Capítulo 9: Segundos encuentros


Berlín, 15 de mayo de 1951.

Banca Commerciale Italiana, calle Mohren, cerca de Alexanderplatz

09:25 a.m.


Al llegar, Lena tomó asiento en una banca ubicada frente al banco, observando a las personas entrar y salir. El día era soleado y la calle parecía muy animada. Nadie hubiera podido imaginar que a tan solo un par de calles de ahí habían asesinado a una mujer idéntica a ella. Su doppelgänger.

Sentada en aquel lugar, sola, se sentía lejos de casa. Extrañaba las calles apacibles de Leipzig, su caminata diaria a su café favorito de la Plaza del Mercado. A pesar de que había sido bombardeada y destruida en la guerra, las reconstrucciones avanzaban a buen ritmo y se sentía un aire de optimismo en el ambiente. Veía a su alrededor y sentía a la gente distante, fría, con el paso apresurado como si huyeran de sus pasados. Todo lo contrario a la camaradería de entre los vecinos del barrio de Altstadt, que se daban la mano para salir adelante juntos, relamiéndose las heridas.

Esperó casi media hora hasta que Lorenzo Moretti salió atravesando las enormes puertas de madera del banco, vestido de traje blanco con sombrero a juego. Iba distraído, con andar casual y una leve sonrisa de quien camina por la vida satisfecho consigo mismo.

Lena casi se alegró por verlo otra vez, y se acercó esquivando a la gente para alcanzarlo.

—Hola, Moretti —dijo tocándole el hombro por detrás.

El italiano se giró, sobresaltado, y llevó su mano instintivamente al cinturón, aunque sin revelar que en él guardaba su arma. Al reconocerla, sus ojos se abrieron en una mueca casi cómica, y suspiró aliviado.

—¡Evangeline! —exclamó, con una alegría genuina, como quien recibe a un pariente en la estación del tren—. Perdón, Lena. ¿Cierto?

Ella dudó sobre si había sido buena idea darle su nombre real a aquel sujeto. No esperaba volver a verlo. Asintió.

—¿Podemos ir a hablar a algún lugar tranquilo? —propuso ella, con la voz baja, para que nadie los escuche.

A su alrededor, las personas andaban inmersas en su propio mundo. Un niño lloraba porque su globo se le escapó de las manos y volaba ya muy alto. La madre parecía desesperarse ante el berrinche del niño, los remiendos de su ropa revelaban que no tenía mucho dinero. Lorenzo se acercó hacia ella y le dio unas monedas.

—Para que le compre otro globo, madrecita —le dijo, y se alejó para volver con Lena, que lo miraba con incredulidad.

Lorenzo la condujo a un café cruzando la calle, y se ubicaron en una mesa en un rincón discreto del salón. No había música, y el olor a pan recién horneado y café llenaban el ambiente. Lena se sintió a gusto. Apenas se sentaron, él llamó a la mesera y ordenó dos cafés y una bandeja de panecillos.

—Guardaba la esperanza de volver a encontrarte —confesó el italiano, quitándose el sombrero y acomodándose el cabello rebelde.

—Parece que eres un poco masoquista. ¿No tuviste suficiente la otra noche? —bromeó Lena, divertida por la situación. Él no vio que ella tenía una mano dentro del bolso, con los dedos sobre la Beretta M34, preparada para cualquier movimiento en falso.

Lorenzo sólo dejo escapar una risa contenida, y se ruborizó lo suficiente como para que Lena lo notara. En aquel instante parecía inofensivo, incluso indefenso.

—¿Y qué puede querer una detective de policía de alguien como yo? Espero que no vengas a arrestarme.

—Quizá otro día —dijo Lena, con una sonrisa maliciosa—. Sin embargo, vengo por otro motivo. Me dio la impresión de que tienes acceso a mucha información del bajo mundo.

—Tranquila, ya te dije que no puedo hablar más de la cuenta. Las deslealtades en la mafia se pagan con la vida. Aún estoy muy joven para ser comida de tiburones.

—No es nada que los involucre a ti o a tu pandilla de delincuentes —tranquilizó, con los ojos pendientes de que la mesera no se acercase. Se acercó a él y susurró—. ¿Has escuchado algo sobre el Frente Supremacista Genético?

Lorenzo se cruzó de brazos y miró al techo, forzándose a recordar.

—Me suena de algo, sí. Creo que el nombre de esa agrupación surgió en la conversación que tuvo el Jefe con el pelirrojo. No le di importancia entonces, y estoy seguro de que era la primera vez que lo escuchaba. Eso quiere decir que, al menos hasta ahora, no hemos tenido tratos con ellos. A lo mejor es a quienes representa el pelirrojo. ¿Por qué preguntas? ¿Es importante?

—Lo siento, pero no es de tu incumbencia —zanjó haciendo un ademán con la mano.

La mesera se acercó con la orden humeante y se fue por donde llegó.

—Oye, quizá pueda ayudarte —sugirió Lorenzo endulzando su café, sin apartar la vista de los ojos de Lena—. Aunque no he escuchado sobre el Frente que comentas, sí que he visto varios grupos extremistas que se rehusaban a aceptar la caída del Partido Nazi.

