Capítulo 1


En las películas es tan hermoso cuando las chicas se despiertan: no tienen lagañas, no tienen ojeras, sonríen al ver la luz del sol en vez de cegarse como las personas normales, nunca tienen mal aliento y sus madres tocan la puerta suavemente con un dulce: «Cariño, es hora de levantarse»

Sería genial que así fueran mis mañanas, pero...

—¡Luciana! ¡Es la última vez que te digo que levantes el trasero de ese maldito colchón! —Ese es el hermoso grito de mi progenitora que proviene desde abajo.

—¡Ya te oí! ¡Ya me levanto! —Y esa es mi dulce voz, respondiendo.

Sé que las mudanzas son una locura, pero mi mamá se lleva el premio a la neurótica de los trastes. Hace una semana que supimos que nos mudaremos a Madisonway y está enloquecida desde entonces. Al parecer nunca hay cajas suficientes o bolsas para ropa o periódico para envolver la vajilla de porcelana y eso pone a mi mama con los pelos de punta.

Aun así, no hay nadie más emocionado que yo por el cambio. Mi amiga en Madisonway es en verdad una hermana, solo nos hemos visto el día en que nos conocimos y una vez que papá tuvo un viaje de negocios y yo me colé con él, pero es de esas personas que sabes que serán cercanas para siempre sin importar distancias. Si no fuera por ella, odiaría el hecho de que empezaré en una preparatoria nueva solo para cursar un año.

Aparte de eso, lo que me emociona es la expectativa de jugar con el tipo que le rompió el corazón. Tengo tantas ideas en la cabeza para humillarlo, pero la mayoría son ilegales, así que tendremos que pensar en cosas que sean avaladas por la ley y que sean posibles para dos chicas de colegio. Algo se nos ocurrirá.

Estoy boca abajo en la cama con una maraña de cobijas encima y alrededor del cuerpo, una almohada en la cabeza y nada de ganas de moverme. Un portazo me hace pegar un brinco del susto y bizqueo varias veces para enfocar la imagen de mi madre entrando como un vendaval y abriendo las cortinas de par en par. Podría ser peor —como sé que a ella le gustaría— la apertura de las cortinas, pero para mi suerte el día es un asco y no hay ni un miserable rayo de sol que entre.

—¡Ey! —exclamo.

—Luciana, muévete que debemos enviar hoy los muebles a Madisonway —exige—. En veinte minutos llega el camión de mudanza y necesito tu ayuda.

—¿Y qué hay de Will? —inquiero con el ceño fruncido—. Él también tiene manos, y más fuertes que las mías.

—No está —responde impaciente—. Tuvo que ir a firmar los últimos papeles para el traslado.

Un «pfff» se me escapa al escuchar esa mentira monumental. Sé que mi hermano dijo eso para evadir a la loca de mi madre y ella lo ama tanto que le cree. Will es mayor que yo y está en la universidad, cursando cuarto semestre de psicología —aunque está más loco que yo— y también debe trasladar sus estudios a la universidad de Madisonway. Yo sé que ya tiene todo listo; sin embargo, también sé que es inútil tratar de dejar a Will como mentiroso con mamá, así que desisto y me levanto.

—Gracias —aprueba mi mamá de mala gana y sale de mi habitación—. En quince minutos te sirvo el desayuno, linda.

Ahora sí es dulce.

—Claro, mamá.

Hago la cama con una parsimonia anormal en mí y me siento en la esquina a observar con detenimiento cada detalle de la chancla que está tirada en el suelo. Llego al punto en el que la mente ya no capta ninguna imagen realmente, solo se está ahí respirando, hasta que mi celular vibra anunciando un mensaje.

Oye, Pinky, pizza esta tarde, tú, yo... Y posiblemente mi hermana, ¿te apuntas?

Ruedo los ojos ante el apodo. Una no puede pintarse el cabello de rosado en la adolescencia porque ya nacen los apodos de parte de los amigos. Ese es Mike, mi mejor amigo acá en Ángeles, siempre atento, siempre disponible para hablar y siempre loco. Tecleo rápidamente mi respuesta.

Solo si invitas tú.

Escribiendo...

¿Qué tal a medias? Yo pongo la casa, tú debes poner algo. La pizza, por ejemplo.

Solo pagaré la mitad, ¿a qué hora paso?

Cuando quieras, Pinky, esta es tu casa.

¡Qué tierno! <3 :)

No, en serio, la última vez llegaste y arrasaste con la nevera... Mamá me dijo que si estaba seguro de que no eras hombre por ese apetito.

Como si una dama como yo no pudiera tener buen apetito.

Como sea... paso a las seis.

