15. La fuerza de un apellido (II)
Me levanté sin demasiadas ganas de la pequeña mesa circular donde estaba desayunando. Al rodearla, pasé los dedos sobre el fino cristal del ventanal por donde entraba la luz de la mañana.
De acuerdo a mi nuevo estatus como hija del director, se me había concedido una habitación en la torre principal del Palacio Cristalino. No es que no supiese apreciar mi suite a pensión completa, el problema radicaba en el precio a pagar.
Y es que, al otro lado de la puerta, me reclamaba de forma insistente la razón número uno de todo aquel embrollo: Drake Redfang.
Con su ya conocido conjunto de camisa blanca, pantalones oscuros y una casaca del mismo escarlata de sus ojos, me saludó de forma excesivamente energética:
—Buenos días, compañera —sonrió.
No lo eran si ya empezábamos con eso.
— ¡Vaya! —Comenté mordaz— Pero si sabes llegar a los sitios sin arrasarlo todo a tu paso.
—Muy graciosa —me contestó él como si estuviera bromeando.
—Lo digo en serio ¿Se puede saber qué haces aquí?
Las partes de mi adopción que evitaban desatar una masacre interdimensional y me proporcionaban alojamiento gratis estaban bien, pero tener que convivir con aquel pirómano pirado seguía sin agradarme. Maldita fuera la impronta de los dragones.
—Estoy cumpliendo con mi castigo —contestó con tono alegre a mi expresión malhumorada antes de añadir—. Por viajar a la Tierra poniendo en peligro el Tratado de Paz, el director ha decidido que mi penalización sea mantenerme cerca de ti para enseñarte el Palacio y ayudarte en todo lo que pueda.
¡Lo que faltaba! ¿Qué clase de castigo era aquel? ¿Así que le obligaban a hacer algo que estaba deseando? No tenía sentido. Me sonaba más a recompensa que a otra cosa.
Tenía unas cuantas palabras que decirle a Weissman respecto a esa parte del trato que tan convenientemente había evitado contarme. Aunque, por el momento, procuré que mi sorpresa ante aquella molesta revelación no se reflejase en mi rostro mientras le soltaba a Drake un afilado:
— ¿Así que acompañarme es un castigo para ti?
Sabía que no era así, pero imaginé que no le gustaría pensar que yo creía tal cosa.
Y acerté.
Mi inesperada puya se le atragantó, llenando de confusión sus ojos escarlatas y haciéndome sentir un poco mejor. Pese a haberme resignado a aceptar mi situación actual, hacer lo mismo con aquel problema con patas no era plato de mi gusto.
— ¡No! —Se apuró a corregir— No quería decir...
Antes de escucharlo terminar su frase le cerré la puerta en las narices.
Me dí la vuelta con una sonora exhalación de hastío, sólo para encontrarme a Crystal observándome desde el otro lado de la habitación. No parecía recriminarme mi comportamiento, ni tan siquiera lucía como si tuviera opinión alguna al respecto. Sólo me miraba.
Luego se acercó a mí. Se desplazaba sin mover las piernas, dando la sensación de flotar, aunque en realidad sus pies no se separaban en ningún momento del suelo. Ni tan siquiera había un punto de separación entre dicha superficie y sus tacones. Literalmente, formaba parte del edificio.
Cuando estuvo cerca me tendió su mano abierta. En ella había una pulsera de apariencia bastante simple, todo sea dicho, apenas un tubo blanco con forma anular.
—No me van mucho los accesorios —me sinceré ante su ofrecimiento.
—Es un salvoconducto. Lo necesitaréis para moveros por las instalaciones—fue toda la explicación que recibí.
Ambas nos mantuvimos estáticas unos segundos hasta que, viendo que mis oportunidades de ganar en aquel juego a una estatua viviente eran más bien nulas, cedí. Cogí el aro y me lo coloqué alrededor de la muñeca izquierda. A pesar de no tener enganches para cerrarse, ambos extremos se unieron como si nunca hubieran estado separados, luego el artefacto se adaptó al grosor de mi brazo iluminándose con una tenue luz blanca fosforescente. Parecía una de esas pulseras de neón que daban en las discotecas para controlar la entrada.
— ¿Cómo funciona? —Pregunté.
Pero Crystal ya no estaba en el cuarto.
«Me pone los pelos de punta que haga eso» comenté en mi fuero interno.
Con aquella interrupción ayudándome a enfriar un poco la cabeza, decidí que si Weissman me había cargado a Drake de aquella forma sería por algo y me conformé con dejar anotado en mi lista de cosas pendientes el preguntarle por qué lo había hecho.
