Capítulo 22
Sus ropas ceremoniales contrastaban con el blanco de la nieve que cubría todo el piso y los árboles. La blanca espuma algodonosa húmeda, había amortiguado su caída.
Aun así, el impacto había sido muy doloroso. Se fueron sacudiendo los blancos copos fríos, mientras se iban levantando desde los distintos montículos dispersos.
- ¿Qué pasó? - Edityr estaba un poco más tranquilo, y también un poco más golpeado, como todos los demás.
- Parece que recibimos "ayuda" para bajar - comentó Teodora, de forma sarcástica, mientras se sacudía el interior de su capucha, llena de nieve.
La nieve caía muy lentamente, pues el viento había cesado completamente. O eso parecía... ¡hasta que volvió a arremeter con toda su furia!
- ¡Tómense de las manos! ¡El viento vuelve a arrastrarnos! - Beatriz agarró la mano de Crowley y de Virgilio, y los demás fueron haciendo lo mismo.
- Debemos avanzar... vamos... - susurraba Grandier.
Agachaban forzosamente la cabeza, pues los copos, a gran velocidad, les producían molestias y escozor en los rostros.
- ¡Pero no se ve nada! - Dijo Dante, que le costaba caminar con los pies enterrados hasta las rodillas en la nieve espesa.
Comenzaron a sentir golpes en diferentes partes del cuerpo, pues ahora eran piedras de hielo, lo que se les venía encima a gran velocidad.
Crowley tironeaba, como para dar ánimo a sus compañeros que venían más atrás.
- Sigamos avanzando...
Entonces Grandier fue quien notó algo extraño:
- Esta nieve... ¿es roja?
El cielo se había tornado de un color rosado intenso, que contrastaba con aquellos copos rojos, que los embestían a toda velocidad. Toda la nieve se iba tiñendo de aquel color carmesí como la sangre.
Entonces, frente a ellos, apareció un muro, abruptamente. Todavía caían trozos de costras rojas, desde el cielo rojizo, y el viento había cesado. Aquellas cosas que caían, iban dejando algunas manchas sobre ellos, y ya no tenían la consistencia de nieve, sino de algo más sólido y desagradable.
Estaban ya los siete parados, observando aquella extraña nieve roja, frente al muro. En la cima había unas grandes guardas con unas gárgolas ornamentales que hacían recordar a viejas películas de horror en Blanco y negro. Tenía sus altas puertas cerradas. Eran de madera con enrejados, y, trozos de carne y comida, colgaban de ellas.
- Creo que ya sé dónde estamos - Aclaró Crowley, con la mirada fija en una especie de achuras y morcillas, que se movían entre el viento y la nieve carmesí. - Es el tercer círculo del inframundo, donde se condena a los glotones.
Se hizo una pausa, donde el único que emitió su opinión, fue el viento, que jugueteaba con los trozos de carne y sangre de cuerpos, que se esparcían por doquier.
- Creo que debemos seguir atrás de este muro. Al menos no nieva – dijo Beatriz.
- No nieva... nieve... - Crowley reía, mientras Grandier, Virgilio y Dante empujaban y abrían la puerta, casi sin esfuerzo.
De inmediato Crowley dejó de reír.
Al atravesar la puerta, enseguida había una porción no muy amplia de tierra. Al costado del muro, se destacaba un gran y gigantesco hoyo, como una enorme cueva oscura, sin aparente fin. De ninguna manera daba la impresión de que el camino para continuar por los círculos del averno, fuera por ese sitio, pues estaba colocado en la misma dirección de la que ellos venían.
El terreno donde ya pisaban, llegaba hasta un cuerpo de agua, bastante extenso. Aquel estanque, estaba bastante sucio y teñido con la sangre y desperdicios viscosos rojos, quizás de los trozos caídos del cielo. La otra orilla se divisaba a unos doscientos metros.
