Capítulo 2
Ese típico desvelo que las personas sienten un día antes de hacer algo emocionante se hizo presente anoche y no pude dormir absolutamente nada. El plan es partir a las ocho, ya son pasadas las cinco y mis ojos están abiertos de par en par. Los párpados me pesan, pero no puedo conciliar sueño. Decido levantarme del incómodo suelo, rindiéndome ante la idea de descansar; ya dormiré en el auto.
El sol aún no se asoma y el frío es horrible, aun así, me meto a la ducha antes de que los demás se levanten y me toque esperar pacientemente un turno. Me visto y entro a mi habitación —ahora vacía—, no puedo evitar sonreír ante la vista de estas cuatro paredes. Tantos años, tantos recuerdos. Mi ventana da al jardín de enfrente, de niña siempre me colgaba a ella para ver la camioneta de papá llegar en las noches.
Una figura difusa se ve a lo lejos trotando hacia acá, asumo que es algún vecino haciendo ejercicio antes del amanecer y lo ignoro, hasta que se acerca más y veo que es Mike. Al verme en la ventana sacude su mano y me indica que baje, le hago señas para que dé la vuelta al patio trasero y él lo hace.
Bajo en silencio para no despertar a nadie y abro la puerta de la cocina, salgo y le sonrío a mi amigo.
—Hola, Pinky —saluda, jadeante.
—¿Qué haces aquí tan temprano? No son ni las seis.
—No pensaste que no me iba a despedir de ti, ¿o sí?
—Pero no son las seis aún —insisto—. ¿Qué tal si hubiera estado dormida?
—Te conozco, Pinky —explica—. Sé que no dormiste anoche de la emoción y además debo ir a trabajar más tarde, así que era ahora o nunca... Y me ahorraste la timbrada al estar como lela mirando la ventana.
—Gracias —ironizo.
—Como sea... —Se rasca la nuca—. Te traje algo. —Busca en su bolsillo y saca una cajita de cartón azul.
—No debiste —digo con una sonrisa, ansiosa por destaparlo.
Eso de «no debiste» es pura cortesía, es lo que dice la parte buena de todos nosotros, todo el mundo lo sabe.
Me entrega la cajita y la abro inmediatamente, dentro hay una cadena plateada con un dije de cuarzo azulado oscuro. Levanto la vista a Mike, quien me sonríe y me ayuda a sacar la cadena de la cajita.
—El cuarzo azul ayuda a darte energía —explica—, trae tranquilidad y concentración, te servirá... Bueno, no sé cómo vaya a pasar todo por allá con ese ex de tu amiga, pero puedes necesitar paciencia, así que...
—¿Ahora eres experto en colores de piedras mágicas?
—Lo dijo el señor de la tienda, gracias por el sarcasmo. —Mike entorna los ojos y le saco la lengua. Levanta la cadena entre sus dedos—. Además, la mandé grabar, léela.
Me tiende la piedrita con una de las caras a la vista y veo una pequeña inscripción negra:
«Always with you»
Mi sonrisa se amplía y miro a Mike, sus ojos azules están brillantes y su boca tuerce una mueca entre felicidad y tristeza. Ha sido sumamente indiferente desde que le dije que me mudaría, pero sé que ha sido para evitar momentos de emociones incómodas. A él le entristece tanto como a mí el separarnos luego de años de vernos y hablar a diario.
—Es para que sepas que siempre estaré contigo —añade y me abraza. Me saca casi una cabeza de altura y lo rodeo con mis brazos—. Eres mi hermana, Lucy, y te extrañaré mucho.
Odio cuando mis emociones me ganan y salen a la luz. El hecho de que mis ojos se cristalicen ante sus palabras me hace sentir débil y me limito a asentir, pues de decir algo, sé que me quebraré. Al igual que muchas veces, Mike lee mis pensamientos.
—Está bien llorar de vez en cuando.
Me separo un poco de él, al apreciar sus ojos una lágrima osa salir desencadenando así una cascada de agua salada. Me río y limpio con fuerza mi mejilla.
—¡Maldición, Mike! —exclamo—. Me hiciste llorar. —Su expresión denota ternura y yo bajo la voz un poco—. Te extrañaré demasiado, Cerebro.
—Lo sé, Pinky. —Infla el pecho como una paloma—. Yo soy único y no hallarás a alguien como yo.
Río y poso mi mano en su mejilla.
—Te quiero mucho, Mike —musito.
—Yo a ti, Lucy.
—Y si le dices a alguien que me viste llorando, te cortaré los huevos personalmente —amenazo. Él rueda los ojos.
—Siempre dañando los momentos bonitos. —Resopla—. En fin, debo irme.
Me lanzo a él y le doy el último abrazo, consciente de que no sé hasta cuando lo vuelva a ver. Él se sorprende al principio de que no lo suelte de inmediato, pero me responde con la misma fuerza, entierra su cabeza en mi cabello a la vez que pongo mi mentón en su hombro poniéndome un poco en puntas. Chicos como él no se consiguen nunca y es lo único que realmente voy a extrañar de esta ciudad.
