Capítulo 4. Conociéndote de cerca

—Las galletas de avena son una delicia. Me fascinan porque su sabor es único, diferente al de cualquier otra galleta. Y los pepinillos, bueno, simplemente no los soporto, me resultan repugnantes.

Lucci compartía mesa en la cafetería con Amélie, quien disertaba con entusiasmo sobre sus gustos y disgustos. Él, sumido en la tranquilidad de su té, escuchaba atentamente. Hattori, por su parte, se entretenía picoteando galletas. Dado que su identidad debía permanecer oculta, Lucci recurría a la ventriloquía para comunicarse sin mover los labios.

—¿Y a ti? ¿Te gustan las galletas de avena? —inquirió Amélie.

—No están mal —respondió Lucci con una voz que parecía venir de otro lado—. Pero lo que realmente no soporto es la carne de cerdo y el jamón enlatados.

—¿Te refieres al Spam? —preguntó Amélie, a lo que Lucci asintió con la cabeza—. Entonces, ¿cuál es tu favorita?

—No tengo una predilecta —confesó mientras su mirada se perdía en el vapor del té—, pero disfruto de un buen brandy. Es un destilado con carácter —continuó, mientras su voz parecía flotar en el aire—. Aunque dudo que sea de tu agrado.

Amélie procesaba la información con los ojos desmesuradamente abiertos, pero evitaba mirar directamente a Lucci. A pesar de su aparente calma, algo en su presencia la inquietaba. El semblante de Lucci era impasible, como el de un gran felino en reposo. Sus ojos no destilaban amor, sino una frialdad que parecía capaz de congelar el alma.

Sin embargo, para Lucci, aquellos ojos color chocolate de Amélie brillaban con la inocencia de una gatita curiosa. Le fascinaban, le transmitían una serenidad inesperada. Lucci siempre había preferido la discreción, el misterio de las sombras a la charla mundana. Y allí estaba Amélie, una criatura tan cautivadora como enigmática, que despertaba su interés. Su amor por los animales era evidente, como demostraba al alimentar a su fiel paloma Hattori.

—¿Te caigo bien? —preguntó Lucci, refiriéndose al ave.

—Eres encantador —respondió Amélie, acariciando suavemente a la paloma.

—¿Y qué piensas de mí? —indagó Lucci, buscando en ella una respuesta más personal.

Ella se quedó sin palabras, sus ojos se deslizaron hacia la calle, capturados por el murmullo del río cercano. Lucci, con una ceja arqueada, notó su evasión. Parecía un hábito instintivo para esquivar la pregunta, o quizás algo más profundo…

—¿Captaste el sentido de mi pregunta? —indagó Lucci, su voz un hilo de curiosidad.

—¿Qué interés tiene Lucci en conocer mi opinión? —replicó ella, su tono revelaba una mezcla de sorpresa y cautela. Era su manera de procesar la situación, de darle vueltas en su mente aguda y perspicaz.

—Es simple curiosidad —confesó Lucci con franqueza. —No suelo mezclarme mucho, y rara vez me preocupa caer bien o mal.
Amélie se acomodó en su asiento, observando al hombre de tez morena frente a ella.

—Eres como un leopardo solitario, grande y majestuoso. No eres de los que disfrutan la compañía de otros animales. Cuando cazas, lo haces con una eficiencia letal —comentó con una sonrisa, haciendo una analogía entre humanos y animales—. ¿Sabías que los leopardos machos solo buscan a las hembras en época de celo? No son criaturas de un solo compañero.

—¿A qué te refieres con eso? —preguntó él, su curiosidad despertada por la comparación.

—No estoy segura… Tal vez algún día encuentres a una mujer que despierte algo en ti, una que te haga considerar la idea de sentar cabeza.

Lucci encontraba un peculiar encanto en el léxico científico de Amélie. Ella se expresaba así, reflejo de su consideración propia como una mente brillante. Esa inteligencia era lo que le atraía, además de su belleza. Su rostro, de una inocencia casi infantil, le fascinaba. Era la imagen de una pureza angelical, ajena al pecado y al infierno, en contraste con su propia naturaleza. Él, bromeaba, sería recibido por el arcángel Lucifer en persona si llegara su hora.

El té de Lucci se acabó antes que el de Amélie. Ella, absorta en el suave plumaje de la paloma, ofrecía una sonrisa que él sabía era un regalo efímero. En aquel momento de paz, un respiro en medio del caos de una guerra entre marines y piratas, Lucci tenía un propósito claro: obtener los planos del arma ancestral que guardaba Iceburg.

—Eres como una felina, observas a los demás con una mezcla de curiosidad y desdeño —dijo Lucci, contemplándola—. Te sientes en un plano superior, y solo buscas afecto en aquellos que te brindan protección.

Ella elevó su mirada, llena de una intensidad renovada.

—¡Eso es exactamente lo que soy!

Lucci contuvo una carcajada. La inocencia de la joven era conmovedora.

—Has dado en el clavo conmigo también —reconoció con un asentimiento.

—He escuchado que el sabor de la Fruta del Diablo es bastante amargo —comentó ella con curiosidad—. ¿Son ciertos esos rumores?

