Capítulo 17. Hay cosas que no y cosas que sí
Freya
Hay golpes que duelen más que otros, pero cuando estos vienen acompañados de palabras bañadas en veneno e ira contenida, duelen como una puñalada al corazón.
Mi madre me dio una recia bofetada en la mejilla. No era la primera vez, ni siquiera la segunda y seguramente tampoco sería la última.
Realmente no recordaba cómo llegamos a este punto. Estábamos discutiendo sobre un adeudo del banco que llegó a la casa y ella, fiel a su costumbre, perdió los estribos y se me vino encima con una serie de reclamos para culminar con un golpe en el rostro que todavía me ardía y un cólera naciéndome en la boca del estómago.
—¡Me recuerdas al patán de tu padre! —espetó y sentí sus gotas de saliva salpicar mi mejilla—. ¡Cada día te pareces más a él! ¡Con las putas cuentas y culpándome de todo como si tú no hubieses utilizado ese dinero!
Tragué saliva con dificultad, haciendo de mis manos unos puños. Tenía que resistir el enfado o haría algo de lo que me arrepentiría mucho.
—No se trata de eso —mascullé, bajando la mirada—. Solo me aseguro de que no terminemos en la calle.
—¡Pues lárgate entonces, malagradecida! —gritó, azotando la mesa a su costado—. ¡Lárgate, Freya! ¡Vete de una maldita vez si tanto lo deseas!
«Desearía poder hacerlo», pensé.
—Si tuviésemos el dinero, créeme que ya me habría largado —aseveré entre dientes. Una pésima elección.
Mi mamá me miró como si mis palabras hubiesen sido el octavo pecado capital y luego se echó a reír como una completa desquiciada.
—¡Ahora resulta! —bramó—. ¡Pues búscate alguien que te mantenga! ¿Qué no recuerdas a ese chico con el que saliste hace un año? Le sacaste miles de dólares, maldita manipuladora.
Apreté la mandíbula. Siempre que quería herirme, sacaba eso a coalición. Aquel chico con el que salí fue un error mío, anduve con él cuando me mudé de Seattle y me sentía extraviada, quería una mejor vida y mejores cosas y me aproveché de alguien bueno que estaba dispuesto a dármelo todo hasta que yo lo dejé cuando me cansé de él.
—Por tu culpa recurrí a eso —refuté.
—Claro, culpa al de al lado. —Volvió a carcajearse—. ¡Eres una maldita interesada! ¡Una busca dinero fácil! ¡Una maldita zorra!
—¡Ya cállate! —bramé y la empujé lejos de mí—. ¡Cierra ya la puta boca!
Mi madre siguió riéndose a expensas de mi sufrimiento y aproveché que se había alejado para caminar hacia la puerta. Tomé las llaves del coche, una chaqueta y me fui de ahí, solo escuchando como me gritaba:
—¡Eso! ¡Huye como una cobarde!
La maldije en mi mente entre furia y tristeza y me subí al coche, azotando la puerta y luego golpeando el volante con mis palmas para después recargar mi frente contra este y llorar.
Odiaba a esa mujer que se hacía llamar mi madre, odiaba como me trataba, como me ofendía, pero sobre todo... odiaba no poder marcharme.
Tras unos minutos, limpié con el cuello de la blusa mis lágrimas y luego arranqué el carro para irme a trabajar. Ya se me había hecho tarde. Fui despacio, ya dándome igual si llegaba diez o veinte minutos después de mi hora. Le inventaría una excusa tonta a mi jefe y me lo dejaría pasar.
Al llegar al restaurante, me estacioné en la parte más alejada del estacionamiento y, al bajarme, vi a la distancia que el Mercedes-Benz negro de Levi ya estaba ahí y que él también acababa de llegar. Deseaba que me tragara la tierra; no quería que me viera así.
Estuve dispuesta a seguir mi camino con la esperanza de que no se fijara en mí y pudiese llegar al baño para arreglar mi rostro lagrimoso, pero aquello fue imposible, puesto que el maldito pelinegro se volvió hacia mí y me saludó desde la distancia con una sonrisa en sus labios.
Decidí evitarlo y después disculparme por ello. De verdad no quería que me viera así, no podría-
—Freya. —Me detuvo aferrándose a mi muñeca.
No me quedó de otra más que suspirar y volverme hacia él. En cuanto vio mi rostro, la preocupación se adueñó de él y me jaló para que me acercara.
—¿Estás bien? —indagó—. ¿Por qué estás...?
—Discutí con mi madre —acoté, sin intención de darle más explicaciones acerca de mi deplorable estado.
Levi aminoró un poco su consternación y dejó ir mi muñeca, colocando las manos a sus costados.
—También sé lo que sucedió entre Jasper y tú —añadió—. Él me lo contó.
Negué con la cabeza, cansada.
—No hemos hablado desde aquello. Ni siquiera en la escuela.
—Lo siento —lamentó—. Sé que él y tú son buenos amigos y Jasper, bueno, ya sabes, a él le-
—Entre Jasper y yo no puede haber nada —interrumpí con una firme aseveración—. Simplemente no puede.
Levi frunció el ceño.
—Pero, ¿por qué tanta convicción?
Desvié mi mirada de la de él, aferrándome a mi brazo derecho. Yo sabía perfectamente bien por qué entre Jasper y yo no podía haber nada más que amistad, pero no podía decirlo en voz alta. Me temía que nadie lo entendería.
Me limité a restregar mi rostro con una mano y negar con la cabeza.
—Deberías alegrarte —añadí, viendo a Levi a los ojos otra vez—. Podrías tener una oportunidad con él.
—Freya-
Volví a interrumpirlo al dejar caer mi frente contra su pecho y emitir un largo suspiro trémulo.
—Estoy agotada, Levi —musité y rodeé su torso con un brazo, acercándome más—. Quiero largarme de casa de mi madre, emanciparme si es necesario. Ya no soporto ocho meses más en ese lugar.
Lágrimas rodaron por mis mejillas y algunas mojaban la ropa de Levi. Al tenerlo tan cerca podía percibir su aroma, olía como aromatizante de coche con fragancia de lavanda, era terrible, pero era él, Levi Elrod, próximo a mí.
Levi no tardó en abrazarme de regreso, apoyando su mentón sobre mi cabeza.
—No estás sola, Freya —aseguró.
Una desalmada sonrisa apareció en mis labios y me presioné con más fuerza contra su pecho.
—Sí, lo sé.
Ambos permanecimos en silencio hasta que Levi disminuyó la fuerza de su agarre sobre mí y preguntó de la nada:
—¿Te gustaría ir a una fiesta el viernes?
Instintivamente fruncí el ceño y separé mi rostro de su pecho para poder verlo a los ojos con la misma confusión que ahora sentía.
—Eso fue muy anticlimático.
Levi me dejó ir y me hallé extrañando su cálido tacto. Me sentí ridícula por el mero pensamiento.
—Tú necesitas una distracción y yo alejarme de casa el viernes por la noche —explicó.
—¿Y eso?
Metió las manos en sus bolsillo, luciendo tensó de un segundo al otro.
—Mi padre viene a la ciudad.
Claro, por poco olvidaba que Levi, al igual que yo, sufría sus demonios en carne y hueso con su padre. Comprendía muy bien el sentimiento de querer alejarse.
Coloqué mi mano sobre su hombro para que me viera a los ojos y luego asentí, sonriendo a manera de transmitir mi convicción.
—De acuerdo —cedí—. Escapemos de nuestros demonios, al menos por una noche.
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