Me separo y él da media vuelta.
—Adiós, Lucy.
—Hasta pronto, Mike —susurro con una sonrisa y él se aleja trotando de nuevo.
Me quedo mirándolo hasta que se pierde en la lejanía, me coloco la cadena y guardo la caja en el bolsillo; tomo el dije en la mano y lo aprieto con nostalgia.
Entro de nuevo a la casa y veo con sorpresa que son casi las seis y media, mamá ya está bañada y arreglada, papá está en la ducha y mi hermano sigue roncando. Nunca sabré como hacen las mamás para ser casi omnipresentes; siempre están listas, aunque trasnochen. A las seis en punto ya tienen el tinto en la cafetera.
—Hola, ma —saludo—. ¿Te levantaste hace mucho?
—Como veinte minutos. —Me analiza con la mirada y sonríe con pesadumbre—. ¿Estás bien? Ya sabes, con Mike.
—Sí, vino a despedirse.
—Sé que lo extrañarás. —Las mamás siempre saben qué decir—. Es normal, Lucy. Pero debes saber que el cariño no cambiará con la distancia, él te quiere demasiado, más que tu hermano creo yo. —Río—. La vida da muchas vueltas y cuando menos lo esperes, te encontrarás de nuevo con él.
—Lo sé.
Una hora de trajines después, acabamos de subir al auto las maletas que nos acompañarán y faltando diez minutos para las ocho, nos ponemos en marcha; volteo a mirar la casa, que tiene el gran letrero de «Se vende» en el jardín y lo veo hacerse más pequeño a medida que nos alejamos hasta que se pierde totalmente.
El cansancio y la falta de sueño me pasan factura un par de kilómetros después de arrancar y, recostada contra el cristal de la ventana, me quedo dormida en un descanso limpio, sin sueños ni interrupciones.
El auto toma un bache que hace que salte en mi asiento y me despierte, miro desorientada a mi alrededor y solo veo montañas de un lado y barranco del otro.
—¿Ya casi llegamos? —exclamo con la voz ronca.
—No, Lucy —responde papá—. Solo hemos viajado seis horas.
Me resulta gracioso cómo dice solo seis horas, como si no fuera literalmente un cuarto de día.
Resoplo y saco mis audífonos, trato de enviarle un mensaje a mi amiga, pero no hay ni una rayita de señal, es como si estuviéramos en el fin del mundo. Al rato de despertar, nos detenemos en un estadero a almorzar.
Yo no soy de viajar muy seguido y menos durante tanto tiempo, para evitar incidentes de mareo, solo como una ensalada y una botella de agua. Mi mamá insiste en que coma algo más, pero no creo que sea buena idea.
Cerca de las ocho de la noche, vemos a lo lejos las luces de la ciudad que nos espera. Me pego a la ventana como una niña pequeña y sonrío de emoción, otros veinte minutos más y llegamos a nuestra nueva y vacía casa. Los muebles llegarán mañana.
La expectativa de todo lo que nos traerá el cambio me llena de regocijo. Abro un poco la ventanilla y el aire frío me golpea la cara, acabando con el cansancio mental que pudiera sentir. Pasamos junto a un centro comercial, una estación de policía, un hospital y una serie de conjuntos residenciales bien iluminados.
Papá había venido a ver la casa cuando se enteró del traslado, había viajado en avión, pues solo era para verla. Dejó aquella vez un par de colchones porque sabía que llegaríamos antes que el camión de mudanzas y que los otros los botaríamos a la basura.
Luego de descargar las pocas maletas y de dar cada uno un tour por las dos plantas, papá nos indica en donde dormiremos cada uno. Mi habitación resultó quedar en la planta baja, lindando al patio trasero, es un lugar tranquilo y me gusta; además, tengo mi propio baño. La habitación de mi hermano y la de mis padres están arriba, junto a un pequeño estudio y un pasillo con las paredes perfectas para llenar de cuadros.
Todos estamos agotados físicamente, así que sin organizar nada nos acostamos a dormir. Mañana llamaré a mi amiga para vernos y hablar del plan; hay mucho que hacer para que todo funcione.
De no ser porque el reloj de mi celular indica que son casi las siete de la mañana, no lo creería; el cielo está tan nublado que no parece que ya hubiera amanecido. Podría tomarse como mal augurio para nuestra llegada, pero quiero ser optimista y aceptar que solo significa que estamos en algo similar al invierno —que espero, sea pasajero—.
Por primera vez, mamá no está levantada aún, supongo que está más cansada porque ella no durmió como un bebé en el camino ayer, como yo. Decido preparar el desayuno, luego recuerdo que la cocina está literalmente vacía, así que no me queda más opción que comprar algo. Me ducho y tomo algo de dinero de la billetera de papá, salgo a caminar esperando que haya un supermercado o una cafetería cerca.
