Capítulo diecinueve
Lorena
La tensión en la casa había alcanzado su punto máximo. Llevábamos dos días sin noticias de nuestro hijo, y el miedo y la incertidumbre nos carcomían. No podía evitar culpar a Henry por haber arrastrado a nuestro hijo en medio de esta peligrosa guerra que había desatado con Sebastián. Sabía que ese hombre era implacable, y ahora David estaba en el centro de todo esto.
La discusión con Henry era inevitable. Mis nervios estaban destrozados, no había podido dormir esperando una llamada o un mensaje que nos diera alguna pista sobre nuestro hijo. No podía soportarlo más.
—Esto es tu culpa —le espeté, tratando de contener las lágrimas que amenazaban con brotar de mis ojos—. ¿Cómo pudiste poner a David en medio de todo esto? Sabías que Sebastián es peligroso.
Henry me miró con frialdad, su mirada indescifrable como siempre. Era imposible saber lo que pasaba por su mente en esos momentos.
—Necesitábamos un as bajo la manga para enfrentarnos a Sebastián —contestó, su voz tranquila pero firme.
—¡¿Un as bajo la manga?! —pregunté con incredulidad—. Nuestro hijo no es un as bajo la manga, es nuestra sangre y carne, Henry. ¿Cómo pudiste hacerlo?
La discusión escaló rápidamente, nuestras palabras se volvieron afiladas como cuchillos. Pero antes de que pudiéramos continuar, un grupo de hombres irrumpió en la casa, interrumpiendo nuestro enfrentamiento.
—Dejaron un paquete frente a la casa —anunció uno de ellos, y su voz se perdió en el aire tenso.
El corazón me dio un vuelco al instante. Pensé lo peor. Ignorando las advertencias de Henry, corrí hacia la entrada de la casa, donde había una caja grande esperando. Mis manos temblorosas abrieron la tapa y mi grito se ahogó en mi garganta al ver el horror que había dentro.
El cuerpo desmembrado y decapitado de David yacía dentro de la caja, como un rompecabezas siniestro que nadie podría volver a armar. Las lágrimas inundaron mis ojos, y un grito desgarrador escapó de mis labios. La nota junto a su cuerpo era una bofetada cruel que decía: "Ahí tienen su rompecabezas desarmado para que lo armen".
Me volví hacia Henry, mi furia y desesperación en aumento. Golpeé su pecho con mis puños, culpándolo por la muerte de nuestro hijo. Él permaneció imperturbable, y esa indiferencia solo avivó mi ira.
—¡Esta es la última gota que ha derramado el vaso, Henry! —le grité—. ¡No puedo soportar esto más! ¡Esto se acabó!
Las lágrimas nublaron mi visión mientras corría hacia la casa, tratando de escapar del horror que se había apoderado de nuestras vidas.
[...]
El día del entierro de mi hijo había llegado, y con él, una nube de dolor y tristeza que parecía envolvernos a todos. Estábamos frente a la tumba de nuestro hijo, y yo no podía evitar sentir que mi corazón se rompía en mil pedazos.
Mientras Henry permanecía sereno, como si nada hubiera pasado, yo luchaba por contener las lágrimas. La ira y la impotencia me devoraban por dentro. ¿Cómo podía él estar tan tranquilo después de lo que había sucedido?
—¿Es que no sientes nada? —le espeté en un susurro lleno de veneno—. ¿Acaso eres incapaz de sentir el dolor por la pérdida de nuestro hijo?
Henry me miró con esos ojos fríos que siempre me habían desconcertado. No respondió, y su silencio me encolerizó aún más.
—Maldigo el día en que me enamoré de ti —susurré con amargura, incapaz de contener mis emociones—. Eres un ser podrido, sin corazón ni alma. ¿Qué esperanza me queda el día en que parta de este mundo?
