Capítulo 1: La detective




Leipzig, 12 de mayo de 1951.

Mansión Burgscheidungen, a las afueras de la ciudad.

07:40 p.m.


Un impacto de bala hizo estallar los cristales en todas direcciones, rasguñando la mano de Lena Roth, quien soltó su pistola por reflejo. Se puso a cubierto tras un pesado mueble de nogal, y analizó la situación: Fuera de la mansión quedaban unos tres hombres, al menos uno de ellos estaba armado, y de su equipo sólo quedaban ella y varios cuerpos inertes desperdigados, manchas de sangre y casquillos de bala.

El equipo de apoyo solicitado antes de la intervención debería estar llegando en cualquier momento, pero no estaba segura de conseguir el tiempo suficiente.

«Piensa, Lena... no has llegado tan lejos para morir aquí. Aún no le has cobrado a Arthur los veinte marcos que te debe».

Buscó su pistola con la mirada, pero se hallaba muy cerca de la ventana. Definitivamente la verían. Sin embargo, a pocos pasos de ella había otra pistola en el suelo, junto al zapato de un hombre con traje italiano. Lo reconoció: era el tipo que, antes de la intervención, intentó coquetearle. Lena se arrastró con cuidado hasta alcanzar el arma.

—No fue tu noche, amigo. Tomaré esto prestado —dijo agitándola y dedicándole una sonrisa burlona.

Volvió a su escondite con destreza felina y examinó la pistola con detenimiento. No era la SIG P210 a la que estaba tan acostumbrada, robusta y confiable, sino una Beretta M34 italiana, de calibre menor y más discreta. Dudó de su capacidad, pero sin duda era mejor que nada.

Oyó los pasos y bramidos de los hombres acercándose a la sofisticada mansión, y sintió que su pulso se aceleraba. Respiró hondo para calmarse y acarició su placa policial en círculos, ritual que siempre la traía de vuelta en sí. Sus sentidos se agudizaron y captó cada detalle de su entorno: Uno de los maleantes forcejeó la puerta de roble macizo, y otro usó su pistola para retirar los cristales que quedaron aún en el marco de la ventana, disponiéndose a entrar por ella. «¿Dónde está el tercero?».

Analizó el salón buscando rutas de escape, pero intentar salir por una ventana la haría una presa fácil, debía emboscarlos y buscar el enfrentamiento uno a uno. Encontró la respuesta en la escalera. Siempre había sabido aprovechar el beneficio de la altura, o bien podría intentar descender desde algún balcón del lado posterior de la mansión.

«Maldita la hora en que tuve que venir de encubierta con este estúpido vestido». Había aprendido a caminar y correr con esos zapatos de tacón alto, pero aún no había superado el sentirse vulnerable con aquellas apretadas y reveladoras telas de color azul.

Lena salió de su escondite, y disparó al sujeto que ya había cruzado la primera pierna sobre el dintel, obligándolo a saltar de regreso al jardín exterior.

Aprovechó la confusión para correr hacia la planta alta entre los cuerpos inertes de sus colegas y los criminales que se resistieron a la redada. El criminal de la ventana asomó su arma por el borde y empezó a disparar a ciegas. Ninguna de ellas estuvo siquiera cerca de darle, pero la pusieron en alerta y subió las gradas de tres en tres. Al llegar al rellano, examinó la distribución e identificó un ventanal que daba hacia un árbol cercano. «¡Eureka!».

Corrió para saltar hacia él, confiaba plenamente en su destreza física. A medio camino, la puerta de una habitación se abrió y un hombre saltó a interceptarla, embistiéndola y provocando que se estrelle contra la pared, y ambos cayeron al suelo. La había tomado con la guardia baja, no se esperaba que quedara vivo alguno de los maleantes de la mansión, aunque bien podría tratarse del tercer sujeto al que había perdido de vista. No esperaba que haya encontrado una manera de subir tan rápido.

A pesar del dolor en medio cuerpo, forcejeó con el hombre que intentaba arrebatarle el arma. Utilizó las técnicas de defensa aprendidas en la academia de policía, y perfeccionadas en sus siete años de servicio, consiguiendo manipular la Beretta y disparando en la pierna del atacante.

Un alarido de dolor llenó el pasillo, y Lena continuó con su cometido de alcanzar el árbol para escapar. A lo lejos, oía llegar las patrullas del equipo de apoyo. «Sólo un poco más...»

—¡Está arriba, rodea la casa! —oyó ordenar a uno de los hombres, sin duda había conseguido entrar y ya debía de estar llegando a la escalera.

