Capítulo 21
Con un suspiro y una sonrisa algo cansada doy cinco pasos hasta la cama de Tobías0. Su sonrisa ladina está llena de calidez, y no, no es esa calidez sexual que normalmente me atrae en un hombre. Es más... sincera y pura. Su actitud tan limpia, tan inocente, es cautivadora para mí. Nunca ando con chicos tan sanos y estar con él es único, hace que quiera saber todo de él; sus gustos, sus disgustos, sus opiniones de cada insulsa o trascendental cosa.
Mi trasero toca el colchón de su cama y para mi total sorpresa, extiende su brazo incitando a que me acueste a su lado, bajo su cobijo. Disimulando lo que esa pequeña e insignificante acción produce en mí, hago caso a su indirecta petición y me acurruco a su lado. Él toma una cobija del otro lado de la cama y la pasa sobre mí.
Flexiona un poco el brazo con el que me rodea y entierra sus dedos en mi cabello, empieza a hacer suaves masajes en mi cuero cabelludo, relajándome hasta límites impresionantes. Siempre he pensado que una de las cosas más placenteras que no involucran sexo es un masaje capilar. Se siente tan bien ser consentida, creo que por eso me gusta ir al salón de belleza: por el shampoo con su masaje incluido. Pero acá es con un chico y es gratis; es mejor.
—Mi madre siempre dice que un masaje relaja los nervios —susurra—. Y pareces estar estresada.
Tomo un par de segundos antes de decir cualquier cosa, mis ojos cerrados y mis suspiros son suficiente respuesta para decirle lo mucho que estoy de acuerdo con eso. Finalmente, y sin que él cese sus movimientos, levanto un poco la cara para mirar a la suya.
—Tu madre tiene razón —Suspiro de nuevo—, esto es lo máximo.
Le veo sonreír con satisfacción un segundo antes de volver a cerrar los ojos. ¿Es posible tener un orgasmo con un simple masaje? No, no es posible, pendeja. Gracias, Esmeralda.
Tiene el televisor sintonizado en alguna película de comedia que sinceramente no llama mi atención en lo absoluto. Aparte del bajo volumen que tiene el aparato y la respiración de Tobías que retumba en mis oídos, no hay más ruidos alrededor. Sin embargo, minutos después la tranquilidad y el casi estado de coma en que mi cuerpo está ahora se ve horriblemente interrumpido por un fuerte trueno que suena casi como un disparo en el patio trasero.
Doy un respingo y un grito suave sale de mis labios. Secretamente, a lo único a lo que le tengo un temor real es a las tormentas. Jamás lo admitiré frente a nadie porque eso es un miedo infantil y ridículo; el único que lo sabe, aparte de Will, es Mike y él se burla de mí cada vez que me escondo en la cama cuando esos ruidos asquerosos retumban en el cielo.
—¿Te dan miedo las tormentas? —pregunta a la vez que saca sus manos de mi cabello.
—No. —Me apresuro a contestar—. Eso sería infantil. —Lo escucho reírse y sé que no me cree un carajo, pero gracias a su nobleza no dice nada.
Me acerco más a él y paso uno de mis brazos por su cintura. Los truenos son cada vez más fuertes y en cada uno hago mucho esfuerzo ahogando la exclamación que quiere salir. Sin embargo, el cuerpo de Tobías a mi lado me tranquiliza, su olor que es una mezcla de yerbabuena y colonia de hombre me resulta familiar y es como un sedante para las inquietudes.
***
Escucho como las pesadas gotas de agua chocan con el cristal de la ventana que cerré una vez entré hace ya... ¿dos horas? El reloj de la pared de la habitación me indica que son casi las seis, llevo mucho rato acá y ni siquiera he sentido el paso del tiempo. Trato de moverme un poco y es cuando noto el entumecimiento al que mis músculos están sometidos, suelto un quejido intentando incorporarme.
—¿Qué sucede? —Tobías se inclina un poco, sentándose en la cama y mirándome esperando una respuesta.
