Capítulo sesenta y siete

Hera

En este tiempo, he asumido la responsabilidad de Alany, quien acaba de cumplir dieciocho años y está a punto de graduarse. La tarea no ha sido sencilla; presenciar su crecimiento, su cuerpo transformándose cada día, recordándome cada vez más a la bolita problemática de su madre, me resulta incómodo.

He procurado enseñarle todo lo posible, convertirla en una mujer estudiosa, recta, con principios. Le he transmitido conocimientos de artes marciales y defensa personal, intentando prepararla para enfrentar la vida de manera independiente, sin depender de nadie, ni siquiera de mí.

Ahora que ha alcanzado la mayoría de edad y está a punto de enfrentarse al mundo por sí misma, he decidido que es tiempo de que se desligue. Le he comprado un apartamento, asegurándome de que tenga un lugar propio, pero no la dejaré desamparada. Busco que alcance su libertad y se convierta en una mujer independiente.

Aunque nuestras personalidades difieren, veo en ella una inteligencia, amabilidad, carisma y dulzura que contrastan con mi ser. Paradójicamente, es tan parecida a su madre. El recuerdo y la sombra de Avery persisten, manifestándose a través de ella. Cada detalle me recuerda a esa bola problemática que intento desterrar de mi mente. 

Al apartar a Alany de mi vida, espero retomar el curso que llevaba y dejar atrás esa pesada carga que parece seguir clavada en mi cabeza.

—Ese hábito va a consumirte, tía. Prometiste dejar de fumar, pero continúas haciéndolo, incluso a mis espaldas.

—Todos cargamos con vicios, aquellos placeres que sabemos que nos dañan, pero que nos brindan cierta satisfacción interna —expulsé el humo, retomando la postura y alejando mi vista del jardín para verla directamente—. No podré asistir a tu graduación. 

—Ya lo sabía —descansó ambos codos sobre la baranda, observando la hermosa vista que se desplegaba delante nuestro. 

—Pero podemos celebrar cualquier otro día. 

—¿Aquí en la casa? ¿Qué celebración divertida podríamos tener? ¿Como siempre, le pedirás a Gabriela que prepare una cena especial? 

—¿No te gusta su comida? Pensé que sí te gustaba. 

—No me refiero a eso. Lo que quiero decir es que hay distintas formas de celebrar. Es mi graduación. 

—Siempre y cuando no sea traer a nadie a esta casa, no tengo ninguna objeción. Puedo escuchar tus sugerencias. 

—Hablo de salir. Quiero salir y pasarla bien. 

—¿Con quién? ¿Estás viéndote con alguien?

—¿Qué? No, claro que no. 

—Más te vale. 

—¿Te molestaría que salga con alguien? 

—Ese no es asunto mío. Lo sería si te desgracias la vida, caes en las mentiras de una cucaracha y vienes más inflada que un globo de circo, pero eso no pasará, ¿verdad?

—No, tía. Yo no estoy interesada en eso. 

—Así me gusta, que seas inteligente. 

—Hablo de que salgamos nosotras a celebrar. Nunca hemos salido juntas a otro lugar que no sea la escuela. ¿Acaso te da vergüenza que nos vean?

—¿Vergüenza? ¿Por qué me daría vergüenza que me vean con mi sobrina? 

—No lo sé. A veces siento que no te gusta que nos vean juntas. Tienes muchos secretos. No creas que no me doy cuenta. 

—A ver, eres la graduanda aquí, así que te dejaré la tarea. 

[...]

Elegimos la noche previa a su graduación para celebrar. Mientras esperaba por ella en las escaleras, la inquietud revolvía mis pensamientos. Tenía en mente entregarle el regalo, que eran las llaves del apartamento que compré para ella. Me preguntaba cómo tomaría Alany este gesto, cómo interpretaría que quiero que se mude, cómo evitar que lo vea como un intento de alejarla.

La dualidad entre querer protegerla y dejarla volar sola generaba un nudo en mi estómago. Necesitaba encontrar las palabras precisas, una razón que no la hiriera, pero que justificara mi decisión de manera comprensible. En mi mente, repasaba una y otra vez el discurso que planeaba darle, tratando de suavizar la idea de la separación.

Al ver a Alany descender las escaleras con un vestido que reconocí al instante como uno de Avery, una mezcla de molestia y disgusto creció en mí. La necesidad de una explicación se volvió imperante, y sin poder contener mi frustración, agarré su brazo, demandando una razón para que hubiera elegido llevar puesto ese vestido, tan íntimamente ligado al recuerdo de su madre.

—¿Qué demonios haces con este vestido? ¿Quién te dio permiso para entrar al cuarto de tu madre? 

—Me estás lastimando. 

—¡Responde!

—Lo vi en su cuarto y me gustó, pensé que podría usarlo y que te gustaría. 

—Cada día que pasa me convenzo más. Has adoptado todo lo de tu madre. ¿Acaso buscas enloquecerme? 

—No, tía. 

—Quítate esa mierda de encima y ponte otra cosa —le solté el brazo, retrocediendo dos pasos—. Te espero en el auto, si es que aún quieres salir, porque para ser honesta, a mí ya se me han quitado las ganas.

No sé qué pasa por su cabeza. ¿Por qué demonios ha hecho eso y con qué derecho entra a ese cuarto sin permiso? Pareciera que esta vez lo ha hecho a propósito. Quiero pensar que ese no es el caso. 

[...]