Allí mismo, había varios hombres muy obesos tirados en el piso, muy livianos de ropas. Hacían acordar a los luchadores de Sumo orientales, pero muchísimo más hinchados. Aquellos gordinflones, por su contextura, nunca podrían moverse de ese lugar, aunque lo quisieran. Estaban boca abajo y se veían muy ocupados comiendo y degustando sin control, vaya uno a saber qué.
- ¡Esos deben ser los glotones! - señaló oportunamente Beatriz. - ...Y están comiendo... ¿Qué comen?
Todos se acercaron a la rivera lo más posible, y pudieron comprobar que el agua allí no era para nada profunda. Escasamente les llegaría a los tobillos. Era apenas un charco. ¡Un charco gigantesco de sangre! ¿Qué era aquello? ¿Qué horror inesperado los aguardaba? Dante muy pronto, para su pesar, tendría las respuestas a estas preguntas.
Al acortar la distancia de donde estaban antes, y, cambiando ahora un poco el ángulo desde donde veían la escena, pudieron observar algo que no les permitiría conciliar el sueño en muchísimo tiempo.
Aquellos seres enormemente gordos y atrofiados... ¡Comían alrededor y de otros cuerpos sanguinolentos y desmembrados en pedazos por todas partes!... Todo eso mientras continuaba granizando sangre.
Desde atrás de los muros, donde habían visto aquel gigantesco hueco, había emergido a toda velocidad, una imagen surrealista y macabra.
Un perro, con tres cabezas, enorme y hambriento, arremetió después de cruzar el charco a todo lo que daba, contra los gordinflones obesos que no paraban de comer.
¡Se los había comido en un instante, despedazándolos como a los otros cuerpos, con sus inmensas bocazas!
- ¡Es el CAN CERBERO, que devora a los glotones! - Gritó Grandier.
Dante se había tapado el rostro:
- ¡Es espantoso!
El perro volvía a su cueva, sin prestar atención a nadie más. Detrás de él, mientras se alejaba, los gordinflones se movían... y se volvían a reconstruir rápidamente, para continuar devorando a sus compañeros glotones que acababan de ser desmembrados... Y esto es lo que ocurría, desde tiempos inmemoriales.
- ¡Éste lugar es macabro! ¡Es horrendo! - chilló Dante, ante semejante y desagradable espectáculo grotesco.
Crowley rió de buena gana:
- ¡Es el paraíso para otros!
Y mientras Teodora se acercó para hablarle, el granizo sangriento seguía cayendo, parsimoniosamente.
- ¡Si no salimos de acá, este será muy pronto nuestro destino! ¡Es sólo cuestión de tiempo, de que el can Cerbero nos vea!
- ¡Todos! ¡Hagan lo mismo que yo! - Entonces, cruzaron rápido el gran charco de sangre, y, como les mostró Virgilio, cada quien tomó un par de miembros amputados; piernas o brazos, daba igual. Una de las cuales se la dio a Edityr.
- ¿Qué es esto que me das?... mi mente tarda un poco en leerte, cuando estoy desorientado...
- ¡Mejor no preguntes! - Por alguna misteriosa (y depravada) razón, todo le resultaba, a Crowley, sumamente divertido y jocoso.
- ¡Ahora, corramos, y cuando se los diga, arrójenselo al perro! - Virgilio corría con una pierna en una de sus manos, y con la otra mano mantenía agarrada la manga de Edityr, que estaba pálido como si hubiera visto una aparición.
Todos corrían ahora sobre los cuerpos desmembrados de los gordos, mientras continuaba lloviendo sangre por doquier, y el olor a descomposición lo inundaba todo. Era sólo cuestión de tiempo de que el can Cerbero los viera, como había dicho Teodora.
Y así fue.
Se habían oído tres golpes, y el sonido inconfundible de las enormes patas, chapoteando en el charco... Una sombra gigante, se había proyectado sobre la colorada tierra. El aroma nauseabundo había aumentado indescriptiblemente, pues había llegado hasta ellos, el tufo de su aliento fétido. Y los gruñidos se habían vuelto fuertes y claros.