—¿Crees que el Frente Supremacista Genético tenga algo que ver con los otros grupos?

—Es probable. No me extrañaría que gente de los grupos disueltos hayan formado parte de un grupo nuevo. Sus nombres suelen surgir entre los traficantes, pues la mayoría intenta comprar armas para sus revueltas.

—Si no has escuchado de ellos hasta ahora, quizá signifique que se trate de un grupo recién formado. Tal vez Magnus Fraser sea el primer cliente y el pedido de armas sea para ellos. Pueden estar tramando algo.

—¿Magnus Fraser? ¿Así se llama el pelirrojo? Yo siempre me lo imaginé con cara de Otto. Por cierto, ¿lo atrapaste ya?

—Sí, está en la clínica... —Lena se cortó. Aún dudaba sobre cuánta información revelarle al traficante.

—Tranquila, no diré nada —dijo Lorenzo, tratando de tomar la mano de Lena, que la retiró de inmediato llevándose otro panecillo a la boca.

—Lo cierto es que este grupo no parece ser tan político como el resto de insurgentes. Tiene más un aura... sectaria. Como si hubieran hecho de los avances genéticos un culto.

—¿Crees que hayan alimentado su radicalismo con ciencia? Me suena algo extremo.

—Tan extremo como para llevar una investigación detallada de sus víctimas en todo de Europa. Tienen recursos, Moretti. Me sorprende que hayan conseguido tanta influencia sin llamar la atención. Aunque, si te soy sincera, aun no tengo pistas para estimar cuántos miembros podrían tener. ¿Cuántas armas compró ese día?

—Pidió diez pistolas, escuché que le urgía obtener una, y que el resto podía esperar unos días. Las pagó todas por adelantado.

—O sea que son al menos unos diez —dijo Lena para sí, casi olvidando al italiano frente a ella. Su mente trabajaba a mil por hora, pensando en que aún estaban a tiempo de sacarle información al pelirrojo, antes de que el resto reciba las armas y hagan su jugada.

Le pidió un bolígrafo a Moretti y dibujó el símbolo en una servilleta. Éste se quedó congelado por un instante.

—He visto este símbolo antes, estoy seguro —dijo—. No recuerdo bien dónde, pero sé que lo he visto hace poco.

Se devanó los sesos durante un rato que a Lena se le antojó eterno. Terminó su café y el último panecillo mientras Lorenzo intentaba recordar.

—¡Ya sé! Creo que fue el ilusionista del que te hablé el otro día. El que venía de Münich.

—Espera —detuvo Lena, frunciendo el ceño—. Si el ilusionista es parte del Frente, y el pelirrojo también es miembro, es posible que tengan alguna conexión con el Das Rote Haus. ¿Viste algo extraño durante el evento?

—Pues, yo estoy todas las noches en el Rote, y hubo mucha gente extraña el día del show. Pocas caras familiares. No me extrañaría que los integrantes se hayan reunido ahí bajo el pretexto del show de ilusionismo.

—Tiene sentido. Quizá el vínculo entre el Frente y el Rote es reciente.

—Si lo hay, lo desconozco —Lorenzo se encogió de hombros—. No estoy al tanto de los tratos que hace Erich Gross con otras agrupaciones, hasta que me designa como intermediario.

Lena dejó sonar las palabras en el aire, analizando la situación. Moretti podría ser un buen contacto dentro del Rote para vigilar las actividades del Frente. Pero, ¿qué tan confiable podría ser?

—¿Estarías dispuesto a colaborar con mi investigación? —sugirió Lena, entornando los ojos y mirando fijamente al italiano, dejando que cada palabra cayera sobre la mesa—. Te prometo que tu nombre no saldría a la luz, solo serías un informante personal.

—Tengo mucho que perder —respondió, acomodándose el cabello—. Si la gente de Gross se dan cuenta que colaboro con la policía, estoy muerto. Aunque... he de admitir que es una oferta tentadora. Eso significaría que tendríamos que vernos más seguido, ¿cierto? —esbozó una sonrisa coqueta.

—No colaborarías directamente con la policía. No estoy en el caso, estoy investigando por mi cuenta.

Lena se decidió a revelarle algunos datos, como el asesinato de su doppelgänger, las pruebas contra el pelirrojo y su encuentro con él. Le contó también que no trabajaba sola, sino con su compañero que llevaba el caso. Lorenzo se detuvo a pensar frotándose la barbilla.

—Creo que estás en peligro. Si yo fuera tú, no confiaría en la policía, por más que se trate de un colega cercano. Créeme, los policías de Berlín están podridos hasta el fondo. Lo sé porque hemos tenido muchos tratos con ellos.

—Tranquila, estoy acostumbrada a ir por mi cuenta —dijo en tono autosuficiente y con una sonrisa retadora.

