Capítulo 24
Lunes, 19 de septiembre
Anneliese llegó a casa hambrienta. Amaba sus clases, la mantenían distraída de todos los problemas que tenía. Matthew no le dirigió ni una mirada, pero ella no era idiota y claramente se dio cuenta de los moretones que tenía en el rostro.
Pensó que Everett le había hecho daño sin alguna razón en específico. La idea le repugnó.
—¿Por qué no comes, Annie? —preguntó Gustave Beaumont, saboreando el plato de espagueti.
La chica, sin darse cuenta, removía la comida sobre el plato; tenía una mejilla apoyada sobre la mano y jugaba con el pie.
—Lo siento —dijo, llevándose un poco de espagueti a la boca.
El sabor le pareció exquisito, pues, cuando uno tiene hambre, hasta lo más desagradable era delicioso al paladar.
Agradeció por la comida y siguió alimentando su cuerpo. Sin embargo, al dale un trago a su jugo de manzana, el aroma cambió a uno metálico y putrefacto. Miró el líquido y escupió lo poco que aún tenía en la boca al ver la sangre en el vaso.
Tomó una servilleta y se la pasó por la lengua.
—¡Qué asco! —gritó.
Gustave frunció el ceño, sin dejar de sorprenderse por la actitud de su hija.
Por su parte, Olga dejó caer el tenedor sobre el plato y golpeó la mesa con el puño.
—¿Qué es lo que te pasa? —preguntó molesta.
—¡No! ¡¿Qué es lo que te pasa a ti?! —respondió con gritos—. ¡Ya déjame en paz!
—¡Anna! —gritó Gustave.
—¡Pero papá!
—No te preocupes, cariño —habló Olga un poco más tranquila, tomando su mano.
Anneliese frunció el ceño.
Su plato lucía normal y la bebida derramada era nuevamente el jugo de manzana.
Intentó tranquilizarse, volverse a sentar y seguir comiendo, pero no se sintió capaz de lograrlo.
—Anna —habló Olga—, siéntate y come, por favor —sonrió.
—Primero me suicido —respondió cruzándose de brazos.
Gustave se puso rojo de la ira.
—¡Siéntate y come! —exigió el hombre, apuntándola con el dedo de forma amenazante.
Ella no obedeció, lo que encendió aún más el enojo de su padre.
—No papá. Tu esposa solo me hace la vida imposible, ¡ya estoy harta!
Gustave resopló.
Olga la miraba con una ceja arqueada. La rubia se puso de pie y caminó alrededor de la mesa hasta quedar detrás de su marido. Lo tomó de los hombros y depositó un beso en su cuello.
Anneliese casi vomita al verla hacer eso.
—Yo también estoy harto de ti —dijo Gustave.
El corazón de la joven se hizo trizas al escucharlo decir esa frase hiriente.
—Pero... —murmuró apenas en un hilillo de voz.
—Nada de peros. Anna, no puedo seguir soportando tus berrinches, una cosa es que estés enferma y otra es querer llamar la atención acusando a Olga de dañarte. Todos los días es lo mismo contigo y no estoy dispuesto a tolerarlo más.
Los ojos de Anneliese se llenaron de lágrimas y un nudo se formó en su garganta. No esperaba que su padre fuera capaz de decir todas esas barbaridades. Solo quería defenderse de Olga, no ser regañada por su padre, a quien, a pesar de todo, amaba.
Todo era una broma, esperaba que fuera eso.
Su padre no podía estar hablando en serio. Él jamás diría esas cosas, mucho menos para ella.
Gustave se puso de pie y caminó hasta su hija, llevándose los dedos a las sienes.
—No puedes estar hablando enserio —dijo intentando mirarlo a los ojos.
—Lo está —intervino Olga.
—¡Tú cállate! —gritó—. ¡No sé qué le has dado, pero lo vas a pa...!
El sonido seco de un golpe la calló repentinamente. Anneliese se llevó la mano a la mejilla enrojecida. Sus ojos derramaban lágrimas que escaparon sin poder evitarlo. La mejilla le ardía y aún sentía la mano sobre ella.
Miró a su padre, quien, sin inmutarse, levantó de nuevo la mano, amenazante.
—Papá...
—No quiero que vuelvas a faltarle el respeto a Olga, ¿entendiste?
Anneliese miró a Olga, quien ocultaba la sonrisa burlona detrás de sus manos. Volvió la vista a su padre, pero el gesto seguía intacto. Él hablaba muy enserio y ahora la amenazaba con volverla a golpear si decía otra cosa en contra de esa mujer.