Dante se giró levemente y pudo ver las inmensas tres cabezas, bastante por encima de la de él. Sus fauces abiertas, dejaban caer una espuma blanca y viscosa, que casi le rozaba en su sucio cabello largo. En ese momento, adelante de él; Beatriz, pronunciaba unas palabras poco alentadoras.
- ¡Esto es un maldito suicidio... una muy, muy mala idea! - Mientras ella exultaba estas palabras, de una patada había logrado quitarse de los tobillos a uno de los golosos gordinflones que querían probar de su carne.
Entonces Crowley fue el primero que arrojó con fuerza el brazo que hasta ese momento había mantenido agarrado.
- ¡Todos, ahora! ¡Arrojen sus partes de cuerpos! ¡Ahora! ¡Con todas sus fuerzas!
Al unísono, más por terror que por obediencia, todos hicieron lo acordado; y una lluvia de piernas y brazos, cayeron contra alguno de los rostros y patas del Perro gigantesco.
Can Cerbero, se detuvo brevemente a devorar aquellos aperitivos que acababan de caerle del cielo, literalmente.
Esto les dio tiempo a los siete agitados e improvisados corredores a llegar hasta el final de un pasillo muy amplio y a la intemperie, de ladrillos. Aquellas murallas habían comenzado a verse cuando terminaron de pasar sobre los obesos descuartizados, en reconstrucción. Pero ahora llegaban a la pared, cerrada del fondo, y ya nada les impediría ser el almuerzo exquisito del perro de tres cabezas, guardián del tercer círculo del infierno.
Mientras seguía granizando sangre y carne, Teodora señaló hacia una parte muy escondida y recóndita, al costado de la pared del fondo donde estaban.
- ¡Rápido! ¡Por ahí!
Era una pequeña abertura en el muro, por donde apenas pasaría un hombre. Crowley era el primero que se iba a meter, muy apurado. Pero de allí, en ese momento, emergieron un montón de ratas, gordas y de colas muy largas.
- ¿Qué? ¡No pensarán que vamos a entrar por ahí! - Dante estaba histérico. No podía creer estar en aquella situación. Cada vez más loca y grotesca.
Como un mensaje, o presagio. O quizás un aviso de que ya estaban hechas las apuestas, una enorme sombra les cayó a todos encima.
Las tres cabezas del can Cerbero, con sus terribles fauces abiertas, les anunciaban que habían perdido un tiempo muy valioso.
- ¡No nos quedan más opciones! ¡El perro no va a poder pasar por el agujero en el muro!
Todos se apresuraron. Más que gatear, se arrojaron uno a uno, dentro del angosto túnel. El único que había quedado en mitad del hueco, con las piernas hacia la luz, era Edityr.
- ¡Vamos, Edityr, que sos el último! ¡No lo va a lograr...!
- ¡¡¡Nooo!!!
Pero, en el momento en que la bocaza pegaba el tarascón para desmembrarlo, Crowley y Virgilio, tiraron con tal fuerza, que en un instante ya estaba dentro del túnel, y los dientes afilados, apenas rasparon uno de sus pies; haciendo un espantoso chasquido.
Se fueron arrastrando por aquel túnel oscuro, entre la desesperación y las ratas.
Edityr no podía creer la suerte que había tenido.
- ¡Eso sí que estuvo demasiado cerca!
Habían recorrido un largo trecho así. Por momentos daba la sensación de que no lo lograrían atravesar, y que se iba haciendo cada vez más angosto.
Y así era.
- Parece que dentro de poco ya termina esta gruta angosta - retumbó la voz de Crowley, que era el primero que reptaba por allí. ¿Vería el final del ducto? A Dante, como a los demás, más bien le pareció un fallido intento de brindar una luz de vana esperanza, en el averno.
Una luz, al final del túnel.
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