El vecindario es agradable, hay varias casas de diferente edificación cada una, de varios colores y varios pisos, hay señores mayores paseando a sus perros —a pesar del horrible frío— y un lindo césped que adorna la mayoría de los jardines. Está bastante oscuro y helado, llevo una sudadera de mi hermano y el cabello recogido en una coleta mal hecha, mis manos en el bolsillo tratando de retener el poco calor que mi cuerpo aún conserva. Finalmente, en una esquina a lo lejos veo un supermercado pequeño.
Acelero el paso cuando pequeñas pero molestas gotas empiezan a caer del cielo. Entro de golpe en el super y me sacudo ligeramente la ropa, levanto la mirada y hay un chico tras el mostrador que me mira curioso. Es bastante alto y tiene acné en su cara, su cabello es negro y de hecho es bonito: despeinado pero casual. Me sonríe y noto sus brackets con cauchos azules. Se ve gentil.
—Buenos días —lo saludo.
—Buenos días, ¿te puedo ayudar en algo? —Noto que no hay nadie más en el establecimiento y que él tiene una escoba en la mano.
—¿Aún no abren? —pregunto.
—Se supone que no —responde el chico—. Pero ya que está lloviendo y ya entraste, supongo que debo atenderte.
—No sabía eso —excuso—. Somos nuevos en el vecindario y como recién nos mudamos no tenemos nada en la cocina y... —Me mira divertido—, y a ti no te interesa eso. —Me río—. Lo siento.
—Está bien —dice—. Puedes llevar... ¿pan? y ¿leche? —Frunce el ceño—. No sé qué más puedas llevar que no necesite preparación.
—Debí pensar eso antes —susurro para mí misma—. Podemos hacer sandwiches fríos —medito.
—Suena bien. Igual hay un supermercado mucho más grande a unas cuantas calles, allá venden desayunos completos por si les parece mejor.
—Les diré a mis padres cuando se levanten.
Miro al chico como si esperase una respuesta pese a que no he preguntado nada, el momento se torna un poco incómodo hasta que él aclara la garganta y habla:
—Soy Tobías, por cierto. —Estira su mano.
—Soy Luciana —digo, estrechándola—. Un gusto.
Tomo un paquete de pan y una bolsa de leche, en la caja tomo una chocolatina blanca y la destapo.
He optado por solo llevar esto porque es mejor que papá nos lleve a desayunar afuera, así de paso conocemos un poco más.
—¿Desayunarás chocolatina? —pregunta mientras le pago.
—Nunca es mal momento para el chocolate.
—¿Y lo de cuidar la figura y todo eso?
—¿Me estás diciendo gorda? —Levanto las cejas y pongo mis manos en la cintura. El chico se sonroja tremendamente.
—¡No! —exclama—. No era eso lo que... yo no... —Suelto una carcajada y el chico se calla.
—Solo bromeo, Tobías. —Trata de reír, pero lo único que le sale es una mueca graciosa—. Como sea, debo irme. Lo siento por... —Creo que decirle que lo lamento por ponerle la cara tan colorada como un tomate no ayuda mucho, así que omito esa parte—. Gracias.
—Espera. —Sale del mostrador y va a la parte trasera del super, entra y luego sale con un paraguas en sus manos—. No puedes mojarte o te enfermarás.
—Que amable. —Le sonrío y de nuevo se sonroja. Que tierno—. Vendré más tarde a devolverla, ¿de acuerdo?
—Cuando puedas —repone—. Tal vez no esté en la tarde, pero mamá te la recibirá.
—Claro, muchas gracias.
—No hay de qué. —Me alejo hacia la puerta—. Y, Luciana —llama y yo volteo—, bienvenida a Madisonway.
—Dime Lucy.
—Bien, Lucy.
Sonríe de nuevo y yo salgo. Es un chico muy dulce, tal vez seamos buenos amigos. Quizás vaya a la misma preparatoria, aunque realmente eso no me convendría.
Ya que optamos por no salir a comer —porque mi papá dijo que había mucho que hacer como para salir y gastar mucho tiempo—, nuestro triste desayuno de leche y pan trascurre en silencio. Mamá se quedará a esperar el camión de mudanza, mi hermano supuestamente va a conocer la universidad y yo me decido por llamar a mi amiga.
—¿Aló?
—Hola. Ya estoy en la ciudad.
—¡¿Cuándo llegaste?! —grita y tengo que alejar el auricular de mi oído— ¡¿Por qué no me avisaste?! Dios, ni siquiera me he levantado, ¿cómo es que...?
—Cállate —interrumpo—. Creo que estamos cerca, ¿la calle Rose te suena?
—Sí, estás como a seis calles de mí.
—¡Genial! Entonces estamos muy cerca. —Esto es demasiado conveniente, puede que papá, inconscientemente, lo planeó—. Estoy en el 820 de esta calle.
—¡Sé dónde es! Estaré allí en veinte minutos, Lucy.
No me deja responder y cuelga dejándome con la palabra en la boca. Esta chica está loca, pero es mi amiga. Y las mejores personas están locas, eso dice el sombrerero.
Será un gran año.
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