Sexta historia: LEJOS DE MI GUITARRA
Plumilla, uñeta, plectro... muchos nombres son los que me han dado aquellos que me han usado. Yo me considero una simple púa.
Sí, una púa de guitarra, eso, ni más ni menos, es cuanto soy. Dugain es mi nombre y ahora, puedo decir que mi vida ha sido larga, pero no por ello ha resultado menos intensa. Mi primer ejecutor, el primero que me empuñó, lo recuerdo aún como si fuera hoy, se llamaba Javi. Era un tipo curioso, nacido por y para el rock and roll. ¿Qué por qué digo "por"? Bueno, no tengo que explicar qué musica escuchaban sus padres mientras le concebían, ¿no? Así que sí, nacido por y para el rock and roll. Ese era su único objetivo en la vida, tocar la guitarra, devastar los tímpanos de sus amigos a base de piezas de Metallica, los Rolling o los Kinks. Haciendo aquello, reventando oídos, Javi y yo éramos insuperables. Yo adoraba rozarme con las cuerdas de su Fender Stratocaster. Qué placer, por favor. Fui su primera púa... aunque no la última. Supongo que con el tiempo, dejó de valorarme. En cuanto dio unos cuantos conciertos en garitos de mala muerte y tuvo el dinero suficiente, me cambió por una parienta de nylon, mucho mejor que mi cuerpo de celuloide altamente inflamable. Y es que, por suerte para mí, si no salí ardiendo era porque Javi no fumaba.
No pude decir lo mismo de mi segundo dueño: Ciriaco. El Ciri, para los amigos, era un tipo peculiar. Llevaba una vida muy mala, entre mujeres, alcohol y artistas de poca monta dedicados al mundo flamenco. Nada en Ciriaco me atraía. Excepto "la Lola", su vieja guitarra en cuyo "guardapúas" yo me refugiaba. "El Ciri" no me usaba mucho para interpretar sus tanguillos y bulerías, pero era un auténtico placer escuchar el brillante sonido de aquel instrumento y disfrutar de la agilidad de los dedos de aquel hombre.
Tras el triste día en que Ciriaco me dejó olvidada en una cafetería del centro de Valencia, muchos fueron quienes me usaron y muchos los instrumentos de los que disfruté: Guitarras barítonos, de doble diapasón, fretless, de siete cuerdas... hasta dar con la electroacústica de Miguel. Él sí que sabía.
Miguel, mi último dueño y la persona con la que más he disfrutado de la música, del ritmo del contacto humano y del modo en que me hacía frotarme contra las afiladas cuerdas de su western guitar. Amante de Django Reinhardt, Miguel era un adúltero y flirteaba también con Jimmi Hendrix, B.B King, Eric Clapton, Carlos Santana y Paco de Lucía. La melodía, la armonía, la métrica y el ritmo eran uno cuando Miguel y yo nos uníamos para interpretar piezas de Chuck Berry, Larry Corryel o Yngwie Malmsteem. Rock, jazz, flamenco... o todo junto dando lugar a un híbrido fruto de la improvisación y el sentimiento. A él le chiflaba la música. A mí, su pasión, su estilo, su amor por el arte de las musas, su capacidad para organizar sensible y lógicamente toda una serie de sonidos y silencios. Su guitarra... Aquella guitarra... ella y yo... cuántas cosas sabíamos de Miguel que nadie más sabría nunca. Aún con su madera quebrada, yo seguía rascándola, desvariando en un sinfín de notas proyectadas desde lo más profundo de mi corazón y del suyo. Aún con sus cuerdas gastadas, ella y yo fuimos uno. Y cuando Miguel desapareció, como un solo ser le lloramos. Como uno sólo le añoramos. Y en palabras del maestro Lorca: "Empieza el llanto de la guitarra (...) es imposible callarla, llora por cosas lejanas".
Y yo, Dugain, plumilla, uñeta, plectro y púa, lloro con ella, junto a ella pero sin Miguel, sin poder tocarla.
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