Capítulo 5: Las dos líneas de investigación
Berlín, 14 de mayo de 1951.
Carretera Fürstemwalder, cerca al Lago Müggelsee
02:28 a.m.
—¿Arthur? —preguntó Lena, con la voz entrecortada por la sorpresa. La silueta recortada por los faros del coche le resultaba familiar.
—Lena, por fin te encuentro —respondió él, dejando caer sus pesados hombros—. ¿Dónde estabas? ¿Cómo salió todo?
Ella soltó el aire que estaba conteniendo en una profunda respiración de alivio. Aun así, le pareció una coincidencia demasiado oportuna a esas horas. Supuso que los vio salir del Rote y los había seguido hasta los alrededores del lago. Tras perderlos, probablemente había estado rondando hasta encontrarla.
Arthur nunca se daba por vencido, especialmente cuando se trataba de ella. Como cuando anduvo tras ella durante meses hasta conseguir una cita. No sabía si llamar citas a aquellas noches donde, apenas verse, dejaban caer el uniforme de policía y se entregaban a los deseos de la carne.
Sabía que con él estaba a salvo. La protegía y velaba por su seguridad aunque realmente no es que lo necesitara, pero era un lindo gesto. Al menos hasta hace casi un año, cuando se separaron.
—Tengo frío, subamos al coche —dijo Lena, apretando los brazos al cuerpo para que no se notase que estaba tiritando.
—Te ves fatal —observó Arthur, notando las manchas de vino en el vestido. Se quitó la chaqueta y la colocó sobre los hombros de Lena—. ¿Al menos tus métodos dieron resultados?
—Sí —respondió, con la mirada evasiva. No estaba segura de qué tantos detalles compartir con su compañero sobre lo ocurrido en casa de Lorenzo—. Pero ahora estoy agotada, te lo cuento mañana, ¿te parece? Necesito cambiarme y dormir.
—Mejor vamos a mi casa —propuso Arthur, abriéndole la puerta del coche y espantando a los mosquitos—, está más cerca que tu hotel y, conociéndote, no querrás llegar así.
Lena dudó, pero se limitó a asentir. No olvidaba la última vez que estuvieron a solas, la noche en que, después de una de sus ya rutinarias noches de pasión, le dijo que sería la última vez que se verían. Lo habían ascendido y lo transferirían a Berlín.
Fue como si una fina capa de hielo se rompiera bajo sus pies, sumergiéndola en aguas heladas que dolían como agujas. El hombre que había asumido ya como su compañero de vida, se alejaba.
Sumida en sus pensamientos, apenas y prestó atención al viaje a casa de Arthur. Llegaron en pocos minutos. Se sorprendió al toparse con un moderno edificio estilo Bauhaus, diametralmente opuesto a la acogedora cabaña que Arthur poseía en Leipzig.
Subieron unas interminables escaleras hasta llegar al frío y aséptico apartamento. Lena se dejó guiar a oscuras hasta la cama de Arthur, donde se rindió al cansancio.
* * *
Berlín, 14 de mayo de 1951.
Casa de Arthur Braun, Calle Gülzower, Kaulsdorf
08:15 a.m.
Al despertar, Arthur ya la esperaba preparando el desayuno. Sobre la mesa humeaban dos tazas de café y unas tostadas con mermelada. Dispuso las menos quemadas en el plato de Lena, quien sonrió al notar el detalle.
—Gracias por dejar mi ropa junto a la cama.
—No te preocupes, a primera hora fui a tu hotel por tu maleta. Disculparás que haya tomado prestada la llave, pensé que así estarías más cómoda —dijo, vertiendo un chorro de leche en su taza—. Si lo deseas, puedes quedarte aquí. Dormirías en mi habitación y yo en la sala, como anoche. Podríamos trabajar mejor en el caso si compartimos techo.
—No lo sé, Arthur... ¿Es tu manera de pagarme los veinte marcos que me debes? Porque solo aceptaré efectivo.
—No lo he olvidado —contestó con una sonrisa—. Piénsalo, no tienes que responder ahora mismo.
Encendió la radio, sintonizando la emisora estatal NWDR Berlin, de la que empezó a sonar un informativo entrecortado por la estática. Hablaban sobre el caso de los asesinatos, y mencionaron a Ellen Schmidt.
—Retomando el caso —continuó Arthur, bajando el volumen a la radio hasta que fue casi imperceptible—... ¿Quieres hablar sobre los datos que obtuviste anoche? ¿O prefieres terminar de desayunar?
—Tengo algunas pistas sobre el asesino —comentó Lena sentándose a la mesa y tomando una tostada—. Confirmé que Moretti lo contactó con el vendedor del arma. Tenemos dos líneas de investigación: el vendedor, un visitador médico llamado Adolf Schulz, y un Porsche 356 al que se subió el pelirrojo.
—No hay muchos de esos por aquí.
