Capítulo 6

Salir en un viernes fue la peor idea que tuvo.

El día anterior, cuando llegó a casa y mostró el hermoso violín blanco, su padre le preguntó qué había ocurrido con su instrumento.

Ella intentó explicar lo ocurrido con Olga, pero la malvada mujer fue más astuta y mintió al respecto, atribuyendo la destrucción del instrumento a una rabieta de la joven.

Gustave Beaumont le había lanzado una mirada de reproche e incluso ella pudo sentir a través de sus ojos, la lástima reflejada, sin embargo, su expresión cambió a una de enojo y decepción.

—¡Estás castigada! —había dicho su padre sin darle oportunidad alguna de explicarse.

Por esa razón, la mañana del viernes ella salió del número 33 de la Rue de la Sourdière con cartera en mano y con dirección hacia la Cathédrale Notre-Dame, sin importarle siquiera que le tomara más de media hora caminando y aún no hubiera probado alimento.

Dentro de su cartera mantenía guardada una hoja de papel con varios sitios que quería visitar en algún momento y la Catedral era sin duda alguna, uno de ellos.

Alta e imponente lucía la gran construcción gótica. Con su fachada ricamente decorada, con aquellas gárgolas y químeras que observan a todos desde lo alto.

Anneliese se detuvo ante las tres grandes puertas de la fachada oeste. Sus labios formaron una O al contemplar cada una de las esculturas y escenas que se formaban por encima y en los arcos de cada una de ellas.

La puerta central o del Juicio Final permanecía cerrada. Rara era la vez que era abierta, de acuerdo a lo que había leído con anterioridad, así que optó por entrar por la puerta de la Virgen.

Su mirada se posó sobre las esculturas, los profetas, los reyes, la Virgen y su sueño; a Saint Denis, el primer obispo de París, representado con la cabeza en las manos. El follaje, las flores y frutos que evocaban la corte celestial de ángeles, reyes y profetas.

Cerró los ojos y pasó por el umbral rememorando el significado de esa puerta: fe y esperanza.

Ingresó al recinto religioso y oró, pidiendo paciencia y fuerza para soportar el tormento que vivía.

Abrió los ojos y se mantuvo observando perdida el gran órgano que colgaba debajo del rosetón. Se preguntó cómo se escucharía en domingo.

Quizás podría volver.

Pero ahora ya hacía hambre, su estómago pedía comida. Ella, avergonzada de que se pudieran escuchar los ruidos de su estómago, salió del recinto y caminó en busca de algún local donde pudiera comprar comida.

Cruzó el Sena por el Pont au Double e ingresó al Subway de la esquina.

Pidió el Subway Melt y un refresco de manzana. Mientras comía no podía dejar de pensar en Olga y en su padre.

«¿Cómo podía creerle más a esa bruja que a su propia hija?», pensó.

Continuó con su comida, cada vez mordía con más frustración y enojo, sin embargo se calmó al darse cuenta que comer carne y hacer corajes no eran la mejor combinación.

Terminó sus alimentos y salió del establecimiento. Regresó por el Pont au Double con intenciones de llegar hasta el Square Jean XXIII y pasar el resto de la tarde ahí antes de irse a casa para probar su magnífico instrumento.

Durante la clase de Vera Moire no le había sido posible debido a las múltiples participaciones del resto de sus compañeros. Muchos de ellos habían tocado sonatas y hasta concertos enteros, alargando de más la clase, pero, aún así, ella no tuvo su oportunidad.

Agradeció por lo bajo, ya que, después de escuchar espectaculares interpretaciones, dudó de si tocar o no la melodía que ya tenía planeada. Hasta vergüenza sentía.

Sin embargo, el violín blanco prometía mucho. Su antigüedad le intrigaba y la identidad del anterior dueño le añadía emoción al asunto. Al menos esos eran sus pensamientos antes de que aparecieran esos tres hombres con intenciones aterradoras.

Corrió lo más rápido que pudo, pero sus atacantes eran más veloces que ella, dejándola al final por completo a su merced. Por un momento se sintió como un personaje en una película de terror. Pero ninguna historia sería tan horrible como lo que ellos intentaban hacer.

Ella esperaba que se fueran como normalmente lo hacían las voces, creyendo por un instante de que se trataba de un producto de su imaginación, pero no fue así. Y luego, ese enmascarado apareció para salvarla, como si fuese obra del destino o solo un poco de suerte dentro de su cruel mundo.

Pero ¿qué fue lo que ocurrió después? Había quedado inconsciente al instante en que un resplandor azulado la encegueció por un momento.

Lo último que recordaba era haber dicho su nombre y ver en sus ojos esmeralda una chispa de asombro y terror.

Al despertar, no encontró rastro alguno de esos hombres con extrañas auras malignas, ella asumió que podrían ser asaltantes o incluso posibles violadores, porque... ¿de qué otra manera explicaría el hecho de haberle desgarrado la blusa? Si eso no se trataba de una agresión sexual, ¿entonces qué era?

