Capítulo único


Era un gran infame.

Era un ente poderoso.

Prepotente y orgulloso.

Pero por sobre todo.

Era un romántico.

O algo así.

.

El viento soplaba en la llanura verdosa en esas épocas del año, la gente se ocupaba de sus quehaceres, y los niños empezaban a abrir sus mentes ante las enseñanzas de los adultos.

—Dependemos de la voluntad del Monte Etna, hacedor de paz y cruel ejecutor —sonrió a los niños que la miraban—. Nos permite vivir a sus pies, y a cambio se le debe prometer devoción y respeto. Aun así, cuando él lo desee, puede borrar la vida que crece bajo su mirada prepotente.

—¿Es malo? —entonó una de las vocecitas infantiles.

—No lo sé.

—Pero no parece ser muy bueno.

—Digamos que es un poco caprichoso —rio bajito—. Pero es nuestro señor, le debemos respeto y admiración.

—¿Por eso llevamos estas flores, la lana, y la carne?

—Exactamente, porque son ofrendas para pedir un día adicional de paz.

Tsuna recuerda que desde la cuna escuchó cánticos que ensalzaban la leyenda del dios materializado en el monte que era su hogar, en la niñez se vio instruido a crear con sus propias manos las primeras ofrendas, y un poco más grande le entregaron el deber de transportar cada una de ellas hasta un sitio cercano a la cima del monte.

Era divertido.

Porque a la vez que cumplían con las tradiciones familiares, Tsuna convivía con sus amigos, los niños herederos de las otras familias, que la igual que la suya eran granjeros, comerciantes, obreros, y otras profesiones que siempre ayudaban al crecimiento de la comuna.

—Si te portas mal Etna te atrapará~ —canturreaban sin cesar.

—Si no le das un regalo bonito, tu cuello apretará~

—Y si lo miras a los ojos, ¡tu alma absorberá!

Se referían al dios que los regía, hacedor de vida y muerte, mencionado en medio de una canción para jugar y atrapar a sus compañeros. Siempre rieron a la par que otros niños antes que ellos. Y vivieron sus vidas con plenitud.

Pero no era tan sencillo.

Porque las canciones se crearon por algo, como una advertencia, como una forma de perdurar las memorias de algún desafortunado. Porque como decía cada melodía, a veces, alguno de ellos se iba y jamás volvía.

—Era tu mirada la fuente de una llama infernal~ —canturreaba mientras ascendía por los senderos ya conocidos hacia donde el ganado solía pastar—. Consume almas hasta saciarse, y escupe tus lamentos solo por animarse~.

Un largo silbido golpeó sus oídos y tuvo que cubrirse.

El viento fuerte producía sonidos, pero nunca escuchó uno tan fuerte.

Se quejó en susurros antes de abrir los ojos y dar una rápida mirada por si la ventisca le arrebató la bufanda o parte de su atuendo.

Pero se halló a unos metros de un animal imponente, que posaba sus patas delanteras sobre una roca saliente del sendero y mostraba su pecho cubierto de pelo rojizo con orgullo. Apreció las orejas, la cola, y una suave estela que parecía flamas de una fogata rodearlo.

Se quedó estático.

—Wow... Qué bonito.

Pero casi al instante su sentido de supervivencia se activó y retrocedió en pánico buscando algo con qué defenderse. Pero a su alrededor no había nada más que el pasto, algunas flores, y mala hierba que picaba y se pegaba a su ropa en ocasiones.

Respiró profundo antes de entrar en pánico.

Sus piernas no le respondieron y fue peor cuando vio a aquel enorme animal dar un brinco y como si fuera uno con el viento deslizarse directamente hacia él. Como un idiota se quedó admirando esos ojos negros opacados por el brillo del pelaje. Cayó de espaldas con el animal encima.

Casi se hace pipí.

Pero como si se tratara de un sueño, todo desapareció.

