Capítulo 25

Everett Guélin odia que le digan qué hacer y a regañadientes cumple con su deber; no importa qué tan amoral sea, un hombre de palabra siempre cumple.

Everett Guélin jamás se equivoca.

Everett Guélin es perfecto en todo lo que hace, las Artes Ilusorias son su especialidad y, si es necesario matar, lo hace.

El único que lo comprende sin juzgarlo es su medio hermano, Matthew Dubois, por él hace todo lo necesario para verlo feliz, aunque eso signifique eliminar a quien lo hace sufrir.

Everett Guélin no se tentó el corazón cuando asfixió hasta la muerte a su propio padre y usó el cadáver como cebo para atraer a esos neonatos hasta una trampa que junto a Kirill Novak había planeado esa misma mañana.

El cazador se sorprendió al ver el cuerpo inerte de Alain-Claude Guélin, pero no preguntó nada, ya tenía sus sospechas aclaradas en cuanto vio al mago sonreír de satisfacción en cuanto pusieron el cadáver en el punto acordado.

Por un momento se asustó, pues no creía que él fuera capaz de asesinar a un ser humano. Con los neonatos era diferente, ellos, prácticamente estaban muertos, por lo que al final, el daño no era a nivel conciencia, donde el remordimiento lo podría azotar con fiereza.

Everett podría estarse convirtiendo en un monstruo, pero, confiaba en que lo hacía por un bien mayor, después de todo, él se había enseñado todo lo que conocía y sabía del mundo.

—¿Es una broma, cierto? —preguntó una vez que acabaron con el trabajo, encendiendo la hoguera en donde quemarían los restos desmembrados de la neonata Clémence Marceau.

—¿Te parece que me estoy riendo?

—Sí.

Everett lo miró con cara de pocos amigos, pero después relajó el gesto y añadió:

—No voy a permitir que nadie toque a mi hermano.

—Lo entiendo, pero ¿asesinarlo?

—Fue como matar una insignificante mosca. Nadie lo va a extrañar.

Kirill no dijo nada más.

Everett por su parte regresó a casa, tenía un pendiente que postergó durante todo el día con tal de no llevarse una sorpresita que después le amargara la felicidad que sentía al poder librarse del obstáculo que impedía a Matthew vivir una vida plena y tranquila.

—Algún día lo entenderás, Matt —murmuró rascándose la mejilla.

Entrar a la casa fue como dar un respiro al aire libre.

La paz que sentía lo satisfacía a más no poder. El recuerdo de su padre en el estudio, revisando unos pendientes fue borrado poco después; visualizarlo mientras su piel se tornaba morada y cómo los ojos se le hinchaban hasta casi salirse de sus cuencas le provocó placer. La agonía de su padre fue la satisfacción de él.

Pero no habría más muertes.

Tuvo que tomar el valor suficiente para llevar a cabo esa tarea.

Le prometió a Matthew que lo cuidaría y él siempre cumplía sus promesas.

Años de advertencias, años de peleas, años de sufrimiento por fin habían terminado.

Matthew sería feliz ahora.

Subió a su habitación. La sonrisa en su rostro nadie la podría borrar ahora. Tomó el libro antiguo y buscó la página previamente marcada por un separador, en ella se leía el título: La leyenda del espejo de plata.

No eran más que solo párrafos con casi nula información. Esperaba que aquello fuera suficiente como para aclarar sus dudas. La página no tenía imágenes del dichoso espejo de plata, ni referencias a su origen.

Se frotó los ojos y comenzó a leer:

Se dice que Beckov es un pueblo atrapado en el tiempo, sus costumbres y tradiciones datan del siglo XVIII y aún se conservan como si la humanidad hubiera avanzado sin ellos.

Hace cien años, Cassiopé, la hija bastarda de Nicholas Watters, fue prometida al príncipe Stephan I de Beckov. El día de su boda, fue arrestada y acusada por el máximo sacerdote de practicar «magia roja».

El príncipe Stephan intercedió por ella. Aunque por órdenes de las autoridades eclesiásticas, fue encerrada en una de las torres más oscuras y húmedas del castillo de Beckov.

Los días se volvieron semanas; la única compañía de Cassiopé entre esas cuatro paredes fue un espejo de mano plateado, el regalo de bodas que le dio Solange Harker, la esposa de su padre.

Sin comunicación alguna con el exterior, Cassiopé pasaba los días y las noches mirando su reflejo en el espejo. Las semanas se convirtieron en meses y la joven, lucía cada vez más enferma.

