Capítulo 20
Sábado, 17 de septiembre
Volver al parque fue la mejor decisión que había tomado en los últimos días. Detrás del antifaz podía tener un momento de diversión sin tener que preocuparse por las apariencias, además que le gustaba vestir con traje y capa, según él, se sentía en otra época en donde la elegancia lo era todo.
Claro, no era muy útil a la hora de pelear por el tema de la movilidad, pero siempre dejaba que Kirill hiciera todo el trabajo.
La conciencia no le remordía en absoluto, pero sí dudaba de sus decisiones y no dejaba de sentir ese mal presentimiento que lo acompañaba desde el momento en que entregó el espejo a Matthew.
Si tuviera el don de la clarividencia, posiblemente le sería más fácil encontrar los recovecos que permanecían intactos dentro de sus planes, pero la realidad era otra.
Chasqueó los dedos y enfrente de él aparecieron los objetos que utilizaría para el pequeño espectáculo que tenía planeado. Desapareció las monedas y los naipes, ya era un cliché usarlos. Las palomas no eran ya divertidas para él, ni siquiera transformarlas en cascanueces o copas de cristal le ayudaría a animarse.
Resopló.
Cerró los ojos e intento hacer memoria, encontrar ese agujero en la trama de su vida; aquel que lo mantenía alerta desde el primer momento en que vio a Anneliese Beaumont.
Debía conocer el secreto que ocultaba la conexión que sentía con ella, a su vez, averiguar el pasado de la hermosa Cassiopé no había sido la mejor de sus misiones, es más, ni siquiera lo intentó en su momento.
Destrozó el sombrero cilíndrico que sostenía en las manos con solo un apretón y después lo soltó, cayendo este al suelo, desapareciendo entre un tumulto de chispas azuladas que brillaron en el momento en que el sombrero tocó el suelo terroso.
No era culpa lo que sentía, no era su conciencia lo que lo atormentaba. De eso se sentía totalmente seguro, él jamás se arrepentía de su actuar, no iba con él.
Contempló a las palomas descender hasta la fuente en busca del vital líquido, para después acercarse a una anciana que daba de comer a las que se le acercaban.
Primero Anneliese, luego Matthew.
¿Por qué se le complicó la existencia? ¿En qué momento ocurrió? Intentó recordar esos momentos en su vida, pero la respuesta no llegó.
Solo no podía dejar de pensar en el espejo, en Cassiopé y Kirill.
¡Maldito sea ese hombre! Si tan solo le hubiera hablado de lo que él conocía, quizás jamás habría hecho esa estúpida promesa a la que ahora no le veía sentido.
¿Por qué una mujer se encontraría atrapado dentro de ese objeto?
Ella mencionó haber sido atrapada por una bruja, la vampiresa a la que buscan sin descansar todas las noches, pues es el momento preciso en el que ella suele salir a cazar. Pero ¿cómo estaba seguro de que ella no lo estaba engañando?
Tan pronto como se liberó del espejo, todas esas dudas que nunca se preguntó antes, surgieron como chancla en el agua.
¿El espejo acaso tenía un poder magnético que de alguna forma lo obsesionó hasta convencerlo de cumplir algo que ni siquiera tenía bien claro para qué? No lo sabía, pero llegaría al fondo de todo eso.
Lo juró al viento.
—Les serments sont la fausse monnaie avec laquelle on paie les sacrifices de l'amour.
Everett se giró. Ahí, una mujer rubia comía un croissant de chocolate, acompañado de un vaso de café.
La mujer parecía amable, pero también mostraba un gran apetito al descubrir aquellos paquetes de golosinas sobresaliendo del bolso de mano a su lado.
Ella pareció no inmutarse, seguía comiendo como si no tuviera preocupación alguna.
El chico miró a su alrededor, intentando averiguar a quién le había hablado, pero en ese solitario parque, solo se encontraban ellos dos.
—Ninon De Lenclos —respondió Everett manteniendo su característico gesto gélido.
Ella tragó con una ligera sonrisa opacada por una mancha de chocolate.
—Eres un muchacho inteligente, pero demasiado estúpido como para poner una venda en tus ojos —habló ella dándole un sorbo a su bebida.
Él entrecerró los ojos y arqueó una ceja.
—¿Disculpe, madame?
—Lo que has escuchado. —Le dio otro mordisco a su croissant—. ¿Te lo repito?
