Capítulo 26
Matthew resopló cuando vio a Kirill y a su hermano saltar del campanario de Notre Dame. Él no podía hacer eso si no quería matarse, así que, resignado, no tuvo más opción que correr escaleras abajo.
Quizá tropezó con uno de los sacerdotes y le arrebató del cuello un crucifijo de plata, quizá el hombre le pidió ayuda para levantarse, quizá porque todo está algo borroso.
Con crucifijo en mano, corrió hasta el parque en donde su hermano batallaba con golpear a Solange usando su magia.
Una bola de energía le rozó el cuello. Tragó saliva y casi le grita a su hermano que tuviera cuidado hacía donde y a quién apuntaba.
Al llegar, vio a su hermano un poco más concentrado, de pie, codo a codo con Kirill Novak, quien sostenía en mano una daga de plata y en la espalda su ballesta gigante.
¿Por qué usaba armas tan grandes y no algo pequeño y fácil de manipular?
—¡Everett! —llamó.
Su hermano lo miró con el entrecejo fruncido, poco después se quedó quieto al sentir una presencia más con ellos. La tal Solange Harker seguí ahí, burlándose.
Kirill arremetió contra ella, pero desapareció, quedándose los tres a solas y a oscuras.
Desconocía si los otros dos sentían también una mirada penetrante sobre él. Entonces la vio, Solange Harker se abalanzó hacia él. La mujer voló en el aire, sus transparentes ropas negras dejaban al descubierto su sensual cuerpo, pero, la desnudez de la mujer no fue lo que llamó su atención, sino su rostro.
Esos rasgos afilados, labios rojos y carnosos y mirada penetrante y cínica, ya la había visto antes en otra persona.
Palideció al reconocerla y ella a él.
Una ráfaga de aire cruzó frente a él, en un abrir y cerrar de ojos, Everett levantó un crucifijo y luego atacó a la mujer, pero ella huyo emitiendo un chillido que perforó sus oídos.
Después de un rato y algo mareado, se recuperó. Su hermano invadía su espacio personal en busca de alguna herida.
—Estoy bien —decía a su hermano quien no hacía caso a sus palabras—. ¡Ya basta, Everett! ¡Ya te dije que estoy bien!
El mayor asintió, pero no parecía muy convencido de sus palabras.
Matthew, por el contrario, observaba el camino por el cual la mujer había escapado.
—¿Esa es Solange Harker? —preguntó al cabo de un momento.
Everett asintió.
—¿Están seguros?
—Sí, Matt.
—¿Acaso dudas de nosotros o qué niño? —preguntó Kirill fastidiado.
—¿Qué sucede Matt?
—Es que ella es la madrastra de Anneliese.
Everett casi se cae de nalgas al escuchar la confesión de su hermano.
—¿Cómo dices? —preguntó el cazador.
Matthew resopló.
—No puedo equivocarme y estoy completamente seguro de que se trataba de Olga de Beaumont, la madrastra de Anneliese —suspiró—. La conocí el sábado pasado, no fue un encuentro muy placentero, a decir verdad. Pero eso explicaría muchas cosas. —Lo último lo dijo solo para sí, esperando que nadie más lo escuchara.
—Explicate —exigió Kirill cruzándose de brazos.
El viento sopló removiendo los cabellos de los tres hombres, la nariz de Matthew se sonrojó por el frío nocturno y el aroma a césped mojado se hizo presente poco después.
Las campanas de la catedral sonaron. Muy oportuno, a decir verdad. Matthew se levantó y trató de regresar a casa, pero aún con la duda en su mente, se preguntó si era prudente confesar todo lo que vivió en la casa de Anneliese, aunque ahora comprendía que la ilusión de fuego no había sido producto de su mente, sino de los oscuros poderes de Olga Lavelle, o como su hermano la conocía: Solange Harker.
De pronto, una revelación lo golpeó como una paloma en el parabrisas de un auto.
Si Olga era Solange, entonces, su amada Anneliese se encontraba en peligro. Si la mujer era una vampiresa, solo era cuestión de tiempo para que asesinara a la joven inocente que vivía bajo el mismo techo que un monstruo sediento de sangre.
Tras meditarlo, accedió a decir todo lo que sabía de la mujer.
Les habló desde su primer encuentro y la vestimenta que llevaba para ocultar su rostro de la luz solar, hasta su forma de hablar y sus filosos rasgos físicos. También mencionó la manera en la que ella se refería a Anneliese y, aunque se sintiera avergonzado, les contó sobre la horrible experiencia que vivió bajo esa ilusión mortífera de fuego. Lo único que dejó de lado fue el pasado de su amada, ellos no tenían ni porque enterarse de algo que ni la misma chica le había confiado todavía. Lo veía como una humillación y compartirla con personas ajenas a ella sería una falta de respeto a la memoria de su madre.
—Entonces ya sabemos en donde está —dijo Kirill en cuanto Matthew terminó su relato.
