Capítulo 23


 Los siete compañeros fueron, uno a uno, abandonando el hueco del extenso túnel, por el que se habían escapado del furioso can Cerbero. Dante se sentía muy agotado, y que sus fuerzas empezaban a mermar. Pero había que seguir avanzando, y sorteando los peligros que fueran apareciendo delante de ellos.

El recinto donde habían llegado era extraño.

El piso era igual que las paredes y el techo, todo simétricamente colocado y construido de bloques pétreos, con una perfección increíble, dando la impresión de estar dentro de un cubo perfecto. Lo único que no era de piedras encastradas perfectamente, era una enorme puerta de madera pesada, de más o menos dos metros de ancho, por tres de altura. A simple vista todo parecía normal. Pero Dante, en seguida percibió dónde estaba el problema; por qué no era aquel, un sitio común. Había algo extraño allí. Antinatural.

Aquella estancia completa, era de unos diez por diez metros, aproximadamente, y estaba todo perfectamente iluminado. Pero no había ninguna fuente de luz visible. No había ventanas. Sólo paredes y techo. Y no había lámparas ni antorchas de ningún tipo, por ninguna parte.

En el centro de la puerta de madera, había una máscara forjada en hierro, que tenía un cuerno en la frente y una lengua que sobresalía, en un gesto burlón; bastante escalofriante.

- Bueno... llegamos a un lugar más espacioso, e iluminado, al menos - observó Grandier.

Crowley y Virgilio habían intentado empujar la puerta, pero era completamente inútil siquiera intentar moverla unos pocos centímetros.

- La única salida es por esta puerta, que no podremos abrir.

- Sí, Virgilio, pero aquí arriba de la máscara dice: "DONUM" - explicaba Crowley.

- ¿Y qué significa, Maestro? - indagó Beatriz.

Crowley pinchó su dedo en la punta del cuerno y una gota de sangre cayó sobre la lengua más abajo.

- Una ofrenda.

- ¿Ofrenda? ¿De qué? - Preguntó Dante sin dar crédito a lo que veía.

- ¡De sangre! - Exclamó el maestro.

Crowley tocó la puerta, y la atravesó, como si fuera un fantasma. La cara de hierro se relamía, y volvió a poner aquella mueca burlona del comienzo.

- Ya podemos pasar... - Se acercaba Beatriz confiada, y tocaba la puerta, sólida.

- No - le aclaró Teodora, - nosotros no podemos pasar. Cada quien deberá realizar su ofrenda.

Teodora y Grandier fueron los últimos que atravesaron la puerta mágica. Del otro lado de esta, había una máscara similar, pero su expresión era totalmente diferente, pues tenía los ojos cerrados al igual que su mandíbula.

- Ya estamos todos acá - dijeron apenas pisaron el suelo con pasto y grava. - ¿Y ahora qué?

- Avanzamos - Crowley, muy resuelto, empezó a caminar por el nuevo espacio que se abría ante ellos.

Por todo el piso se veían desparramadas un montón de lajas y piedrecitas pequeñas, y más lejos, unas columnas de estilo corintio, bastante derruidas se elevaban por los bordes del pasto a su izquierda y derecha, por todas partes. Mezclándose con techos o trozos de construcciones antiguas, como algunas de las ruinas arqueológicas que habían visitado antes. Se podían notar un montón de estructuras sin formas definidas, a la distancia.

Caminaron así por un breve lapso de tiempo, donde sólo divisaban aquellas ruinas, hasta que llegaron a una especie de arco de piedra, sin puerta. A la izquierda había una placa de bronce con una inscripción que decía:

"Cuarto círculo del Averno: condena y castigo de los A..."- Lo que seguía a continuación estaba tan gastado y viejo, que era completamente ilegible.

Continuaron caminando los siete viajeros, a la expectativa de lo que pudiera acontecer a continuación.