Bloqueo la pantalla y tomo la toalla para ducharme, salgo de mi habitación con los hombros agachados y el rosado cabello, lleno de raíces rojas, indescriptiblemente alborotado.

El calor de la ducha tiene un no-sé-qué reconfortante. Es casi terapéutico que el vapor entre por tu nariz, por tus poros, por tu boca... es como un cargador que deja las energías como nuevas, listas para gastarse en el resto del día.

Salgo, me cepillo mis dientes y voy de nuevo a mi habitación sabiendo que me espera la acomodación de una mudanza con una madre loca, me coloco la ropa más cómoda —por no decir desechable— que encuentro y desenredo mi cabello, lo dejo suelto para que se seque con el viento porque, de nuevo, esto no es una película en donde la protagonista sale de su baño peinada por arte de magia.

Luego de desayunar de afán porque timbraron anunciando que el camión llega, empezamos a bajar los muebles desarmados entre mamá y yo porque papá está en su trabajo y mi hermano es un cobarde.
Es aquí cuando me doy cuenta de que debería hacer ejercicio más seguido; solo he hecho dos viajes al segundo piso y ya estoy sentada en la escalera jadeando y suplicando al cielo piedad.

Mañana nos vamos y hoy se llevan hasta las camas, por lo que dormiremos los cuatro en dos colchones que están destinados a la basura, colchones que sacaremos antes de salir mañana en la mañana. Viajamos en auto y son doce benditas horas que estaremos sentados en el claustrofóbico espacio, sin contar paradas para comer o para el baño.

En un impulso de cobardía y cansancio, me escondo en el baño del piso superior y me siento en el suelo, pensando que entre los tres gigantes hombres de la empresa de mudanza y mamá pueden empacar lo equivalente a quince años de cosas en el camión. Mi descanso es plácido por ocho minutos hasta que la puerta truena a punta de golpes.

—¡Sal de ahí, Luciana! ¡Debes ayudar!

—Creo que algo me cayó mal en el desayuno, mamá —me excuso—. Creo que tardaré.

—Soy tu madre señorita —reafirma—. Te conozco y sé que no tienes nada, así que o sales y haces algo más que usar oxígeno o celular fuera por tres semanas.

Resoplo y con el ceño fruncido hasta el punto de ser doloroso, abro la puerta. Mi madre está afuera con las manos en su cintura y las cejas levantadas.

—Estoy cansada —me quejo.

—Mañana tienes doce horas para dormir en el auto —replica—. No seas nena.

—Pero soy una nena.

—Pero esperábamos un varón —dice, con una sonrisa burlona—. Así que te aguantas.

—¿Qué clase de madre eres? —Pongo mis manos en el pecho y seco una lágrima invisible del rabillo del ojo.

—De las mejores, hijita —responde con orgullo—. Ahora, vamos.

Chasquea los dedos y me indica que baje primero, tomo un par de tablas de la cama y empiezo de nuevo.

Tres horas después la casa queda vacía, exceptuando unas maletas que se irán mañana en el maletero de la camioneta de papá y las cosas que necesitamos para pasar la noche. Las paredes se ven apagadas, con el desgaste de quince años y los huecos donde había cuadros más blancos que el resto de la amarillenta superficie.

—Será un gran cambio —susurra mi madre con nostalgia mirando alrededor, su voz hace eco en el vacío del lugar—. Aquí los vi crecer...

—Los cambios son geniales —exclamo—. Un nuevo comienzo significa que todo es posible.

Y tanto. Mil cosas pasarán en Madisonway, las posibilidades son infinitas y eso me emociona a puntos exorbitantes.

Me cambio la polvorienta ropa y me pongo un jean un poco más decente y una camiseta negra de Queen que es más vieja que esta casa y me encamino a la casa de Mike; solo vive a cuatro calles de la mía, y como mamá lo conoce a él y a su familia, no objeta nada por el hecho de yo vaya.

Toco el timbre y Allison, su hermana menor, abre la puerta; tiene diez años y es una dulzura... al menos conmigo, Mike dice que con él es una diablita.

—¡MIKE! —grita la niña en un volumen impropio de alguien tan pequeño— ¡Llegó la chica del pelo rosa!

Río ante su descripción y entro, después de todo sí es casi como mi casa y me paseo por ella como tal. Me recuesto en el sofá y la mamá de Mike sale de la cocina con una sonrisa amable que siempre me hace sentir querida.

—Hola, Lucy —saluda amablemente.

—Hola, señora Newsome. —Me incorporo un poco.

—Si quieres algo, recién fuimos al súper, así que la nevera está llena.

—Gracias.

