Uno
9 de septiembre de 1997
—Vamos a ir a comer al Mc y después a ver ropa al shopping de Caballito para los quince de Renata. ¿Te prendés?
—No, chicas. Vayan tranquilas. Tengo planes.
—¡Dale, Mel! —me insiste Laura, haciendo su berrinche característico—. ¿Qué hay más importante que una hamburguesa y mirar ropa?
—Hoy sale Alta Suciedad, el último disco de Calamaro. Se lo quiero regalar a Javier que es re fan.
—¡Y bueno! Vamos a comer y después te acompañamos a la disquería.
—No, Lau. En serio. Vayan. Yo compro el disco y me voy a su casa a llevárselo.
Laura me mira y sonríe con picardía. Asiente con la cabeza entendiendo algo que no es.
—Ah... ¡Pillina! —canturrea y me pongo colorada por sus pensamientos erróneos—. Está bien, vos te lo perdés. O podemos ir el sábado las dos solas y me contás todo lo que pase hoy.
—¡Que no va a pasar nada Lau! —rio por su insistencia—. Voy, compro el disco, se lo llevo, y a lo sumo lo escucharemos toda la tarde. Más que eso no va a pasar.
Laura me saluda con un beso y por fin se aleja. El timbre ya ha sonado, tomo mi mochila y salgo rumbo a la disquería de la avenida Rivadavia.
Estuve ahorrando desde que supe la fecha de lanzamiento del disco, Javier es muy fan de Calamaro y quiere tener su primer disco solista después de la disolución de Los Rodríguez.
Y yo quiero ser quien le regale ese disco.
Javier es mi novio del barrio o, mejor dicho, del edificio. Nos conocemos desde chiquitos, era mi compañero de juegos durante las aburridas reuniones de consorcio, y fue en las escaleras del edificio donde me declaró su amor y me robó el primer beso. Javier es el centro de mi mundo y merece que gaste mis ahorros en un regalo para él.
Entro a la gran disquería y empiezo a zigzagear buscando el anaquel de rock nacional, sin éxito. ¿Será que llegué temprano? Miro mi reloj de pulsera, pasaron algunos minutos de la una de la tarde, ya deberían tenerlo. Inspecciono bien y veo la esquinera con la gigantografía del disco. Y veo algo más.
Javier. Parado frente al anaquel de cartón, con el disco en una mano y una rubiecita colgada de su hombro. Mi boca se seca y mis pulsaciones aumentan al punto de que mi corazón va a salir disparado del pecho. Siento una presión en los ojos que me veo obligada a liberar en forma de lágrimas.
Giro sobre mis talones y salgo de la disquería, ya no quiero ver más. Me alegro de no haber ido con las chicas a comprar un disco que claramente él se está comprando en compañía de otra. O que le está regalando otra, eso es peor.
En la calle, me siento en el escalón del local de al lado y lloro. Abro el bolsillo de mi mochila y saco los diez billetes de dos pesos que iba a destinar a pagar el disco, un disco que Javier ya tiene en sus manos y no porque yo se lo haya regalado. Abro el cierre principal de mi mochila, saco una birome y escribo el primer billete del pilón con toda la rabia del mundo.
Javier:
Con esto iba a pagar tu disco de Calamaro, pero veo que llegué tarde...
Mel.
Meto el billete escrito a mitad del pilón, me paro con decisión y vuelvo a la disquería. Voy a ese anaquel que tanto conozco y en el que tantas veces observé el disco esperando que su precio cambie o que algún transeúnte se digne a comprármelo por pura lastima. Agarro Backstreets' Back de los Backstreet Boys y me dirijo a la caja con pasos firmes. Hago la fila y aguardo a que llegue mi turno de pagar, mientras miro en dirección al exhibidor de Calamaro, pero Javier y la chica ya se habían ido.
—Buenas tardes. —Mis pensamientos son interrumpidos por el cajero, que aguarda a que el disco y el dinero cambien de mano.
—Hola —saludo ida, con mis pensamientos perdidos en aquel anaquel de cartón. Extiendo el disco sin dejar de mirar.
—¿Algo más?
—No.
—Veinte pesos.
Abro el bolsillo de mi mochila y saco los diez billetes de dos pesos, los cuento y se los extiendo con Bartolomé Mitre mirando el piso. El cajero los toma y los cuenta con destreza, aprieta algunas teclas en la registradora, el cajón se abre, y ahí va mi noviazgo con Javier. La ilusión de comprarle un disco que él esperaba con ansias y la despedida que jamás escuchará de mis labios.
—¿Es para regalo? —me pregunta el cajero cuando me extiende el ticket.
—No... Sí... Sí, es para regalo.
El cajero procede a envolver el disco, coloca un moño y me entrega el pequeño paquete rectangular.
—Gracias. Hasta luego.
De vuelta en la calle, miro el pequeño paquete en mis manos. Así no tenía que ser. Yo quería ese disco con todas mis fuerzas, pero no así, a costa del dolor de haber visto a Javier con otra. Sabiendo que me lo tuve que comprar yo porque Javier no estaría conmigo para regalármelo en Navidad, tal como me lo había prometido. Desgarro la bolsita contenedora como si no supiera qué hay dentro de la misma y siento rabia por el pobre disco que tanto había deseado y que hoy quema en mis manos, recordando que quien debía mirarme desde la caja era Calamaro y no el quinteto de Orlando.
Y obviamente, Javier quiere saber por qué lo dejé plantado en el momento en que se aparece en mi pieza, después de que mamá lo dejara pasar hasta mi habitación. Más yo no lo escucho, solo subo el volumen del equipo de música mientras canto una y otra vez 10.000 Promises, con el librito del CD en mis manos, ante la atónita mirada de mamá y de mi flamante exnovio. Al no ver reacción de mi parte, mamá me lanza una mirada reprobatoria y vuelve a acompañar a Javier a la salida.
Y vuelve. Y luego de desenchufar el equipo de música y echarme un sermón por la manera en la que traté a Javier, rompo en llanto y le cuento lo que mis ojitos vieron esa tarde en la disquería. Ella me comprende a medias. Igual, me como un sermón por comportarme de manera infantil ante el hijo de los presidentes del consorcio.
Más no la escucho. No me importa lo que tenga para decir o si intercederá por mí en busca de la verdad acerca de aquella chica. Nada me importa si conmigo tengo la colección completa y escueta de los Backstreet Boys. Ellos jamás me van a engañar.
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