Comenzaron a observar, con curiosidad, que muchas de las piedras en el suelo brillaban. También, entre las columnas, empezaron a ver bellas estatuas de mármol, muy bien talladas, con partes quebradas o faltantes, por el paso del tiempo. Las piedras brillantes se acumulaban en varios sectores, y se empezaba a notar que también había trozos más grandes, y monedas de oro.

- ¡¿Están todos viendo esto?! - Habían empezado a notar que habían perlas, diamantes, copas de oro, collares, y toda clase de tesoros.

- No... yo no... ¿Qué pasa? ¿Qué es...? - Edityr tardaba en extraer la información de la cabeza de sus compañeros. Era algo que le sucedía desde que habían llegado al averno. Dante pensaba en esto, cuando se le ocurrió que quizás él también tenía una disminución en su habilidad, pues por más que tocara cosas, no había percibido nada, hasta ahora. Aunque Beatriz, sí había incendiado inmediatamente las ramas, cuando se enfrentaron al león, la loba y el puma. Quizás no era para todas las habilidades de igual manera...

Crowley se colocó delante de todos y les habló, con voz severa:

- ¡Ya sé dónde estamos, amigos! ¡En este cuarto círculo del infierno, se castiga y condena a los avaros y pródigos! ¡Recuerden que esto ya lo preveíamos! ¡Esta, es otra trampa del infierno, que va a ponernos a prueba! ¡De aquí, no podremos llevarnos nada!

Asintieron. Todos siguieron caminando en silencio, admirando las estatuas y todo el oro que les rodeaba, pero intentando no dejarse llevar por su codicia.

Dante, de pronto, sintió una voz dentro de su cabeza. Le decía, en susurros:

"Un poco, no más". "No necesitas mucho. Con sólo unas monedas y unas cosillas de oro, podrás pagarle el geriátrico a tu madre, ayudarla a Sandra con los chicos... rescatar a Juan Carlos... volver a casa, Dante." Hacía un esfuerzo sobrehumano, para no escucharlas. Pero eran cada vez más insistentes.

Se preguntaba si él sería el más débil. Si sólo él estaría siendo tentado de esta manera.

Virgilio se había agachado a los pies de una estatua que tenía las manos como ofreciendo algo. De sus brazos colgaban unas bolsas de arpillera, y en su cuerpo se leía la inscripción: "Tomen lo que gusten". Él ya había tomado algunas de estas bolsas.

- ¡Miren esto! ¡Unas bolsas, pero son pequeñas!... No importa, repartimos y guardaremos sólo algunas cosas no más... lo que podamos llevar... - dijo con ojos codiciosos, tratando de luchar.

Había entrado como en una especie de transe.

Grandier estaba muy feliz. Metía en las bolsas toda clase de tesoros que podía juntar a granel: monedas de oro por cientos; copas brillantes y con piedras preciosas incrustadas; alhajas; colgantes con diamantes; perlas; rubíes y todo lo que la imaginación pudiera crear; todo eso, y mucho más, lo podías encontrar allí.

- ¡Hey! ¡Miren esto! ¡La bolsa se hace más grande, mientras más las cargamos, con tanto oro! - Rió como desquiciado.

De a poco, uno a uno, como en una especie de ensoñación, caían en la codicia como si estuvieran bajo alguna clase de embrujo.

Dante había dejado deslizar unas monedas en una copa, dentro de su bolsa, que se agitaba al sentir el peso del oro. Había encontrado también una edición que se había agotado y siempre deseó tener, de un libro de Freud, que rápidamente y sin dudar, metió en la bolsa.

"No - se decía para sí. - Es sólo un poco. No voy a abusar".

Cerca de él había dos estatuas. Una de ellas era de un señor mayor, que le hizo recordar un poco al pensador de Rodin, pues estaba casi en la misma posición de aquel, sólo que sentado sobre un baúl; rebosante de collares y monedas de oro. Al lado, un muchacho permanecía mirando el cielo con los brazos abiertos, llenos de tesoros que se escurrían entre sus delicados dedos esculpidos.

