Capítulo 7: Las pruebas
Berlín, 14 de mayo de 1951.
Casa de Magnus Fraser, barrio Neukölln
4:20 p.m.
Arthur abrió de un portazo y entró alarmado al cuarto. Pistola en mano, dirigió el cañón a cada esquina buscando alguna amenaza. Tardó unos segundos en procesar el desorden de cajas y ver a Lena poniéndose de pie, junto a una ventana rota.
—¿Pero qué ha pasado, Lena?
—¡Arthur! —exclamó al verlo. La sangre había huido de su rostro, como si viese a un fantasma. Aliviada, corrió a abrazarlo—. Pensé lo peor cuando salí y no te vi... Pensé que ese animal...
—Tranquila —dijo correspondiendo su abrazo—. ¿Estás bien? ¿Te hizo algo?
—Estoy bien —respondió, aunque se sentía algo adolorida por las cajas que le cayeron encima—. Lo identifiqué, se llama Magnus Fraser y estoy segura de que es el asesino. Debemos bajar de inmediato y capturarlo, debe estar lastimado, pero quizá tenga fuerza para intentar huir.
Arthur asintió y corrieron escaleras abajo. Al llegar a la entrada, encontraron a Magnus Fraser en el suelo, ensangrentado y rodeado de cristales rotos. Tenía un corte profundo en la cabeza del que manaba sangre como un manantial. No se movía, pero aún respiraba.
Arthur reemplazó el cinturón que ataba al pelirrojo por unas esposas reglamentarias. Le arrancó un jirón de la camisa y vendó con prisas y mal la herida de la cabeza. Cargó sin dificultad el magullado cuerpo hasta su auto, del otro lado de la calle. Lo tendió en el asiento trasero y usó la radio para informar que llevaría al detenido a la clínica Vivantes, a tan solo unas pocas calles de ahí. Pidió refuerzos para mantenerlo vigilado mientras se recuperaba, y luego arrancó el coche.
—¿Dónde te habías metido? —inquirió Lena, echando humo por la ira.
—Lo lamento, estaba leyendo el diario cuando vi llegar el Porsche plateado. Se quedó estacionado a media calle, y me acerqué a espiar tras unos matorrales. Vi que de él bajó el pelirrojo, y volví al coche para pedir refuerzos por la radio. Sin embargo, cuando estaba por hacerlo sentí un golpe en la nuca y perdí el conocimiento. Supongo que fue el pelirrojo.
—Corriste mucha suerte, pudo haberte asesinado.
—Tienes razón, quizá tuvo temor de matar a un policía uniformado. A lo mejor creyó que no le había visto el rostro y pensaba escapar. El Porsche parecía estar esperándolo, quizá entró en su casa a recoger algo y te encontró ahí.
Lena cruzó los brazos y quiso decir algo, pero apretó los dientes y se contuvo. Ya estaban llegando a la clínica.
—Cuando desperté —continuó Arthur, estacionándose a media calle de la clínica—, oí ruidos en el segundo piso de la casa, y corrí a ayudar.
Ella se sintió culpable por haberse enojado con Arthur, y miró con desprecio hacia el pelirrojo que aún yacía inconsciente en el asiento trasero.
—¿Sabes cómo volver a mi casa? —dijo, con un tono de incomodidad en la voz—. Lo mejor será que no te vean llegar conmigo a la clínica trayendo a la víctima. Se supone que no estás en el caso.
Lena asintió a regañadientes. Tenía muchas preguntas que hacerle a Magnus Fraser, pero no quería arriesgar el trabajo de su compañero. Ya encontraría la manera de continuar con el interrogatorio, pero por ahora el peso que sentía en el fondo del estómago se había aliviado, al menos un poco.
Bajó del coche y Arthur se dirigió a la entrada de emergencias. Lo siguió con la mirada y vio cómo se acercaban unos enfermeros para ayudarlo a bajar el cuerpo y llevárselo en una camilla. Caminó rumbo a la parada de autobuses, y se cruzó con una patrulla que se dirigía a toda velocidad a la clínica, seguramente eran los refuerzos que su compañero había solicitado.
* * *
Berlín, 14 de mayo de 1951.
Casa de Arthur Braun, Calle Gülzower, Kaulsdorf
9:30 p.m.
