Capítulo 3

Miércoles 20 de Marzo -16:28 minutos.

Dante estaba parado junto a la puerta del consultorio. Era la hora en que terminaba la sesión con Eduardo Viñas, un niño de doce años con cabello rubión revuelto y ciertos problemas de conducta. Su madre estaba entrando a buscarlo:

- Bueno, Eduardo. Nos vemos el miércoles que viene. Acordáte de lo que nos prometimos: antes de agredir, pensá en mamá, y en todas las cosas malas que vienen después. Te retan, te llevan a la dirección... todas esas cosas malas que no te gustan, ¿dale?

Dante saludo al chico con un puño, que en seguida el niño contesto con el mismo gesto, tocándolo levemente con el de él. Es un saludo empleado por los chicos de esa edad, que Dante utilizo para obtener mayor empatía.

- Sí, doctor. Ya entendí, chau...

Mientras Eduardo se retiraba con su madre, una muchacha delgada y rubia, ingresaba Antonia Painefil, de unos veinticinco años, que había estado afuera aguardando para poder entrar.

- Hola, doctor...

- Hola Antonia...

Ella dejó su campera en el perchero. Estaba en la misma pared donde se encontraba el estante con el reloj digital, detrás del respaldar del diván. Se recostó allí un tanto incomoda, tomándose con ambas manos su zona abdominal:

- Hoy no me siento muy bien. Se ve que las milanesas de lentejas, tenían algún condimento que me hizo mal...

Dante colocó el cuaderno de anotaciones sobre su regazo, mientras se sentaba en su sillón, ubicado frente a su paciente:

- Mm... Bueno, Antonia, contame un poco como te fue con lo que hablaste con tus padres en la semana.

- Y, no es tan fácil...

- Lo que me quieras contar, por favor.

Paciente y doctor intercambiaron vivencias y reflexiones de la vida y situaciones que se presentaban en la vida cotidiana, hasta que el reloj detrás del diván ya marcaba las dieciocho horas.

- Es importante que estas cosas las puedas trabajar desde lo emocional. No te tenés que ofender con ellos y cerrarte, porque así nunca van a poder entenderse.

Dante se despidió de Antonia, recordándole los cambios que ella podría hacer, durante la semana, para mejorar sus relaciones laborales y familiares, y que se verían a la misma hora el próximo miércoles. Se colocó su abrigo, guardo sus apuntes, y se dispuso finalmente a regresar a las comodidades de su departamento.

Jueves 21 de marzo de 2019, 21 horas.

- En muchos aspectos, es más fácil tener un trabajo convencional. Eso no genera inquietudes o inseguridades en nuestro entorno. Las personas que se salen de la norma, no son felices si no se pueden desarrollar en su campo.

- Entonces, Dante, usted, ¿me cree?

Carmen Ibáñez iba puntual todos los jueves al consultorio a las diecinueve y treinta, hasta las veintiún horas. Había levantado la mirada, para poder estudiar con mayor detalle, la reacción de su doctor, frente a su franca pregunta. Varias sesiones habían estado hablando de lo que significaba para ella, y para sus allegados, que tuviera a sus treinta y ocho años, un trabajo tan alejado de las normas convencionales.

Dante dudó unos instantes, intentando salir del atolladero en que se encontraba. Por un lado, quería alentar a Carmen para que realmente fuera felíz y que hiciera el trabajo que le diera la gana. Pero, por otro lado, la lógica y sus sistemas de creencias estructuradas, no le permitían siquiera aceptar la posibilidad o la idea de que estas cosas a las que ella se dedicaba, existieran.

Como ya estaba terminando la sesión, Carmen se había dirigido hacia la puerta. Mientras se colocaba una chaqueta marrón bastante común, se acomodaba la cola de caballo; para evitar que su mata de pelo enrulado, quedara atrapado en la ropa.

- Lo que yo crea, no importa - Dante procuraba sonar natural y despreocupado.

- Pero usted piensa que todas estas cosas del Tarot, y las mancias adivinatorias, no existen. ¡Por eso le cuesta ponerse en mi lugar, y entiende perfectamente a los que me critican por dedicarme a esto!

- Es más complejo, Carmen... es una inseguridad proyectada. Si estas segura de lo tuyo, no hay nadie que te pueda hacer dudar.

- Bueno... me voy. Lo seguimos hablando el próximo jueves...

- Perfecto, Carmen... ¡Hasta el jueves!

Una vez que ella se hubo retirado, Dante quedó solitario en el consultorio, pensativo. Yendo hacia la puerta doble que separaba el consultorio de la sala de espera, se encontraba otra puerta, siempre cerrada, de la cocinita. Una vez que entró allí, él se estaba sirviendo, distraídamente, una taza del café que había dejado preparado en la maquina eléctrica.

