Capítulo 12

—¡Eres imbécil!

—Buenos días a ti también, Bella —saludó Sirius desperezándose.

—¡Me dijiste que era un restaurante de pueblo normal! ¡Fui en vaqueros a un local en el que el plato más barato cuesta cincuenta libras!

—A mí me parece normal, sin más —aseguró su primo sin mirarla—. ¿Por qué? ¿Al estirado de Lestrange le pareció mal que no fueses de gala?

—Por favor, Sirius... ¿Viste qué tetas me hace ese top? Por supuesto que no tuvo problema, ¡pero ese no es el asunto!

Su primo no quiso saber cuál era el asunto. Comentó que había quedado con James y se marchó tras preparar el desayuno. Al poco apareció Marlene y preguntó qué eran los gritos que la habían despertado.

—Sirius. Había quedado con Potter para casarse y llegaba tarde.

—Ah, bien... —murmuró Marlene somnolienta—. ¿Qué? —replicó cuando procesó la frase—. ¿Que habían quedado para qué?

No obtuvo respuesta, Bellatrix ya había desaparecido. No quería llegar tarde al trabajo ahora que había conseguido algo parecido a un ascenso.

—¿Sabes usar una cámara de fotos?

—Claro, lo normal.

—Bastará para lo que necesitamos —respondió McGonagall cuando se presentó en el puesto de Bellatrix esa mañana—. Ya te he encontrado una tarea más adecuada: como bien sabes, necesitamos fotografiar a los animales para nuestros archivos. Lo hacemos cuando llegan, cuando se recuperan (en caso de que estuvieran heridos) y de nuevo cuando alcanzan su tamaño definitivo.

—Ah sí, conocí a un crío en el centro de aves que lo hacía.

—Colin Creevey —confirmó McGonagall—. Él es el más profesional, pero ya sabes que aquí somos multitarea y todos nos ocupamos alguna vez. Colin es buen fotógrafo, pero no es el más intrépido de todos... Por ejemplo, nunca se acerca a la zona de los lobos y nos faltan varios ejemplares por fotografiar. Mandaría a alguien más veterano, pero visto lo que vimos ayer... creo que puedo delegar en ti.

—Por supuesto —aseguró Bellatrix a la que esa labor le parecía mucho más emocionante que la anterior de vigilar las cámaras.

La subdirectora le entregó el equipo y le dio las directrices principales; también la lista de animales a fotografiar y un pequeño GPS para que pudiera localizarlos.

—Lo adecuado será que te acompañe alguien. Ahora mismo no hay nadie disponible, pero si esperas quince minutos vendrá...

—Puedo hacerlo sola —se adelantó Bellatrix.

McGonagall la contempló detenidamente, como si solo con eso pudiera calibrar sus capacidades. Al final aceptó. Tenía mucho trabajo y agradecía que alguien tuviera autonomía y le ahorrara esfuerzos.

—Avísame si sucede cualquier cosa y ten cuidado.

—Bah, los lobos son muy tímidos, no atacan a los humanos, solo si se sienten amenazados. De normal tratan de huir de nosotros.

—¿Cómo sabes eso?

—He leído el manual de Dumbledore. Y llevo varias semanas observándolos.

McGonagall alzó las cejas sorprendida y murmuró mientras se alejaba: «Al final Albus va a tener razón».

Satisfecha, Bellatrix cogió la cámara, uno de los Nimbus y se dirigió al territorio de los lobos. Se aseguró de montar el teleobjetivo para poder disparar a gran distancia y no molestar a los animales. Ese terreno le gustaba, era montañoso, con muchas hectáreas repletas de bosques. Pasó una mañana muy entretenida buscándolos, acechándolos y fotografiándolos sin perturbar su paz.

Cuando quedaba media hora para el término de su jornada, volvió al centro principal y se sentó al ordenador. Volcó ahí las fotos obtenidas y las examinó, estaban bastante bien. No ganarían en un concurso, pero se veía e identificaba perfectamente a cada ejemplar, con sus rasgos y peculiaridades. También actualizó en el programa de control Wingardium la lista de ejemplares a fotografiar, para que el resto de trabajadores supieran que había reducido la lista. Se alegró de ver que faltaban aún bastantes: tenía trabajo para varios días y eso sí resultaba emocionante.

—Uno de ellos me ha visto y me ha mirado. Pero enseguida ha vuelto a casa con su marido y sus hijos.

—¿Con su marido? —replicó Sirius mientras comían—. ¿El lobo era gay?

—Estoy casi segura —afirmó Bellatrix sirviéndose ensalada.

—¿Y cómo han tenido hijos? —replicó Marlene.

—No son suyos, son una camada que rescatamos. Los furtivos mataron a sus padres. Por suerte ahora tienen unos nuevos que los están cuidando —relató con alegría.