Se estremeció y cómo un acto reflejo llevó una mano hacia su blusa y bajó la mirada intentando ocultar el asco que sentía al pensar en su ropa desgarrada, sin embargo, se llevó una sorpresa al encontrarla en perfecto estado y totalmente seca.

«Esto sí que es raro», pensó.

Ya bastante tenía con que sus compañeros la marginaran y las voces la molestaran a cada instante. ¡Y qué decir de Olga! Esa mujer la odiaba con cada fibra de su ser, y aun así tenía el maldito descaro de querer obligarla a llamarle "madre".

Ella negó.

«Eso jamás va a pasar», pensó.

Miró a su alrededor y se encontró recostada sobre una de las bancas del parque, a pocos metros se encontraba el enmascarado del frac negro conversando con otro hombre, el cual le recordaba en cierto modo a Hugh Jackman cuando interpretó a Van Helsing en aquella película de vampiros.

Se levantó de golpe, mala idea, pues su cabeza comenzó a dar vueltas. Se aferró al respaldo de la banca y respiró hondo.

A su lado se encontraba su cartera.

Se mordió el labio y agradeció a Dios por su misericordia. Al menos estaba a salvo.

Sus ojos marrones se posaron sobre el enmascarado y su compañero.

—¡Yo me encargo! Tú quédate con ella. —Había pronunciado ese hombre.

Anneliese frunció el ceño. ¿Encargarse de qué? ¿Quiénes eran? ¿Acaso unos locos que amaban hacer cosplay de Van Helsing y Tuxedo Mask?

Una pequeña risa traicionera se escuchó. Los dos hombres se giraron y los tres pares de ojos se encontraron.

Ella no tardó en analizarlos y confirmar sus sospechas.

«Menos mal, son cosplayers», pensó sin ocultar su sonrisa.

Los labios del enmascarado se movieron mientras el ceño de su compañero se fruncía

—¿Qué es cosplayer? —preguntó.

Ella borró su sonrisa al escuchar eso. ¿Sabía lo que pensaba?

El enmascarado negó y caminó hacia ella. Kirill lo detuvo y le dijo algo al oído.

—Secretearse es de mala educación —murmuró Anneliese, pues odiaba que la gente hiciera eso.

El enmascarado se acercó mientras el otro hombre tomaba un camino contrario.

—¿Te hicieron daño? —preguntó.

Ella relajó el gesto al oír aquella voz grave y sensual. Se ruborizó y bajó la mirada.

—Creo que... creo... no —respondió.

—¿Y entonces por qué dudas?

—Oh, pero no lo hago..., lo prometo.

Él no insistió.

Anneliese empuñó las manos y se mordió el labio antes de ponerse en pie, decidida a recoger sus cosas y marcharse.

—Muchas gracias y ¡adiós! —exclamó haciendo un saludo militar.

A través del antifaz negro se podía ver el desconcierto en su cara.

—Creo que no nos hemos presentado, Anneliese —comentó justo cuando ella le dio la espalda.

La castaña se tensó.

—¿Cómo sabes mi nombre? —preguntó horrorizada.

Él sonrió.

—Me lo dijiste antes de desmayarte.

Ella se dio una bofetada mental.

«¡Pero si seré pendeja!», se recriminó.

—¡Cierto! —respondió rascándose el hombro—. Yo... lo había olvidado. Estem... soy Anna Elisa, pero mis amigos me dicen Anneliese, o lo dirían si los tuviera, je.

Él asintió sin darle importancia a esas palabras.

—Soy E.

—¿E? ¿Acaso no tienes un nombre?

Él puso los ojos en blanco.

—Como todo el mundo, sin embargo, debo considerar apropiado el mantener mi identidad anónima, de lo contrario en vano sería portar un antifaz que prácticamente hace la mitad del trabajo por mí. E es mi inicial y con tu perdón, es lo único que te interesaría saber sobre el hombre tras la máscara.

Ella asintió poco convencida.

«Ni que fuera tan difícil decir "Soy Eutanasio, mucho gusto"», pensó fingiendo una sonrisa.

—¿Quién en su sano juicio llamaría a su hijo Eutanasio? —preguntó.

Ella casi muerde su lengua al escucharlo.

—Pues nadie, agh, ¡eres un...! —replicó molesta. En cambio, él hizo caso omiso a sus palabras y acciones y dándose media vuelta, alejándose de ella—. ¡Qué hombre tan grosero!

Pero sus palabras se las llevó el viento.

—¿Se encuentra bien, mademoiselle? —preguntó una anciana junto a ella.

Anneliese frunció el ceño y la miró extrañada. ¿En qué momento llegó y se sentó a su lado?

La chica suspiró y respondió con calma.

—Con el grosero ese que me dejó con la palabra en la boca, señito.

La mujer de avanzada edad frunció el ceño.

—Hija, pero aquí no hay nadie. Hablabas sola cuando llegué a este banco a descansar.

Anneliese palideció. Su alma abandonó su cuerpo y un nudo se formó en su garganta.

