Capítulo 33. Remediar lo irremediable
Freya
—¿Estás segura de esto? —preguntó Levi—. Podrías esperarme en el coche mientras yo-
—Está bien. —Esbocé una suave sonrisa—. No es nada que no haya afrontado antes.
Miré a través del vidrio del coche, encontrándome con la casa de mi madre al otro lado de la calle. Esta mañana regresamos a Seattle y Levi me dijo que antes de que me quedara con él, debía de hablar con su padre para echarlo del departamento. Me dijo que lo esperara en el coche mientras hacía eso, pero en cambio yo le pedí que me dejara en mi casa para recoger algunas cosas aprovechando que mi madre no estaría a esa hora. Levi se mostró muy renuente, no quería que regresara al lugar en donde sufrí un evento tan traumático. No me molestaba volver, ni ver a mi madre otra vez; no era tan débil emocionalmente, pero sí lo suficientemente fuerte para irme sin un plan y sin mirar atrás en busca de algo mejor.
—Si necesitas que regrese antes por ti-
—No será necesario —acoté—. Además, tú tienes tu propio problema. Vas a enfrentar a tu padre, ¿recuerdas? Quién debería estar preocupada soy yo.
Negó con la cabeza.
—Ya sé cómo reaccionará. No será nada nuevo —aseguró con un dejo de decepción.
Le di un apretón a su mano y, antes de abrir la puerta del coche, volví a verlo a los ojos.
—Cuídate —pedí, a sabiendas de que cuando Levi se ponía mal, podía cometer decenas de locuras—. Por favor.
Él entendió la intención detrás de aquel mensaje y asintió, sonriendo de una manera más forzada que sincera. Hacía semanas que no lo veía sonreír sinceramente.
—Tú también.
Cerré la puerta del coche y Levi no se fue sino hasta que llegué a la puerta de mi casa. Rebusqué en mi bolso hasta dar con la llave, había pensando en dejarla al irme, pero no pude deshacerme de ella tan fácilmente. En el fondo, aún me preocupaba mi madre, y si algo le llegase a ocurrir...
Exhalé, cerrando los ojos durante un segundo antes de abrir la puerta. La casa estaba tan oscura como siempre y la basura y el polvo acumulados en los muebles. Intenté encender las luces, pero estas no funcionaban. Hace una semana que se debió haber pagado el recibo de luz, cosa que yo solía hacer.
Volví a suspirar. No había rastro de mi madre ni de su vieja cartera en donde guardaba drogas y billetes. No estaba. Eso era un enorme alivio, pero debía apresurarme si no quería toparme con ella.
Me encaminé hacia mi habitación y lo primero que hice fue empujar la cama y tantear el suelo en busca de un tablón flojo. Al hallarlo lo aparté con premura, encontrando la caja metálica en donde guardaba todos mis ahorros. La abrí, nerviosa, y sentí un inmenso alivio al ver que todo mi dinero seguía ahí. Mi madre no lo había hallado aún —aunque supe que lo había buscado por la forma en que mi ropa estaba desperdigada por el suelo y mis cajones abiertos.
Saqué una maleta de mano de uno de mis roperos y la coloqué sobre la cama. Tomé la mejor ropa que tenía y aventé esta dentro de la maleta, no quería perder el tiempo doblando prendas. Guardé también un par de zapatos, algunos accesorios con algo de valía y otras pocas pertenencias personales con valor emocional. La maleta quedó rebosante y apenas logré cerrarla con mucho esfuerzo, pero cuando estaba por irme de allí, recibí un mensaje:
Papá: ¿Podemos vernos hoy?
Apreté la mandíbula. Desde hace días que él comenzó a contactarme. Dijo que dio conmigo a través de mis redes sociales y una exhaustiva búsqueda. Al inicio pensé que sería una farsa, pero cuando me dijo el nombre de mi madre, el mío y me contó cosas que solo nosotros tres podíamos saber, supe que no mentía. La última confirmación fue ver la foto que usaba de perfil. Exactamente el mismo rostro que yo recordaba.
Mi padre se mudó a su país natal, Groenlandia, cuando nos abandonó a mamá y a mí, pero ahora estaba aquí, en Estados Unidos, en Seattle, tan cerca, pero a la vez sintiéndose tan lejano.
No sabía si quería verlo. Podía simplemente ignorar su mensaje y bloquearlo, desaparecer de su radar otra vez, pero parte de mí sí quería hablar con él después de tantos años. Tal vez para desahogarme, o tal vez para abrazarlo por su escasez de afecto. No sabía definirlo del todo.
Dudé un segundo antes de escribir el mensaje, viendo la hora y luego la maleta en mis manos. Mordí mi labio, insegura sobre lo que escribí a continuación:
Freya: tengo un poco de tiempo ahora. Te daré la dirección de la casa de mi madre.