Everett asintió, pero Matthew no se sintió seguro de lo que ellos procederían a hacer. Temía por Anneliese y su padre, ambos no tenían idea de la clase de criatura que tenían metida en la casa.
Tenían los días contados.
—¡Debemos avisarle! —exclamó acelerado.
Matthew le prometió protegerla y si eso involucraba pelear contra una vampiresa, entonces lo haría.
Ella ya había sufrido bastante, ahora se daba cuenta que la chica nunca estuvo loca, todo fue obra de Solange para torturarla de la manera más cruel y sádica que se le ocurrió. Aunque a esas alturas todavía desconocía todo lo que ella había sido capaz de hacer. Las voces solo eran un detalle que Anneliese le había confiado y las ilusiones complementaban ese plan siniestro. La pregunta era, ¿por qué?
—¿Para qué quieres avisarle? —preguntó Everett dubitativo—. No tiene caso gastar energía en tonterías. Si Anneliese muere, no es el fin del mundo.
Matthew se molestó ante esas palabras.
¿Por qué Everett se comportaba así cuando se trataba de Anneliese? ¿No que siempre se las daba de héroe?
—¿Qué tienes en contra de ella? —confrontó.
Si Kirill tuviera unas palomitas, ahora las estaría disfrutando.
Everett resopló.
—Vamos a casa.
Kirill se fue por otro lado, dejando a los hermanos marcharse.
Durante el trayecto, Matthew se mantuvo en silencio, analizando las palabras de su hermano. No podía comprender la razón por la cual la vida de Anneliese le valía tres cuartos de riata. Ella no le había dado un motivo por el cual su vida debería ser menospreciada.
¿Qué era lo que su hermano ocultaba en realidad?
Al llegar a casa, Matthew pasó de largo y se dirigió a su habitación, buscó el cuaderno de dibujo y lo guardó en su mochila. También buscó unas partituras y tiró a la basura el libro de su hermano del lenguaje de las flores.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Everett en el umbral de la puerta.
Matthew no respondió.
Él iría a salvar a Anneliese, ella significaba mucho para él. No le importaba la opinión de su hermano.
—¿Enserio estás enojado por lo de esa mujer?
Matthew lo encaró.
—¿Qué tienes en contra de ella? —gruñó.
Everett resopló.
—¿Qué tengo contra de ella? Nada.
—¿Entonces qué te pasa?
—Nada —respondió encogiéndose de hombros.
Matthew se irritó, empuñó las manos y sacó el aire que retenía.
—No puedo creerte, ya no. ¿Crees que no sé todo lo que me has hecho? ¿Acaso piensas que soy un estúpido?
—Tu amor por esa chica te está cegando, ¿por qué yo te haría algo?
—¡No lo sé! —gritó.
El mayor dio unos pasos hacia adelante y habló por fin.
—Anneliese no significa nada para mí, ¿sí? Pero no puedo mentirte. Ella y yo tenemos una conexión que me impide alejarme.
A Matthew casi se le fue el alma del cuerpo al escucharlo.
—¿Por qué me haces esto? —preguntó al cabo de un rato.
El joven Dubois temblaba, sentía su estómago pesado y el corazón le latía fuertemente. Poco después, el aire se le escapó.
Everett se acercó a él, preocupado por su reacción.
—¡Matt!
—¡Aléjate de mí, maldito traidor! —gruñó—. Ella no merece esto, tengo que... decirle. Ella tiene que saber la clase de persona que eres —decía aún agitado, mirando el alfombrado suelo, respirando con dificultad.
Sintió el agarre de su hermano que poco a poco se alejaba de él.
—Haz lo que quieras. —Fue la respuesta del mayor.
Matthew levantó la mirada, observando a su hermano marcharse sin hacer ni decir otra cosa, más que confirmar todas sus sospechas.
¿Cómo pudo ser capaz de tratarlo de esa manera?
Maldijo a su hermano, pero no fue capaz de hacer lo mismo con Anneliese. Él pensaba que, si su hermano fue capaz de manipularlo a su antojo, seguramente había hecho lo mismo con ella.
Al final sentía que ellos dos eran víctimas del egoísmo de su hermano.
El chico se levantó del suelo y gritó, sacando de su interior toda la frustración que sentía. Tiró cosas de su habitación, los cuadros, los objetos del tocador, la pequeña lámpara de la mesa de noche. Volcó el colchón de su cama y pateó el taburete que se encontraba al pie de su cama.
Maldijo a su hermano una y mil veces. Se miró en el espejo del tocador, sin poder reconocerse en él. Empuñó la mano derecha y entonces golpeó el espejo, clavándose los trozos de cristal en la mano sangrante.
Volvió a gritar.
El dolor que sentía en su mano no se comparaba al dolor en su alma.
¡Ya tenía suficiente de la vida!
¿Por qué?
—No hay peor dolor queverme enloquecer; la vida no me interesa, estoy cansado de ella. Ya es tardepara mí...—recitó mientras su rostro era empapado por lágrimas de dolor.
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