Al salir de la casa, Alany se había cambiado a un traje verde esmeralda, aunque mi irritación persistía. Opté por dejar atrás el desagrado y enfocarme en la carretera. Alany, por su parte, reveló que nos dirigíamos a un cabaré recomendado por sus amigas, conocido por espectáculos teatrales y bailes. El lugar, elegante y clásico, contrastaba fuertemente con mi entorno habitual en el burdel que manejaba. La tarima del teatro, la orquesta resonando, y la atmósfera distinguida marcaron un ambiente completamente diferente al que estaba acostumbrada.

En la mesa del cabaré, Alany pidió un trago con entusiasmo, celebrando su nueva condición de mujer adulta. A pesar de ello, mi disgusto seguía latente, sintiendo que la noche se vio empañada por su acto. Mientras pedía mi propia bebida, reflexionaba sobre si mi reacción había sido demasiado dura. Aunque consideraba que Alany debería disculparse conmigo, no planeaba ofrecer mis propias disculpas. 

Alany, ansiosa por restablecer la armonía, buscó iniciar una conversación conmigo, en un intento por suavizar la situación. Su habladuría en ese instante me pareció aburrida, pues el tema que trajo simplemente no era de mi interés, pero algo que capturó involuntariamente mi atención fue su escote, sus proporciones, pues estas evocaban la figura de su madre. Era la primera vez que la veía con un traje tan revelador, mostrando más de lo que mi mente estaba dispuesta a aceptar. 

La falta de sexo me está jodiendo más de lo que debería. Es una puta jovencita y nunca me han atraído las chicas tan jóvenes e inexpertas. A su edad, me había tirado a toda mujer que se me acercaba, pero todo pinta que ella no está interesada en experimentar. Me pregunto si aún no ha tenido su primera vez con un muchacho. 

Con esos pensamientos intrusivos sobre su cambio evidente, me sumí en la incomodidad y desvié la mirada, buscando las llaves del apartamento en mi chaleco. He llegado a la conclusión de que, definitivamente, alejarla será lo más conveniente. 

—¿Qué es eso?

—Son las llaves de tu nuevo hogar. Compré un apartamento para ti —respondí, intentando no mostrar la molestia que aún residía en mí.

—¿Un apartamento? ¿Por qué? ¿Acaso no puedo seguir viviendo contigo?

—Es tiempo de que tomes las riendas de tu vida y te enfrentes al mundo por ti misma. 

—Quieres alejarme de ti porque me parezco mucho a mi mamá, ¿cierto? 

—No se trata de eso, mocosa. Es hora de que crezcas y te conviertas en una mujer independiente. No siempre podrás depender de mí. Además, necesitas tu propio espacio y tiempo para descubrir quién eres sin estar a la sombra de nadie. No tiene nada que ver con tu madre, tiene que ver contigo y tu crecimiento personal. 

—Mentira. ¿Crees que soy estúpida y no me doy cuenta? De verdad, no te entiendo, tía. Eras tú la misma que me decía que debía superar su muerte, pero eres tú misma la que aún no la supera. Todas las noches entras al que era su cuarto, incluso le encomendaste a las empleadas que lo mantuvieran limpio y sin cambiar nada de lugar. No has podido olvidarla y la ves a ella en mí, por eso te volviste como loca cuando me viste con su vestido. Ahora estás enojada conmigo y usas esto de pretexto para alejarme de ti. 

—Deja de decir idioteces, porque me estás alterando.

—¡Para ti serán idioteces, pero para mí no! —exclamó con voz cargada de frustración, levantándose de la silla y dejando la copa bruscamente sobre la mesa—. Aunque te duela aceptarlo, mamá está muerta, y de nada vale que guardes todas sus cosas. ¡Supérala! — su voz temblaba con la mezcla de rabia y dolor —. Y que te quede claro que yo no soy ella—se dio la vuelta y salió corriendo. 

Me levanté rápidamente, intentando caminar entre las mesas, cuando la oscuridad envolvió el ambiente, fijando las luces al escenario. Sin embargo, antes de que pudiese avanzar, una melodía cautivadora comenzó a inundar el lugar, deteniéndome en seco. Una voz suave, pero llena de emoción, se alzó con la canción de Edith Piaf, "La vie en rose".

«Quand tu me serres contre ton cœur  

Je suis dans un autre monde  

Un monde où les roses poussent  

Et quand tu parles, j'entends chanter les anges  

Il me semble que les mots de tous les jours deviennent des chansons d'amour».

Mis ojos se dirigieron hacia el escenario, donde vislumbré a una mujer que, de alguna manera, me recordaba más de lo que debería a Avery. No tenía idea de si era mi maldita cabeza jugándome una puta broma. Sabía que no era el lugar ni el momento, debía ir tras Alany, pero no pude evitarlo.

Su presencia evocaba una elegancia atemporal. El vestido azul marino abrazaba sus curvas con gracia, revelando una feminidad que irradiaba confianza. Detalles de lentejuelas destellaban en la penumbra y sus labios rojos como un atardecer ardiente. Sus hombros desnudos sostenían el vestido, y su cabello rubio caía con soltura, añadiendo un toque de desenfado a su imagen. Un collar de perlas adornaba su cuello, tanto como los pendientes que se asomaban de entre los mechones de su cabello. 

Se movía con una elegancia que destilaba coquetería. Su danza, acompasada con la música, era como un suave vaivén que hipnotizaba a la audiencia. Cada paso, cada gesto, era una declaración de gracia y magnetismo. 

La música, la voz envolvente y la presencia de esa mujer crearon una pausa momentánea en mi mente atribulada. Por primera vez en mucho tiempo, sentí que mi interés se desviaba de mi constante amargura. 

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