pared, a la sombra, y compartiendo una agradable conversación, le dieron la vuelta a la herrería con pasos desgarbados.

—Es demasiado vergonzoso —reconocía Darien, con media sonrisa—, tendría que abandonar Epiro para siempre. Ir más allá de las fronteras del Prado Verde, donde la comida no es buena. Y cómo echaría de menos mi almohada, a mis tres hermanos subiéndose sobre mi espalda, y mi madre pegándome con una barra de pan en el cogote, por quemar los bollos de pipas y pasas.

—Yo te pegaría con la rueca de la mía, piénsalo así —bromeó Jungkook, y acto seguido, agregó algo mucho más profundo, con un tono sosegado—. Se derretiría si supiera que fuiste tú quien le dejó las flores azules en el alféizar de su ventana, la noche de su cumpleaños. Darien, ofrécele la oportunidad de conocerte —le dijo—, pues, estoy seguro de que cualquiera admira el pan recién hecho de las mañanas, como el césped fresco bajo el rocío.

Darien resopló sonoramente, apretaba los párpados, asintiendo asiduamente con la cabeza. Era la joven más atractiva de Epiro, y quedaba tan lejos de él, como las estrellas de sus dedos. No obstante, iba a intentarlo, debía, tenía, era obligatorio que lo hiciera. Así lograse las mayores calabazas de la historia de Valinor: él deseaba que quemarse finalmente con el fuego de su rechazo.

—Le pediré que baile conmigo mañana, en el festival —dijo Darien—. Con suerte, si tomo tres cervezas o más, seré el tipo más insensato del pueblo.

—Justo lo que necesitas —le alentó medio en broma Jungkook.

Y él esperaba que fuera cierto. Justo cuando llegaron a la puerta de la herrería, se toparon con el carro de Torgo. Jungkook parpadeó, recordando que Dana le había dicho la hora a la que regresaría al pueblo.

—Mi padre ha llegado —dijo, adelantando el paso.

—Bien, estupendo —soltó el otro, más desinteresado—. Hablamos mañana, ¿te veré allí?

—Sí, claro, allí estaré —Jungkook se volvió brevemente, en su despedida—. ¡Adiós!

—¡Adiós! ¡Eh, y ni se te ocurra no aparecer! —le amenazó de seguido.

Jungkook empujó la puerta de la herrería y encontró a Torgo. Esbozó una leve sonrisa, aproximándose al viejo hombre.

—Padre —dijo—. Por fin.

Torgo se volvió, con el ceño arrugado, el rostro moreno y el cabello por los hombros, gris oscuro, y descuidado.

—Jungkook, ¡aquí estás! —saludó alegre, si bien extenuado—. Me imaginaba que seguirías detrás de la herrería. ¿Entrenabas con Darien?

—Sólo un poco —resumió—. ¿Y bien, qué tal el viaje a Torre Gris?

—Largo, pesado, caluroso. Hay Enanos.

—¿Enanos? —repitió interesado.

—Escuché que hablaban de las mariposas negras del Noreste. Susurros que llegan desde La Ciudad de las Cenizas.

Torgo se encontraba sacando material, recolocándolo, moviendo los sacos de metales y lingotes, mientras Jungkook le echaba una mano. Él sabía muy poco sobre las mariposas negras, pero las lenguas que habían llegado hasta Epiro, decían que se trataba de una enfermedad que dormía a la gente para siempre.

—Y, ¿qué cuentan? —preguntó Jungkook, con interés.

—Que las sombras son cada vez más largas, y que el único lugar de Valinor que persistirá serán las montañas.

—Las montañas, se refieren a... ¿Endalion?

—Esos Enanos son demasiado orgullosos —chasqueó con la lengua—, la fantasía se quedó atrás hace tiempo, Jungkook. Ya estoy viejo y prefiero no dejarme llevar por los murmullos.

Ahí finalizó su conversación, Jungkook le preguntó después sobre los materiales, y Torgo le dijo que estaba bastante contento, puesto que había conseguido un lingote de Adamantina, y a muy buen precio. Sus iris corrieron en su búsqueda, mientras el corazón repiqueteaba en su pecho.

¿Un lingote de Adamantina? ¡Eso era más de lo que hubiera esperado cualquiera!

—¿Y qué vamos a hacer con él?

—Quedárnoslo, por supuesto —dijo con orgullo—. Se puede forjar en las fraguas, necesitaremos la potencia de seis, pero la fundiremos.

Jungkook apretó los labios, se preguntaba qué era lo que Torgo deseaba hacer con aquel lingote. ¿Un hacha? ¿Un casco? ¿Una espada? La última, alzaba su corazón como el trote del más veloz caballo. Una espada de Adamantina, probablemente, si la tuviera sería su mayor amor platónico. Por encima de lo que el bobo de su amigo sentía por la pelirroja del pueblo.

