Capítulo 2: En la estación de policía


Berlín, 12 de mayo de 1951.

Calle Max Beer, cerca de Alexanderplatz

11:00 p.m.


Arthur Braun se acercó a Lena con un humeante café barato en la mano, en la otra llevaba un portafolios. La encontró sentada en la acera, con los dedos entrelazados y mirando al suelo.

—Vaya coincidencia, ¿no crees? —dijo despreocupadamente mientras le alcanzaba el vaso de café.

Lena no respondió, pero alzó la mirada hacia Arthur y aceptó la taza. La luz de las farolas alcanzó su rostro y reveló una expresión de desconcierto total. A pesar de ver a su compañero, mantenía la mirada perdida, como si realmente mirara a través de él.

Arthur se quitó la chaqueta y la colocó sobre los hombros de Lena.

—Ten, empieza a hacer algo de frío —dijo, y se sentó a su lado.

Sabía muy bien que a ella no le gustaban las cortesías masculinas, pero la situación lo ameritaba. Se veía tan desencajada y vulnerable como la primera vez que la vio. Le tocó instruirla en su primer día en el cuerpo policial, y aunque intentó hacerse la dura, él sabía muy bien que en el fondo estaba aterrada.

A pesar de ello, Lena demostró tener lo que hay que tener en su primera misión, cuando hicieron una redada en un bar de mala muerte. Un maleante intentó escapar pero ella lo interceptó y lo redujo sin titubear. En aquel entonces la encontró irresistible, totalmente distinta a todas las mujeres que había conocido.

—¿Cómo dijiste que se llamaba? —Lena rompió al fin su silencio, antes de darle un sorbo al desabrido café.

—¿La víctima? Ellen Schmidt —respondió, y extrajo del portafolios una ficha algo ajada—. A que no adivinas qué encontramos...

—¿Que tengo una hermana gemela perdida?

Doppelgänger —la corrigió sin observarla de frente, con la mirada dirigida hacia el tumulto que empezaba a dispersarse tras el levantamiento del cuerpo.

—¿Doble andante?

—Así se llaman nuestros dobles exactos sin relación de parentesco. Cuentan que hay siete personas iguales a nosotros repartidos por el mundo... ¿No te parece una gran coincidencia que hayas encontrado a la tuya?, aunque...

Arthur no terminó la frase. Prefirió evitar acongojar aun más a Lena contándole la superstición acerca de encontrar a tu propio doppelgänger. Según cuentan algunas tradiciones, toparte con tu doble es un presagio de muerte.

—Aún no termino de procesarlo. Se sigue sintiendo irreal.

—Me lo imagino. ¿Sabías que ella no era alemana? Era soviética. Su nombre de soltera era Elenika Volkov, pero al llegar a Alemania se hizo llamar Ellen, y al casarse adquirió el apellido de su esposo, Bruno Schmidt.

—Elenika me suena muy parecido a Lena, se me hace mucha coincidencia —dijo antes de beber un largo trago de café.

—No había reparado en ese detalle, pero creo que tienes razón... Y aunque no lo creas, que la víctima haya resultado ser tu doppelgänger tiene relación con los otros casos de asesinato que estamos investigando.

—¿Cómo es eso posible? —preguntó Lena, intrigada. Sin notarlo, había comenzado a arrugar su vaso de café.

—El asesino utilizó el mismo modus operandi, asesinatos en calles públicas, casi sin testigos, corte limpio en la garganta desde atrás, y todos los cuerpos encontrados boca arriba. En este caso encontramos una peculiaridad, el uso de arma de fuego. Probablemente la víctima intentó escapar y le disparó para detenerla, y luego degollarla. Pero no cabe duda de que los cortes son prácticamente idénticos entre sí.

—Eso ya resultaba bastante extraño. Si las víctimas corresponden a varios países, ¿qué tenían en común para que un asesino serial se interesara en ellos? No había coincidencias.

—Entre las víctimas no, al menos en apariencia, pero sí que tenían algo en común.

Lena lo escrutó con los ojos, apremiándolo a terminar. Permaneció durante unos segundos observando el cielo sobre los edificios de mediana altura de la calle. Arthur era muy dado a las pausas dramáticas, vicio de su truncada vocación de actor de teatro.

—Todas las víctimas —continuó luego de su exagerada pausa, extrayendo más fichas del portafolio—, resultaron ser doppelgängers de personas de distintas partes de Alemania.

Le alcanzó a Lena las fichas, con las fotos de las víctimas y de otras personas que se veían idénticas. Parecían documentos duplicados, salvo por los datos escritos en ellos.

