23. La profesora preadolescente (II)

Caminamos un buen rato entre gigantescas estanterías y escaleras que giraban y se perdían entre nuevos niveles de más estanterías y escaleras. En algún momento terminamos sin otra cosa más que libros a la vista.

—¿A dónde vamos? —pregunté, llegadas a ese punto.

—¡Ah! —Se sorprendió la pequeña como si hubiera olvidado que la acompañaba- A buscar un libro, evidentemente —luego dudó un poco antes de continuar—. Mientras llegamos estate bien atenta a lo que te voy a decir porque odio la teoría, así que sólo te lo explicaré una vez.

«Evidentemente...» protesté para mis adentros.

Sin embargo ya tenía suficiente con ir tras ella, para además criticarla en voz alta. Por improbable que suene, me costaba seguirle el paso a una cría en sandalias de madera y yukata.

Lo sé, esa combinación de prendas no permite dar pasos muy largos, pero Emi Hattori (quien me había dicho su nombre y apellido al revés por costumbre japonesa) no los necesitaba. Se bastaba de pequeños y discretos movimientos para avanzar como si viajase sobre una cinta transportadora a toda marcha.

—Dime —comenzó su lección sin girarse o interrumpir la marcha— ¿Sabes cuál es la diferencia más importante entre la palabra escrita y la hablada?

La cuestión me pilló por sorpresa, perdida entre el resonar intermitente de su calzado que se multiplicaba entre los silenciosos estantes.

—¿Que una se escucha y la otra se lee? —contesté, por decir algo.

La verdad, no tenía ni idea. Lo último que me esperaba era que me examinaran de tales cuestiones a los cinco minutos de comenzar mi primera lección.

—Frío, frío —rió la asura mientras giraba la cabeza a un lado y a otro en una encrucijada—. La respuesta correcta es su permanencia.

Dando la impresión de haber recordado algo, terminó decidiéndose por girar hacia la izquierda, lo cual nos llevó hacia otro pasillo que terminaba en otras escaleras. Comenzaba a marearme de tanto subir, bajar y girar.

—¿Su permanencia?

—Sí. Una palabra expresada de viva voz ejercerá su fuerza al pronunciarla y luego desaparecerá, quedando tan sólo su efecto. Sin embargo la palabra escrita se sirve de un contenedor para permanecer almacenada el tiempo que haga falta, con su poder intacto y a disposición del lector, independientemente del estado del autor original. ¿Hasta aquí me sigues?

—La teoría sí. Más o menos -bajé el volumen—, pero el paso...

Ni tan siquiera ascendiendo a través de las escaleras que conectaban los múltiples niveles del lugar la diferencia en el largo de nuestras piernas me permitía mantener su ritmo sin esfuerzo. Aquello empezaba a recordarme a la clase de Sun, de la cual todavía no me había recuperado del todo. Aunque, en cierto sentido, era aún más humillante: Una criaja paticorta me superaba físicamente mientras me arengaba con conocimientos que ignoraba.

Los hemisferios derecho e izquierdo de mi cerebro celebraban un disputado combate de boxeo al respecto de dicha situación. El primero blandía el sinsentido anterior con toda la fuerza de mi impulsividad. El segundo en cambio, me instaba a mantener la calma obligándome a recordar una y otra vez que allí los humanos escaseaban y por tanto la gente no tenía por qué tener la edad o la resistencia que aparentaban.

Con la racionalidad venciendo por momentos permanecí atenta a las palabras de Hattori:

—Bueno, pues esa misma es la diferencia entre las enseñanzas de mi buena amiga Angie y las mías. Ella te instruye en el control de tu propia existencia, algo individual, momentáneo y limitado por las capacidades de tu cuerpo, alma y circuito. Las runas que yo te enseñaré son algo colectivo y limitado únicamente por tu conocimiento, imaginación y astucia. Si lo de Angie es magia pura, lo mío es hechicería.

—Un momento, ¿cómo sabes que ya he ido a Ontología?

De nuevo la sospecha de que me leían la mente resurgiendo cual ave fénix de sus cenizas para picotearme el cráneo ¿Cómo podía estar al tanto de lo que había hecho o dejado de hacer?

Para alivio de mi cordura la jovial profesora contestó:

—Hablamos de ello en el descanso.

Eso tenía sentido... y era menos inquietante.

—Bueno, pues en ese caso sabrás cómo me fue.

Seguía sin tener claro qué era lo que Hattori enseñaba, pero antes había hablado de "hechicería" y me pareció conveniente dejar claros los límites que habían quedado patentes en la clase de Angie.

—Sí, claro —volvió a reír ella desenfadada mientras llegaba a la cima de la escalera conmigo varios peldaños por detrás—. Fracasaste estrepitosamente. No aguantaste casi nada en la Esfera de Aislamiento y ni tan siquiera en ella pudiste sentir tu kei. Probablemente tienes menos capacidad mágica que cualquiera de los libros a nuestro alrededor.

Eso difería bastante de las palabras empleadas por Angie ¿Las había endulzado para que no me desanimase?