Por la tarde, Jungkook y Torgo trabajaron juntos hasta la puesta de sol; Jungkook terminó el mandoble que había estado preparando y lo dejó enfriarse. Se acercaba el cumpleaños de Darien y quería regalárselo. Torgo trabajó con la Adamantina, fundiéndola con acero, y entre los dos, volcaron el metal hundido en un molde de espada, que después lo dejaron reposar. Sus ojos aún se iluminaban observando el molde incandescente. Torgo le dijo que, si encontrase a un buen comprador en Torre Gris, ganarían una buena fortuna a cambio de esa.

Y, aun así, el pelinegro pensaba adorarla hasta que se la llevara de Epiro. Todavía les quedaba el trabajo de forjar la empuñadura. Deseaba tomarla en su mano y notar el peso en su brazo.

Tras el anochecer, los dos cerraron la herrería y volvieron a casa, Jungkook cargaba un saco con las cosas personales del viejo Torgo, tras la espalda. Al llegar a casa, Lysa y Morgan se arrojaron sobre el padre para abrazarle, Dana esperó con los brazos como jarras, le recibió con una sonrisa y después revolvió el cabello de Jungkook como si aún fuera un niño (él le sacaba de altura, por lo menos, una cabeza).

—¿Fue todo bien en Torre Gris?

—Magnífico, las hombreras casi me las quitaban de las manos.

Y Torgo le enseñó un saco con el oro que había conseguido.

—¡Por las Barbas de Merlín, cuarenta reales! —exclamó Dana.

—¡Podríamos tener otro caballo! —dijo Morgan.

—Yo quiero un unicornio —solicitó Lysa.

—Los unicornios no existen, bombón —Jungkook se levantó de la mesa con media sonrisita, se llevó un par de platos a la cocina y luego se perdió de vista, mientras la familia discutía sobre la fortuna.

Torgo defendía que guardarían la mitad para Morgan, pues deseaban que en su mayoría de edad se trasladase a la ciudad humana de Torre Gris para encontrar un trabajo allí que no fuera de campesino.

Jungkook se dio una rápida ducha en el lavabo, bajo la regadera metálica. El agua siempre estaba fría, por lo que su piel se erizó, y acabó lo más rápido posible. Después se secó con una toalla un poco recia y se puso algo cómodo, entró en su dormitorio pensando en todo eso de Torre Gris.

Él había ido en una ocasión, la ciudad era grande y se usaba mayormente para el comercio. Había mucha entrada y salida de humanos, y algunos Enanos que pasaban por allí antes de ir a la Montaña de Hierro, donde estaba la ciudad Enana de Endalion. Jungkook no quería dinero, pero había una parte de él que sentía la melancolía de no conocer mundo. Nunca vería las montañas, tampoco el mar celeste, ni el Reino de Nibel con sus hermosos Elfos de la Noche de pieles oscuras.

Siempre estaría allí, ante la misma frontera llana, cubierta de hierba fresca, robles y decenas de campiñas con cultivos de trigo y arroz. Y su espíritu quería más, sentía que el mundo era suyo, o que había nacido para hacerlo suyo, para navegar en las fronteras y conocer a lo que fuera que le estuviera esperando. ¿Por qué se sentía de esa forma? Él no era nada, nadie.

Jungkook, huérfano, hijo adoptivo de Torgo. Un bebé abandonado, de los tantos que a veces dejaban en carros o en barriles en los pueblos colindantes. Probablemente era un vástago de alguna aventura o embarazo indeseado. Posiblemente, sería mejor que jamás supiera de dónde venía.

Él quería conformarse y ser feliz, como Darien. Pero su yo interior no le dejaba. No se lo permitía.

Jungkook se dejó caer en la cama, con el pelo húmedo, y se sintió inmediatamente extenuado. Luego de dar unas vueltas sobre la cama, comenzó a sentir el suave susurro del sueño, el dulce cansancio desconectando sus músculos y sus huesos, llevándose su conciencia hacia lo más profundo del canto de Morfeo.

Pensó que era el cansancio, pues a menudo, tras un día largo, cerrar los ojos era maravilloso. Sin embargo, mientras su consciencia se diluía, sintió como si estuviera sumergido en una bañera de agua tibia, que le mecía, que le arrastraba con suavidad hacia un lugar desconocido.

Entonces se sintió increíblemente pletórico, acogido, desbordado por una sensación de felicidad plena. Sus dedos se enlazaban con los más finos y delicados de alguien, y al abrir los párpados, se dio cuenta de que reposaba sobre un mullido sofá de jardín. Los almohadones eran blancos, con borlas y flecos dorados. El techo consistía en unas finas y elegantes vigas de oro, recubiertos por las zarzas y enredaderas de flores blancas, que desprendían olor a azahar. Por los lados, caían blancas cortinas de seda traslúcida, que ondeaban mientras el viento y un sol dorado le cegaba medianamente las pupilas.

Poco tardó en percibir el peso sobre su cuerpo, tenía a alguien sobre él, con las piernas alrededor de su cadera, y su rostro inclinándose sobre el suyo, sin dejar ir en ningún momento sus dedos.

Y el Dios Eru sabía, que Jungkook, jamás había sentido el tacto de una mano como esa. Jamás le habían acariciado el rostro como si fuera algo frágil, y los cilios de sus oídos nunca se habían visto tan bendecidos por aquel timbre suave y acento melodioso.