Ya en el ventanal, lo abrió de par en par y saltó hacia el árbol, sujetándose con todas sus fuerzas al tronco a pesar de los arañazos de las ramas, y se escondió entre el follaje.

Cuando vio acercarse a uno de los hombres al pie del ventanal, buscándola entre los arbustos, calculó la distancia y se dejó caer sobre aquel tipo. Un grito y un golpe sordo, y el hombre quedó inconsciente. Hundió la punta del zapato en su abdomen para asegurarse de que no reaccionara, y le quitó el arma.

Con la sien palpitándole y empezando a sentirse mareada, advirtió que alguien se acercaba. Sin duda era el tipo que daba las órdenes, que había salido de la mansión al escuchar el golpe fuera de la mansión. Se escondió detrás del árbol y respiró hondo para tratar de aliviar el dolor. Vio de soslayo cómo el sujeto se acercaba al cuerpo del compañero para examinarlo.

El resto fue fácil, un disparo a la pierna, y luego un golpe con la cacha de la pistola en la nuca. El sujeto cayó de bruces sobre el cuerpo de su compañero, y aprovechó que lo tenía de espaldas para esposarlo y no correr riesgos.

—Buen intento, pero me las he visto con tipos más grandes que tú —le dijo al cuerpo inconsciente, y con el pie empujó su cuerpo hasta que éste se dio vuelta con la cara hacia el cielo nocturno de Leipzig—... aunque no tan feos como tú —agregó.

Poco después, llegó el equipo de apoyo liderado por su compañero, Arthur Braun. Encontraron a Lena apoyada contra la pared de la casa, fumando un Cabinet, su marca de cigarrillos favorita. Era todo un espectáculo verla así, bajo la intensa luz de la luna, con aquel vestido azul encendido, que aunque bastante rasgado y maltratado, se mantenía ceñido a su atlética y bien formada silueta. Los dos cuerpos inconscientes a sus pies y las volutas de humo flotando sobre sus cuerpos, terminaban de pintar aquel onírico cuadro.

—Llegan un poco tarde, ¿no crees? —saludó Lena apagando el cigarrillo en la pared—, el resto está en el salón, y había uno en el segundo nivel. Tengan cuidado con ese, estaba herido pero pudo intentar escapar.

Arthur tomó el control de la situación, capturaron y aprisionaron a los sujetos que quedaban con vida o heridos, y ella por fin pudo ir a descansar al coche patrulla en el que llegó su compañero. Luego de un rato, éste volvió al vehículo.

—No te pongas muy cómoda —le dijo sentándose al volante—, debemos ir a Berlín. Hay un caso que exige tu atención inmediata.

—No me pagan lo suficiente para esto —respondió de mala gana, intentando aliviar el dolor palpitante en la sien apretándola con los dedos—. ¿No les es suficiente que acabe de desbaratar a esa banda de traficantes?

—Créeme, tienes que verlo por ti misma.

Se limitó a soltar un bufido y reclinó el asiento.

—Dime que al menos trajiste mi ropa y mi sombrero.

Arthur le dedicó una sonrisa y señaló con el pulgar al asiento trasero, en el que reposaba una valija y sobre ella un sombrero Fedora. Encendió el coche y se puso en marcha a la estación de tren.


* * *


Leipzig, 12 de mayo de 1951.

A bordo del tren S-Bahn.

08:55 p.m.


Ya con su vestimenta habitual: una blusa blanca ceñida, corbata, pantalón acampanado y guantes negros, Lena viajaba del lado de la ventana, y el tren acababa de cruzar el río Elba. Con la mirada perdida en los campos iluminados por la luna llena, no podía dejar de pensar en que debía de pedirse unas largas vacaciones. Llevaba años sin tomar ninguna, pues en aquel mundo tan competitivo liderado por hombres, le había costado mucho esfuerzo llegar a su posición. Era una de las escasas mujeres policías, y la única en llegar a Sargento Primero. Las demás solían permanecer a duras penas en cargos administrativos.

Llevaba una racha imparable de casos resueltos, ganándose el respeto y la confianza de sus superiores, que parecían presionarle dándole más casos de los que normalmente un detective podría resolver, pero ella había superado las expectativas consiguiendo lo que ninguno de sus colegas varones pudo. Al callarle la boca a sus superiores que la seguían tratando con desdén, se ganó admiradores pero también enemigos.

—Cuéntame sobre tu caso —dijo Arthur, sacándola de sus pensamientos—. ¿Cómo una misión de reconocimiento derivó en esa matanza?