—Los juramentos son la moneda falsa con la que se paga la mercancía del amor —repitió la frase que ella pronunció momentos antes.
—¿Por quién juras entonces? ¿Qué es lo que inútilmente intentas proteger? ¿Acaso eres capaz de amar algo que no sea tu propio reflejo en el espejo?
—¿Y usted es?
Ella resopló.
—¿Por qué todos se la pasan preguntándome quién soy? ¡Caray! ¿Por qué no mantienen el misterio como en las películas? ¡Ya ni en la Rosa de Guadalupe hacen eso! —Se quejaba mientras un confundido Everett la miraba, analizando la situación: irse o quedarse.
La mujer dio otro sorbo a su café y terminó de un bocado lo que quedaba de su bocadillo. Después sacó de su bolso un paquete de galletas Marías y las abrió.
Le ofreció al muchacho enmascarado, pero este se negó.
—Como quieras —respondió ella encogiéndose de hombros—. De cualquier forma, conocerás mi nombre en algún otro momento. Ya estábamos destinados a conocernos, tal vez no hoy ni mañana, pero sí algún día.
Ella se llevó una galleta a la boca, dio otro sorbo a su café y continuó.
—Soy Mélissandre Lefebvre y resumiéndote toda la historia de mi vida, digamos que soy como tú, solo que más lista, astuta y con mejor sentido del humor —eructó—, disculpa.
—¿Y qué es lo que, a alguien más lista, astuta y con mejor sentido del humor desea obtener de mí, precisamente? —interrogó cruzándose de brazos.
Ella se golpeó la frente con la palma de la mano.
—De ti nada. Pero tengo cinco minutos para responderte una duda. Espero a alguien que es igual de testarudo que tú.
—En todo caso, debería preocuparse más por su encuentro que intentar ayudar (según sus palabras) a un completo desconocido.
—Me encanta ayudar a completos desconocidos y de vez en cuando guiarlos hasta su propio autodescubrimiento, pero meh, que hueva tener que hacer algo que uno no desea, ¿no lo crees? En todo caso, ¿qué es eso que taaanto te aflije? ¡Vamos! Tengo cuatro minutos —terminó señalando un inexistente reloj de pulsera.
El mago rodó los ojos.
—¡Está bien! —Se rindió—. Si dices ser como yo, entonces dime, ¿qué sabes tú de Cassiopé, la mujer atrapada en el espejo de plata?
Mélissandre quedó con la boca bien abierta, su vaso de café cayó salpicando los bien lustrados zapatos del muchacho.
Con un gesto de desagrado retrocedió, casi sintió el deseo de ahorcar a la mujer por mancharle sus impecables zapatos, ¡y qué decir de las gotas que cayeron sobre su pantalón!
Respiró y contó hasta diez. Eso le enseñaron.
—¿Cassiopé? ¿Cassiopé Watters? —repitió apenas en un hilo de voz, su rostro, ahora pálido se mostraba horrorizado.
—¿Cómo?
—¡Hagas lo que hagas destruye ese espejo! —exclamó ella casi sin aliento—. ¡Ay, necesito un pan pal susto!
Poco después, sacó de su bolso un pan blanco que comió con ganas.
Everett simplemente se preguntó cómo era posible que guardara tanta comida dentro de ese bolso.
—No pienso hacer eso —respondió molesto por la orden que dio poco antes.
—Entonces asume las consecuencias —dijo encogiéndose de hombros.
Mélissandre parecía un poco más tranquila, como si nunca se hubiera alterado. Hasta parecía que le importaba un pepino la situación.
—¿Cuáles consecuencias?
Ella tragó.
—¿En verdad quieres saber? Tengo un minuto.
«¿Tan pronto?», pensó él.
Ella miró el vaso caído y luego dijo al muchacho:
—¿Viste lo que me hiciste hacer? ¡La comida no se tira!
Él se rascó la cabeza.
—¿Lo... si-en-to?
—¡Ja! Cuando tus disculpas sean sinceras entonces comprenderás la gravedad de tus acciones —recriminó—. ¡Mira allá viene la persona a la que espero!
Everett se giró hacia donde la mujer señaló, y, en efecto, se aproximaba a ellos un muchacho de rubios rizos, cuya apariencia física podría pertenecer a una escultura realizada por el mismísimo Miguel Ángel. Su bien torneado cuerpo era cubierto por un conjunto negro y una chaqueta roja que cuyo cinturón azul y camisa blanca simulaban la bandera francesa.