—Comprueba a los dueños con tu amigo del registro. Yo iré al barrio obrero de Kreuzberg a buscar al vendedor.
—¿Y qué pasó con Moretti? ¿Encontraste algo que lo vincule? Si tienes alguna prueba puedo organizar un equipo e ir a detenerlo —dijo. Parecía ansioso por hacerlo.
—No será necesario. Lo dejé atado, aunque a estas horas el mayordomo ya debe haberlo liberado. Es un contacto de los traficantes, un mediador, pero dudo que le encontremos pruebas suficientes para incriminarlo. Al menos por ahora.
Arthur asintió de mala gana, con un gesto que crispó los músculos de su mandíbula. A Lena le pareció que sentía algo de celos.
—Por cierto, mencionó a un tal Erich Gross... —agregó.
Arthur alzó una ceja, sin duda no era la primera vez que oía ese nombre.
—Dijo que era el líder de los traficantes, y dueño del Das Rote Haus. Parece ser un tipo peligroso. Moretti insinuó que tenía topos en la policía.
—La policía está corrupta —admitió Arthur, dejando salir un largo bufido y apretándose los dedos—. Hacemos lo que podemos con lo que tenemos, pero hay algunos sujetos que están blindados. Salvo que encontremos una prueba irrefutable, pero estos peces gordos son muy precavidos. Tienen chivos expiatorios para todo.
—Lo supuse. Igual ve con cuidado. Trata de que tus compañeros en la estación no accedan a la información que obtienes a través de mí. Sería peligroso para ambos.
—No te preocupes, lo tengo cubierto. ¿Deseas otra tostada?
* * *
Berlín, 14 de mayo de 1951.
Calle Blücher, Barrio obrero de Kreuzberg
11:20 a.m.
Lena se hizo pasar por representante de una farmacéutica y recorrió las calles de Kreuzberg indagando por Adolf Schulz. La única pista relevante que obtuvo es que en el barrio había un visitador médico que vivía en la calle Blücher. A su pesar, éste no estaba en casa.
Esperó por media hora sentada en una solitaria banca de los condominios, bajo la sombra de un frondoso árbol que susurraba con la brisa primaveral. Observó a la gente pasar e intentó adivinar las ocupaciones de cada uno de ellos, deduciendo que al menos un par serían traficantes.
Pocos coches circulaban por la zona, el transporte preferido era la bicicleta. Lena nunca había montado una, y sintió curiosidad. Dedujo que no le sería difícil dominarla.
En la esquina había una cabina de teléfono. Cuando pensaba en llamar a Arthur para saber si había obtenido alguna pista sobre el Porsche, vio llegar a un hombre cargando un maletín médico que coincidía con la descripción que Moretti le había brindado.
Se levantó de la banca y se acercó a interceptarlo. El hombre caminaba despreocupado tarareando una canción que Lena no reconoció.
—Hola, señor Schulz —le dijo con voz baja, hundiéndole el cañón de la Beretta M34 en el abrigo.
El regordete sujeto dejó caer el maletín al suelo, que se abrió dejando entrever una copiosa cantidad de billetes.
—No me haga daño, llévese el dinero pero por favor no dispare —tartamudeó temblando. Levantó las manos en señal de rendición.
—Estás llamando mucho la atención, baja las manos y recoge el maletín —exigió Lena—. Camina hacia aquel callejón. Si intentas algo, te disparo.
Schulz asintió y obedeció. Al llegar al callejón, volvió a alzar las manos y se giró hacia Lena. Su rostro estaba perlado por el sudor y el bigote le temblaba.
—La envía el señor Gross, ¿cierto?
Lena tanteó al sujeto, un hombrecillo tembloroso que apenas podía sostenerse en pie. Parecía haberle hecho alguna jugada al jefe de los traficantes, y ella no dudó en aprovecharlo.
—El jefe ya sabe lo que hiciste, y conoces bien las consecuencias.
—Por favor, no me mate —suplicó Schulz arrodillándose con dificultad y sin dejar de tartamudear—. Juro que desapareceré de la ciudad, le daré el dinero de las ventas que hice por mi cuenta si me deja ir. Tengo esposa e hijos, lo hice por ellos.
—Veo que está dispuesto a negociar, señor Schulz. Hagamos un trato —dijo Lena caminando alrededor de él, sin dejar de apuntarle—. Hay algo más valioso que el dinero, y es la información. Si me da todos los datos que necesito, lo dejaré ir.
—Le diré todo lo que sé, lo juro —dijo agachando la cabeza.
—Se trata del pelirrojo al que hace tres días le vendió una Beretta M34 idéntica a esta que tengo ahora mismo. Necesito su nombre y cómo encontrarlo.
—Me dio un nombre pero no lo recuerdo. Nunca los anoto, porque todos dan nombres falsos. Pero recuerdo el coche en el que se movilizaba, era un...
