Dos

19 de junio de 2018

—¡Vamos chicos! ¡Si llegamos a las treinta ventas mañana no venimos! ¿O quieren trabajar un feriado? ¡Vamos, vamos equipo!

—¿Y? ¿Qué pasó con el bombón de Tinder? ¿Volvieron a salir? —me susurra Analía cuando tomo asiento en mi escritorio después de arengar a mi equipo de ventas.

—Nah. Nuestra única cita fue un monólogo de sus logros en el gimnasio, pidió comida vegana cuando yo esperaba que pidiera una parrillada para dos, y encima tuve que pagar más de la mitad de la cena porque le rebotó la tarjeta de crédito y tenía poco efectivo encima. Lo bloqueé de todas mis redes. Un imbécil.

—¡Ay, Mel! Nunca uno decente. Que mala suerte, che.

Sí. Esta soy yo. Veinte años después. Licenciada en Comunicación Social, ejerciendo mis años de estudio como supervisora en un call center. Divino lo mío, ¿no?

Es ironía, por si no captaron el sarcasmo. Me arrepiento de no haber obedecido a papá cuando me sugirió una carrera más rentable, como la de él, por ejemplo. Si hubiese seguido sus pasos, hoy sería Contadora Pública, y quizás también estaría trabajando como tesorera en algún banco, como él. Eso me recuerda...

—Ana, ¿me acompañás a comprar el regalo de cumpleaños de papá? Acá cerca, a la galería que conecta Lavalle con Corrientes.

—Ya sé cuál decís, pero ¿qué vas a comprar ahí? Hay puras monedas viejas y chucherías retro.

—Por eso... —Analía me mira confundida y prosigo—. Voy a comprarle un billete de un peso del año 1891. Papá es aficionado a la numismática, entre todos le vamos a regalar ese billete que viene buscando hace un tiempo. —Mientras hablo, busco la publicación en línea y se la muestro.

—¡¿Están locos?! ¿Tanto van a pagar por un pedazo de papel arcaico?

—Creéme cuando te digo que papá es más feliz con este pedazo de papel viejo y arrugado que con cualquier otra cosa.

Analía se queda mirando un punto fijo, seguro debe estar evaluando quién es más loco en mi familia. Si mi papá por despilfarrar su sueldo en numismática o nosotros, su familia, por fomentarle el vicio.

—¿Y qué vas a hacer el día que recibas esa herencia?

—¿Te cabe alguna duda? ¡Rematarla! ¿Yo para qué quiero todo eso? Es una inversión, Ana. Cuanto más valga esa colección, más alta será la gama de mi primer auto. ¡No me mires así! ¿Me vas a acompañar o no?

—¿Por qué no vas ahora? Yo te cubro, dudo que el jefe venga, ya se debe haber ido a la mierda por el feriado. Yo me encargo de los chicos, tampoco quiero venir mañana.

—Sí, mejor voy ahora antes de que me arrepienta y le compre algo más útil. Si no vuelvo con ese billete a casa, mi vieja me asesina.

Sí. Leyeron bien. Aún sigo viviendo con mis padres, es el precio que tienen que pagar por dejarme seguir mi vocación. Creo que ese es el principal motivo por el cual mis relaciones amorosas fracasan: ninguno de mis chongos puede venir a casa. Si sumamos eso, más el hecho de que tengo 36 años y un trabajo en el cual no tengo posibilidades de crecimiento más que la circunferencia de mi trasero... Soy un mal partido, no soy la clase de chica que se le presenta a mamá en una cena.

Y ahora, imagino que se estarán preguntando qué pasó con Javier, ¿no es así?

Nada que no sea obvio. Intentó hablar conmigo en reiteradas ocasiones en que nos cruzamos, tanto sea en el ascensor o en los pasillos del edificio. Pero yo nunca quise escucharlo, le apliqué la ley del hielo. Mamá me explicó que esa rubiecita era su prima del interior, que le había regalado el disco de Calamaro por su cumpleaños, y yo me aferré a la absurda postura de que si Javier hubiera sido un buen novio, tendría que haber rechazado el regalo, sabiendo que yo se lo iba a comprar. A las pocas semanas de aquel día dejó de insistir en hablar conmigo y pasamos a ser vecinos maleducados, ninguno saludaba ni miraba al otro. Al año siguiente, sus padres vendieron el departamento y se mudaron, nunca más supe de él.

Y sí. Tengo que admitir que me arrepiento de haber sido tan infantil, de otro modo hoy quizás la historia sería otra. Quizás estaríamos casados, uno o dos hijos... Efecto mariposa le dicen, tus acciones repercuten en tu futuro cercano, o lejano, ya no sé qué pensar. Solo sé que llegué al dichoso local.

No, en realidad no sé cuál es el local. Todos son iguales y ninguno tiene un nombre visible como para distinguirlos. Saco mi celular y consulto el aviso, a ver si allí hay algo que lo distinga del resto. Nada. Me tocará entrar uno a uno hasta dar con el dichoso vendedor del maldito billete. Me introduzco en el que tengo enfrente en este mismo momento, un local doble que apenas tiene espacio para los compradores.

—Buen día.

El hombre, que tranquilamente podría ser mi abuelo, levanta la vista de su diario y me regala una mirada cálida. Baja el volumen de su diminuto televisor de tubo, tan antiguo como muchas de las cosas que ahí se venden. Cierra el periódico con una calma que comienza a irritarme y, finalmente, se pone de pie.

—Buen día, ¿en qué puedo ayudarte?