El animal se esfumó.

En pánico se levantó y corrió en círculos, tratando de buscar un palo o simplemente tratar de visualizar si el animal de orejas puntiagudas trataba de emboscarlo o darle caza, pero no fue nada de eso. No hubo nada, ni siquiera la brisa volvió a molestar.

—Fue Etna seguramente. Divirtiéndose a costa de tu miedo.

—¡No puede ser, mamá! —se quejó con las manos temblorosas—. Le he dado ofrendas desde siempre, le he tejido adornos y he cortado fruta. Hasta le di parte de la res que preparamos para el festival.

—Tsuna, sabes cómo es Etna.

—¡No lo sé!

—Lo has escuchado en las canciones, en los relatos, en todos lados —rio bajito antes de acariciar la mejilla de su niño—. Así es él.

—¡Pudo haberme matado de un susto!

—Pero no lo hizo, y tuviste suerte.

—¡Como puede ser tan malvado cuando nosotros vivimos adorándolo!

—No lo sé, Tsu-kun. Pero así es... Y deidades así muy difícilmente van a cambiar.

.

Continuó con su vida de la mejor forma que pudo, aun enfadado por la travesura de su señor, pero suspirando resignado a continuar con sus actividades.

Pero quiso quejarse. Y así lo hizo.

La siguiente vez en que fue a dejar las ofrendas, esperó a que los demás acomodaran todo y se fueran poco a poco, hasta que solo él quedó arreglando por quinta vez su pequeño tributo. Y solo entonces miró a la cima del monte y arrugó su nariz en una mueca infantil.

Mordisqueó la fruta hasta dejarla a la mitad, le quitó los pétalos a una flor y dejó que se los llevara el viento, y finalmente susurró lo que había estado conteniendo.

—Si es tan infantil como para asustarme para su diversión, no merece ser llamado el gran dios materializado en el monte Etna.

Con miedo, pero también decidido, se levantó y le dio la espalda a la ofrenda desacomodada antes de dirigirse hacia su casa.

Pero antes de alejarse tanto, escuchó un silbido grave que agitó su piel.

Y al girarse hacia la ofrenda, la vio apilada en una torre, siendo la fruta mordisqueada colocada como adorno en la punta... y casi consumida en totalidad.

Cayó de rodillas por el susto.

Porque era un claro mensaje de que el temido Etna lo había escuchado.

Gritó y salió corriendo porque el valor de hasta hace poco se le había ido del cuerpo.

Se arrepintió de su insolencia, lo hizo sinceramente, porque ahora y más seguido de lo que deseaba, se encontraba con aquella bestia en forma de un perro enorme... o más bien un lobo, o algún animal de esa especie.

Lo veía a lo lejos, como cazándolo.

Lo escuchaba silbar como no haría otro animal de ese tipo.

Y un par de veces se vio sometido bajo esas patas poderosas, con ese hocico olisqueando su cuello, y con la nariz picándole por la suave esencia de una fogata creciente.

.

—No debiste hacer eso, Tsuna.

—¡Ya sé!

Se quejaba a la vez que soportaba la burla de los otros aldeanos. Sus amigos se apiadaban de su estupidez, pero para los otros era el centro del chisme y risas. Pero bien merecido se lo tenía.

Quién le mandaba a quejarse del todopoderoso Etna.

Y por sobre todas las cosas, quién le mandaba a comerse la ofrenda.

Tenía cierta sospecha que esa fue la parte que más molestó al dios.

—Pero sigues vivo.

—No entiendo por qué sigo vivo —susurraba mientras veía su reflejo en el agua de un riachuelo.

—Tal vez solo le gusta molestarte, tal vez le pareces divertido, Tsuna.

—No creo que sea eso, Takeshi.

—Si no es... Pues ¡no importa! ¡Sigues vivo! Y es lo que cuenta.

Su amigo tenía razón.

Seguía vivo.