—¿Pero por qué alguien haría esto? Me suena muy retorcido.

—Precisamente eso tendremos que averiguarlo —Arthur se puso de pie y se puso frente a Lena, extendiéndole la mano para ayudarla a levantarse—. Pero de no ser por la señorita Schmidt y tú, quizá nunca habríamos podido encontrar la relación entre estos casos. Ya hice las coordinaciones con la Interpol para obtener más información de los casos de la Unión Soviética, Francia e Italia, que son los más cercanos. Ellos se encargarán de los demás casos, pero tenemos que mantenerlos informados de nuestros avances.

Ambos se dirigieron hacia el equipo forense que se hallaba en torno al vehículo donde subieron el cuerpo de Ellen Schmidt.

—¿Encontraron alguna pista en la escena del crimen? —preguntó Lena, recobrando la confianza y autoridad—. ¿Quizá el nombre y dirección del asesino? Nos vendría bastante bien ahora.

—No precisamente —respondió el jefe del equipo forense—, pero extrajimos el casquillo y lo enviamos a balística... Ah, y encontramos junto a la víctima unos cabellos —agregó extrayendo de una bolsa de papel las muestras.

Se trataba de unos pocos cabellos de color pelirrojo, medianamente largos, aparentemente masculinos.

—¿Por qué pones esa cara? —preguntó Arthur, preocupado de la reacción de Lena, pálida como el papel.

—Sí que es una noche de coincidencias... Cuando veníamos en el tren, vi a un hombre pelirrojo, y podría jurar que se me quedó observando.

Arthur le colocó una mano en el hombro.

—Tranquila, estabas muy cansada, y no creo que haya sido el único pelirrojo en Alemania, ¿no crees? Además estábamos regresando de Leipzig, y no creo que el asesino haya ido hasta allá para regresar a Berlín en el mismo tren que nosotros.

—Tienes razón —respondió Lena, soltando la tensión en sus hombros—, creo que ahora mismo no puedo pensar con total claridad, me faltan horas de sueño y aún no me recupero del shock.

—Será mejor que descanses, el esposo de la víctima llegará por la mañana para tomar su declaración, pero entiendo si prefieres no estar presente. Además quizá sea confuso para él que la detective que lo entreviste se vea igual que su esposa fallecida.

Lena asintió, y se fue a descansar despidiéndose con un ademán de la mano y una sonrisa breve y forzada.

—¿Hay testigos entre los residentes de la calle? Alguien que haya visto al asesino.

—Hay tres, ya les están tomando declaración en la delegación.

—Perfecto, manténganme informado de cualquier novedad —dijo despidiéndose con un firme apretón de manos, debía ir a hablar con el capitán.


* * *


Berlín, 13 de mayo de 1951.

Estación de policía de Berlín, cerca de Alexanderplatz

7:00 a.m.


Lena Roth se dirigió a la estación con paso firme, portando gafas de sol con montura metálica para ocultar que realmente no había podido dormir muy bien a pesar de la tentadora comodidad de la cama de hotel.

Sus pensamientos acerca de Ellen Schmidt y la inquietante presencia del pelirrojo en el tren no abandonaron su cabeza, pero no quería admitirlo. Dudó un instante antes de cruzar la fachada de piedra con el enorme letrero que rezaba: "POLIZEI". Había poca gente a su alrededor, pero ya se oía el susurro de la ciudad despertando, y le llegaban los aromas de las cafeterías. No tenía apetito.

Respiró hondo y atravesó el umbral, llegando a sus oídos el familiar traqueteo de las máquinas de escribir, y los pasos apresurados de los oficiales que se preparaban para salir a patrullar.

—¿El detective Braun ya está entrevistando al esposo de la víctima de anoche? —preguntó a la recepcionista, que se hallaba en el mostrador distraída llenando un crucigrama del diario. Cuando lo dejó sobre el tablero, en la portada aparecía la víctima, idéntica a ella. Lena intentó no reaccionar, aunque por dentro seguía abrumada.

—Están en la sala de interrogatorios. ¿Desea que le avise que quiere verlo?

—No te preocupes, lo esperaré en la sala de descanso. Avísame si llegan los reportes de balística —se despidió.

—Ya llegaron, los tiene el detective Braun —contestó la recepcionista. Lena solo le dedicó una sonrisa y continuó su camino.

Al cruzar los pasillos de la delegación, notaba las miradas de sus colegas puestas en ella, y una oleada de murmullos que no se esforzaban en disimular. Ella se escudó en las gafas de sol para ignorarlos y mantener la vista puesta en el frente, escondiendo su irritación.

