Capítulo 5. Refugio, oh seguro refugio
Freya
Uno podría pensar que un restaurante, hogar y creador de pecaminosos platillos, estaría impregnado de fragancias de lo más apetitosas. Pues se equivocan, porque este lugar apestaba a rata muerta, aceite y agua estancada.
Desde que regresé a Seattle, tuve la fortuna de encontrar empleo como mesera en un restaurante de hamburguesas que se esforzaba por aparentar una ambientación de los cincuentas. El lugar no era bonito, de hecho estaba cerca de una de las carreteras para salir de la ciudad, es decir, un lugar visitado frecuentemente por turistas y camioneros. Ninguno era agradable.
—¿Quién diablos pide una hamburguesa sin carne y queso? —Leí una de las órdenes.
—Un vegetariano perdido en un restaurante de hamburguesas —respondió mi amiga, Sally.
Sally llevaba más de cuatro años trabajando en este lugar y había visto cientos de cosas más bizarras que una hamburguesa sin carne y queso. Alguna vez me contó que encontraron un cliente borracho en el tejado del restaurante; o sobre aquella vez que alguien aventó exactamente diez papas fritas al retrete.
¿Pero qué podía esperar de un lugar llamado "Hamburguesa a la francesa"?
—Veo que trajiste ruedas —comentó Sally y sentí como sacaba algo del bolsillo de mi ridículo uniforme. El dueño era un tacaño y nos hacía usar vestidos rojos con puntos blancos hechos de la tela más barata posible y que nos hacían lucir como imitaciones baratas de amas de casa de los cincuentas.
Me volví hacia ella, viendo como sostenía entre sus dedos las llaves del coche de mi mamá mientras me sonreía con su naturalmente buena dentadura.
Decir que Sally era bonita sería decir poco. Me llevaba ocho años de edad, pero a veces parecía incluso más jovial. Su cabello era rubio natural y lo peinaba en una coleta alta que resaltaba sus rasgos: una cara redonda, unos llamativos ojos celestes y una piel más dorada que blanca. Sally era una chica sureña hecha y derecha.
Pero sobre todo, la admiraba. Había dejado su ciudad natal para venir aquí y buscar nuevas oportunidades. Hasta hoy en día seguía ahorrando para abrir la repostería de sus fantasías más jóvenes.
Le sonreí y tomé las llaves de regreso.
—Sí, traje cuatro ruedas y te daré un aventón a casa —respondí y me apresuré a levantar el dedo índice—. Sin excusas; no me importa que tu casa quede en México, te iré a dejar.
Sally colocó una mano en su cintura mientras reía.
—Al menos déjame cooperar con la gasolina —pidió.
Tomé un par de menús y asentí.
—De acuerdo, dame una propina tuya y estamos a mano.
—¡Freya, menos cháchara y más trabajo! —reprendió mi jefe, quien también hacía de cocinero, cajero, e incluso conserje cuando no quería pagarle a alguien más para que lo hiciera.
—Te veo al final del turno —susurré a Sally y me acerqué a las personas que acababan de entrar al restaurante para recibirlos con una sonrisa forzada —como la que verías en una muñeca Barbie; incluso venía vestida como una.
Trabajar en este restaurante no era del todo malo a pesar de lo que podría aparentar desde fuera. Este lugar con Sally y mi jefe se sentía más como un hogar que mi propia casa.
Los últimos años han sido difíciles. A los catorce me mudé a Seattle, a los quince por fin tuve un poco de estabilidad cuando conocí a Jasper y a los dieciséis todo volvió a irse al demonio cuando mi mamá perdió el empleo y nos mudamos a un pequeño pueblo a unas horas de aquí, hace tres meses la despidieron de nuevo y volvimos.
Cuando el reloj marcó las ocho, dejé salir un cansado suspiro al haber concluido mi turno. Aún tenía que regresar a casa para limpiar y hacer tareas. Aspiraba a conseguir una beca que me ayudara con los gastos de la universidad, pero para eso debía mantener un buen promedio y aquello significaba emplear muchas horas y esfuerzo en cada trabajo que entregaba. Hoy sería otra noche en vela, no me cabía duda.
Sally salió media hora después de mí y la esperé para llevarla a su casa. Ella vivía en un departamento al otro lado de la ciudad, compartiendo la renta con una estudiante. A mí una vez me ofreció que me mudara con ellas, pues la renta sería incluso más barata, pero ni siquiera me alcanzaría para eso y mucho menos ahora que yo me encargaba de todos los gastos de mi casa, mi mamá y míos.