Especulaba acerca de cuan diferentes somos los seres humanos. Como difieren tanto, entre unos y otros, sus sistemas de creencias e ideologías. Éstos, y otros pensamientos que giraban por su cabeza, se vieron interrumpidos, por un sonido seco y metálico. Era la puerta.

Una voz, inconfundible para él, dejo oírse desde el marco de la entrada:

-Buenas noches... doctor.

-Buenas noches. Pasá y sentate. Ya estoy con vos, Arnold.

Arnold Paole, de treinta y ocho años, era su único paciente de horario nocturno. Se había recostado en el diván, con sus brazos cruzados, como era su costumbre. Dante se había acomodado en su sillón, con la libreta de apuntes y su taza de café:

- ¿Cómo fue tu día... perdón, tu noche, Arnold?

- Me alimente bien, antes de venir.

Dante lo observaba por encima de la taza de café. Había tomado una bocanada de aire, como dándose valor, para poder formular una pregunta clave que tenía que hacer.

- ¿No le gustaría vivir como todo el mundo, de día, y dormir de noche? ¿Y comer lo que comemos todos... incluyendo tomar un café?

- Me encantaría, doctor. Pero, como bien sabe, mi condición no me lo permite.

El doctor apoyo la taza de café, en la pequeña mesa a su izquierda.

-Si... Ya me lo había contado, pero...

Arnold permanecía inexpresivo. Apenas movió sus ojos achinados y ocultos en sus parpados y pómulos salientes, a uno y otro lado. Dante recordaba la primera y extraña impresión que le había dado al conocerlo.

El rostro de Paole era alargado y pálido, con dos ranuras por las que apenas asomaban sus ojos. Sus cejas eran muy arqueadas, y sus pómulos, muy sobresalientes. Su cabello rubio tenía grandes entradas en la frente, y se presentaba con forma de agujas tupidas y parejas. La boca siempre tenía un rictus de amargura, y sus labios estaban más separados de la nariz, de lo normal. En conjunto, el suyo era un rostro muy difícil de olvidar.

- Lo que yo necesitaría saber, Arnold, para poder ayudarlo realmente, es ¿cuándo empezó todo esto?

- En realidad, hace mucho tiempo que soy así. Empezó en otro lugar... en Europa...

Dante hizo un esfuerzo para pronunciar estas palabras, de forma natural:

- Sí, entiendo que usted está muy convencido de esto, y de que realmente necesita sangre - dio énfasis a esta palabra - para vivir, y todo eso... ah, y de que es inmortal... pero realmente no puedo ayudarlo si no es sincero conmigo...

El rictus de amargura en su rostro, se intensifico notablemente:

- Es que yo vengo para que me ayude a mitigar el dolor... el próximo jueves, voy a contarle sobre mi padre...

Arnold apoyo una bolsita sobre la mesita, a un lado de la taza de café.

- Tome, acá está el dinero de las sesiones anteriores. Hoy vine por poco tiempo, porque tengo algunos asuntos que requieren mi atención. Pero muchas gracias, y nos vemos el jueves.

Arnold se alejaba por el marco de la puerta y la cerro tras de sí. Dante no pudo evitar sentir una sensación de incomodidad. Se colocó su sobretodo y la boina, tomo su maletín con las anotaciones, y salió del consultorio. Mientras daba dos vueltas con la llave, su mente divagaba acerca de todos los pacientes que tuvo, y que tiene en la actualidad. Y cuan peculiar resultaba ser la patología de Arnold. Quizás, en algún momento, sería prudente tener alguna conversación con Alejandro Gandur, el psiquiatra, acerca de esto. Al menos volvía a casa más temprano, y le había pagado esta, y otras sesiones más.

Sábado, 23 de marzo. Por la mañana.

Solamente, con ver la fachada de aquella casa, con sus arbustos y árboles añejos que siempre daban una fresca sombra, los recuerdos cobraban vida en su mente. La mesa de hierro, despintada, y sus respectivas sillas donde merendaban entre risas y juegos, seguían allí. Aun parecía que podía oler los ricos y jugosos chorizos y trozos de carne, que cocinaba su padre con el abuelo Arturo, mientras contaban historias y tomaban algunas copas de vino.

Como el pasto había estado largo y el aspecto en general de toda la entrada era bastante desmejorado, Oscar, el jardinero, lo había cortado. Ahora estaba lijando la pared del frente, que próximamente necesitaría al menos dos manos de pintura.

Dante se aproximó a la puerta desde donde se oía un ruido constante. Después de saludar a Oscar y ofrecerle algo para tomar, se introdujo en la que, por tanto tiempo, fuera la vivienda de sus padres en Haedo, el hogar en el que se crió.