—Pero... todo fue tan real... —Eran las palabras que no dejaba de repetirse camino a casa.

Podría ser que sólo ella pudo ver al enmascarado o quizá fue producto de su imaginación. Entonces... ¿fue perseguida o no? Su ropa se encontraba en perfecto estado y no tenía dolor o alguna marca de origen incierto que revelara lo contrario.

Volvió a casa, en la rue de la Sourdière. Abrió la puerta principal del edificio y entró. Caminó por el corto pasillo que dirigía hacia las escaleras y subió el primer peldaño.

—¡Annie! —Fue lo primero que escuchó tras abrir la puerta y descubrir delante de ella un gran ramo de gardenias atadas a un lazo de seda blanco.

—¡Papá! —respondió sonriente. Tomó el ramo de flores y abrazó a su papá.

Por un momento se sintió aliviada de que su padre por fin hubiera cambiado su humor y volviera a ser el padre amoroso que conocía.

—¿Cuándo me hablarás de tu novio? —preguntó él ladeando una sonrisa.

Ella se sonrojó.

—¡Ay, papá! Yo no tengo novio —respondió sin poder disimular la risa nerviosa.

—Y entonces ¿quién será el pretendiente misterioso que te envió flores? Hoy son gardenias, uno nunca sabe si mañana tendrás otro.

—¿Pero es que acaso estás atento de lo que recibo?

—Pues sí. —Se encogió de hombros.

Anneliese puso los ojos en blanco y sonrió antes de darle un beso en la mejilla a su padre.

—¡Te amo! —dijo antes de dirigirse a su habitación y cerrar la puerta tras ella.

Miró el ramo de gardenias y sonrió perdiéndose entre aquellos pétalos blanquecinos. Acercó su nariz y aspiró el aroma, aunque muy mala idea porque las flores eran demasiado aromáticas, por lo que se rascó la nariz y estornudó. El aroma se quedó en su nariz, era un olor embriagante e hipnotizante. A su mente llegó la imagen de unos ojos verdes esmeralda y sonrió como boba.

Tras algunos segundos que parecieron eternos, volvió en sí y dejó el ramo encima del escritorio. Cortó una de las flores y sacó de un cajón un cuaderno y un pequeño libro que llevaba por título El lenguaje de las flores.

Pasó las páginas hasta encontrar lo que le interesaba: gardenia.

—Amor secreto —leyó sonrojándose un poco.

* * *

El sonido del violín era majestuoso.

Je crois entendre encore es el nombre del aria que interpretaba con maestría en aquel antiguo instrumento y que sin duda tocaría la próxima clase con miss Moire. Tras haberlo afinado, lo colocó en posición y se perdió en la música, olvidando por completo todo aquello que la perturbaba.

La humillación, el dolor, el miedo a morir y el rencor son las emociones que se desvanecieron poco a poco mientras acariciaba aquellas notas que la transportaban a su lugar feliz.

En su mente veía la partitura y a su vez escuchaba una dulce voz cantar para ella, como si un ángel la protegiera desde la distancia. Esa voz masculina se complementaba con la música que alguna vez escuchó a Matthew tocar.

Sonrió imaginándose un dueto a su lado.

«No me conoces».

«No necesito hacerlo, conozco el arte y sé cómo expresarse a través de él».

Fueron sus palabras. A pesar de todo, tenía razón. Él conoce el arte y ella se expresaba a través de él. Matthew la había visto a través de la música.

—¡Elisa, ya baja a cenar!

El llamado femenino la sacó de sus pensamientos. Su música se vio interrumpida y frunció el ceño.

—¡No tengo hambre! —Apenas respondió cuando la mujer que se hacía pasar por su madre le tocó el hombro—. ¡Pero qué demo...! —exclamó exaltada.

—Dije que bajes a cenar —repitió la mujer con poca paciencia. Parecía que sus dientes se quebrarían, puesto que los apretaba cada vez con más fuerza—. No me hagas enojar Elisa.

—Anneliese, aunque te cueste más trabajo. No entiendo por qué te empeñas en que coma tu asquerosa comida, ¡ah, ya sé! Para matarme tal y como siempre lo has deseado ¿no? ¡Bruja! —escupió.

Una bofetada la hizo caer al piso.

Olga Lavelle bajó la mano, se acomodó sus rubios rizos y continuó:

—Si te vas a morir, hazlo ya, maldita loca. —Se burló, sonriendo con esos labios finos carmesí.

Anneliese la miraba desde abajo con la mano sobre la mejilla. En sus ojos el odio se reflejaba y aunque sentía ganas de llorar decidió no hacerlo. No iba a darle gusto.

La pálida piel de Olga contrastada con la poca luz que entraba por la ventana la hacían ver aún más tenebrosa de lo que ya era. La mujer le dio la espalda y cerró la puerta tras de ella.

Anneliese derramó las lágrimas que contuvo y se abrazó al violín blanco que yacía en el suelo junto a ella.

—Te odio, te odio —repetía para sí misma.

Lloró hasta quedarse dormida.

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