"Si me puedo llevar algo de esto, nunca más le faltará nada ni a mamá, ni a Juan Carlos... Ni a mí..." - se decía interiormente mientras titubeaba si meter en su bolsa o no, unos tesoros más.

Entonces vio la imagen grotesca de Edityr, el ciego, que hacía un esfuerzo sobrehumano, por arrastrar una enorme bolsa repleta de riquezas, mientras gritaba:

- ¡Van a poder curarme la vista con toda esta fortuna!

- ¡Somos ricos! ¡Ricos! - Gritaba Beatriz llevando su bolsa y cargada con anillos, brazaletes, collares y una corona sobre su cabeza, mientras tiraba monedas para arriba.

Teodora llevaba dos bolsas, una sobre su espalda, otra al costado del cuerpo.

- ¡Algo está mal... si cargamos con todo esto, con el peso no podremos avanzar y subir la colina con las joyas! - Pensó Dante en voz alta.

- ¡No importa! - El mismísimo Crowley había caído en las garras de la codiciosa condición humana, y realizaba toda clase de esfuerzos para arrastrar sus enormes bolsas colina arriba, mientras señalaba hacia adelante. - ¡Tenemos que intentarlo! ¡Dante, carga tu bolsa ya mismo! ¡Como hacemos todos! ¡Vamos!

Dante tenía que obedecer. A Crowley, por un lado, y a sus voces interiores, por el otro. No estaba acostumbrado a andar con tanto peso, y sus pies se hundían entre los tesoros.

Se apoyó en la estatua, para ayudarse a cargar su bolsa con oro. Entonces sí vino a él una de sus visiones.

Un hombre gritaba "¡Nooo! ¡No, no, socorro...¡Esto es mío....mío!" Llevaba una bolsa como la que cargaban ellos. Estaba muy enojado, como si alguien le estuviera negando su derecho a tener aquellas riquezas. Entonces, sacó furioso un manojo de su bolsa y enseñó hacia arriba su tesoro, mientras gritaba: - ¡¡Mío!!... ¡Nooo!

Cuando terminó la visión, Dante tenía frente de sí a aquel hombre, con las manos al cielo y riquezas, convertido en roca sólida. Su mirada permanecía fija en el cielo. Y de pronto, sus ojos en el mármol giraron y miraron fijamente a Dante.

A su lado, Grandier, vio su gesto de horror.

- Dante... ¿Pasa algo?

Al instante, soltó la bolsa mientras se alejaba de la estatua, ya saliendo del estado de ensoñación.

- ¡Dante! ¡No dejes eso ahí...! Pero... ¿Qué pasa? - Le preguntaba Crowley irritado al principio, pero preocupado después.

- N...no, no... tiren todo...ya... ahora mismo... toqué esa estatua...ahí... - Dante señalaba.

Se giró y todos vieron que estaba pálido y muerto de miedo.

- No es... no son estatuas... ¡Son las personas que se querían llevar el oro! ¡Fueron petrificados!

Ante estas palabras, todos soltaron el oro y comenzaron a correr colina arriba, lo más rápido que sus piernas les permitían.

- ¡Vamos, corran! ¡Tenemos que subir y llegar allá arriba! ¡Atravesaremos el campo de estatuas!

Grandier estaba agitado, y venía más atrás, arrastrando a Edityr con él.

- ¡Éste es el lugar donde castigan a los avaros, por toda la eternidad! ¡Los castigados sólo pueden ver cómo los demás caen en desgracia, sin poder hacer nada!

Virgilio miraba y señalaba sobre su hombro. Algo gigantesco había aparecido, reptando, detrás de ellos.

- ¡Yo leí sobre esto, Crowley! ¡Se llama PLUTÓN, y es un basilisco! ¡Es lento, pero si te mira, te petrifica por toda la eternidad!

Se detuvieron un instante, porque Beatriz estaba muy preocupada. Miraba aterrada, a todas partes. Todos lo veían, excepto ella, y naturalmente, Edityr que era ciego.