Lena cenaba una insípida sopa de patatas y cebolla que se había preparado de mala gana. No se le daba muy bien cocinar. Lo hacía por supervivencia y, como no era de paladar exigente, se bastaba con recetas sencillas.
Esperó a que se enfriara mientras repasaba en su mente todos los datos que había recogido de la casa del pelirrojo. Lamentó no haber podido cargar con las cajas de pruebas. Encendió la radio y oyó en las noticias hablar sobre el caso de Ellen Schmidt, su doppelgänger. Sólo datos generales, sin relacionarlo con los otros asesinatos que había estado investigando. No mencionaron nada sobre la captura del pelirrojo.
Entonces, Arthur llegó a casa. Parecía de buen ánimo.
—Humm, sopa de patatas —dijo apenas cruzó el umbral, respirando el aire con una sonrisa—... y preparada por la detective Roth, esto no puedo perdérmelo. Espero que tu sazón haya mejorado en este último año.
—¿Qué pasó con Fraser, está consciente? —cambió de tercio, casi demasiado rápido. No quiso tocar el tema de que hacía más de un año que Arthur no probaba su comida porque había decidido abandonarla y mudarse a Berlín.
—No, aún no despierta —respondió, acercándose a la cocina y buscando un plato—. Los médicos dicen que estará bien, así que fui a su casa a recoger la evidencia. La tengo en mi coche ahora mismo, iba a llevarla a la estación pero pensé que querrías examinarla antes. Mañana los entretendré y les llevaré las cajas por la mañana, espero y sea tiempo suficiente para ti.
—Gracias por eso —dijo Lena, pensando en lo considerado que estaba siendo Arthur con ella. De no ser por él, no podría tener acceso a toda esa información. Ya tenía al asesino, ahora faltaba atar cabos y desarticular la secta a la que pertenecía, quienes estaban detrás de los asesinatos.
Arthur se sentó a su lado y la acompañó en la cena. Se frotó las manos y dio el primer bocado.
—¿Cómo le haces para cocinar peor de lo que lo hacías hace un año? —bromeó, sin borrar esa sonrisa irónica.
«Porque hace un año me esforzaba, tratando de impresionarte», pensó Lena, mordiéndose los labios. Miró hacia la ventana.
Él pareció notar que había tocado una fibra sensible, y se quedó observando su difuso reflejo en la sopa.
—Lo lamento —dijo con voz profunda, se notaba afligido.
—Vamos, no te disculpes. Sé que está desabrida, la hice con prisas y sólo para calmar el hambre... —dijo intentando aligerar el tema. Incluso forzó una sonrisa.
—No me refiero a la comida —interrumpió Arthur, mirando fijamente a los ojos de Lena—. Digo, a lo que pasó hace un año, no te merecías lo que te hice.
—No es para tanto, no es que tuviéramos algo serio —dijo Lena, restándole importancia, y siguió comiendo.
—Pero yo sí quería que fuese algo serio...
Tomó a Lena por sorpresa, quien dejó derramar la sopa que tenía en la cuchara.
—Oye, Arthur... Eso ya pasó, ¿de acuerdo? —dijo tratando de disimular la mueca torcida de su boca—. Estamos bien, no me debes explicaciones.
—No, no estamos bien. Yo realmente te quería, y quería algo serio contigo —insistió, su mirada era como un cristal rompiéndose, su tono acelerado apenas podía controlar las palabras que había guardado por tantos meses— . Pero fue entonces cuando me promovieron, y me designaron a Berlín. Era una oferta demasiado buena, de esas que se te presentan una vez en la vida. Fui egoísta, lo sé, y no ha pasado un día sin que me arrepienta.
—Arthur —dijo Lena sin poder mirarle a los ojos, apretando sus manos bajo la mesa para que no se le notaran los temblores—, olvídalo, ¿sí? Intentemos ser amigos. No deberíamos estar teniendo esta conversación, sobretodo teniendo en cuenta el delicado caso en el que estamos trabajando.
—Tienes razón —dijo Arthur bajando la mirada y soltando un exagerado suspiro—. Pero lo cierto es que quiero retomar contigo desde donde lo dejamos. Podrías venir a vivir aquí a Berlín, ahora tengo influencia suficiente para recomendar tu promoción. Has demostrado de sobra tus capacidades —hizo una pausa y buscó la mirada de Lena—. Al menos prométeme que lo pensarás cuando todo esto acabe, ¿de acuerdo?