—Me voy —dijo la mujer haciendo señas al hombre.
Everett palideció.
—¡Espere! ¡Aún no me ha dicho nada!
—¡Oh cierto!
Ella guardaba su basura en el bolso y después recogió el vaso de unicel perteneciente a su café.
—Investiga la leyenda del espejo y el doppelgänger. Lo demás queda en tus manos y, ¡por lo que más quieras! Destruye el espejo antes del 25 de este mes o si no...
—¿Sino qué?
Ella se encogió de hombros. Caminó hacia donde su cita la esperaba con los brazos cruzados y después respondió con la voz sombría con un aire misterioso y para nada consolador:
—Asume las consecuencias de tus actos.
Aquellas palabras lo dejaron helado.
La observó irse, y se sobresaltó al verla golpear repetidamente al hombre que la esperaba con paciencia.
No pudo reprimir la risa al verlo quejarse y hacerle preguntas.
Intentó usar sus poderes para leer la mente de la mujer, aunque fuera a distancia podría hurgar en ellos, pero le fue imposible, al parecer ella era más poderosa que él. En cambio, fue rebotado hacia la mente del hombre, el cual solo tenía recuerdos de una bonita morena, de un perro mordiendo un trozo de tela roja y una batalla en una barricada.
Everett frunció el ceño.
¿Una barricada? Dejó pasar el dato para concentrarse en lo importante: las palabras de la tal Mélissandre.
—¿Puedo hablar contigo?
La voz tan familiar lo sorprendió.
¿Cómo no la escuchó llegar?
Dibujó su mejor sonrisa y con la barbilla en alto, le habló.
—Anneliese Beaumont, ¿cierto?
Ella asintió.
—¿Qué deseas?
Ella tragó saliva antes de proseguir.
—Quiero que me digas la verdad. ¿Podemos sentarnos?
Everett accedió de mala gana, intentando no mostrar su fastidio a la inoportuna mujer que ahora tenía enfrente.
—¿En qué puedo ayudarte?
La chica tragó saliva. Miró al mago enmascarado y jugó con sus dedos.
Él frunció el ceño ante su actuar tan tímido. Se concentró para leer los pensamientos de la joven, pero una barrera se alzó en su mente, impidiéndole lograr su objetivo.
Una pareja pasó frente a ellos. Dirigió sus poderes a ellos, leyendo cada uno de los pensamiento, como la infidelidad del hombre a su novia y del secreto de la mujer respecto a su homosexualidad; siendo que ambos tenían como amante a la misma persona.
Negó. No le importaban los dramas ajenos.
Miró a la chica a su lado e intentó una vez más penetrar en su mente, pero no pudo.
—Yo..., solo quiero saber si tu... —titubeó ella con un leve sonrojo en las mejillas.
Everett maldijo, ¿por qué demonios no podía entrar en esa mente? Pensó en que quizá se debía a su situación mental, pero también existía otra explicación, una que no era posible en absoluto. No la conocía, no sentía nada por ella. Solo era el medio para liberar a Cassiopé, de alguna forma desconocida, pero al final, ella no significaba nada para él, pero sí para Matthew.
—¿Yo qué? —preguntó irritado.
Ella pareció percatarse.
—Si tu fuiste quien me salvó aquella tarde en el Pont Alexandre III.
Debajo del antifaz él se sonrojó.
¿Qué debería hacer ahora? Él estaba del todo seguro que jamás sería descubierto, por lo menos agradecía la protección que llevaba gracias al antifaz negro.
Juró proteger a su hermano, pero salvarla a ella significó crear un lazo que podría quebrantar la confianza que Matthew le tenía, a eso sumarle que ya le había borrado la memoria e hipnotizado para conseguir sus objetivos, no esperaba un perdón de su parte cuando llegase a enterarse.
Juró proteger a su hermano, pero salvarla a ella significó crear un lazo que podría quebrantar la confianza que Matthew le tenía, a eso sumarle que ya le había borrado la memoria e hipnotizado para conseguir sus objetivos, no esperaba un perdón de su parte cuando llegase a enterarse.
—¡Ja! ¿Qué es lo que te hace creer eso? —Se burló.
Ella frunció el ceño.
—Creí verte aquella tarde cuando el puente se cayó.
—¿El puente qué?