- ¿Por qué yo no puedo verlo? ¡Hay algo malo conmigo!

Teodora en seguida le dio la solución a Beatriz:

- ¡Es porque tienes puestas todas esas cosas de oro! ¡Quítatelas! ¡Los que se llevan algo de aquí, no pueden ver a Plutón, hasta que es demasiado tarde!

Rápidamente Beatriz tiró la corona, los anillos y los collares, y entonces vio a la horrible criatura.

- ¡Sí! ¡Ahora lo veo, vamos! ¡Es como una espantosa serpiente gigante, de un solo ojo! ¡Gracias, Teodora!

Entonces todos corrieron de nuevo, hasta que llegaron a la cima de la empinada colina. Crowley estaba muy satisfecho, pese a haber perdido su gran fortuna en oro y riquezas.

- ¡Si no nos hubiéramos dado cuenta de esto, ya seríamos estatuas condenadas! ¡Con el peso del oro no podíamos correr, ni ver al monstruo!

- ¡Justo a tiempo! Lo bueno es que, a este ritmo, no va a poder alcanzarnos - se alegró Grandier.

- Oh, oh... - Dante miraba el cielo.

-¿"Oh, oh"? ¿Qué pasa?

Por el aire, graznaban y gritaban unos murciélagos reptiloides que comenzaron a arrojarles piedras, cuando vieron que estaban escapando del embrujo y del basilisco.

- ¡Nos bombardean! ¡A cubierto! ¡Corran!

Mientras corrían, se cubrían sus cabezas. Sobre ellos, rebotaban toda clase de objetos de oro, que eran arrojados desde las alturas, como proyectiles letales. Las criaturas les hablaban, esta vez con fuertes chillidos:

- ¡Tu madre va a morir despojada y de hambre, Dante! ¡Tu hermano se va a pudrir en esa celda y Sandra nunca va a comprarse ni siquiera una pulsera!

- ¡No vas a poder pagar la operación que te devuelva la vista, Edityr!

- ¡Nadie más va a seguirte! ¡No podrás pagar tus comodidades ni tus investigaciones, ni hacer más rituales! ¡No podrás sobornarlos más, Crowley!

- ¡No van a poder viajar por el mundo, ni comprar los libros místicos ni ocultistas, seréis mendigos por siempre, Teodora y Grandier!

- ¡Siempre serás una chiquilla pobre y don nadie! ¡Nunca serás una reina ni una princesa que todos deben obediencia, Beatriz!

- ¡Nunca podrás comprarte tu castillo ni tus mansiones, ni saciar toda tu codicia, Virgilio!

Dante reconoció el tono y las voces aquellas. Eran invisibles también. ¡Estos seres asquerosos habían estado intentando tentarlos con el oro y las joyas!

- ¡Intentan retrasarnos! - gritó Crowley. - ¡Mantengan el ritmo! ¡Corran todos!

Ahora descendían corriendo el largo trayecto de la colina, mientras intentaban esquivar las piedras y objetos de oro, y el basilisco se acercaba más y más...

- ¡Tenemos que llegar abajo! ¡Rápido! - Grandier seguía arrastrando, esta vez colina abajo, a Edityr por la manga del traje ceremonial. El viejo ciego intentaba seguirle el paso, sin caer cuando tropezaba con los objetos de oro, dispersos por todas partes.

Finalmente llegaron abajo.

Había un sendero angosto, hecho de estos objetos de oro, inundado y rodeados de agua. A los laterales, sumergidas y con musgo y moho, habían todavía muchas estatuas y columnas derruidas. El agua se extendía hasta el horizonte más lejano, donde era tapada por una bruma.

- ¡Vamos, es por ahí! - Teodora les señalaba ahora el sendero de piezas doradas y de oro que, paulatinamente, iba desapareciendo debajo del agua, entre medio de estatuas.