Las cosas cambiaban, y no siempre como nos gustaría. Los aromas, las luces y sombras. Los adornos. Todo estaba allí. Incluso el sonido de la campanilla de la puerta al cerrarla tras de sí. Pero ellos no. Ni su madre, Yolanda, ni su padre, Alberto; ni siquiera el mismo, volverían a vivir ahí. De pronto esto le produjo mucha congoja y como por acto reflejo aparto estas sensaciones inmediatamente, como un mecanismo de defensa.

A su izquierda estaba la cocina, no muy amplia pero confortable, y la mesa pequeña aún lucía el mantel blanco a cuadros rosados, con manchas por el inevitable paso del tiempo.

En la sala todavía estaba aquel espejo enorme detrás del antiguo escritorio con estantes y cajones. Recordó que aquel casi se cae cuando Juanca le pego un pelotazo y Yolanda los corrió hasta asegurarse de que salieran a jugar al patio, y no rompieran nada.

También estaba el silloncito de mimbre donde ella se sentaba a tejer una bufanda, un gorro, o alguna de esas cosas, mientras el grabador viejo hacía sonar un casete de música clásica.

El sonido constante y monótono de pronto cesó. Celia al verlo entrar había apagado la aspiradora. Dante pasó por delante de la escalera, tratando de ignorar los recuerdos de su habitación de arriba, con posters, revistas, e incluso algunas figuras de acción, de esas que ahora valen pequeñas fortunas.

- Hola, Señor. Su hermano estuvo acá, hace unos días - comentó la empleada, quien había empezado a enrollar el cable de la aspiradora.

- Sí, gracias, Celia. Me dijo.

- Estuvimos acomodando algunas cosas, déjeme que le muestre... - Celia encendió la luz de la habitación contigua a la de la limpieza. En seguida Dante avanzo algunos pasos, pasando junto a unas mesitas tapadas con sábanas, cuadros y cosas viejas apiladas. -¿Y cómo está la señora Yolanda?

Dante caminaba alrededor de una alfombra enrollada en el centro del cuarto iluminado solamente por una bombilla en la pared.

- Muy bien. Ahí donde está hay mucha gente que la cuida. El otro día tampoco nos reconocía, pero el Alzheimer es así. Va a tener días mejores y días peores...

Se notaba que habían estado limpiando, aunque, inevitablemente, todavía se alojaban residuos de polvo aquí y allá. Junto a los sócalos y en las repisas descansaban varias pilas de papeles y unas cuantas cajas cerradas.

- Si... es tan horrible todo eso que les pasó... siendo ellos tan buenos... no se lo deseo a nadie.

En algunos ángulos de las paredes, junto a las estanterías, podían verse claramente, algunas manchas de humedad. Celia señalo en particular una repisa vieja, con una caja que tenía escrito un cartel que decía "Cosas del abuelo Arturo".

- Su hermano puso ahí esas cosas especiales, cosas que eran de su abuelo.

- Si. Papá siempre contaba historias del abuelo. Pueden quedar ahí, por ahora - en su rostro se dibujó, tenuemente, una sonrisa.

Celia continuó el recorrido moviendo algunos objetos y señalando el destino que tendrían unos viejos candelabros o unos portalámparas y apliques.

- Todo lo otro, su hermano lo cambió de habitación, porque después Enrique tiene que pintar, así se van todas esas manchas de humedad.

- Si. De a poco va a quedar todo en orden, listo para alquilar - su rostro volvió a ponerse sombrío y pensativo, y todo el dejaba traslucir un aire melancólico. Dante apagó la luz, cuando ya iban saliendo de la habitación. - No se preocupe por su trabajo, Celia; porque seguramente los nuevos inquilinos van a necesitar a alguien, y yo mismo la voy a recomendar. - Celia retornaba al cuarto de limpieza, a quitar los caños encastrados en la aspiradora, acompañada por Dante, que iba de camino al pasillo donde estaba la escalera. - Además, de que usted es de confianza - continuó, - cuidó a mama, conoce la casa y el barrio como la palma de su mano. Y va a limpiar mi depto. Cada 15 días.

- Sí - sonrió. - Muchas gracias, señor Dante. ¡Siempre les estoy muy agradecida por todo, a ustedes!

Con una sonrisa simpática, a modo de despedida, Dante señalo hacia el hall y otras puertas, indicando que iba a revisar otras habitaciones y el baño, para dejar encargados los arreglos que fueran necesario hacer.

- Nos vemos, señor Dante, muchas gracias de nuevo.

- Gracias a usted, Celia. Después nos vemos...

Como estaba a oscuras la habitación donde estuvieron, le fue imposible distinguir una figura encapuchada que de pronto, los observaba. De todos modos, la aparición solo permaneció allí por un instante, antes de esfumarse en la oscuridad.