—No es algo que recomendaría probar —respondió Lucci, su gesto era elocuente—, a menos que estés buscando un poder extraordinario. Aunque, por lo que veo, ya posees un don especial: la comunicación con los animales.

—Esa habilidad surgió cuando fui abandonada por mis padres en una isla desierta —explicó ella—. Tuve que aprender a sobrevivir. Y los animales, ellos nunca me hicieron daño.

La información revelada era un puñal en el alma. Lucci, por fin, comprendía la razón de su silencio sobre su familia; un misterio que ahora se desvelaba ante él. ¿Confianza? ¿Por qué ahora? Las dudas inundaban la mente de Lucci, un hombre sin recuerdos de padres, solo imágenes de un niño forjado por el gobierno, entrenado junto a Kaku y Jabra.

Lucci, la máquina de matar, no estaba diseñado para sentir. Pero Amélie… ella era un enigma, una presencia que despertaba en él una curiosidad desconocida. Comprendía a Kaku, que buscaba la libertad saltando entre rascacielos, a Blueno, que encontraba placer tras la barra, y a Kalifa, que se perdía en la compañía de Iceburg.
Pero Lucci… él estaba vacío.

—Tu ventriloquia es fascinante —admitió Amélie—. Sin embargo, anhelo escuchar el sonido de tu verdadera voz.

La dulzura de su sinceridad era evidente, aunque el lugar no era propicio para desnudar su voz auténtica. Solo en la intimidad, quizás en el refugio personal de alguien, como la casa de Amélie, podría hacerlo. Pero, ¿estaría ella dispuesta a invitarlo?

—Si deseas oír mi verdadera voz, necesitaremos un espacio más reservado —propuso él con cautela.

—¿Qué te impide hablar aquí, ante todos?

—Mis secretos son muchos y pesados; dudo que desees cargar con ellos.

—No, no me interesan tus secretos —replicó Amélie, tajante y sin rodeos.

La respuesta cortante de Amélie lo dejó momentáneamente descolocado, una rareza para alguien tan acostumbrado a controlar la situación. Pero en lugar de mostrar molestia o sorpresa, Lucci encontró en esa franqueza una especie de alivio inesperado. No había curiosidad morbosa ni deseo de hurgar en su pasado; solo un interés genuino por él, más allá de sus secretos.

—Entonces, será como desees —dijo con un asomo de sonrisa que rara vez se permitía. Su tono, aunque aún reservado, revelaba un atisbo de calidez que no había mostrado antes. Era un paso pequeño hacia la vulnerabilidad, un gesto que, aunque mínimo, significaba mucho para alguien como él.

Estaba a punto de proseguir cuando la voz de Amélie lo cortó.

—¡Ah! ¡Los patitos! —exclamó con un brillo infantil en los ojos.

Lucci levantó una ceja, sorprendido por la súbita exaltación. Observó cómo Amélie recogía sus pertenencias a toda velocidad y abandonaba la cafetería sin un adiós. A través del cristal, Lucci la siguió con la mirada, desapareciendo en una calle que él no había transitado jamás.

—Qué mujer más enigmática —susurró para sí, dirigiéndose a Hattori, quien codeó en su característico tono de paloma en señal de acuerdo.

❌❌❌❌

—Esta comida está deliciosa, Blueno —dijo Kaku con entusiasmo.

—Agradece a la cocinera por dejarnos sobras para esta noche.

En otra reunión del CP9, Lucci tomaba su brandy mientras escuchaba a los demás. La comida era buena, eso era indiscutible.

—Últimamente, Iceburg pasa mucho tiempo en su oficina —comentó Kalifa—. Parece que sospecha de algo.

—¿Viste que Nico Robin se unió a los Mugiwara? —preguntó Blueno, mostrando el periódico.

—Primero Crocodile y ahora ellos… ya sabemos cómo terminará esto —murmuró Kaku, comiendo un plátano.

Nico Robin, conocida como “La niña demonio”, es la única que quedó de Ohara. Guarda un secreto que al Gobierno Mundial le preocupa que se descubra. La ven como una amenaza que hay que eliminar. Pero Lucci tiene otro punto de vista. Si ella llega a Water 7, podrían convencerla para que les revele los planos de Iceburg y se entregue.

Lucci sonríe con satisfacción, su plan le parece perfecto. Juega con el borde de su copa, perdido en sus pensamientos. De repente, ve reflejada la imagen de Amélie en su bebida. Intenta sacarla de su cabeza, pero no puede.

—Estás muy callado, Lucci —observa Kaku—. ¿Estás pensando en Amélie?

—Tonterías — responde Lucci, dejando su copa con un gesto brusco.

—Venga, admite que te gusta —insiste Kaku.

—¿Lucci enamorado? —Blueno no puede creerlo.

—¡Basta ya! —Lucci levanta la voz y se pone de pie—. No quiero oír más tonterías sobre Amélie y yo. No me interesa esa chica, ¿queda claro? Ahora, si me disculpan, me voy. Mañana tenemos un día complicado.