Y así, sin dudarlo demasiado, le envié la ubicación de la casa de mamá. Apagué el celular en cuanto fue enviado el mensaje. ¿Arrepentida? Sí, tal vez.
Salí de mi cuarto y me dirigí a la entrada de la casa. Por un momento pensé en esperarlo en la sala, pero fue ahí en donde tuve la última discusión con mi madre y no deseaba ver ese desastre ahora mismo. Abrí la puerta y me recargué contra el marco de esta, tomando una bocanada de aire fresco. Me estaba sofocando adentro.
Pasaron otros diez minutos hasta que un coche rentado color rojo se estacionó frente a la casa. Un hombre se bajó de este y yo lo reconocí con una sola mirada. Alto, de piel pálida, cabello castaño y unos lentes cuadrados que lo hacían lucir con un becario.
Miró los números de las casas con confusión, extraviado. Se acercó al buzón, tal vez esperando encontrar algún indicio sobre quién vivía aquí.
Aclaré la garganta con fuerza, llamando su atención:
—Este es el lugar —dije.
Él volteó a verme y sentí un golpe de emociones al conectar nuestros ojos. Era tal y como lo recordaba, claro, con varios años de más encima, pero fuera de eso, era una viva imagen de un recuerdo que me acosaba. Se parecía a Jasper en cierto grado, siempre lo ha hecho. Odiaba eso.
Él se tornó boquiabierto y se acercó con pasos dudosos hacia donde yo estaba. Me aparté del marco de la puerta y ni por un segundo le quité la mirada de encima. Quería que supiera que no tenía ninguna autoridad sobre mí.
—Freya —dijo y una sonrisa nació en sus labios—. Estás... Estás tan grande.
—Han pasado once años —respondí, apática.
Miró la casa detrás de mí y frunció el ceño.
—¿Tu madre está aquí? —indagó.
Negué con la cabeza.
—No, y es mejor así. Le explotará la cabeza si nos ve a ambos al mismo tiempo.
Mi padre suspiró con alivio. Él tampoco quería enfrentar a mi madre y no podía culparlo del todo.
—Freya, creo que yo... creo que te debo una explicación.
—No quiero oír tus justificaciones de por qué te fuiste —acoté—. En su lugar, quiero una explicación de por qué volviste.
—No vine a justificarme —aseguró—. Vine a aclarar los malos entendidos.
—Que te hayas ido no fue un malentendido, simplemente fue algo malo —mascullé—. No tienes idea del infierno que fueron estos años.
Negó con la cabeza, pasando una mano por su cabello.
—Dejarte con tu madre fue un error —admitió—. Pensé que si yo me iba, ella mejoraría, que yo era la fuente de sus conflictos, pero-
—Es abusiva —interrumpí con frialdad—. Me golpea, me ofende, me humilla y vive de mi dinero. Por supuesto que fue un error que me abandonaras con ella, y eso es algo que jamás seré capaz de perdonarte. —Lo señalé con rudeza—. ¡Tú siempre supiste que ella no era estable, pero aún así nos dejaste! ¡Me dejaste!
—Eso lo sé y lo sé muy bien, por eso a las semanas me arrepentí. Intenté buscarla, le insistí que me dejara regresar y ayudarla, pero ella se negó rotundamente. Ni siquiera me dejó verte. —Se voz se quebró y dio un paso hacia delante—. Lo intenté una y otra vez hasta que ella un día desapareció contigo. De la noche a la mañana abandonaron la casa, y por más que las busqué, no pude encontrarlas. La siguiente vez que las hallé, estaban en Estados Unidos, volé hasta aquí y de nuevo le rogué que me dejara verte, pero llamó a la policía, acusándome de acosarla. No hubo pruebas y ella se volvió a fugar. Y ahora, años más tarde, al fin pude dar contigo otra vez.
Me quedé helada. Yo juraba y perjuraba que él jamás intentó buscarme o regresar, pero al parecer la verdad era otra. Era mi madre quien no se lo permitía y, tristemente, aquello no me sorprendía. Comencé a enfadarme; con ella, con él, incluso conmigo por no haberme dado cuenta. Era tan estúpida, él era tan patético y ella tan... tan cruel.
Me tragué el nudo que se formó en mi garganta y me acerqué a él un par de pasos.
—¿Para qué viniste ahora? —indagué.
Suspiró, de cerca lucía cansado y demacrado, pero definitivamente era mi padre. Teníamos los mismos ojos y el mismo apellido. Freya Nielsen, hija de Jone Nielsen.
—Esto podrá parecer una locura después de tanto tiempo sin vernos, sin siquiera conocernos, pero... pero quiero llevarte conmigo a Groenlandia.
Ensanché los ojos.
—¿Qué?
—Quiero darte la buena vida que te mereces después de tanto tiempo, Freya. Quiero iniciar contigo lo que nunca pudimos —explicó—. Sé que es tarde, muy tarde... pero quiero ser tu padre.