El espejo de plata consumió su belleza y energía, hasta absorber por completo su alma.

El 25 de septiembre de 1916, a la edad de 17 años, Cassiopé falleció, llena de odio y resentimiento hacia las personas que arruinaron su felicidad.

En su lecho de muerte ella juró volver de entre los muertos dentro de cien años, para vengarse de todos aquellos que contribuyeron a terminar con su vida.

El alma de la desdichada Cassiopé quedó atrapada en el espejo de plata y, con temor a que ella cumpliera su promesa, el objeto místico fue entregada a la familia Molnár, para ser protegido del juramento vengativo de la mujer del espejo.

Everett cerró el libro en cuanto leyó la última palabra de ese pequeño texto.

Se frotó las sienes y trató de procesar todo lo que ahí se relataba.

Las claves que logró captar no se conectaron entre sí en ese instante. Aún tenía mucho en que pensar. Su vida estaba dando un giro de 180° y ahora mismo se cuestionaba:

¿Everett Guélin jamás se equivoca?

Cassiopé, la vengativa no podía ser la misma Cassiopé del espejo de su familia.

Molnár, un apellido que él conocía bien, porque el nombre de soltera de su madre era Colette Molnárová, pensó en una coincidencia perturbadora, pero desechó la idea, porque, ¿cuántas familias Molnár existían que tenían en su poder un espejo de plata que tenía encerrada a una mujer?

La respuesta estaba ante sus ojos, pero no quería verla.

En su mente se cuestionaba si en verdad había hecho un bien cuando manipuló a su hermano para entregar el espejo a Anneliese. Entonces recordó a su madre y las últimas palabras que le dedicó antes de desaparecer.

«El espejo de plata tiene que ser destruido exactamente el 25 de septiembre de 2016. ¿Entiendes, hijo mío? Por favor, protege a Matthew de ese poder y cuídate mucho. Es lo único que pido».

La cabeza le daba vueltas tratando de comprender esas palabras. ¿Por qué exactamente el 25 de septiembre?

Cayó en cuenta que la fecha estaba próxima a suceder.

El problema sería recuperar el objeto. Pero no podía hacerlo, de lograrlo, incumpliría la maldita promesa que le hizo a Cassiopé, de ayudar a liberarse de su prisión.

Pero entonces Matthew vino a su mente, él amaba a la tal Anneliese Beaumont y él sentía una conexión con ella de la cual no quería hablar con nadie; además, el amor que sentía por su hermano no podía compararse a una promesa hecha sin razonar ni considerar las consecuencias.

Él juró proteger a Matthew y quizá significaba proteger sus sentimientos.

«Los juramentos son la moneda falsa con la que se paga la mercancía del amor», las palabras de Mélissandre resonaron en su cabeza.

Merde! —exclamó llevándose ambas manos a la cabeza.

Quería arrancarse el cabello por la frustración.

No quería ver lo evidente, pero tampoco podía hacerse el ciego. Se encontraba en una encrucijada que todavía no alcanzaba a comprender.

¿Debería esperar a que fuera demasiado tarde?

Soltó el aire que reprimió inconscientemente y se sobresaltó cuando Kirill Novak apareció por el umbral de la puerta.

—¿Te sucede algo?

—No —respondió más tranquilo.

Lo último que quería demostrar era debilidad y su repentino cambio de humor convenció al cazador.

—La encontré.

Everett relajó el gesto.

Solange Harker, la misma vampiresa que buscaba era la misma mujer que entregó el maldito espejo a Cassiopé, ese que ahora se encontraba en posesión de una persona inocente.

Si capturaba a Solange, tendría toda la información necesaria y la obligaría a romper cualquier maldición relacionada al espejo. Todo fuera con tal de proteger a su hermano.

—Por cierto, Matthew quiere venir con nosotros —agregó Kirill para sorpresa del mago.

—No.

—Demasiado tarde, voy a ir —intervino el menor, que ahora entraba a la habitación. Se veía decidido a acompañarlos en esa misión tan peligrosa—. ¿Y a ti qué te pasa?

—Nada. No irás, es peligroso.

—Estoy cansado de quedarme aquí esperando, quiero ver lo que tu ves y enfrentar lo que enfrentas, ¿es demasiado pedir? —exigió Matthew.

—Yo lo invité y aceptó.

La mirada que Everett le dedicó a Kirill bien podría lanzar mil cuchillos. Pero, aunque se negara una y otra vez, no pudo hacer mucho cuando ya iban de camino a Notre Dame en busca de la vampiresa a la que tanto les ha costado localizar.