Y ya eso era demasiado.

Entonces debía empezar a disculparse, y si bien desde mucho antes ya entonaba súplicas para que Etna lo perdonara, ahora tenía que hacer algo más, porque era bien sabido lo caprichoso que podría ser llegar a ser su guardián.

No quería tenerlo como ejecutor.

Una de sus habilidades innatas era meter la pata en todo. Tal vez por eso, cuando llevaba su primera ofrenda de disculpa, se hundió en un agujero que juraba nunca vio a pesar de que transitaba por allí muy a menudo. Salvando apenas su preciado surtido de frutas rojizas, siguió su camino y colocó meticulosamente todo para que se viera muy bonito, lo adornó con flores de la pradera, y dejó un pequeño conjunto de manzanas cortadas que parecían conejitos.

—Me gusta.

Escuchó a su espalda y casi se infarta por el grave tono de esa voz. No había nadie visible detrás de él, ni cerca, pero era claro que el dios estaba ahí.

—Quiero disculparme por mi atrevimiento.

Me gusta —fue un susurro más bajito y lejano.

—Prometo traerle algo igual cada semana hasta que me conceda su perdón.

—Eso no pasará.

Tsuna rodó los ojos ante esa declaración, porque sabía que no sería tan fácil contentar a Etna. Pero se estaba esforzando, algún día el todopoderoso debía perdonarlo.

Así que siguió haciendo cosas bonitas con lo que podía, ya fueran manzanas, uvas, cerezas, moras, lo que encontrara. Usando las pocas habilidades que tenía, practicando en casa con su madre.

Sobrevivió a los sustos que el Etna en su forma de lobo le daba de vez en cuando, y siguió su rutina para pedir perdón hasta que se completaron dos ciclos de invierno.

—¿Quiere algo diferente?

Susurró al aire en esa ocasión, porque suponía que la fruta ya no era tan buena idea, y poco a poco fue cambiando por carne, comida que preparaba después de mil intentos para que el sabor fuera perfecto, incluso aprendió a tejer y coser. Le avergonzaba un poco, pero también aprendió a danzar suaves melodías mientras tarareaba en coordinación. Llegó a brindar oraciones extensas y a veces le respondían con una risita o frases cortas.

—¿Algún día me perdonará?

—No.

—Lo suponía.

Suspiró antes de tumbarse en el prado y cerrar los ojos.

—Se me acabaron las ideas... y la vida se me está yendo entre los dedos.

—No.

—Ya... Ya debería casarme tal vez.

—No.

—Y heredarle la carga a mi descendencia, tal vez ellos tengan más talento e imaginación que yo, las ofrendas serían mucho más bonitas.

—No.

—Las ofrendas...

—No.

—¿Le gustaría que le trajera el postre tradicional que se usa en el día de los compromisos?

Sonrió mirando al cielo.

No hubo respuesta.

Cerró los ojos para disfrutar de la brisa.

—Le traeré un poco... Mi mejor amigo se comprometerá y ofrecí a ayudar con la preparación, pero haré un poco para usted.

Sintió una calidez ya casi conocida de tantas veces que fue capturado contra el suelo y amenazado con las fauces voraces de la figura lobuna del Monte Etna. Abrió los ojos por curiosidad, y apreció una suave silueta que era adornada por unos rizados mechones en las mejillas que eran tan negros como jamás había visto en el gran animal.

No vio más antes de que la brisa se llevara esa forma humana.

Sonrió divertido porque era la primera vez que el Dios se descuidaba y mostraba su forma humanizada en lugar del gran lobo amenazador que podía devorar a cualquiera que osara darle contra.

.

.

.

—¡Ya estás en edad casadera, Tsuna!

—Ya sé —se quejaba el castaño mientras amasaba con empeño.

—¡Hasta Takeshi se casa! ¡¿Y tú?!

—¡Ya sé!