Para mi desgracia, no era el momento para eso, tenía un día ajetreado por delante.
—Qué remedio —suspiré antes de salir al exterior, donde Drake me esperaba con cara de gatito abandonado (un gatito acosador y destruyecivilizaciones).
La habitación daba a un corredor de recorrido circular, apenas unos cuantos metros de pasillo girando alrededor de un gran pilar central. Las paredes contaban con varias secciones transparentes que dejaban entrar la luz del exterior en mayor cantidad, iluminándolo todo sin necesidad de luces artificiales. Sin embargo, lo más curioso era que no había escalera o puerta alguna para salir de allí.
Di una vuelta y otra más al pilar de forma infructuosa. Nada.
El dragón me observaba silente, cauto ante otra mala reacción por mi parte. Por desgracia y por más que me molestase, al final tuve que reconocer el hecho de que, al menos por el momento, sí necesitaba su guía
— ¿Y bien? —Me dirigí a él tratando de relajar mi tono— ¿Cómo salimos de aquí?
Fue como darle alas (aunque siendo un dragón, supuse que ya las tendría). Su rostro recobró la alegría inicial y sumándola a su voz, se acercó a mí diciendo:
—Así.
Al colocar su mano derecha sobre el pilar, brilló bajo una de las mangas de su casaca otra pulsera similar a la que me había dado Crystal. Con el accesorio fulgurando, un anillo de luz se expandió desde la palma de su mano por la superficie de la columna hasta adquirir una circunferencia superior a nuestra altura, luego su parte interior desapareció en un efecto digno de las películas de ciencia ficción que ya había visto antes.
Así que a eso se refería la dama de cristal, los salvoconductos servían para llamar al ascensor caleidoscópico.
—Interesante —admití.
¿Era el ascensor una invención lo suficientemente útil como para que incluso en un mundo mágico hubieran decidido recurrir a ella de forma habitual? Bueno, había que admitir sus bondades: Libraban de la incomodidad de subir una gran cantidad de agotadores peldaños y estaba segura de que, de haber unas escaleras desde mi habitación a la planta baja del edificio, el recorrido no habría sido corto. Aunque no todo eran beneficios. Si lo usabas en compañía, el esfuerzo era sustituido por otra situación incómoda universalmente conocida como "silencio de ascensor". A grandes rasgos: la persona A y la persona B -cuya única intención era llegar a algún otro lugar- se veían obligados a compartir un reducido espacio móvil.
Como he dicho, muy, muy incómodo.
Sobre todo si tenía en cuenta la descontrolada vena romántica de mi acompañante, quien por el momento se había conformado con apoyarse tranquilamente en una de las paredes traslúcidas del habitáculo mientras me taladraba con la mirada. Además, sumaba inquietud a la situación el hecho de que tras cerrar sus puertas el ascensor no se hubiera movido lo más mínimo.
Ante la curiosa ausencia de controles analógicos y la persistente presión silenciosa de Drake clavada en mi nuca pregunté:
— ¿Está roto o algo?
Lo malo es que obtuve otra pregunta ajena a la mía como contestación:
— ¿Estás enfadada conmigo?
—Por supuesto —afirmé rotunda.
Daba la impresión de estar más extrañado que ofendido ante mis palabras. E insistía:
— ¿Por qué? Eres mi alma gemela ¿No estás feliz de haberme conocido?
Estaba claro que en aquel caso la charla era más incómoda que el silencio. Lo suyo era una mala canción puesta en bucle una y otra y otra vez.
—Ni lo más mínimo —corté el tema por lo sano—. Esa es una película que te has montado por tu cuenta.
La inmunidad absoluta al rechazo debía de ser uno de sus poderes, porque su única reacción fue fruncir el ceño y reflexionar entre murmullos.
— ¿Será porque eres humana? ¿El vínculo será más lento?... Mis padres nunca me hablaron de algo así.
De nuevo el silencio se adueñó del limitado espacio que ocupábamos, inspirándome una desagradable idea:
— ¿Y pretendes tenerme encerrada aquí hasta que me enamore de ti?
Sin reacción ¿Había acertado?
—No. Por supuesto que no —terminó por negar—. Pero necesito saber a dónde vamos.
¿Acaso no era evidente?
—Bueno, hasta donde he entendido me toca ir a clase, ¿no? —Dije con sorna.
—Sí, claro ¿Pero a cuál quieres ir?
— ¿A cuál? —Pregunté desconcertada— ¿Tengo elección?
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