* * *

Ocultos en el campanario, Everett y Kirill vigilan en plena oscuridad. Matthew permanecía alejado, bajo la astuta mirada de su hermano, que aún estaba molesto con el cazador por arriesgar de esa manera la vida de la única persona por la que había sido capaz de matar.

Por lo menos agradecía que todavía no preguntara por Alain-Claude. No sería capaz de mirarlo a los ojos después de confesarle la verdad.

Si antes no se sentía con la valentía suficiente como para decirle lo que él ya sospechaba, mucho menos podría mirarlo a los ojos si se enteraba que se había convertido en un asesino, porque, lo conocía bien y sabía que Matt era una persona muy correcta y prudente.

—¡Ahí está! —murmuró Kirill apuntando hacia el Square Jean XXIII.

Matthew se acercó a ellos, pero fue detenido por la mano enguantada de Everett, quien le pidió, con señas, que guardara silencio y no se moviera.

Volvió la vista hacia el parque y los recuerdos de Anneliese lo perturbaron. ¿Por qué ahora pensaba en ella? Suficiente tenía con no poder leerle la mente cuando en primera instancia había sido algo tan sencillo para él.

¿No estará comenzando a sentir afecto por ella? Negó. No, Anneliese era el amor platónico de su hermano, no suyo.

A lo lejos, una cabellera rubia se distinguió entre los árboles. Era el momento de atacar, el mago se adelantó y saltó del campanario en persecución de la mujer. Kirill le siguió y Matthew, molestó, hizo lo mismo, bajando por las escaleras, cosa que le tomaría mucho más tiempo que dar un salto desde lo alto como lo hicieron los otros dos.

Everett perseguía a la mujer, pero la perdió de vista. Su risa burlona lo rodeaba. El viento frío sobre su cara le erizaba la piel del cuello y un escalofrío lo recorrió.

Esa voz filosa susurraba un nombre: «Stephan».

No iba a caer en esos juegos. Él era perfecto en todo lo que hacía. Juró destruir a Solange Harker, aunque fuera una promesa hecha a una mujer maligna atrapada en el espejo, seguía siendo una promesa que cumpliría a toda costa.

Everett Guélin cumple su palabra.

Kirill llegó a su lado y lanzó una daga de plata hacia un arbusto, de donde saltó la rubia.

La risa de ella resonó en todo el parque, provocando un eco.

Los burlaba como si de un juego se tratara. Pero ya no más.

Acabaría con esa criatura del infierno ahora mismo.

Creo una bola de energía azul y la dirigió a la vampiresa, quien la esquivó fácilmente. Volvió a intentarlo una y otra vez, sin importarle que Kirill le gritase que se detuviera.

Por su parte, el cazador esquivaba también esa energía azulada mientras peleaba cuerpo a cuerpo con la vampiresa.

Everett parecía enloquecido por la rabia. Lo único que deseaba era acabar con esa mujer de la misma manera en que lo hizo con Alain-Claude.

—¡Everett! —El llamado de su hermano lo apaciguó.

Miró en dirección a donde él llegaba, agitado y sudoroso por la carrera.

Kirill arremetió contra la mujer que desapareció. Los tres quedaron a solas, en silencio, buscando a la mujer que posiblemente los vigilaba desde la oscuridad.

Por el rabillo del ojo, Everett la alcanzó a ver, pero él fue más rápido y se puso enfrente de su hermano, protegiéndolo del ataque premeditado de la vampiresa. Usó un crucifijo que siempre llevaba consigo para repeler a la mujer, y luego la atacó con su magia. Ella alcanzó a huir, emitiendo un chillido sonoro que perforó sus oídos.

Al cabo de un rato, los tres recobraron la compostura. Kirill maldijo por la incompetencia e intervención innecesaria del joven Dubois, mientras que Everett lo checaba como madre preocupada.

Matthew, incómodo, logró quitar las manos imprudentes de su hermano y confirmó que estaba bien.

—¿Esa es Solange Harker? —preguntó Matthew consternado.

Everett asintió.

Kirill solo le dedicó una mirada asesina.

—¿Están seguros?

—Sí, Matt.

—¿Acaso dudas de nosotros o qué niño? —dijo Kirill con fastidio.

Matthew miró el lugar por donde había huido la mujer y luego, confesó lo que tenía que decir, dejando a los dos expertos con la boca abierta y más confundidos que antes:

—Es que ella es la madrastra de Anneliese.

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