La pareja se miró sin saber qué replicar. Aun así, no tuvieron queja: las historias del trabajo de Bellatrix eran disparatadas, pero divertidas y emocionantes. Por eso, incluso cuando estaban en el bar de noche, Sirius volvía a preguntarle por el tema:

—¿Y a Quejicus lo has visto?

—Ni una vez —respondió Bellatrix satisfecha, con la barbilla apoyada en los brazos que tenía cruzados sobre la barra—. El muy gusano seguro que me evita ahora que me tienen por una encantadora de serpientes.

—Encantadora sí que eres —bromeó Sirius—. ¿Han investigado ya cómo se coló la serpiente? No creo que haya muchas boas en Inglaterra...

—Sí, McGonagall me ha contado que la gente las tiene de mascotas, las abandonan y las sueltan por ahí.

—Esa gente debería estar en la cárcel -murmuró Sirius sacudiendo la cabeza-. Ahora vuelvo.

Bellatrix se giró sobre su banqueta y observó el panorama. Esa noche Los Merodeadores estaba bastante concurrido, solía pasar cuando se acercaba el fin de semana. Examinó a los clientes, gente gris que para ella eran parte del decorado del pueblo (y obviamente nadie habla con el decorado). Solo conocía por su nombre a Grindelwald, discretamente sentado en su mesa de siempre, con su copa del exclusivo vino francés mientras leía un libro. Una rutina que solía repetir.

En un acto casi sobrenatural, como si pudiera sentir cuándo le miraban, Grindelwald alzó la vista y miró directamente a Bellatrix. Le guiñó un ojo en un gesto rápido y retomó la lectura.

El resto de la semana transcurrió con normalidad y fue agradable para Bellatrix: por las mañanas iba al trabajo donde fotografiaba animales, por las tardes paseaba con Canuto y por las noches iba al bar para estar con Sirius. Marlene nunca pisaba Los Merodeadores, por eso Bellatrix tenía especial cariño a esa parte de la jornada. Había empezado también a buscar un regalo para el cumpleaños de Sirius. Faltaban un par de semanas y quería comprarle algo que le gustase mucho. De momento no tenía ninguna idea.

—¿Crees que un reloj le gustará, Canuto? —le preguntó al perro mientras paseaban por el pueblo y contemplaba los escaparates—. Nah, poco original...

Tenía el dinero de su despido sumado al mes que llevaba en el santuario, con eso debería de llegarle para un buen regalo... Si se trataba de Sirius, le daba igual quedarse sin ahorros. El problema era que nada la satisfacía.

—Sobre todo tenemos que comprarle algo mejor que la estúpida de Marlene... y que el maldito roba-Sirius de Potter...

La respuesta de Canuto fue un ladrido.

—Sí, sí, claro, pondré tu nombre en la tarjeta, será un regalo de los dos. Pero para eso tenemos que encontrar algo —le explicó al perro.

Siguieron con su misión varias jornadas, sin éxito por el momento.

Una tarde, con el cielo oscuro hacía horas como adelanto del invierno, Bellatrix iba caminando hacia Los Merodeadores. Marlene se había marchado a una venta privada en Londres y ella planeaba pasar la noche en el bar con Sirius. Un Mercedes azul cobalto se detuvo junto a ella. Bellatrix lo reconoció de un vistazo, era el coche de Grindelwald. Le extrañó que iba en dirección contraria a la salida del pueblo.

—Buenas noches, Bellatrix —saludó bajando la ventanilla.

—¿Qué hay? —respondió ella.

—¿Te supondría inconveniente acompañarme a Hogwarts?

La pregunta sorprendió a Bellatrix. Se aseguró, pero Dumbledore no estaba a la vista. Grindelwald le explicó la situación:

—Hay un nuevo aviso de furtivos en la zona de los lobos que requiere intervención inmediata.

—¿Y por qué va usted y no Dumbledore?

—Son reincidentes y debemos desplegar medidas un poco más concienzudas que las que acostumbra a aplicar Albus.

Bellatrix se le quedó mirando intentando deducir el significado de sus palabras. «Entonces me acompañas, ¿verdad?» comentó el hombre con calma abriendo la puerta del copiloto. Pese a la pregunta final, Grindelwald no parecía alguien que aceptase una negativa, así que Bellatrix subió al coche. Salieron por el otro extremo del pueblo y emprendieron el camino al santuario.

Los primeros minutos de viaje transcurrieron en silencio, hasta que Grindelwald le preguntó si había cenado.

—Sí, Sirius me ha dejado la cena preparada antes de irse al bar.

Grindelwald respondió con un breve resto de cabeza, mientras seguía conduciendo al doble de la velocidad permitida en esos caminos montañosos.

—¿Y cómo avanza la relación con Lestrange?