Me imaginé a mí misma viviendo esta misma escena, pero con doce años. Sin duda me habría abrazado a mi padre, llorado y aceptado irme con él sin chistar, pero este no era el caso. Yo ya no era una niña asustada, yo ya no ansiaba irme así, quería paz, sí, pero con los años no hacía más que volverse más difícil.
—No puedo dejarla —musité, cruzándome de brazos—. Me ha tratado horrible, pero no puedo evitar sentir que, si me fuera del país, incluso solo de la ciudad, sería la culpable de lo que le pase. No puedo dejarla sola, tengo que vigilarla, incluso si no vivo bajo el mismo techo.
Frunció el ceño.
—¿En dónde vives?
Me aferré con fuerza a la maleta que colgaba de mi hombro.
—Viviré con mi esposo.
Mi padre se quedó boquiabierto.
—Tu... ¿Qué? Pero si apenas y eres mayor de edad, cómo es que-
—Me casé para salir de esta casa —acoté.
Sus ojos se ensancharon a tal grado que juré que se botarían de sus cuencas.
—Freya, entonces con más razón debes dejar que te ayude —insistió—. Romperemos ese matrimonio, vendrás conmigo y yo-
—Ya te dije que no la dejaré sola.
La expresión en su rostro se relajó, adoptando más preocupación que cualquier otra cosa.
—Lo que tu madre necesita es atención psicológica y esa también puedo dársela. No vamos a abandonarla. Te lo prometo —aseguró.
Me abracé a mí misma, quitando mi mirada de él y en su lugar fijándola en el suelo.
—No lo sé —admití—. No sé si eso es lo que quiero.
Mi padre no insistió e hizo amagos de acercarse para tocar mi hombro, pero se arrepintió casi al instante y retrocedió otra vez.
—Debes... debes decidir pronto.
Solté un bufido desdeñoso.
—No esperes que tomé una decisión en menos de media hora después de once años sin verte.
Suspiró, pasando una mano por su rostro.
—Solo piénsalo —insistió—. No tienes que decidirte aquí y ahora. Estaré en la ciudad un par de semanas más, el tiempo que mi trabajo me lo permita, así que si quieres que nos volvamos a ver-
—Ya vete —interrumpí, agobiada—. Lo pensaré, pero ya... ya vete. Vete antes de que ella regrese.
Parecía querer decir algo más, pero se contuvo y, con prudencia, se subió a su coche y se fue. Me quedé parada en el pórtico de mi casa hasta que ya no aguanté el peso de la maleta y decidí sentarme en las escaleras, drenada emocionalmente.
—¡Pero mira quién decidió volver! —exclamó la voz de mi madre—. ¿Qué? ¿Te diste cuenta de que eres demasiado inútil para vivir por tu cuenta?
Alcé el rostro, viendo como ella se acercaba con una botella de alcohol oculta dentro de una bolsa de papel.
—Solo vine a recoger unas cosas. —Me puse de pie—. Ya me iba.
—¿A dónde diablos te fuiste a meter?
—Me casé —respondí mientras me colgaba la maleta al hombro—. Y ahora me iré a vivir con mi esposo.
Comenzó a carcajearse como una maníaca. De nuevo estaba borracha. Para sorpresa de nadie.
—¡Ja! —espetó—. ¿Y quién demonios es el desafortunado que cargará con tu peso muerto? —preguntó, bebiendo de su botella—. ¿Ya le dijiste que me mantendrás aunque ya no vivas aquí?
Hice de mi mano un puño, apenas conteniendo el enojo. Ella sabía, sabía demasiado bien que seguiría cuidando de ella porque mi conciencia no me lo perdonaría de otra forma.
—No, pero lo seguiré haciendo. —Bajé los escalones y me acerqué a ella con pasos recios—. Y no, no lo hago porque te quiera, sino porque no pienso cargar en mi conciencia tu peso muerto.
Me miró con repudio, pelando los dientes.
—Eres una maldita malagradecida, yo te traje a este mundo, te cuidé, te di una casa y gracias a esto ahora estás "casada". —Se señaló a sí misma—. Me lo debes. Cada pequeña cosa que hagas u obtengas, me la debes a mí.
Negué con la cabeza, rehusándome a alimentar este conflicto. La pasé de largo y me alejé de ella, deteniéndome una última vez para voltear a verla y decir:
—Te aviso que tu esposo está en la ciudad.
Se alteró apenas lo escuchó.
—¡¿Qué hace ese bastardo aquí?! —bramó—. ¡¿Hablaron?!
—Sí, y deberías pensar en tramitar esos papeles de divorcio de una vez por todas —concluí.
Ella siguió despotricando, maldiciendo, incluso en un punto estrelló la botella contra el suelo, pero yo continué ignorándola. Ya no pensaba soportarla. Ya no más.
Poco a poco se van cerrando ciclos de los personajes... ¡aaaaah, el final está cerca!
💙¡Muchas gracias por leer!💜
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