Jungkook sentía que no podía tragar saliva, parpadeó tratando de ver más allá del contraluz, pero su figura se distorsionaba como una sombra en sus pupilas. Él le hablaba con voz suave, con palabras como la miel sobre su lengua. No era el idioma que conocía, sino algo muchísimo más liviano y cantarín, como el élfico. E inexplicablemente, entendía a esos labios como si su lengua le perteneciera:

—Cuando abro los ojos, temo que todo sea un sueño y desaparezcas —le decía.

Jungkook suspiró temblorosamente, sintiéndolo dentro de su tórax. Pudo ver sus ojos, del verde claro, como las hojas de la primera. Advirtió que su mano izquierda se encontraba en la cintura del otro, manteniéndole con firmeza.

—Aquí sigo —dijeron sus propios labios.

Y de repente, el otro desenlazaba su mano y le abrazaba con adoración. Jungkook sentía una devoción pura, como si estuviera esperando para hacerlo. Quería saber más, quería conocer su nombre, quería saber por qué se sentía como en las puertas del cielo, por qué su piel se estremecía bajo la caricia de sus dedos, de él, sosteniéndole el mentón y encontrando sus labios como una manzana fresca.

—Siento tu latido —susurraba sobre sus labios—, siento cómo corren los segundos, y el cielo se estremece por nuestra unión...

Jungkook cerró los ojos, pese a que quería mantenerlos muy abiertos. No sabía de donde brotaba aquella intensa emoción, pero quería pronunciar un nombre que sus labios aún no conocían. Su boca encontró la suya una vez más, y esta vez abrió los labios, recibiéndole con emoción, sintiendo su lengua fundiéndose en la suya. Sus respiraciones unidas, la pasión bombeándole las venas y sus manos reptando lentamente por la cintura del Elfo, vestido con prendas blancas y plateadas, que rozaban suavemente sus yemas.

Y entonces... despertó.

Jungkook abandonó la almohada con la nuca empapada. Respiraba agitadamente, como si hubiera estado corriendo durante un buen rato. Sus ojos fueron más allá del vidrio de la ventana, donde una enorme y redonda luna plateada quedaba suspendida en el horizonte.

Después, se levantó de la cama, abrió la ventana para que entrara la brisa fresca y veraniega. Sentía que la garganta le raspaba, por lo que decidió ir a buscar un vaso de agua. Aún le quedaba una hora para dormir, no había amanecido y Epiro se encontraba en un escrupuloso silencio. No obstante, no quería volver a meterse en el lecho. Se sentía desconcertado, se preguntaba por qué su corazón palpitaba con esa emoción borrascosa, con esa desconocida tormenta de mariposas en el estómago.

Sólo había sido un sueño. «Y los sueños no eran reales». Quizá era porque tenía algo más de veinte años, y todavía no había tenido pareja. No le interesaba, pero lo más probable, era la conversación del día de antes con Darien le hubiera afectado.

Jungkook llegó a la cocina y agarró un vaso que rellenó con agua. Se sentía ansioso por algo que aún no había conocido. Como si estuviera esperándole, como si... como si sus células le pidieran salir ahí afuera, para buscarle... ¿Qué sentido tenía hacer algo como eso?

Después de unos tragos, decidió vestirse y salir a dar una vuelta mientras el amanecer acariciaba Epiro. Jungkook se anudó las botas, salió de casa, y caminó tranquilamente por las amplias colinas y campos que rodeaban el pueblo guardando las manos en los bolsillos. Los más madrugadores ya se levantaban para empezar con la siembra, con los regados, con los abonos.

El sol era una bola redonda y dorada que asomaba tímidamente en el horizonte, iluminando el cielo índigo. La brisa de la madrugada le acariciaba el pelo, las mejillas, tomó una bocanada de aire fresco que infló sus pulmones, y finalmente, entendió su epifanía.

En ese amanecer, por primera vez, Jungkook se dio cuenta de que su corazón no tenía suficiente en Epiro. Necesitaba mucho, mucho más que eso. Y sabía profundamente que su alma no reposaría allí, pues sus células le enviaban un mensaje indescifrable que sólo sus latidos podían entender.

Quería abandonar su hogar para conocer el mundo. Encontrar el camino que su corazón ansiaba revelar.

«Quizá», se dijo el joven, «durante la feria de la cerveza... debería abandonar Epiro cuando todos miren hacia otro lado».

Pero, ¿a dónde iría? ¿Un camino sin rumbo? ¿Sin destino?

Tal vez era un insensato, demasiado joven como para arrancarse la venda que le cubría los ojos. Cualquier persona pensaría que era un loco, si supiera que quería abandonar su hogar. Que nunca había podido encajar, que nunca entendía por qué el sabor del pequeño pueblo le sabía tan a poco. Tenía familia, trabajo, un lugar entre todos.

¿Qué era lo que su alma ansiaba conocer, tras el rojo y dorado sol del horizonte, que creía ante sus pupilas?

Sólo la luz conocía el verdadero destino de Jungkook, de Evening... el heredero perdido de Valinor.

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