Estaba avergonzado por las burlas hacia su persona, pero no podía responderles adecuadamente, porque no fue hasta esa mañana cuando dejaba su habitual ofrenda que pensó en que ya era hora de casarse tal y como los demás hacían. Porque sería muy lindo tener un hogar y una familia, y sería lindo criar a sus hijos en aquellos parajes tranquilos.

—¿Por qué no te casas ya?

—Porque no tiene a alguien especial —se burlaban.

—¡Claro que tiene! ¿No han visto a la hija del...?

—¡Ya! —se quejaba Tsuna con las mejillas rojas—. ¡Me casaré! ¡Lo haré! Pero primero debo ganarme el perdón de Etna.

—Llevas años en eso, no lo pongas como excusa. Solo cásate y ya, la labor de las ofrendas seguirá de todos modos.

En parte tenían razón. Si esperaba a que Etna lo perdonase, se moriría soltero. Así que... podría intentar.

Lo iba a intentar.

Pero primero acompañaría a Takeshi y Haru en su día especial.

—Ya tienes que ir con los demás, Tsuna.

—Solo termino esto y me uniré a la fiesta, papá —derretía el chocolate con cuidado.

—Uh... se ve muy bien... —sonrió con picardía—. ¿Piensas declararte a una chica con el postre que haces?

—¿Qué? ¡No! ... No —enrojeció.

—¡Mi hijo haciendo pasteles para declararse! Creí que no vería este día.

—¡Papá!

—Voy a tener nietos. Quiero siete.

—¡Papá!

—Seré un abuelo muy feliz.

—Es para Etna, se lo prometí.

—Ah... —Iemitsu suspiró—. Me siento triste al verte condenado.

—Fue mi culpa, así que tomaré responsabilidad.

—Nadie merece vivir a servicio de un dios así de caprichoso —suspiró con más fuerza—. Mejor te ayudo, así acabas más rápido y te unes a la fiesta.

—Te lo agradezco.

Dejó el postre terminado sobre una mesa. Listo para ser transportado, pero no podría hacerlo de inmediato, el primer baile se llevaría a cabo y debía estar presente para ayudar a Takeshi con sus nervios. Se limpió un poco, cuidó que la ofrenda siguiera intacta, cerró todo con cuidado para evitar accidentes, y se unió a los demás en ese día.

El día en que las parejas se prometían amor eterno.

En el que se prometían para un matrimonio.

En el que dos jóvenes se tomaban de la mano y danzaban juntos, riendo, bebiendo jugo fresco, festejando, expresando cuan enamorados estaban, siendo ovacionados por las familias que apoyaban las uniones, compartiendo los manjares.

Era diversión que se extendió por horas.

Todos eufóricos y apenas notando que el atardecer llegaba.

Gritos y vino.

La noche les tomó desprevenidos.

Y cierta ofrenda fue olvidada.

Tal vez las cosas fueron malinterpretadas.

.

.

.

En su altar no había nada esa tarde. Solo rastros de la última comida se hallaban en los alrededores, siendo consumidos por la misma tierra. No había rastro del humano que se había ofrecido a llevarle diversión. Su forma animal se desvaneció, dejó el rojo fuego, las patas se volvieron extremidades, los colmillos perdieron algo de filo, y sus ojos negros brillaron momentáneamente por un fuego interior que estaba a punto de estallar.

Porque no estaba su ofrenda.

Y no estaba su tesoro.

Hasta las estrellas se estremecieron y ocultaron al sentir la furia del dios que habitaba y era dueño de esas tierras. El cual, a paso calmado y sonriendo macabramente, se dirigía hacia las luces y ruidos en medio de esa comunidad. Todo mientras detrás de él, un calor extraño ascendía desde las entrañas de la tierra.

—¡Baila conmigo, Tsuna!

—¡Sí, Sí! —tartamudeó un poco, pero se dejó llevar.