—No siento las piernas —farfullo en un jadeo—. ¿En qué momento anocheció?
—Creo que te dormiste por una hora, Lucy —repone, riendo ante mi inútil movimiento de piernas. Ese cosquilleo fastidioso del momento posterior al adormecimiento azota mis piernas haciéndome sufrir.
—Ni me enteré —replico, arrugando la cara tratando de que mis extremidades vuelvan a su estado normal.
En el cómodo silencio de la habitación, a mis tripas se les ocurre hacer reclamos del por qué no me preparé nada en la tarde y gruñen sonoramente llamando la atención de mi compañero.
—¿Tienes hambre? —Ríe. Asiento.
—Mamá no estaba y como soy una floja, no preparé nada —explico—. Luego llegué aquí... y pues nada... ya sabes el resto. No he almorzado.
—¿Te invito algo? —propone, levantándose de la cama—. Supongo que en mi cocina debe haber algo de fácil preparación.
—No quiero molestar. —Eso lo dice Esmeralda porque Roberta y yo queremos desocupar la nevera.
—No lo haces —acota—. Mis padres no están. Permanecen en el supermercado hasta las diez u once todos los días.
—Entonces, sí.
Una sonriente Luciana se levanta y se pone sus sexys chanclas para ir a la cocina.
Salimos y noto que la estructura de la casa es muy similar a la de la mía: la cocina tiene los mismos mesones, es igual de lejos de la habitación, solo varían los colores y la decoración —y que está al revés, como si la hubieran hecho en un espejo—. Me indica que me siente en una silla que queda paralela a la encimera y empieza a hurgar en su nevera. Saca un paquete de láminas de tocino y un tarro de mantequilla de maní que me ofrece.
—Mientras se cocina el tocino, puedes endulzarte la tarde.
Me pasa una cuchara y ni corta ni perezosa, destapo el tarro para empalagarme las papilas gustativas.
Saca un sartén del estante superior y lo pone en la estufa, pone aceite y saca las tiras del paquete. Con la cuchara en mi boca, no quito mis ojos de cada uno de sus movimientos, temiendo que, si desvío la mirada, me pueda perder uno. Aparte de papá y ocasionalmente Will, ningún hombre que conozca cocina. Eso es un atractivo más en este chico. Pone las tiras en el calor del sartén y ese gratificante sonido de la carne friéndose llena la estancia a la par con el olor que desprende. Tobías está de espaldas a mí con sus ojos fijos en su preparación y como si mi cuerpo tuviera vida propia, me levanto de la silla y llego hasta él.
Un gesto que viniendo de mí puede catalogarse como incoherente me hace rodear a mi vecino por la cintura con mis flacuchos brazos. Me saca casi quince centímetros de altura y mi cabeza reposa en su espalda.
—Gracias —susurro contra su camiseta. Deja la pinza en la encimera y gira lentamente hacia mí, rozando su cuerpo con mis brazos que se niegan a soltarlo.
—¿Por qué? —Sus manos se posan en mis hombros y sus ojos se clavan en los míos.
¿Por qué? No lo sé, realmente no ha hecho nada grande por mí, pero tuve la necesidad de decírselo. Quizás porque me quitó el humor de perros o porque me hace sentir... tranquila o porque me va a dar comida. Sí, eso debe ser: la comida.
—No lo sé —respondo con sinceridad—. Por no cerrarme la ventana.
Una de sus manos sube un poco hasta mi mejilla y de la manera más involuntaria posible, cierro los ojos y ladeo mi cabeza para apretar su mano entre mi hombro y mi cara; él la acaricia con ternura. Al momento de mirarlo de nuevo, hallo algo en sus ojos que no puedo descifrar, esa mirada no la he recibido nunca de nadie que recuerde, pero no me molesta, es más, me hace sentir... dichosa. Afianzo más mi agarre a su cintura y me inclino un poco para besarlo, sin pensarlo, sin intenciones de algo más, solo con las ganas de besarlo de nuevo.