—Lo tuyo no es la empatía ¿No? —Increíble que tales palabras salieran de mi boca.

—¿Empatía? —Me miró como si le hablara de hombrecillos verdes— No sabría ni cómo empezar a ponerme en tu situación. Yo ya mataba deidades a los pocos segundos de nacer.

Ignoro si había corriente en aquella parte de la inmensa sala o fue un escalofrío lo que me recorrió de arriba a abajo ¿Cómo podía decir esas cosas mientras sus ojos jade y tono de voz no reflejaban otra cosa más que inocencia infantil?

Seguimos caminando en completo silencio durante un rato a través de varias pasarelas colgantes abiertas a acantilados de paredes literarias. Hasta entonces creía que Drake se explicaba mal, pero aquella profesora era mil veces peor. Todavía no tenía las más remota idea de qué iba su asignatura o a dónde íbamos con tanta parsimonia.

—Tú tranquila —habló finalmente—. Como ya he dicho, en mi clase no necesitarás magia propia por ahora. Para que podamos empezar basta con que sepas usar el poder conceptual de las palabras y Sydonai me comentó que hablar no se te da nada mal.

¿Weissman me había alabado? ¿Por mi forma de hablar?

—¿Poder conceptual? Cada vez entiendo menos... —me di por vencida— ¿Vas a enseñarme un idioma mágico o algo así?

Mi entonación cansada hizo a la asura detener nuestro viaje a ninguna parte y volverse hacia mí. Comprendí entonces que habría preferido seguir persiguiendo su bamboleante melena, pues cuando se ponía seria era todavía más difícil mantenerle la mirada que a Nayra. Me hacía sentirme una rata en garras de un gato juguetón.

—No —negó—. Eso lo aprenderás sola si quieres. Soy una artista, y mi arte (dejando el derramamiento de sangre a un lado) es la palabra escrita.

— ¿Así que pretendes enseñarme a escribir? —Cargué esa pregunta con todo mi sarcasmo y aun así rebotó contra una respuesta afirmativa de la pequeña profesora— ¡Yo ya sé escribir!

—No. Sabes poner palabras en un papel. Yo te enseñaré a dar y tomar poder de ellas.

El lado irracional de mi cerebro aprovechó mi completa ignorancia del objetivo de aquella conversación para noquear al enemigo que lo contenía. Me hervía la sangre fruto de la mezcla entre el cansancio y la frustración. Estaba a punto de coger una de las estanterías a nuestro alrededor, tirarla y largarme de allí.

—Escucha... —por fortuna me tragué el insulto que estaba a punto de soltar— No estoy entendiendo nada.

La niña se rascó un cuerno con gesto contrariado.

—Por eso digo que la teoría no es lo mío. Yo quería enseñar Artes Marciales... —se quejó antes de meter la mano en una de las mangas de su yukata— ¡Qué remedio! No hay nada como la práctica.

Emi sacó algún tipo de bloc de notas alargado de aspecto anticuado y un pincel grueso del interior de su vestido. Escéptica, contemplé la cabeza del pincel oscurecer el aire a su alrededor cual agujero negro antes de trazar sobre el papel multitud de veloces y exagerados trazos. Cuando terminó me tendió el resultado.

—Léelo —demandó.

Agarré el papel con mi mano derecha todavía entumecida. Más allá de una robustez propia de la cartulina no tenía nada de especial. Eso sí, sobre su superficie, grabado en un negro opresivo, había un símbolo cuyo significado desconocía. Como mucho me habría atrevido a insinuar que pertenecía a alguna de esas lenguas asiáticas con caligrafías endiabladamente complicadas.

—No sé leer chino —bufé.

—Es japonés —corrigió ella— y pone "Curar".

Todavía discutimos un buen rato lo absurdo que me parecía leer algo que no comprendía por mucho que me dijera su significado antes de que mi terquedad se rindiera a su insistencia y pronunciara en voz alta:

—Curar.

Al hacerlo, la hoja se retorció como si hubiera cobrado vida propia y se dividió en varias tiras. Estas se enrollaron alrededor de mi palma despellejada y, cuando iba a interrogar a la asura sobre aquello, varios arcos voltaicos salieron de la nada derritieron el papel sobre mi piel como si estuviera hecho de metal.

La dolorosa sacudida me hizo apretar los dientes y cerrar los ojos por un instante, pero cuando cesó y los abrí me encontré de frente con el efecto de aquel fenómeno: Mi mano estaba como nueva.

Ni rastro del papel o quemaduras provocadas por la electricidad. Ni una molestia. Ni un centímetro de piel fuera de lugar. Daba la impresión de no haber sufrido nunca las consecuencias de golpear a Drake.

—¿¡Qué!? —Pregunté con la voz entrecortada— ¿Qué me has hecho?

—¿Yo? —Se hizo la inocente— Yo no te he hecho nada. Sólo he vertido mi energía en una runa. Has sido tú misma quien se ha curado al utilizarla ¿Comprendes ahora mi explicación?

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