Lena lo pensó seriamente. No estaba lista para dar una respuesta ahora ni sabía si lo estaría después. Observó a Arthur, parecía un jovencito ilusionado, algo incongruente con su aspecto maduro y recio.
—Está bien, te prometo que lo pensaré —se animó a decir, y continuaron cenando juntos, en un incómodo silencio apenas interrumpido por el sonido de las cucharas chocando con los platos.
Nunca antes Lena había sentido tan pequeño un comedor.
Luego de cenar, bajaron al estacionamiento y cargaron las cajas hacia el apartamento. Eran pocas, Arthur había seleccionado únicamente las que, a su criterio, contenían documentos relevantes.
Tras apilar una pequeña ruma de cajas en la amplia sala de lectura, Lena se sentó en la silla Barcelona forrada en cuero negro que dominaba el ambiente. No había reparado antes en que Arthur tuviera afición por los muebles de diseñador.
—Apenas empezaron a comercializarse en masa el año pasado, fue el primer mueble que me compré apenas llegué aquí —dijo él, notando el interés de Lena—. Me ayuda a pensar cuando estoy ante un caso complicado.
Ella asintió y se sentó esparciendo los documentos en la espaciosa mesa baja frente a ella. Arthur le preparó un café caliente que dejó junto a una mesilla lateral y encendió la lámpara minimalista.
Una estantería que abarcaba de pared a pared rebosaba de libros de diversas épocas y géneros. Quizá en otra ocasión le hubiera gustado pasarse horas ojeando cada edición.
—Iré a dormir a la sala —dijo Arthur—. Cuanto tengas sueño puedes ir a mi dormitorio.
—No te preocupes, descansa tú ahí —sugirió Lena—. Voy a desvelarme estudiando estas pruebas, ya si me da sueño me recostaré un rato en el sillón.
Arthur asintió y se despidió, dejando a Lena sola en aquel despliegue de documentos con fotos, símbolos, documentos y la pizarra de corcho.
«Veamos qué te traías entre manos, Fraser».
Armada con su intuición y un café cargado, cruzó las piernas sobre el mueble y empezó a devorar las páginas con furia, como si su vida dependiera de ello. Tomó notas de todo lo relevante en un viejo cuaderno casi sin usar que encontró en el librero de Arthur. Contenía solo algunos apuntes sueltos de un caso cerrado de hace algunos meses.
Horas y páginas pasaron y su concentración fue tal, que no fue consciente de las bolsas que se le iban formando bajo los ojos, ni del cansancio que entumecía sus dedos. El café estaba ya frío y a medio terminar. Cabeceó un par de veces pero se forzó a permanecer despierta frotándose los ojos.
Encontró una bitácora, y comparando el estilo de letra con el de la pizarra de corcho, parecía haber sido escrita por la misma persona. Sin embargo, la mayoría de su contenido eran extractos de los documentos científicos y lemas fanatistas relacionados con la genética.
«No entiendo», pensó Lena. «Cada caso de asesinato fue desarrollado de una manera muy limpia, todo indicaba que el asesino era un profesional implacable. Además realizó un minucioso trabajo de seguimiento de las víctimas, denota mucha paciencia. Sin embargo, el resto de papeles reflejan un desequilibrio obsesivo».
Lena pensó en lo impredecible de la actitud de Fraser, a veces mostrándose frío y calculador, pero con arranques de violencia.
«No, debe haber algo más... Sospecho que hubo otra persona, o varias, encargándose del proceso de investigación. El pelirrojo debió ser sólo el ejecutor, un fanático seguidor del Frente Supremacista Genético».
Estiró los brazos que empezaban a entumecerse. A pesar de obtener posibles respuestas, la mente de Lena se confundía cada vez más. Como si fueran rutas nuevas de una autopista que se iban erigiendo, pero que se entremezclaban entre sí, y al intentar tomar una ruta, terminaba perdiéndose y sin saber por dónde continuar.