Pone su otra mano en mi otra mejilla y se acerca. Sus labios rozan suavemente los míos, demasiado suave como para que cuente como un beso de verdad y entonces, así como inició, así termina. Tobías se aleja de mí sin soltarme aún.
—Se quema el tocino. —Se excusa y me suelta. Mis brazos caen a mis lados instantáneamente al momento en que Roberta me confirma lo que fue eso: un rechazo.
Con sutileza me siento de nuevo en mi fría silla, analizando por qué me cayó tan mal ese gesto. Fue un rechazo, eso es todo y sin embargo una pequeña punzada de dolor se aloja en mi cuerpo. No nos importa, Lucy. Uno más, uno menos.
Haciendo caso a Roberta, enfoco de nuevo la atención en Tobías, que saca los trozos de carne para ponerlos en un plato que posteriormente me ofrece. Como en silencio y a pesar de que está delicioso, un sabor amargo me daña el momento.
Tobías acaba de rechazarme y si bien no somos nada, ni me interesa, es... desagradable. Una Esmeralda lejana me dice que es porque él es... bueno, él y alguien así nunca me había dado una negativa.
Lavo el plato luego de acabar, aun cuando él insiste en que no lo haga. Al menos la educación va primero. Me dispongo a irme, pero ya que entré por la ventana, por allí debo salir. Son cerca de las ocho y no quiero el interrogatorio de mamá si entro por la puerta principal en chanclas.
—Deja te ayudo —murmura cuando me dispongo a atravesar el marco de la ventana. Un impulso y estoy fuera. Giro a mirarlo una última vez antes de irme.
—Adiós, Tobías. Gracias.
—No hay de qué. —La incomodidad que no había mostrado antes, la reluce ahora. Algo salió mal—. Adiós, Lucy.
Cierra su ventana y me encamino a la mía, las chanclas se hunden en el césped levemente inestable por la lluvia. Mis pies se mojan y el frío se me cuela por las plantas. Había salido sin chaqueta, así que el aire helado cala hasta los huesos. Entro y de inmediato me meto en mis cobijas sin poder sacar de mi mente el episodio de hace un rato.
No importa, es sólo unrechazo.
Me levanto con los recuerdos del incidente en el colegio de ayer, ¿qué pasará hoy? ¿me hablará Luka? ¿o me mandará a volar? Dios, hubiera sido más fácil contenerme y no perder el poco progreso que habíamos hecho. Creo que voy a dejar el orgullo de lado —si es necesario— y daré el paso yo para hablarle, después de todo y en términos prácticos le debo una disculpa.
Llegamos a clase de gimnasia y tengo mi camiseta acorde con la clase —porque la semana pasada fue un descuido el haber traído la blusa de tirantes y el maestro no me aceptaría dos descuidos seguidos—. Parece que todos tienen la imagen o el chisme de lo que pasó perfectamente impreso en la mente, porque todos me dan miradas sutiles sin atreverse a hacerlo de manera directa. Ruedo los ojos al cielo por esas actitudes tan innecesarias. La rubia me mira con odio, su nariz está levemente hinchada y tiene una pequeña bandita en el tabique. A ella si no le debo disculpas; la estúpida se lo merecía.
Hacer abdominales nunca ha sido mi fuerte, en general, el ejercicio no es mi fuerte. No es que me salga desastroso o que me ahogue con diez minutos de actividad física, pero me da tanta flojera que no me salen tan bien. Nos ponen a armar parejas para ejercicios de fortaleza y para mi sorpresa, Luka se acerca a mí.
—Emm... —Pasa una mano por su cabello y mira hacia el techo—. ¿Quieres...? —Respira profundo—. ¿Quieres hacerte conmigo?
—Claro —susurro y antes de que el profesor empiece a explicar los ejercicios, agrego—: Luka, discúlpame por lo de ayer... No tenía un buen día y llegó esa rubia..., tu ex, a decirme...
—No, Lucy. —Aprieta los párpados un momento y los abre de nuevo, exhalando un suspiro—. Debiste decirme que eras lesbiana. De verdad, yo lo hubiera entendido.
No. Puede. Ser.
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