- Pe... pero se va achicando el camino... no vamos a poder... - Dante dudaba, asustado.

- ¡No importa, corran, que ya nos alcanza Plutón! - Crowley y Virgilio se adelantaron, apurando el paso y sin importarles que el sendero desaparecía. Los otros cuatro, hicieron lo mismo.

Corrieron como endemoniados por el sendero. Notaron que ya no les arrojaban piedras ni trozos de oro, pero el basilisco sí seguía avanzando hacia ellos. En poco tiempo, ya estaría prácticamente allí.

Llegaron así al final del recorrido. Lo que pensaron que eran estatuas, en las sombras, eran gente de verdad. Personas sentadas frente a la orilla, que ni siquiera los vieron llegar. Mujeres, ancianos y niños que se lamentaban y lloraban.

Al ras de la orilla y delante de aquellas pobres almas en pena, había un pequeño muelle de tablas podridas, que desde atrás, por el sendero, no hubieran podido ver. Se había terminado el camino, y estaban los siete, frente al agua.

- ¿Y ahora? ¡No tenemos dónde ir! - Virgilio había notado que, hacia el lago en penumbras, tenían muy poca visión, ya que una bruma misteriosa, lo envolvía todo.

- Y ese sonido... esos lamentos... esas personas están llorando... es horrible.... - Dante sentía una puntada en el corazón. Aquellos llantos le producían una angustia inenarrable. Pero tenía que ignorarlos, pues sabía que todo allí estaba preparado para aprovecharse de sus debilidades.

Una piedra alcanzó la cabeza de Grandier, que casi lo arrojó dentro del agua. Los habían seguido algunos de aquellos murciélagos voladores. Crowley ayudó a levantarse al dolorido y sorprendido Grandier, mientras todos miraban al basilisco acercarse.

- ¡No lo miren, o serán de piedra!

Al lado de Dante, un niño lloraba y le salían por los ojos, un torrente de lágrimas.

- ¡Miren eso...! Sus lágrimas... de llorar eternamente, sus lágrimas han formado la laguna! - Había aclarado Virgilio, cuando vio que Dante estaba mirando aquello.

- ¡Pero miren allá! - Beatriz ahora les mostraba algo en la quietud del agua.

En el agua, había personas llorando dentro, y salían burbujas...

- ¡Son almas sumergidas!

En medio de la neblina que rodeaba todo el lago hecho de lamentos, una sombra se asomó de pronto. Aquel ser venía remando en su barcaza, estaba cubierto de ramas por todo el cuerpo, y era imposible distinguir alguna otra cosa más, aparte de su silueta recortada contra la niebla espesa.

- ¡Esta es la laguna Estigia! ... y ese barco...

Mientras Crowley pensaba en voz alta, el basilisco acababa de derrumbar una de las estatuas, que se deshizo en trizas en el suelo. Grandier lo apartó a Edityr de un tirón, ¡antes de que el basilisco lo mordiera con sus afilados dientes! Además del sonido de la dentellada con los largos colmillos venenosos de Plutón, se escuchaba de fondo algo melodioso, algo que parecía provenir de debajo del muelle. Era similar al llanto de los llorones, sólo que un poco más melodioso.

- ¡Ese es FLEGIAS! - señalaba Crowley al ser que se acercaba remando en su barco - ¡Beleth dijo que iba a estar esperándonos! ¡Él le pagó con almas, que ahora son parte de la laguna, para que viniera por nosotros!

Pero el barco estaba todavía a unos cuantos metros de distancia del muelle, y era imposible saltar y no caer al agua. Tocar el agua, sería la perdición para cualquier alma en el infierno.

Era demasiado tarde. El basilisco ya había llegado a la orilla y no había forma de esquivarlo.

Todos se cubrieron, agazapados, tapándose las caras y las cabezas, unos con otros, los siete, aguardando su destino final; en las fauces de aquel lagarto espantoso, similar a una serpiente, llamado Plutón.

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