Lo que no lograba entender por ningún motivo, era por qué los supremacistas deseaban asesinar a los doppelgängers. Había una especie de superstición implícita en los diáfanos textos. También se identificaban con los nazis, llevando la supremacía de la raza a un escalafón más alto, el de la superioridad genética individual. Le parecía forzado y si tenía algún sentido, aún no se lo veía.
Sumida en sus reflexiones, empezó a caer dormida, quedando en el límite entre la cordura y el sueño, con la cabeza apoyada en sus rodillas. No ayudaba para nada estar trabajando casi a oscuras, apenas iluminada por la lámpara eléctrica sobre la mesa auxiliar.
Sintió unos sutiles pasos a su espalda, cruzando el umbral. Miró hacia la ventana esperando ver la silueta recortada de Arthur con una taza de café en la mano. Sonrió.
Entonces, su instinto de supervivencia potenciado por la cafeína, se activó. Aquella silueta no parecía ser Arthur, aunque coincidía en estatura y complexión. Andaba encorvado y tenía algo en la mano. Un cuchillo.
Por un instante pensó en Ellen Schmidt y su yugular sangrante. «No, yo no acabaré así», pensó, tratando de convencerse a sí misma con la respiración entrecortada. Se quedó inmóvil para agudizar sus sentidos y prestar atención a cada sonido, a cada movimiento que los límites de su rango de visión detectaba. Examinó su entorno buscando una posición de ventaja.
El hombre estaba ya detrás de ella, podía sentir su leve respiración. En el reflejo de la ventana, vio que empezaba a levantar el cuchillo.
Acercó su mano a la taza vacía de café, pero en vez de tomarla, asió la lámpara de luz sobre la mesa auxiliar, y se giró lanzándola con todas sus fuerzas hacia donde había calculado que estaría el intruso.
Todo se volvió caótico, la única fuente de luz empezó a girar arrojando siluetas extrañas sobre las paredes. Impactó de lleno en el pecho del sujeto, que soltó el cuchillo y dejó salir un gemido, más de sorpresa que de dolor.
Lena se lanzó al suelo y gateó hacia el cuchillo a apenas unos pasos de ella. Echó un vistazo a su atacante iluminado desde abajo por la lámpara: completamente vestido de negro, con pasamontañas y guantes negros de cuero. Cuando éste reaccionó, se lanzó también a la carga.
Lena estaba por tomar el cuchillo y un fuerte dolor constrictor le quitó el aire: el intruso había tomado la lámpara y empezó a ahorcarla con el cable. Se desconectó de la pared y quedaron a oscuras. De rodillas, Lena intentó golpear con codos y puños, pero no conseguía repeler a su agresor. Trató de gritar el nombre de Arthur, pero el cable en la garganta no le permitieron más que soltar unos inaudibles murmullos.
El aire dejó de entrar a sus pulmones y su visión empezó a nublarse. Entonces, estiró la pierna hasta alcanzar el cuchillo, y lo deslizó hasta que estuvo al alcance de su mano. Lo asió con las pocas fuerzas que le quedaban y apuñaló el aire detrás de ella con la esperanza de alcanzar a su agresor con uno de esos cortes, pero éste se mantenía lo suficientemente alejado. Por fin, tuvo que atacar aquello que tenía visible y cerca: la mano que sujetaba el cable. Consiguió causarle un profundo corte en la mano derecha, y éste la soltó. El oxígeno regresó a sus pulmones en estampida, y tuvo que permanecer unos segundos respirando agitadamente, para recuperar el aire que había perdido.
Corrió hacia donde se ubicaba la habitación de Arthur, y golpeó su puerta, esperando que éste saliera a ayudarla. Intentó abrirla, pero estaba cerrada por dentro. Gritó su nombre, una, dos veces. Nada.
No salió ni respondió y, por un momento, Lena odió a su compañero por tener el sueño tan pesado, aunque realmente no fuera su culpa. «¿Qué clase de policía no puede despertarse ante una emergencia en su propia casa?». Su respiración se normalizó poco a poco, y volvió a obtener el control de sí misma.
Armada con el cuchillo, se giró para ubicar al intruso, pero no había nadie. Desanduvo sus pasos hasta el umbral de la sala de lectura. Estaba vacía. Solo unas cortinas ondeantes y una ventana abierta hacia la escalera de emergencia.
(Imagen referencial generada por IA)
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