Se retira y me caigo de nuevo en su cómodo sillón, pongo mi antebrazo en mis ojos y suspiro. De repente siento un peso en mi abdomen haciendo que un jadeo salga de mis labios al tiempo que abro los ojos de nuevo.

—¡Quítate de encima, Mike!

Está sentado sobre mí y vaya que el chico pesa, no sé en donde mete todo lo que lo hace pesado porque gordo no es, de hecho, de lejos parece un pitillo con ropa. Se ríe y se niega a moverse. Con un esfuerzo enorme, estiro la mano y le hago cosquillas: su debilidad. Se retuerce y se levanta como un resorte.

—Tramposa —acusa, aún riendo.

—Tu empezaste.

—Solo pidamos la pizza —propone.

Treinta minutos de hablar de nada después, llega nuestro pedido y comemos solos, pues su hermana creyó que tomar té imaginario con su madre era más divertido que estar con nosotros.

—¿Y ya sabes el plan para el imbécil? —pregunta. Mike sabe lo que planeamos con mi amiga, le cuento absolutamente todo. Creo que hasta sabe mi ciclo menstrual; todas necesitamos un chico así en la vida.

—Lo básico es que se sienta atraído por mí —digo a través de la pizza masticada que está en mi boca, Mike me mira con cara de asco.

—Sí, eres el deseo de cualquier chico —ironiza y acerca su mano a mi mejilla para limpiarme un poco de salsa que se me pega—. Eres toda una dama, Lucy.

Lo golpeo en el estómago y sigo comiendo.

—Lo único malo es que no podré salir con nadie más durante el tiempo que dure nuestro juego —analizo, mirando a la nada.

—Tu promiscuidad puede descansar un par de meses, Lucy. —Sonríe—. No es para tanto.

La palabra promiscuidad es exagerada. Me gusta la diversión y personas para ello no me han faltado, pero ¿promiscuidad? No. Eso es demasiado.

—Deberías aprovechar que estás aquí y ser lujuriosa una última vez —susurra, luego de una pausa—. Ya sabes, para que te vayas fresca y no te haga tanta falta. —Levanta las cejas y sonríe de lado.

—Claro. —Le sigo el juego—. Asumo que como es tu idea, tu eres voluntario. —Me acerco a él hasta quedar a un palmo de distancia, lo veo tragar en seco y borrar su tonta sonrisa. Aguanto la risa y sigo—. ¿Aquí o en tu habitación? —susurro en su oído.

Se levanta del mueble con media pizza en la mano, me apunta con ella y me mira con fingido terror desde la esquina. Suelto la carcajada que tenía retenida y él rueda los ojos.

—¡Atrás, violadora!

—Igual de cobarde que todos —opino y él saca la lengua—. Tranquilo, Mike. Una vez te dije que nunca lo haríamos de nuevo y eso sigue en pie.

Hecho #125 de los hombres: Les incomoda que la mujer tome la iniciativa. Les gusta tener el control (la mayoría de ellos).

Nos conocimos en una fiesta de un compañero del colegio, yo era nueva y él fue amable conmigo —solo tiene un año más que yo, aunque vamos en el mismo curso—, y un par de semanas después, una cosa llevó a la otra y nos acostamos. De hecho, con él perdí la virginidad, fue muy atento y dulce, no me lastimó en absoluto y nunca me arrepentiré de haberlo hecho con él. Seguimos hablando después de eso, tuvimos sexo un par de veces más. Intentamos eso de ser novios, pero nos dimos cuenta de que ninguno buscaba eso, así que llegamos al acuerdo de quedar como amigos; desde entonces es así y es casi un hermano para mí. Hermano porque lo amo como tal, no porque tenga problemas psicológicos con el incesto.

—Con tu pervertida mente y mi cuerpo deseable, nunca se sabe.

—Que gracioso.

—Lo sé, por eso me amas.

Pasadas las nueve salgo de su casa y él me acompaña hasta la mía. Papá y mi hermano ya han llegado y la cena ya está lista, yo evito comer nada pues la pizza me dejó llena, además, estar sentados en el piso no puede contar realmente como una cena.

Me cepillo los dientes y me acuesto junto a mamá, papá está a su lado y Will en el otro extremo de los dos colchones postrados en el suelo. Como todos los televisores ya están camino a Madisonway, no se oye sino el respirar de cada uno y no se ve más que la poca luz de luna que entra por la ventana desnuda.

—Mañana iniciamos una nueva vida —susurra papá, con añoranza.

En completo silencio asentimos y con todos exhaustos físicamente —aunque yo no tengo sueño—, la noche da paso al esperado descanso.


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