Bellatrix le miró frunciendo el ceño. No solía hablar con nadie de su vida privada, menos con el marido de su jefe. El hombre debió de intuirlo, porque con la misma voz suave añadió:

—No soy en absoluto cotilla, para eso ya está Albus. Pero Lestrange trabaja conmigo y digamos que últimamente resulta arduo sacarle otro tema de conversación.

—¿Cómo? —preguntó Bellatrix desconcertada.

—Que habla de ti a todas horas.

Bellatrix no pudo disimular una pequeña sonrisa... aunque empezó a sentir un ligero malestar. ¿Podía corresponder a Rodolphus en la misma medida? Normalmente esas cosas le daban igual, la gente le producía repelús. Pero Rodolphus estaba siendo muy bueno con ella y ella sabía lo que se sentía cuando alguien a quien adoras no te corresponde como desearías... No quería hacerle eso a Rodolphus.

—Bien, es... Rodolphus es... Lo paso bien con él.

—Eso no es poco. A las mentes más complejas nos cuesta encontrar gente a nuestro nivel.

—¿Por qué cree que yo lo soy?

—Nos reconocemos entre nosotros —aseguró Grindelwald girándose hacia ella, esquivando a la vez un árbol caído en medio del camino sin ni siquiera verlo. Estaba claro que dominaba esa ruta.

Bellatrix sonrió y asintió. El resto del camino lo hicieron en silencio. La oscuridad era absoluta, a excepción de la luna, pero no hubo contratiempos. Cuando se acercaron al santuario, algunas luces identificaban el edificio donde vivían los residentes, pero no se veía mucho más. Grindelwald se acercó hasta la zona de los lobos y ahí detuvo el coche. Antes de bajar, sacó algo del interior de su chaqueta y se lo tendió a Bellatrix.

—Sabes usarla, confío.

Sorprendida, Bellatrix examinó el arma. Era una pistola pequeña pero mortífera. La munición que llevaba no hería, sino que mataba desgarrando por dentro. Solo el hecho de tenerla entre sus manos contravenía todos los acuerdos que la sacaron de la cárcel.

—Por supuesto —respondió ella—. Era la mejor, pero... ¿es solo para defendernos, para herirlos o...?

—Tira a matar. Se trata de acabar con el problema —le ordenó Grindelwald con calma, como si estuvieran comentando la liga de futbol.

Sin más, salió del coche. Bellatrix le imitó. Ya no intercambiaron una palabra más, no fue necesario. Grindelwald le indicó el camino y la posición que debía tomar con un par de gestos.

Esa noche había tres intrusos. A dos Bellatrix los reconoció, eran los de la otra vez, a los que Dumbledore apercibió: Greyback, el líder, y Scabior, su secuaz. La tercera era una mujer grande, de rasgos toscos y actitud fiera. Estaban rastreando la zona en busca de algún lobo, por la noche se ocultaban en las cuevas para dormir y más si escuchaban humanos cerca.

El problema para los furtivos fue que Grindelwald los rastreó a ellos antes. Sin avisos ni oportunidad, cuando tuvo a Scabior a tiro, disparó. El sonido rasgó la calma de la noche y los otros dos furtivos ahogaron gritos y alzaron sus armas. La mujer la soltó al momento porque Bellatrix disparó un segundo después de que lo hiciera Grindelwald —juzgó que esa era la señal— y no erró.

Greyback no devolvió los disparos, pues eso delataría su localización, así que olvidó la caza y se centró en huir. Grindelwald y Bellatrix lo siguieron, separándose para cubrir más perímetro, guiándose por los crujidos de las ramas y los reflejos de la luna. El peligro era que se emboscara en cualquier sitio y los atacara, pero Bellatrix amaba esa sensación: la adrenalina, el peligro, bordear la muerte... Lo había añorado.

Siguió al hombre sigilosa, hasta que de repente, un enorme bulto negro se cruzó en su camino. Un par de ojos amarillos la miraban fijamente. Bellatrix apunto hacia él. No quería matar a un lobo, pero desde luego caería él antes que ella. Le dio una oportunidad: hizo un gesto con el arma, señalándose que se apartara a un lado. El lobo la contempló inmóvil, pero finalmente se giró y desapareció con sigilo y rapidez. Bellatrix continuó su camino.

Gracias a sus entrenamientos matutinos con Sirius, correr por las montañas y bosques se había convertido en una gran afición. Además, la juventud y la agilidad estaban de su parte. Por eso, dos minutos después acorralaron a Greyback y en cuanto lo tuvo de frente, Bellatrix disparó.

—¿Hay más? —preguntó en voz alta por fin.

Grindelwald salió de las sombras y se acercó a ella. Negó con la cabeza y examinó el cadáver. Estaba muerto, de eso no había duda. Bellatrix sospechó que lo que quería comprobar era dónde le había alcanzado, o lo que es lo mismo: qué tal tiradora era.