Lucci, en el fondo, sí sentía curiosidad por la joven, aunque se resistía a admitirlo. No quería verse vulnerable ante alguien tan cautivadora. Había sido moldeado para ser un hombre sin ataduras emocionales, un ejecutor de las voluntades del Gobierno Mundial.

Y Amélie era su antítesis.

Ella, una joven valiente con síndrome de Asperger, enfrentaba un mundo implacable que la exigía más de lo debido. Lucci se detuvo en seco, sorprendido por su propio pensamiento: que ella pudiera necesitar su protección. Frustrado, se sacudió la cabeza, intentando deshacerse de esa idea.

Miró hacia el cielo nocturno, donde la luna llena brillaba intensamente. La tentación de ceder a su instinto asesino lo acechaba, un impulso desatado por el poder de su Fruta del Diablo zoan carnívora. Pero había aprendido a dominarse, a no dejar que el leopardo dentro de él tomara el control.

El maullido de un gato interrumpió sus pensamientos. Hattori, su fiel paloma, señaló hacia un siamés que se aproximaba. Lucci reconoció al animal: ¿sería Mr. Pickles? Se agachó y permitió que el gato se acercara, acariciándolo mientras el felino ronroneaba.

—No deberías andar solo. Seguro que tu dueña te echa de menos —le dijo al gato.

Mr. Pickles se detuvo en seco y miró a Lucci, como si quisiera guiarlo. Quizás su instinto le decía que llevara al hombre hasta la casa de Amélie. Aunque Lucci era un extraño para el gato, algo en él inspiraba confianza.

La casa de Amélie, alejada del bullicio del puerto pero próxima a los tranquilos estanques de Water 7, era un refugio para los patos que ella tanto mencionaba. La curiosidad de Lucci crecía. Al llegar, las marcas en la puerta hechas por Mr. Pickles sugerían que llamaba a su dueña, pero no había respuesta. Extraño, pensó Lucci, cómo habría escapado el gato.

Con las luces de la casa encendidas, Lucci intuyó que alguien debía estar dentro. Al asomarse por la ventana, su sorpresa fue mayúscula al ver a Amélie en el suelo, abrazándose a sí misma en estado de pánico. Estaba a punto de forzar la entrada cuando Mr. Pickles maulló junto a una piedra. Al moverla, Lucci encontró una llave.

Con la llave en mano, abrió la puerta y se apresuró hacia Amélie, con Hattori y Mr. Pickles a su lado. Los sollozos de la joven llenaban la habitación.

—Amélie —susurró Lucci, pronunciando su nombre en el silencio.

—El chico de la camisa amarilla… me atormenta —balbuceó ella.

—No hay nadie más aquí —aseguró Lucci, intentando calmarla.

A pesar del silencio que la rodeaba, Amélie se encontraba sumida en un abismo catatónico, un enigma para cualquier observador. Lucci, desorientado, se enfrentaba a un dilema nunca antes visto. Mientras tanto, Mr. Pickles, el gato, maullaba con ternura, frotándose contra ella en un intento vano de romper su trance.
Nada parecía surtir efecto.

Fue entonces cuando Lucci decidió actuar. Se despojó de su camisa, revelando un torso esculpido, y comenzó a transformarse. Su piel se fundió en la de un leopardo, poderoso y letal, capaz de matar con un mordisco o un zarpazo. Sin embargo, en esta ocasión, sus garras no buscaban presa; con delicadeza, levantó a Amélie y la acomodó sobre sus piernas.

El tacto del pelaje del hombre-leopardo transmitía serenidad y calor a la muchacha. Los sollozos se extinguieron poco a poco. Lucci sintió un escalofrío cuando Amélie, en un gesto de confianza, enredó sus dedos en su melena y ocultó su rostro en el refugio de su pecho. Al fin, el consuelo parecía tomar forma.

—¿Te sientes mejor? —susurró él, con una voz que destilaba calma.

El silencio se había convertido en un suave murmullo de vida, con el ronroneo de Mr. Pickles como telón de fondo. Amélie, aún en el regazo de Lucci, comenzaba a recuperar su consciencia, sus ojos parpadeaban al ritmo de una nueva realidad. El hombre-leopardo, con su instinto protector a flor de piel, la observaba con una mezcla de preocupación y alivio.

—Estoy... aquí —murmuró Amélie, su voz apenas un hilo.

Lucci asintió, su expresión felina suavizándose. No había necesidad de palabras; el contacto era su lenguaje. Con un gesto delicado, acarició la mejilla de Amélie, borrando las huellas de lágrimas pasadas.

El mundo exterior parecía lejano, irrelevante. En ese instante, en ese pequeño oasis de calma, solo importaban ellos dos. Mr. Pickles, satisfecho con el resultado, se acurrucó junto a ellos, completando el cuadro de una familia inusual pero unida.

La noche avanzaba, y con ella, la promesa de un nuevo amanecer. Amélie y Lucci, unidos por circunstancias extraordinarias, enfrentarían juntos lo que viniera. Porque en la oscuridad, habían encontrado luz; en el miedo, fortaleza; y en el otro, un refugio inesperado.

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