—¿No es pintoresco? —inquirió Sally, señalando su edificio.
Definitivamente no era pintoresco. Era un edificio viejo al que no le habían dado ni una mano de pintura en años.
—Pintoresco no es la palabra que usaría —respondí—. Tal vez... ¿Bohemio?
Sally se carcajeó.
—Pero en serio, Frey, ¿no te gustaría vivir aquí con nosotras? —ofreció—. La sala es amplia y fácilmente podríamos construir otra habitación ahí. Y con construir me refiero a poner un par de cortinas, delimitar espacios-
—Solo podría sí no me costara ni un centavo —acoté.
—¿Tal vez cuando termines la escuela?
Negué con la cabeza.
—Entraré a la universidad y tendré que conseguir otro trabajo para cubrir todos los gastos. Al menos en casa de mi mamá no tengo que pagar renta.
Sally arrugó ligeramente las cejas.
—Frey-
—Aunque aprecio la oferta. —Volví a interrumpir, esbozando una sonrisa—. Y espero que no te haya gustado la idea de ser llevada a casa porque dudo que mañana traiga el coche otra vez.
Sally desvaneció la preocupación en su rostro y la reemplazó por una simpática sonrisa.
—El camión no es tan malo —aseguró y abrió la puerta del coche, bajándose—. ¿Te veo mañana?
—A menos que me despidan o me aplaste un camión de camino a casa, sí.
Sally rodó los ojos con divertimento y cerró la puerta, diciéndome adiós con la mano antes de entrar a su edificio de departamentos.
Exhalé, relajando el cuerpo y sintiendo el cansancio en cada extremidad. Me di un segundo para descansar y tomé mi celular, una pésima elección.
Mamá: 8 llamadas pérdidas.
Apagué el celular y lo aventé al asiento trasero, golpeando mi frente contra el volante. Nunca quería regresar a casa y mucho menos ahora, pero no podía escapar, ese jamás sería un plan viable.
Tras unos minutos —con la mano temblorosa—, arranqué el coche y emprendí camino hacia casa. No quería pensar, así que puse la radio a todo volumen y solo conduje con lentitud. Todo sea para aplazar el infierno que se me vendría encima.
Media hora después llegué a mi casa. Era una construcción de un piso en un vecindario poco seguro; estaba hecha de materiales reciclados y terriblemente mal pintada de color blanco perla. El jardín frontal la hacía parecer abandonada y el buzón está rebosante de cartas sobre deudas bancarias.
«No es un hogar, solo es temporal, no es un hogar, solo es temporal...» Me repetía a mí misma todos los días.
Estacioné el coche frente a la casa, asegurándome dos veces de haberle puesto el seguro y la alarma.
Y, a duras penas, llegué a la puerta de mi casa. Me aferré con fuerza a la perilla, escuchando ya del otro lado el ruido de la televisión. Mamá estaba en casa, pocas veces salía. Siempre estaría ahí.
Abrí la puerta en silencio y entré, pero era imposible que no me escuchara llegar y me recibió con un grito:
—¡¿Ya llegaste?!
Colgué las llaves del coche en un gancho al lado de la puerta.
—Sí. —Me limité a responder, sin alzar la voz. Las paredes eran de papel y los vecinos unos chismosos.
Estuve dispuesta a irme a mi habitación, encerrarme y enfocarme en la tarea, pero mi mamá jamás permitiría eso.
—¿Por qué te llevaste el coche? —cuestionó con dureza, apareciendo frente a mí—. Tuve que caminar.
Me tensé al verla. Era una imagen tan familiar como horrorosa. Familiar porque, quisiera o no, éramos similares; cabello oscuro, complexión pequeña, los mismos ojos verdes. Horrorosa porque estaba demacrada, con protuberantes ojeras, los dientes amarillos y una delgadez perturbadora.
—Las cosas que yo tenía que hacer eran más importantes —respondí en voz baja, incapaz de mantenerle la mirada.
Se acercó a mí, soltando un bufido burlón y colocando ambas manos en su cintura.
—¿Y desde cuándo te otorgas tanta importancia? —espetó. Su aliento apestaba a alcohol.
Me encogí sobre mí misma. Nada de lo que dijera me sacaría de esta.
—Desde que empecé a mantener esta maldita casa —mascullé, esquivándola para ir a la cocina y no sentirme acorralada entre ella y la puerta.