Sin esperar una respuesta, me alejé de la tumba de mi hijo, dejando atrás a Henry y su indiferencia. Cada paso que daba me llevaba más lejos de mi hijo, de aquel bebé que una vez tuve en mis brazos, y que había representado la esperanza y el amor en mi vida.
Me reuní en un bar cercano al cementerio con algunas amigas que habían venido a darme su apoyo, y juntas nos sumergimos en el consuelo efímero del alcohol, tratando de ahogar el dolor que sentía en mi interior.
Mientras bebía, no podía evitar seguir pensando en Henry. No mostraba ni una pizca de dolor o pesar por la muerte de nuestro hijo. Me reprochaba internamente el haberme enamorado de un hombre tan insensible, y me atormentaba la idea de haber compartido mi vida con él durante todos estos años.
Recordé el día en que David llegó al mundo, cómo lo sostuve por primera vez en mis brazos. Era tan frágil, tan perfecto, y su mirada curiosa parecía explorar el mundo con asombro. Me prometí a mí misma que lo protegería de todo mal, que le daría la mejor vida posible.
Pero luego, las circunstancias nos obligaron a renunciar a estar cerca de él. Le dimos una nueva identidad y lo enviamos lejos, a Vermont, para protegerlo de los enemigos de su padre. Fue un sacrificio doloroso, renunciar a verlo crecer, a ser parte de su vida cotidiana, pero lo hice porque creí que era lo mejor para él.
Una y otra vez, le advertí a Henry que no hiciera daño a la bebé de Sebastián, que no despertara el avispero de su venganza. Pero como siempre, su sed de venganza era más fuerte que cualquier otro sentimiento. El resultado fue la tragedia que estamos viviendo ahora; la pérdida de nuestro hijo.
Mis amigas intentaron consolarme, pero era imposible encontrar consuelo en medio de este dolor abrumador. Había renunciado a los mejores años de mi vida con David para protegerlo, y eso solo añadía más peso a mi corazón destrozado. El amor de madre que sentía por él era insustituible, y la pérdida de ese amor era una herida que nunca sanaría.
El alcohol estaba causando estragos en mi cuerpo de manera implacable, como una marea oscura que amenazaba con ahogarme. Primero fue el calor sofocante, un sudor frío que me empapó la frente y me hizo temblar. Mi mente luchó por mantener la calma mientras me sentía cada vez más mareada.
Dejé de beber, consciente de que debía manejar, pero mi mejor amiga se ofreció a llevarme. El camino se volvió una pesadilla mientras las náuseas se apoderaban de mí, y la respiración se volvía un esfuerzo titánico. Mi pecho se oprimía como si una pesada losa descansara sobre él, y desesperadamente abrí la ventana en busca de aire fresco, pero sentía que mis pulmones se negaban a funcionar correctamente.
Mi amiga estaba preocupada, me bombardeaba con preguntas, ofreciéndome llevarme al hospital. Pero antes de que pudiera responder, un instante de terror me dejó sin palabras. Una camioneta surgió de la nada y chocó contra nuestro auto de frente. El impacto fue devastador, y mi amiga quedó gravemente herida. Su cabeza descansaba sobre el volante.
Mi cuerpo se retorció en el asiento trasero mientras luchaba por entender lo que estaba sucediendo. Los síntomas se intensificaron, una parálisis muscular comenzó a extenderse por mi cuerpo. Con esfuerzo, me desabroché el cinturón, acercándome a la ventana que previamente había intentado usar para buscar aire. Fue entonces cuando los vi.
Laia y Sebastián se asomaron por la ventana, sus rostros inexpresivos. En ese momento, comprendí que mi destino estaba sellado.
—Tu hijo te está llamando desde el infierno, es momento de que te reportes.
El dolor y la oscuridad se apoderaron de todo mi ser mientras perdía la conciencia, y las palabras de Sebastián resonaron en mis oídos como una sentencia inexorable, de la cual no pude escapar.
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