Tomó la mano de una de sus amigas de la infancia y con nerviosismo intentaba recordar los pasos de la danza donde giraban, se trasladaban, se tomaban de las manos y repetían aplausos coordinados con los demás. Era divertido. A Tsuna le gustaban esos eventos. Se olvidaban de todo y seguían tan eufóricos hasta que las llamas de las antorchas se apagaran y las luces dieran paso a unas pocas horas de sueño antes del nuevo día donde se tomarían un merecido descanso.

Todo iba bien.

Pero sintió un suave escalofrío nacer de su espalda, y en medio de un giro que no coordinó bien, se topó con esos pozos negros.

Y cuando intentó buscarlo otra vez, ya no estaba.

Había visto esos amenazantes ojos tantas veces que sería absurdo confundirlo.

Aun si no era el lobo usual, esa mirada era del gran Etna.

Se quedó estático y por fin se dio cuenta de que la noche estaba en curso.

—Oh no... Olvidé la ofrenda.

Sintió pánico e intentó buscar al dios entre los asistentes. Porque debería ser fácil reconocer el rizado adorno en esa mejilla, el cual era el propio cabello de la divinidad, la piel blanca y tersa, y esa mirada profunda como el abismo. No pudo dar explicaciones mientras se deslizaba entre la gente.

Porque sabía que su deidad era el sinónimo de capricho e ira.

Le dijo a su padre que lo ayudara a buscar a Etna, le dijo a su madre que le ayudara a calmar a todos hasta encontrar a su señor. Pero todo era tan caótico que no pudo hacerlo a tiempo.

Y pidiéndole disculpas a su amiga por haberla dejado sola en medio del baile, le tomó de las manos y se acercó a su oído para pedirle ayuda para buscar a la deidad enfadada a la vez que él iba en busca de la ofrenda para transportarla a donde era correcto.

Fue un caos que no terminó bien.

Se escuchó un grito.

Y otro más.

Y cuando nadie sabía a donde mirar o por qué poco a poco empezaban a escucharse más gritos, se escuchó algo aun más espeluznante.

Un estallido brutal, abrupto, terrorífico llegó a sus oídos, y poco después la tierra a sus pies se movió con tal violencia que muchos cayeron sin opción. Todo fue un caos aun mayor cuando en medio de la noche se vio largos cabellos de fuego brotar de la cima del Monte Etna, los cuales todos sabían que solo eran hilos de muerte que entretejían una telaraña que condenaba a todas las almas a su paso.

Más gritos y pánico.

Todos empezaron a correr, alejarse de las llamaradas que bajaban presurosas desde la cima. Como si fuera la propia sangre de la tierra que buscaba almas para satisfacer su hambre.

—¡La ofrenda!

Gritó Tsuna y junto a su padre corrieron en busca de tan ansiado tesoro.

Lo encontraron maltrecho, parte en el suelo, parte en el plato.

Ya no servía.

Sabían lo exigente y quisquilloso que era la deidad.

—¡Debemos correr, hijo mío!

—No, papá, debo llevarle la ofrenda.

—¡Ya no hay ofrenda!

—¡Debe quedar un poco de la fiesta!

Con pocas esperanzas y junto a su madre y padre buscaron con desesperación. Encontraron un pedazo apenas, pero servía.

Pero ya no había tiempo.

La lava se acercaba a donde ellos estaban.

Y Tsuna empezó a gritarle a aquella deidad en búsqueda de perdón a su falta.

Pero no lo escucharon. Y de entre la bruma de fuego que se acercaba, vio al lobo caminar entre la ardiente sangre rojiza y mirarlo con prepotencia.

Empezaron a correr.

Ya casi nadie quedaba en el pueblo, y Tsuna empujaba a sus padres para que salieran de allí.

—¡Sigan! ¡Adelante! ¡Ustedes puedan!

—¡Vamos, Tsuna!

—¡Yo les sigo! ¡Solo corran!