Y Dante saludó, volteando brevemente por última vez, antes de alejarse.

Luego de salir del tren Sarmiento, en la estación de Once, cruzó a la plaza Miserere donde tomó el subte "H", para hacer combinación con la línea "D".

Dante por fin volvía a salir afuera, en la estación del subte de Olleros, al bullicio del tráfico y de la gente yendo a sus trabajos, a sus casas o al devenir de sus vidas cotidianas.

Durante el viaje, había notado: entre el hedor, tanto del tren como del subte, que los transportes pasaban a intervalos cada vez mayores, por lo que se formaban más amontonamientos y aglomeraciones. Había que estar alerta para no ser víctima del delincuente carterista de turno y el tiempo perdido era desesperante. La experiencia de los traslados, resultaba francamente agobiante. Cada vez se viajaba peor.

Al llegar a su departamento, sólo pensaba en bañarse, afeitarse, quizás comer algo, y descansar un rato. Y así lo hizo.

Después de una agradable ducha, y vestir sus ropas de cama, encendió la televisión y comió unos cereales mientras tomaba un té, sentado en el sillón del fondo, con la compañía de Cosmo, que ronroneaba sobre él.

- "Dos motochorros abordaron a una anciana en el barrio de Once. Lamentablemente, estos hechos de inseguridad, son cada vez más frecuentes..." - rezaba la voz en el televisor.

No paso mucho tiempo, y Dante ya se encontraba acostado en su cama del piso superior, con el gato a sus pies. Era hora de descansar un rato.

"Dante se sentía perturbado, aunque no fuera un sentimiento que pudiera determinar claramente. Era algo que sucedía en la ciudad, pues llegaban a distinguirse personas y vehículos con luces parpadeantes moviéndose de aquí para allá, entre las nubes de humo negro, el murmullo constante y el pánico. Y el fuego.

Lo inquietante era que no podía definirse muy bien de dónde provenía ni quienes realmente corrían peligro.

Se le aproximó, entonces, el mismo señor que lo abordara en la calle el otro día, con la misma bufanda, con cuadros verdes y negros. El que tenía una nariz prominente y cabeza un tanto alargada. Una incipiente barba y bigotes que hacían el esfuerzo en ocultar algunos granos en sus mejillas y comisuras de los labios. Traía un cigarrillo sin uso en una de sus manos. Pero esta vez su rostro ofrecía un gesto de preocupación, y no venía para pedirle fuego.

- Bajo tierra, está el dolor. El humo, los ruidos, los gritos. ¡Las llamas!

En el momento que terminó de pronunciar estas palabras, que retumbarían por mucho tiempo en la cabeza de Dante, se hizo mucho más nítido todo lo que venía sucediendo en el fondo difuso. Había una ambulancia con sus luces verdes parpadeantes y gente que corría y gritaba, y otros que venían acercándose trabajosamente apoyados en unas barandas, tosiendo. Dante sintió mucha desesperación y comenzó también a gritar..."

Y el grito continuó en su soledad, aun cuando ya estaba empapado en sudor y se hubiera sentado de un salto sobre la cama de su cuarto, completamente a oscuras.

Recién cuando se hubo tranquilizado un poco su respiración agitada, encendió la luz del velador y verificó que algunos de sus cubrecamas estaban en el piso y Cosmo lo miraba preocupado desde el marco de la puerta.

Dante se levantó, calzó sus pantuflas y bajó las escaleras rumbo a la cocina, para servirse algo de comer.

- Perdonáme, Cosmo. ¡Fue una pesadilla horrible!

Pensando que pudo haber sido el efecto de mirar las noticias y que aflorara algo en su inconsciente, Dante abrió la heladera y retiro un pedazo de la tarta de verduras que le había quedado, y un vaso de jugo de naranja.

Al hacer todo esto, de forma mecánica, no se percató de que Cosmo saltaba asustado por encima de la barra que separaba la cocina del comedor. A su espalda, por un instante, se había dejado ver un señor mayor, encapuchado con una larga túnica del estilo de los monjes de la edad media y una tupida barba. Pero al momento en que Dante cerraba la heladera, ni esta aparición ni el gato, habían dejado el más mínimo rastro.

Dante encendió una luz del comedor y se sentó a comer su bocadillo, sumido en sus pensamientos. Mañana domingo aprovecharía para quedarse tranquilo, pasando sus notas. Entonces el lunes ya iría a atender a Sergio con sus quilombos de drogas y empezaría la semana bien despejado.

Mientras tanto, Cosmo, observaba curioso junto a la barra, el sector de la cocina donde estaba la heladera. Muy quietito, sin acercarse.

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