—Justo en la cabeza —murmuró Grindelwald.

—Me gusta cuando les revientan los sesos y salen disparados —reconoció Bellatrix—. Es bonito.

Su acompañante no respondió a eso, pero comentó indicándole con un gesto que se marchaban:

—Veo que tu habilidad está a la altura de tu leyenda.

Bellatrix obedeció emprendiendo el camino de vuelta, pero no entendió a qué leyenda se refería. ¿Rodolphus le había hablado de su pasado? Esperaba que no, era algo que le confió a él... No le importaba que Grindelwald lo supiera (y menos después de lo que acababan de vivir), pero sí que su novio traicionase su confianza. O quizá había buscado las noticias en prensa... Las hubo y muchas. Aun así, apartó ese comentario y fue a lo práctico:

—¿Y los cadáveres?

—Comida para los lobos —informó Grindelwald—. Tienen un olfato extraordinario y les atrae la sangre. También a los jabalíes, comen hasta huesos. Y por si ellos no lo quisieran, introdujimos hace tiempo ejemplares de quebrantahuesos: esas aves no dejarán ni una falange.

Bellatrix asintió, comprendiendo que en absoluto era la primera vez que realizaba una operación así.

Antes de llegar al coche, hicieron una parada en una de las casetas de servicio de Hogwarts. Las empleaba el guardabosques para guardar herramientas y utensilios.

—Lávate bien las manos —le indicó Grindelwald.

Cuando lo hizo, la roció por completo con una solución líquida que humedeció su ropa pero no la empapó. Después, hizo lo mismo sobre sí mismo. Bellatrix lo comprendió: estaba eliminando los restos de pólvora. Era un profesional. Cuando terminó, volvieron al coche.

Ya en la seguridad del vehículo, Grindelwald le pidió que le devolviera el arma. Bellatrix la contempló con añoranza, lamentando separarse de ella. No disparaba una desde la fatídica noche en que la detuvieron. Y lo había añorado, durante mucho tiempo las armas fueron una prolongación de su persona.

—Temo que no nos conviene que te encuentren armada. A tu primo no le haría mucha ilusión —comentó Grindelwald con una sonrisa comprensiva.

Sí, tenía razón... Bellatrix depositó el arma sobre su mano y al momento desapareció en los bolsillos de Grindelwald. Durante el trayecto de vuelta, el hombre le reveló que a Dumbledore no le gustaba mancharse las manos ni saber nada de esos temas. Cuando el asunto era serio, le pedía a su marido que acudiera él (o el propio Grindelwald se ofrecía) y a su vuelta solo se aseguraba de que estuviese intacto, sabiendo que la misión estaba cumplida.

—Un hipócrita —resumió Grindelwald—. Pero no tengo quejas, disfruto esta parte del trabajo.

«Disfruta matando...» pensó Bellatrix a la que ese hombre cada vez le caía mejor. Cuando preguntó que por qué no se ocupaba el guardabosques de tratar con los intrusos, Grindelwald rio con sorna.

—Hagrid es torpe y blando. Creo que Albus solo lo emplea por pena... No tiene lo necesario para este tipo de misiones.

—Entiendo —respondió Bellatrix. Ella apenas había tratado con el guardabosques, pero por lo poco que sabía, compartía su opinión.

—¿Te dejo en el bar? Todavía hay luz —preguntó Grindelwald cuando llegaron al pueblo.

Bellatrix asintió con cierta duda, quería ver a Sirius, pero no contarle lo sucedido. Bajó del coche y comentó:

—Gracias por la excusión, lo he pasado bien.

—Placer mutuo —respondió Grindelwald—. Contaré contigo para más misiones.

El hombre arrancó de nuevo, hizo un giro no permitido para cambiar de sentido y treinta segundos después aparcó en el garaje de la casa de los Dumbledore.

Bellatrix tomó aire, se serenó y entró al bar. Sirius estaba ya recogiendo, el último cliente acababa de marcharse.

—¡Bella! ¿Dónde andabas? Creí que vendrías antes.

—Me ha surgido trabajo.

—¿A estas horas? —replicó Sirius receloso.

—Había que revisar las instalaciones de los lobos... Era urgente, ya sabes, son lobos.

Respondió a un par de preguntas más del mismo modo, sin mentir pero sin dar ningún dato concreto. No quería que Sirius pensara mal de ella, ni mucho menos implicarlo en algo ilegal. Su primo aceptó su explicación y cambiaron de tema mientras volvían a casa.

Como ese día estaban solos, Bellatrix comentó que no tenía sueño y Sirius la invitó a tumbarse junto a él. Charlaron en la cama sobre sus vidas hasta quedarse dormidos.

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