A medio camino de la sala de descanso, se encontró con una mujer de edad avanzada junto a un pequeño niño de unos seis años, vestían con traje de domingo. Aún quedaba cerca de una hora para la misa, y Lena sospechó que podrían tratarse de parientes de algún colega que estuviera por terminar su turno.

Sin embargo, la reacción de la anciana la tomó por sorpresa, parecía como si hubiera visto a un fantasma. Pero aún más la sorprendió el niño, que brincó de la silla desesperado para correr a sus pies.

—¡Mami, mami! ¿Donde estabas? —exclamó abrazándola con fuerza—. La abuela dijo que te habías ido de viaje muy, muy lejos.

El corazón de Lena se quebró, y los fragmentos le hicieron sentir un profundo dolor en todo el cuerpo, el pecho le ardía y los músculos del cuello se contrajeron en un nudo. Rompió su muralla exterior y cayó de rodillas frente al pequeño, que sollozaba y extendía sus bracitos para que lo cargase.

Esa sensación era extraña para ella, a pesar de la presión social, no pensaba en casarse o tener hijos, pues sentía que eso la alejaría de seguir creciendo en el camino que se había trazado con tanto esfuerzo. Sin embargo, sintió de inmediato una conexión con aquella criaturita que sollozaba a escasos centímetros de ella, y lo apretó contra su pecho, tratando de recobrar la compostura para poder hablar.

—¿E-elenika? —dijo la anciana poniéndose de pie con dificultad, apoyándose en el bastón. Se acercó cojeando y con el cuerpo temblando—, ¿eres tú mi niña?

Lena se puso de pie, y se alejó un paso de ambos. Tomó aire y se quitó las gafas de sol.

—Lo lamento, señora. No soy Elenika Volkov —dijo poniendo una mano en el hombro de cada uno—. Siento mucho su pérdida. Yo me llamo Lena Roth, y soy detective de policía de Leipzig. Sé que esto debe ser muy difícil para ustedes debido al parecido físico con la señora Schmidt. ¿Usted era su madre?

La anciana rompió en llanto y el pequeño la abrazó con fuerza sin entender bien lo que estaba ocurriendo, con la mirada llorosa saltando entre ambas mujeres.

Entonces, la puerta de al lado se abrió y oyó a Arthur del otro lado.

—Gracias por venir, señor Schmidt. Lo mantendremos informado sobre los avances del caso.

Cuando Bruno Schmidt salió al pasillo, se quedó helado al ver a Lena. Alto y de facciones atractivas, con unos cuarenta años encima, su rostro parecía una escultura: pálido, inmóvil y frío. Una lágrima solitaria le devolvió la humanidad.

—Usted debe ser la detective Roth —se acercó extendiendo su mano—. El detective Braun me informó sobre la peculiaridad, pero no estaba preparado para verla con mis propios ojos.

Ella le devolvió el saludo, sintiéndolo muy familiar. Pudo sentir afecto en esa mano, a pesar de los guantes. El Sr. Schmidt tardó unos segundos en soltarla, llegando a resultar incómodo para Lena.

—Lamento esta situación. Quise evitar el encuentro esperando en la sala de descanso, pero no imaginé que la madre de la señora Schmidt y su pequeño hijo estarían aquí.

El señor Schmidt asintió con una sonrisa de compromiso, y se acercó a sus parientes.

—Tranquila señora Yulia, la llevaré con el médico saliendo de la estación. ¿Cómo se portó Dieter?

—No... —interrumpió la anciana—. Ya habrá tiempo para médicos después. Vayamos a la Iglesia de Santa María, la misa empezará dentro de poco. Tenemos que rezar por el alma de Elenika.

Sus temblores habían menguado, pero a duras penas se sostenía con el bastón. Bruno Schmidt la rodeó con un brazo para servirle de apoyo, y le dio la mano a Dieter para que caminara a su lado.

—Hasta luego, detectives —se despidió, con un gesto de asentimiento.

—Papá, ¿por qué mami se queda aquí? ¿No irá con nosotros?

—Después te explico —respondió escondiendo su dolor lo mejor que pudo—. Por ahora, tenemos que acompañar a la abuela.

El niño caminó mirando hacia atrás, sin dejar de ver a Lena en todo momento, y se despidió con la mano antes de perderse tras la puerta.


—Ven conmigo —le dijo Arthur cuando los Schmidt se fueron—. Tenemos que hablar.


(Imagen referencial generada por IA)

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