Pero no siguió, porque sabía que era su culpa que la ira de Etna se mostrara de esa forma tan cruel, arrebatando la belleza de ese pueblo y destruyendo el fruto de años de trabajo duro.

Se giró hacia la lava que ya hacía de ese bello paisaje una obra maestra infernal.

El calor era tal que sudaba a pesar de solo estar en camiseta y su rostro se iluminaba con la luz de las brasas.

Vio al lobo erguido cerca de ahí, y corrió con la valentía de cualquier idiota.

—¡Perdón! ¡Lo siento! ¡Debí llevar la ofrenda!

—No estabas ahí.

—¡Pero fue solo mi culpa! ¡No tome la vida de los demás!

—No.

—¡Tome mi vida en compensación por tal atrevimiento!

Se puso de rodillas, apreciando como la figura se acercaba a la par que la lava amenazaba con darle una muerte horrible.

—No.

—Me ofrezco de ofrenda para su diversión.

Se inclinó.

Sabía que a lo lejos sus padres ya se debieron dar cuenta y gritaban desesperados por piedad.

Pero ya no había otra salida.

Ya no podía correr porque la lava lo alcanzaría.

No podía hacer algo más para calmar la ira de Etna.

Solo intentaría solucionar el problema que él mismo causó y tal vez darle tiempo a todos los demás para salvarse.

—No estabas ahí.

—Lo sé. Fue mi pecado.

Los dedos ardientes de aquella deidad tomaron su quijada y elevaron su rostro para mirarse.

Tsuna nunca había visto la forma humana completa de Etna, y ahora que lo había hecho le pareció de lo más hermosa.

Al menos había tenido ese placer antes de morir.

Ni le importó sentir ardor en aquel toque, debido al calor excesivo que esos dedos de lava tenían.

—Tu alma no será suficiente.

—Lo sé. Aun así... ¡Por favor! Perdone a los demás.

—Estas tierras cederán ante mi ira.

—Por favor...

—Pero soy piadoso y tomaré tu vida a cambio de todas las demás.

Entonces, ante el horror de las últimas personas que vieron el suceso, la ardiente capa de lava se alzó como una ola en el mar y cobijó a la deidad y al castaño en un solo instante.

Alguien gritó entre lágrimas.

Otro más bramó en furia y resignación.

Dolor.

Miedo.

Y poco después una calmada agonía que consumió esas tierras.

Pero ni un alma más fue tomada como pago.

.

.

.

—Di mi nombre.

Sentía su cuerpo helado, algo muy raro ya que murió devorado por la lava. Y sinceramente ya le hacía falta un suéter, se iba a congelar. Hasta estaba temblando.

—Di mi nombre.

Su mente aun procesaba el pánico puro cuando vio la sangre de la tierra tragárselo completo. Pero seguía pensando, sintiendo, hasta olía algo lejano como a chocolate.

—¡Despierta!

Abrió los ojos de golpe y se levantó, solo para golpearse con algo. Al parpadear se dio cuenta que era una pared rocosa, y cuando se dio vuelta vio solo oscuridad y escuchó el cauce de un río o riachuelo a lo lejos.

—Di mi nombre, y eso será todo lo que necesito para tomar tu alma por la eternidad.

Aun estaba confundido, tembloroso por lo helado del ambiente, pero reconoció esa autoritaria voz.

La había escuchado muchas veces desde que cometió el error de enfrentar a la deidad a la que debería servir.

Lo buscó rápidamente, pero la negrura de aquel sitio no le dejaba ver, hasta que desde su nuca sintió un aliento tibio que poco a poco se volvió ardiente y doloroso. Se quejó bajito y de pronto la molestia cesó. Apenas giró su cabeza y diferenció el cabello rizado, que resultó ser solo aquella patilla espiralada que se pegaba a la mejilla. La piel era blanca como la leche, los ojos seguían siendo un abismo al infierno, y esos dedos se deslizaron por su barbilla.