Escuché su risa maltrecha y sus pasos siguiéndome.
—¡Tal y como tu padre! —exclamó, arrastrando la última palabra—. ¡Cobrándote cada minúscula cosa que hacen por ti!
Con manos trémulas, saqué un vaso de la alacena. Solo quería servirme agua e irme a mi habitación. Solo pedía eso, ¿acaso era demasiado?
—¡Mírame cuando te hablo, Freya! —bramó.
Sentí un escalofrío recorrerme el cuerpo entero y me di la vuelta lentamente, aferrada al vaso.
—Tienes la misma mirada que él; una impostora con mis ojos, pero con sus malditas intenciones. —Se aproximó—. Tienes la cara de una malagradecida, una perra y una-
Solté el vaso.
Los vidrios explotaron a nuestros pies y mi mamá, quien estaba descalza, se apresuró a retroceder, pero aun así se le encajó un pequeño trozo de cristal. No era mi intención herirla, solo quería que se callara, solo quería-
Fui interrumpida cuando sentí como me tomaba del brazo y me jalaba lejos de los cristales rotos.
—¿Estás provocándome, Freya? —cuestionó. Su voz sonaba ajena y maníaca. Aterradora.
—N-no, yo no-
Me aventó contra la mesa de la sala y sentí el dolor recorrerme toda la espalda baja mientras oía el estrépito de los objetos cayendo.
Me abracé, tratando de dejar de estremecerme, pero no podía. Estaba oscuro, hacía frío y el único ruido y luz provenían de la televisión encendida que anunciaba productos milagrosos.
—L-Lo siento —musité, titubeando—. Lo siento, lo siento...
Mi mamá pateó una lata de cerveza y otro escalofrío me recorrió.
—¡No me gusta verte la cara! —bramó ella—. ¡No soporto tenerte cerca y me come la rabia cada vez que te veo! ¡Me arrepiento de haberte tenido! ¡Arruinaste mi puta vida, Freya, la arruinaste!
Me aguanté un lloriqueo y, cuando estuve dispuesta a ponerme de pie, mi mamá se apresuró hacia mí y me jaló del cabello, obligándome a colocarme de rodillas frente a ella.
—¡Te odio! —gritó como una desquiciada mientras me jalaba de un lado al otro.
Parecía poseída, pero siempre se ponía así cuando le daba un ataque psicótico. Sabía reconocerlos muy bien. Eran demasiado frecuentes.
Continuó sollozando mientras me jalaba el cabello. Dolía, siempre dolía, pero yo ya no me quejaba, simplemente esperaba. Esperaba mientras lloraba en silencio y me estrechaba a mí misma.
Tras varios minutos, finalmente me liberó y se alejó, arrastrando los pies hasta dejarse caer en el sofá con la mirada perdida. Esto era lo que siempre esperaba; que se fuera sin irse realmente.
Sobé mi cuero cabelludo y, antes de atreverme a soltar un sollozo, me puse rápidamente de pie y corrí hacia la puerta. Tomé las llaves del coche y salí de la casa. Me metí al carro y lo primero que hice fue sollozar y gritar como si alguien muy cercano acabara de morir. Y tal vez sí, tal vez quien moría un poco cada vez que sucedía esto... era yo.
Cuando tenía seis años, mi padre nos abandonó, nunca supe por qué, pero simplemente un día se fue. Vivíamos en Groenlandia, él era de ahí, y como era un lugar pequeño y de pocos habitantes, no había muchas oportunidades. Mi madre, cuando aún no perdía toda la razón, me trajo a Estados Unidos y desde ese entonces hemos vivido aquí, siempre en penurias y siempre sufriendo.
Tras unos minutos de llanto descontrolado, logré calmarme y arranqué el coche.
Así que corrí, huí en un coche que no era mío, de un hogar que nunca se sintió mío y con un terror que deseé tampoco fuera mío. Huí hacia mi refugio que no me pedía nada a cambio, pero me entregaba todo... Jasper.
Ahora vamos entendiendo un poco la historia de Freya. Amo a este personaje, bueno, en realidad los amo a todos, pero a ella le tengo un especial cariño, sobre todo porque me dan ganas de abrazarla y protegerla como a ningún otro.
Advertencia: a partir de aquí las cosas irán de bien, a mal, a pésimo, a tierno, etc... 👀
💙¡Muchas gracias por leer!💜
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top