—Fue Lehmann, actuó imprudentemente cuando uno de esos tipos intentó propasarse conmigo. Yo lo tenía todo bajo control, pero se interpuso e hizo el ademán de sacar su arma. Eso lo delató, pues supuestamente ya habíamos entregado las armas descargadas que llevamos como farol.

—Te aliviará saber que sobrevivió.

—Hierba mala nunca muere —dijo encogiéndose de hombros.

—¿Pero alcanzaron a obtener alguna prueba que vincule a los traficantes con los asesinatos?

—Me temo que no. Estaba a punto de obtener una pista del sujeto, pero esa bala en la frente como que impidió que me respondiera.

Lena se recogió el cabello y observó su reflejo en la ventana. Sus facciones eran delicadas a pesar de sus treinta y cinco años, y su cabello rubio recogido estaba desarreglado. Se puso el sombrero Fedora, hasta entonces un símbolo de moda masculina, pero que ella portaba siempre para demostrar que estaba a la altura de cualquiera de sus colegas.

Entonces, en el reflejo advirtió que un hombre pelirrojo, de aspecto escocés, la observaba fijamente desde el otro lado del pasillo del tren. Se giró alarmada, pero el tipo parecía estar profundamente dormido.

«Ya estás empezando a alucinar», se dijo, y luego se frotó los ojos: El tipo seguía dormido y roncaba como cerdo. Cubrió su rostro con el sombrero e intentó dormir también el resto del viaje, aunque sin éxito.


* * *


Berlín, 12 de mayo de 1951.

Alexanderplatz, plaza al este de la ciudad

10:40 p.m.


—Háblame sobre la víctima —dijo Lena mientras se acercaban a la escena del crimen. Aún no entendía por qué tenía que ir ella precisamente, estando fuera de su jurisdicción.

—Ellen Schmidt, treinta y cinco años, vivía en Düsseldorf —respondió Arthur, llevándose un cigarrillo a la boca—. Ya se informó a la familia, están en camino para la identificación del cuerpo.

—Me parece extraño que haya muerto asesinada tan lejos de su ciudad. ¿Se sabe qué hacía en Berlín? —preguntó extrayendo su propio encendedor Zippo, acercándolo a la boca de su compañero.

—Vino a visitar a su madre enferma. Solía vivir en la ciudad y cuando se casó, se mudó con su esposo al oeste.

—¿Y ya se tienen sospechosos?

—No lo sé. Apenas estuve viendo el caso cuando la estación recibió tu llamada, y me enviaron a Leipzig. Ambos nos pondremos al tanto de los detalles, pero cuando veas el cuerpo entenderás el por qué era necesaria tu presencia.

—Vamos, dime. Estoy muy cansada y créeme que no estoy para juegos.

Arthur no pudo disimular su gesto de condescendencia y soltó una profunda bocanada de humo que fue ascendiendo hasta disiparse bajo las luces de las farolas halógenas. En la esquina de la calle se apreciaba un tumulto de personas y coches de policía.

—Ya llegamos —puso una mano en el hombro de Lena, y agregó—. Pero antes de que la veas... Prométeme que lo tomarás con calma.

Ella le quitó la mano de encima y avanzó con paso firme hasta la escena del crimen. No soportaba cuando Arthur se hacía el misterioso con ella. Al principio era divertido, cuando recién se conocían y había tensión sexual entre ambos, pero ahora que ya tenían cierta historia se volvió menos tolerante.

Dobló la esquina con paso apretado y se abrió camino entre los policías que intentaban mantener a raya a los curiosos. La reconocieron y dejaron pasar, algunos haciéndole un gesto con el sombrero, otros mirándola con desprecio. Estaba acostumbrada a esas reacciones, sin embargo, notó en varios de ellos una expresión que no esperaba: preocupación.

Un aroma rancio llenaba la estrecha calle, y se cubrió la nariz con el pañuelo. En el suelo había un cuerpo femenino cubierto con una tela blanca, con una gran mancha carmesí a la altura del cuello. A simple vista, parecía llevar varias horas en el arcén.

Tras las formalidades del caso, los detectives autorizaron la inspección del cuerpo, no sin antes intercambiar una mirada de indecisión antes de descubrir el cuerpo.

Al levantar la tela, Lena no pudo evitar una mueca de incredulidad y dar algunos pasos hacia atrás. Pensó que nuevamente el agotamiento estaba provocándole visiones. Se frotó los ojos, y la segunda vez la imagen le caló con más fuerza.

Se vio a sí misma en el suelo: sus facciones, su cabello, su contextura... era ella, Lena Roth, la que sin duda estaba en el suelo, con la garganta abierta y una expresión de horror.


(Imagen referencial generada por IA)

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