—Discúlpame, E. Al parecer ha sido todo una ilusión.
El enmascarado le dio la razón a la chica.
—¿Otra cosa?
—Creo que no.
Everett se levantó, le dio una última mirada y se despidió de ella con un asentimiento de cabeza.
Se alejó sin decir nada.
Esa mirada de solo segundos fue suficiente para notar esas bolsas oscuras bajo sus ojos y una pálida piel. Ella lucía más enferma de lo normal.
—No es mi asunto —murmuró.
¿No lo era? Por supuesto que no, lo que sí le importaba era el no poder leer su mente.
¿Qué le estaba sucediendo?
Resopló y continuó su camino hacia el encuentro con Kirill Novak, quien seguramente volvería a interrogarlo.
Pero esta vez sería él quien le preguntase todo lo que le acongojaba. La misteriosa Mélissandre era una de las dudas que quería resolver antes de siquiera tomar un libro y buscar lo referente a la leyenda del espejo y los doppelgängers.
Dio vuelta en la rue Chanoinesse, caminó con paso apresurado. El cielo se nubló, el aroma a humedad impregnó por sus fosas nasales y una brisa con ligeras gotas de agua le salpicaron la cara.
Llegó a la esquina con la rue des Chantres, la estrecha calle sombría y grafiteada resultaba intimidante para cualquier persona que caminara sola por la noche. Pero para él era el lugar perfecto para realizar sus operativos secretos, como sus encuentros con Novak.
Caminó hasta el final de la cuadra en donde un trozo de cartón ocultaba una entrada sellada con tablones de madera. Chasqueó los dedos y esas tablas desaparecieron. Entró en la casa abarrotada y gritó el nombre de su colega.
—¡Al fin llegas! —Escuchó a Novak.
—¿Qué es lo que quieres? —preguntó fastidiado de tanto misterio.
—¿Qué hiciste con el espejo?
—Lo tiene Anneliese.
Kirill frunció el ceño y se acercó peligrosamente a Everett, a quien cogió del cuello de la camisa y lo azotó en contra de la pared.
—¡¿Cómo demonios te atreviste a hacer eso?! —gritó.
Everett, enojado por esa actitud se soltó del agarre de su compañero de batallas y se reacomodó la ropa.
—¿Cuál es la necesidad de ejercer tal violencia en mi contra?
—¡No me hagas reír! ¿Qué hiciste con el espejo?
—Ya te dije, lo tiene Anneliese Beaumont —respondió como si no fuera cosa de otro mundo.
Kirill Novak se llevó dos dedos al puente de la nariz. Murmuró múltiples maldiciones antes de empuñar las manos y dirigir un puñetazo a la cara del mago, quien la libró por poco, pues el golpe terminó en la pared.
—Creo que aquí hay varias cosas que debemos aclarar antes de que termines asesinándome.
—Bien, bien. Que se haga lo que diga el monsieur mago —respondió un poco más tranquilo, pero aún molesto por las estupideces de su pupilo.
—¿Qué sabes de la tal Mélissandre Lefebvre?
Kirill frunció el ceño.
—¿Cómo sabes de ella?
—La conocí hace un rato. ¿Qué es ella?
El cazador resopló.
—Es una bruja, una de las más poderosas.
Everett soltó una carcajada incrédula.
—¿Esa mujer una bruja poderosa? ¡Pero si no deja de comer!
—Lo sé —sonrió—, pero, así las cosas. Ella es un as bajo la manga de la Orden. Ella ha atravesado el océano del tiempo y siempre está ahí como una espectadora, interviene solo cuando lo considera importante.
El mago asentía poco convencido.
—¿Qué otra cosa quieres? —preguntó el cazador irritado.
Everett negó.
—Nada. Es todo. De cualquier modo, tengo cosas que hacer.
—Más te vale que recuperes ese espejo —amenazó.
—Sí, como digas.
El mago le dio la espalda y salió de la casa con dirección a su hogar.
Ahí tenía libros y acceso a Internet. Estaba dispuesto a conseguir las respuestas que necesitaba. No importa que Kirill le hablara de eso, o si Mélissandre le hubiera advertido sobre sus actos. Al final el único responsable era él y tenía que saber qué era lo que estaba haciendo.
Era como si entregar el espejo lo hubiera hecho despertar de un sueño. Sus sentidos se recobraban poco a poco y ahora podía pensar con claridad.
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