—Bueno, es tu decisión —se encogió de hombros y le dio el último sorbo al café—. Cuenta con mi apoyo en lo que pueda. Te mantendré informada respecto a las actividades del Frente, siempre que no afecten a mis intereses —dijo Lorenzo, extendiéndole una tarjeta—. Aquí tienes el número de teléfono de mi casa. Si no estoy, puedes preguntarle a Peppe dónde encontrarme. O puedes buscarme en el Rote cualquier noche.

Lena se despidió dedicándole una sonrisa que ya no fue fingida, y se dirigió hacia la Clínica Vivantes a encontrarse con Arthur.


* * *


Berlín, 15 de mayo de 1951.

Clínica Vivantes, Avenida Fritz Erler

12:00 p.m.


Al llegar a la clínica, Arthur ya la esperaba fumando un cigarrillo en la entrada. La recibió con una sonrisa.

—Llegas a tiempo. Ya me encargué de todo —dijo, arrojando la colilla al suelo para apagarla con el pie—. Convencí a la enfermera de Fraser que nos ceda su lugar, te esperará con un uniforme en el cuarto de descanso de los médicos, subiendo la escalera a la derecha. Yo me encargo de distraer a los guardias, ya deben de estar realizando el cambio de turno.

Lena asintió. Atravesaron el estacionamiento y llegaron al espacioso y aséptico vestíbulo de doble altura. Su estilo era moderno, similar al complejo de edificios en el que vivía Arthur. Había pocas personas: un hombre leyendo el diario, una pareja llorando, un anciano durmiendo y un niño correteando.

La recepcionista estaba distraída limándose las uñas tras el enorme mostrador, con anteojos de media luna sostenidos de una cadena y un moño apretado. Llegaron al mostrador pero ella no alzó la mirada hasta que Arthur habló.

—Arthur Braun. Policía —se presentó, con placa en mano—. Vamos a la habitación del paciente Magnus Fraser, ingresado la tarde de ayer.

La recepcionista alzó una ceja y revisó los papeles que tenía desordenados en un viejo archivador. Lo atravesó con una mirada penetrante que luego dirigió hacia la placa que se alzaba frente a sus ojos. Parecía buscar algún indicio de que ésta sea falsa.

—Hace tan solo unos minutos que vinieron dos oficiales a relevar a los que se quedaron montando guardia —dijo, con una voz rasposa, alargando las palabras. Examinó detenidamente a Arthur y luego a Lena, luego se encogió de hombros—. Arthur Braun... —dijo al tiempo que escribía su nombre en un papel—. ¿Y la señorita es...?

Lena se quedó de piedra por un instante, no había pensado que tendría que dar su nombre. Si quedase un registro podría comprometer a Arthur por ayudarla a entrar con el sospechoso, estando ella fuera del caso.

—Evangeline Sommerfeld —respondió.

La identidad que creó para su encuentro con Lorenzo Moretti fue lo primero en lo que pensó en aquel momento, y la recepcionista no pareció notar que estuviera mintiendo, pues anotó el nombre con el mismo gesto de indiferencia.

—Adelante. Segunda planta, corredor este, habitación 205.

Arthur asintió con una sonrisa fingida y se encaminó a las escaleras, seguido por Lena.

—¿Evangeline Sommerfeld? —preguntó, notoriamente incómodo. Lena encogió los hombros a modo de respuesta.

Al llegar a la segunda planta, se separaron. Arthur se dirigió hacia el corredor para hablar con los policías que montaban guardia, y Lena se escabulló al cuarto de descanso de los médicos. No había mucha gente a esas horas, el resto del personal médico no pareció notar su ingreso a la sala de descanso. En él, la esperaba una joven enfermera fumando un cigarrillo.

—Está sobre la mesa —dijo sin verla, tratando de ahogar un bostezo.

—Gracias —dijo Lena, y tomó el uniforme mal doblado.

No sabía bien cómo Arthur se las había arreglado para convencer a una enfermera del Vivantes en tan poco tiempo. Pero gracias a ello, ahora contaba con un uniforme que, aunque le quedaba un poco holgado, le daba el disfraz ideal para ingresar a la habitación de Fraser.

Cuando salió del cuarto de baño, sólo quedaba de la enfermera el olor a tabaco.

Ya en la puerta de la habitación de Fraser, vio a Arthur charlando con uno de los policías que montaban guardia, el otro dormitaba plácidamente en una silla, con la cabeza apoyada en la pared y la boca muy abierta.

—Buen día caballeros —saludó, y luego abrió la puerta—. Con su permiso.

Ahí estaba. Sobre la estrecha cama yacía el magullado Magnus Fraser, durmiendo aún. De no haber pasado por el encuentro de la noche anterior, hubiera pasado por un paciente común, hasta inofensivo. Se veía mucho mayor tendido sobre aquella cama de hospital.

Tenía las manos y la frente vendados, dejando asomar varios cortes con puntadas. Llevaba las manos esposadas y estaba atado a la cama por un par de correas. A Lena se le erizó la piel recordando ese rostro, deformado por la locura, arremetiendo contra ella.

Se dirigió a la ventana a cerrarla y correr las persianas. Cuando se volvió hacia el pelirrojo, este la miraba fijamente, con una mirada de odio y una mueca torcida.


(Imagen referencial generada por IA)

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