Solo ahí se dio cuenta que estaba sentado sobre el regazo de alguien.

No entendía que sucedía, ni donde estaba, ni porqué seguía vivo y su alma aun estaba pegada a su cuerpo terrenal.

—¿Qué?

—Di mi nombre —le miró impaciente—. No me gusta repetir las órdenes, pero tú osas ignorarme una y otra vez.

—Yo no...

—No escuchas, me interrumpes, me desobedeces, pero me has jurado entregarme tu alma y la quiero. No se la daré a nadie más. Es mía desde ahora.

—Ah.

—Di mi nombre.

—Etna.

—Ese es el nombre que me dieron los mortales.

—No conozco otro nombre para mi señor.

—Tonto.

Tsuna vio una sonrisa divertida surcar esos labios, y sintió que el brazo ajeno sujetaba su cintura con amabilidad. El pulgar derecho de la deidad le acarició la mejilla haciéndola arder y quemar, pero la sensación desaparecía casi de inmediato.

—Eso duele.

—Es porque mi piel arde en ira por haber sido plantado en el altar... y por haber visto a mi siervo intentando enlazarse con una mujer sin que yo diera permiso... No lo daría de ser el caso.

—¿Qué?

—Pero pasará... Cuando me mires solo a mí y ligues tu alma a la mía por la eternidad.

—No estoy entendiendo nada.

—No debes entenderlo, debes percibirlo aquí.

Esas manos tocaron el pecho del castaño, donde brilló algo que le dio una sensación rara de emoción que se distribuyó por su cuerpo en un escalofrío.

—No sé que sea.

—Es un vínculo. Un vínculo entre tú y yo.

—Oh...

—Se formó poco a poco, y ha sido lo más delicioso que he sentido en la vida. No quiero que muera, no lo dejaré.

—No entiendo muy bien, pero ya que ofrecí mi alma... Está bien.

—Sé mío hasta el final de los tiempos, Tsunayoshi.

—Por siempre, mi señor.

—Ya no soy tu señor, soy tu igual.

—Wow... pero eso no sería correcto.

—Di mi nombre y no me hagas esperar más.

—Pero no sé...

—Ya te dije que sientas el vínculo

Tsuna miró su pecho, la mano que sujetaba su vientre, percibió el calor agradable que le proporcionaba el pecho ajeno pegado a su espalda debido a ese abrazo cálido. Por su mente cruzó la serie de veces que vio a la deidad, de lo feliz y afortunado que se sintió cada vez que percibió al gran lobo, que fue cuidado entre senderos oscuros cuando retornaba demasiado tarde después de dejar las ofrendas, de lo feliz que se sentía cuando la ofrenda parecía ser devorada con gusto por Etna.

Sintió un latido acorde al suyo.

O una especie de estremecimiento parecido al latido.

Y entonces colocó su mano sobre la ajena y un silbido le recito la respuesta.

—¿Reborn?

La deidad lo abrazó y rodeó con su cuerpo antes de depositar un beso en la nuca del antiguo mortal. Sonrió suavemente y poco a poco su temperatura bajó hasta ser agradable al tacto ajeno. Se inundó de una felicidad que sus padres le contaron como algo que solo pocos dioses experimentaban. Se empapó de una emoción gratificante que desembocó en un suspiro satisfecho.

—Eres mío... Al fin.

Sintió una suave caricia en su cabeza, la mirada cálida del castaño, y admiró una sonrisa hermosa que podría compararse a la de la creadora de la vida. Estaba satisfecho. Jamás soltaría esa felicidad.



Notas finales:

Este pequeño fic fue realizado para el intercambio de San Valentín 2023 organizado por el grupo de Facebook R27 fan club (the chaos club).

Dedicado a Perliux, ¡espero te guste!

Chiquito, pero me esforcé XD 

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