—Mire, estoy buscando este billete. Busqué información en internet sobre el vendedor para poder concretar la venta fuera de la página y me tiró que era en esta galería, pero no sé en qué local es.

—¿Qué billete buscabas?

—Este. —Pongo la foto a pantalla completa en mi celular, y le extiendo el aparato al amable señor. Se acomoda sus gafas, y luego de tomar el aparato como si fuera una fina pieza de cristal, observa detenidamente la foto.

—Y yo les decía a mis nietos que la internés no servía para estas cosas —rezonga para sí mismo—. Nunca imaginé que una muchachita como vos se interesara en la numismática —sentencia finalmente—. Sí, es acá.

—Me lo llevo.

El ancianito vuelve a observarme con curiosidad y duda. Y que no me siga mirando así porque me doy media vuelta y me voy a patinarme la plata en ropa para papá. Y por qué no, alguna linda remerita para mí, necesito bajarle a las grasas o conseguir más remeras holgadas. Obviamente, prefiero las remeras holgadas.

Y cuando estaba convenciéndome de que lo mejor es largarme, volver a casa y hacerle entender a mamá de que es hora de empezar a extirparle el vicio de la numismática a papá, el ancianito saca una pesada carpeta de una vitrina bajo llave. Comienza a avanzar los folios con un cuidado que sigue desesperándome porque debo volver a la oficina, y consulta detalladamente la foto en mi teléfono.

—Se me apagó la pantalla.

—Sí, perdón. —Desbloqueo el aparato y el ancianito sigue en su búsqueda.

—Helo aquí. ¿Lo vas a llevar?

—Si sigue preguntando no sé —rio nerviosa—. No me queda otra, es el regalo de cumpleaños de mi papá. Yo preferiría comprarle otra cosa, pero... Nada, no tiene caso. Sí, me lo llevo.

El hombre saca con sumo cuidado el billete y lo empaca en un folio plástico similar. Revuelvo mi cartera buscando el sobre con el efectivo para abonar, y mientras espero a que el ancianito termine de despedirse de su arcaico billete, me distraigo mirando los billetes que tiene enmarcados y exhibidos en la pared a mi izquierda. Y mi respiración se dificulta, mis piernas se convierten en gelatina, y todo me da vueltas.

El billete de dos pesos en el que me despedí de Javier aquella tarde está enmarcado y exhibido junto a mí. Muchísimo más desgastado y sucio, pero con mi caligrafía intacta.

—Disculpe... Este billete —señalo al Bartolomé Mitre que me observa austero, casi ofendido por haber invadido su espacio personal en el billete con mi chiquilinada de hace veinte años—. ¿Cuánto sale?

—No... Disculpá, pero ese no está a la venta. Es mío. Me lo regaló el destinatario de ese mensaje. Me dijo que muchos años después de que esa chica lo dejó, el destino puso ese billete en su mano cuando estaba a punto de salir de circulación. Y me lo regaló porque sabía que yo podía darle un buen final.

—¿Javier? ¿Ja... Javier vio ese billete? —esbozo al borde de un ataque de nervios.

—Sí, él mismo me lo trajo. Yo se lo quise comprar, pero el muchachito me lo regaló.

—¿Y qué más dijo?

—No mucho más que eso. Le causaba gracia saber que su primera noviecita había hecho tanto drama por una confusión. Solo me contó que lo vio junto a su prima del interior, y que lo dejó por eso. Nunca le dejó que le explicara cómo fueron las cosas.

—Así que era cierta la historia de la primita... —sopeso en voz baja, pero el anciano tiene audición biónica.

—¿Cómo dijiste?

—Nada, no importa. Solo... Se me hace extraño que haya reconocido la letra después de tantos años.

—Me dijo que comparó la letra con la de las cartas que tiene guardadas.

—¡¿Javier todavía tiene mis cartas?! —Debo haber gritado porque el ancianito se echó levemente hacia atrás, sobresaltado y abriendo sus ojos como si hubiera visto un fantasma—. Perdón... Estoy algo... exaltada... —sonrío con nerviosismo, es demasiada información innecesaria.

—¿Tu nombre? ¿O a nombre de quién va la factura?

—Mel... Digo... Melina Lombardo.

Este hombre me pone muy nerviosa con su tranquilidad. Si supiera que ese billete que exhibe con orgullo lo escribí yo en un arrancón de calentura adolescente, estoy segura de que lo destruirá, incinerará los restos y disolverá las cenizas con ácido. Bueno... no sé si tanto. Qué bueno que acaba de entrar un cliente, quizás así se apure y pueda volver a la oficina.

—Don Isidro, voy por comida. ¿Quiere que le traiga algo? ¿Me mira el local un segundo?

«Esa voz... No puede ser... No te des vuelta, Melina. Tiene que ser una casualidad...»

—¡Javier! Justo hablábamos de vos. —Maldito viejo, que no hable de más—. Le contaba a la señorita la historia de tu billete. —Señala el cuadro junto a mí.

—Ah... Llegué en un mal momento entonces. —Gracias a Dios se fue, escucho las campanitas sonar al compás de la puerta cerrándose—. No hay mucho que contar más que la chiquilinada de mi primera noviecita. Tan inteligente que parecía.

«No, no se fue. Entró. Y te está bardeando.»

—¡Ey! Para tu información, sigo siendo inteligente, soy licenciada en comunicación social —me defiendo impulsivamente, girando mi cuerpo mientras alzo un dedo acusador.

«¡Melina! ¡¿Qué hacés?! ¡Mierda! Ya te reconoció...»

—¿Mel? —Su cara no da crédito cuando quedamos frente a frente.

Maldita sea mi impulsividad.

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