—S-sí —titubeó bajando la mirada.
—Ay querida, si tan solo te comportaras, tu papá no tendría que llegar a eso —dijo Olga con una voz cínica y chillona—. ¿Ya ves lo que provocas?
La castaña se mordió la lengua antes de responder, solo dio media vuelta y subió a su habitación.
Se deslizó por la puerta, liberando todo lo que reprimía. Lloraba a mares, pero no por la bofetada, no por Olga, sino por su padre. Sea lo que sea que Olga Lavelle le estuviera haciendo, lo estaba logrando. Por fin logró lo que tanto quería: alejar a su padre de ella.
Ni la música, ni las palabras de Matthew la ayudarían ahora.
«Matthew», pensó en él.
Ni siquiera le dirigió la palabra. Posiblemente Olga consiguió con él lo mismo que con su padre.
Entonces... ¿ahora estaba sola?
Se abrazó las piernas y escondió la cara.
No podía creerlo. Su día comenzó bien, se arruinó tras la indiferencia de Matthew y después, terminó en tormenta en cuanto su padre se puso del lado de esa mujer.
Tardó tiempo en tranquilizarse, recargó la cabeza en la puerta y resopló.
Se levantó. Quería liberarse de sus problemas, pero al percatarse de que su violín lo había dejado abajo. Tomó valor para salir e ir escaleras abajo.
Caminó por el pasillo hasta la sala de estar, en donde descansaba el violín sobre el sofá principal. De regreso por las escaleras, escuchó a Olga murmurar de forma sensual unas palabras.
Un escalofrío recorrió su espina dorsal y retrocedió por sobre sus pasos hasta asomarse al comedor, en donde encontró a Olga besando el cuello de su padre.
Gustave gemía de placer, mientras Olga se sentaba sobre sus piernas y se removía sobre él.
Anneliese se asqueó, luego, vio un hilo de sangre deslizarse por el cuello de su padre. Olga acariciaba el pecho de Gustave, a la vez que desabotonaba aún más la camisa, bajando más la mano hasta quedar a la altura de su entrepierna.
La chica se dio media vuelta y corrió hasta su habitación. Llevaba el estuche del violín, su agarre aumentó mientras subía por las escaleras, para acabar encerrándose en la habitación. Con el corazón acelerado y sin aliento, lanzó el violín a la cama y se abanicó la cara con ambas manos.
Se maldijo por haber visto algo que no debería ver.
Ahora entendía cómo es que Olga tenía tan hechizado a su padre. El sexo no era algo que le asustaba, pero sí le causaba impresión al ver a su propio padre en la movida, el detalle, le asqueaba que la mujer con la que compartía su intimidad era Lavelle.
Sin embargo, se sentía confundida. Quizá porque vio mal o por la impresión o el asco que sintió, no pudo evitar notar la sangre en el cuello de su papá.
Negó.
—Seguro fue otra ilusión —murmuró, tratando de mantener la calma—. Sí, solo fue eso.
Se tranquilizó un poco, de nada le serviría perder la cordura por una situación que no le correspondía tratar.
Por más dolida que se sintiera, no tenía el derecho de irrumpir en la relación de su padre. Eso lo tenía bien claro, lo peor, es que la parte más horrible se la llevaba ella, y no por mero gusto. Pero, a esta altura, ¿quién le va a creer?
Si todos la consideran una loca, una demente, ¿cómo podría desenmascarar a esa mujer a sabiendas que sus intentos son inútiles? Su padre no le creyó, recibió un golpe que aún palpitaba sobre su enrojecida piel y, para el colmo, la única persona en la que sentía podía confiar, ya no estaba ahí para ella.
Malditos sean todos.
—Anneliese...
Se sobresaltó al escuchar su nombre en el silencio de su habitación.
Miró a su alrededor sin ver nada más que un pequeño resplandor proveniente de la mesa de noche.
Se acercó lentamente a ella y cogió el espejo de plata, del cual un brillo blanquecino la atraía como la miel a la abeja.
Como si de un trance hipnótico se tratara, se observó en el espejo. Su apariencia demacrada se reflejaba en ella, hasta mostrarse hermosa y sana. Bella pero irreconocible, así se sentía.
El espejo le mostraba lo que ella tanto anhelaba ver, esa belleza que jamás tendría, que añoraba y que sabía, no pertenecía a ella, sino a una ilusión que ahora desconocía si se trataba de un sueño o de un deseo frustrado.
La imagen del espejo seensombreció ycon ello, su conciencia.
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