—Un Porsche 356 plateado, lo sé —se adelantó Lena—. Pero necesito más que eso para dar con él.
—Ahora lo recuerdo, me dio una dirección para enviarle una caja de balas calibre nueve milímetros Browning Short. Envié a uno de mis ayudantes, pero aún tengo la dirección en mi libreta —dijo abriendo su maletín.
Lena colocó el cañón de su pistola en la sien del hombre, que se quedó paralizado por el miedo.
—Despacio, quiero ver cada movimiento que haga. No me extrañaría que tenga una pistola en el maletín.
Lena sabía bien que los hombres asustados eran los más peligrosos.
Temblando, Schulz removió los billetes hasta encontrar en un bolsillo interno una manida libreta de apuntes. La extrajo con cuidado y ojeó buscando la información que necesitaba.
—Lo tengo. Vive en el Neukölln, el barrio de inmigrantes que queda un poco al sur de aquí. En el Anillo Otto Wels N° 56.
Arrancó el trozo de papel con la dirección y se lo ofreció a Lena, quien lo tomó y guardó en la chaqueta.
—Gracias por su colaboración, señor Schulz —dijo, con una sonrisa triunfante—. Le conviene dejar la ciudad cuanto antes, si lo vuelvo a encontrar cuando regrese, tendrá un tercer ojo de nueve milímetros en la frente.
Adolf Schulz asintió, tomó su maletín y se alejó corriendo con dificultad. Lena sintió algo de lástima por aquel infeliz, y se dirigió de regreso a la calle principal, directo hacia la cabina telefónica.
—Hola, Arthur —le dijo a la bocina apenas contestó su compañero—. Recógeme en el barrio Kreuzberg. He localizado al pelirrojo.
* * *
Berlín, 14 de mayo de 1951.
Anillo Otto Wels, barrio Neukölln
2:15 p.m.
Al llegar a la dirección indicada, se encontraron con una pequeña casa que lucía deshabitada.
—Necesitaremos una orden para registrarla —dijo Arthur en voz baja al comprobar que nadie respondía al llamado de la puerta.
—Vamos, tratemos de obtener algo de información —dijo Lena señalando un modesto restaurante cruzando la calle—. ¿Tienes hambre?
Llegaron y pidieron una mesa junto a la ventana, desde donde podían vigilar la casa. Tenía toda la apariencia de un comedor familiar, con decoración exótica y música turca a volumen alto. La mayoría de la clientela era inmigrante, y algunos se los quedaron viendo con cierto recelo.
Arthur hizo una mueca de disgusto al encontrar manchas de comida seca en el mantel a cuadros, pero Lena no le dio importancia. El fuerte aroma a carne de ternera y especias le abrió el apetito.
Una joven mesera se acercó a tomar su pedido en un intento de alemán que no dominaba muy bien.
—Falafel, por favor —pidió Arthur, forzando una sonrisa.
—Para mí un kebab.
La mesera anotó el pedido y se alejó diciéndole algo en turco a uno de los clientes que los observaba, desconfiado.
—Creo que no les caemos muy bien —comentó Arthur.
—Habla por ti, eres el del uniforme. Pero tranquilo, yo hablaré con la mesera —dijo Lena, cruzando los brazos y apoyándolos sobre la mesa—. Es nuestra mejor carta. Debe haber visto al pelirrojo.
—No sé si sea más llamativo el pelirrojo o el Porsche en el que se moviliza.
—Por cierto, ¿obtuviste información al respecto?
—Nada favorable. Tenemos una lista de al menos unos cuarenta propietarios de ese modelo, y entre ellos me sorprendió que Erich Gross sea dueño de dos. Ya sabemos que es intocable, y probablemente el pelirrojo sea uno de sus protegidos.
Arthur se recostó en el respaldo de la silla, con un gesto de cansancio que marcó las líneas de su rostro.
—¿Qué más tienes?
—Ya tenemos la declaración de los testigos que presenciaron el asesinato de Ellen Schmidt. Los tres coincidieron en ver al pelirrojo acercarse a la víctima. Aparentemente usó silenciador, porque ninguno escuchó el impacto de bala. Pero después, llegó precisamente un Porsche 356 y recogió al asesino.
—¿Eso no implica a Gross?
—Solo si demostramos que el coche que recogió al pelirrojo es uno de los suyos. Pero ninguno de los testigos anotó la matrícula. Hay varios otros propietarios. Mi colega del registro está analizando la lista, pero tardará en obtener los perfiles de cada uno de ellos.
—Bueno, de todas maneras el motivo principal de identificar el coche era para llegar al pelirrojo, y ya estamos muy cerca. Espero que encontremos pruebas suficientes dentro de su casa.
—No podemos hacer eso. Sabes que tengo que esperar una orden de registro.
—Tú sí, pero yo no. Recuerda que estoy fuera del caso —dijo Lena, y le guiñó un ojo.
(Imagen referencial generada por IA)
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