Capítulo 19

Anneliese entró a casa. Cerró la puerta tras ella. Se deslizó por la puerta hasta quedar sentada, con el violín en una mano y el espejo plateado en la otra. Pegó su cabeza contra la puerta y soltó un suspiro.

Cerró los ojos y contó hasta diez.

Concentrándose en sus recuerdos, guardó completo silencio. Pero su calma se vio perturbada al escuchar gemidos provenir de la habitación de su padre.

Abrió los ojos de repente y se levantó como alma que lleva el diablo. Subió las escaleras y se encerró en su habitación.

Dejó los objetos sobre el tocador y se apresuró a pegarse la almohada a la cabeza.

—¡Qué asco, qué asco! —Se repetía una y otra vez mientras intentaba borrar esos sonidos de su cabeza.

¿Por qué no respetaban la casa? No quería imaginar qué era lo que hacían cuando dormía, pues ella solía tener el sueño algo pesado cuando estaba en calma.

Últimamente no se sentía bien y siempre despertaba gritando. Su padre acudía en su auxilio, solo para encontrarla temblando y con la cara empapada por las lágrimas.

Apretujó más la almohada en sus oídos. Parecía que cada vez que hacía eso, los gemidos se volvían más fuertes como si lo estuvieran haciendo en su oído.

Reprimió las ganas de gritarles, en cambio buscó con la mirada los audífonos, quizá si ponía la música a todo volumen, esos sonidos desagradables se irían.

Olga gritaba como si la estuvieran matando, aquello desagradó a la joven, quien se apresuró a coger los audífonos e insertarlos en su teléfono, el cual a duras penas logró conseguir del bolsillo trasero de su pantalón.

Puso Dance with the Dragon a todo volumen y solo así pudo estar tranquila. Se recostó sobre su espalda y juntó las manos sobre su abdomen. Cerró los ojos y se dejó guiar por la música mientras se imaginaba bailando con el dragón de la historia.

Take my all, I surrender, surrender. I will die another day, another way... —cantó.

«¡Silencio!», la orden pasó por su cabeza con la voz de su madrastra.

Se sobresaltó y abrió los ojos de golpe, encontrándose sobre ella una cara pálida de mirada amenazante, que le sonreía con dientes afilados y la boca manchada de sangre.

Su cuerpo se tensó de tal forma que no podía mover sus extremidades. Con la poca iluminación que entraba por la ventana, logró visualizar dos ojos furiosos y hambrientos.

Una gota de sangre cayó cerca de la comisura de sus labios, deslizándose por su mejilla. Se estremeció al sentirla recorrer su piel.

No podía abrir la boca para gritar y pedir ayuda a su padre.

Anneliese permanecía inmóvil y con ambos ojos puestos sobre la criatura de rubia cabellera que no dejaba de verla con diversión, como si fuera una especie de juguete del cual podía disponer en cualquier momento y a su antojo.

Entonces, sintió dos manos sobre sus brazos, de reojo observó esas pálidas y huesudas manos aprisionándola. Se retorció intentando zafarse de ese agarre, pero, por más que lo hacía, no podía moverse.

Suplicó por piedad. Los ojos se le agüitaron y procuró no llorar. No quería verse vulnerable ante ella.

Apretó los ojos cuando la criatura de rubia cabellera le pasó la lengua por la cara.

Se retorció y chilló hasta que por fin pudo moverse.

Abrió los ojos y se sentó de golpe sobre la cama. Miró a su alrededor. Llevó su mano al pecho y respiró profundamente.

Estaba sola en la habitación.

Se quitó los audífonos, permaneciendo en total calma. Los sonidos erótico-sexuales ya no se escuchaban, por lo que agradeció a estar tranquila y poder dormir en paz.

Se levantó de la cama y miró el tocador. Ahí descansaba el violín.

Mirarlo le trajo recuerdos que desearía olvidar.

—Everett Guélin —pronunció el nombre del chico de ojos azules.

Ahora conocía su nombre y pensar que estuvo a punto de besar al hermano de Matthew le produjo náuseas.

Se consideraba una basura por hacer algo que estaba en contra de sus principios morales. Pero, sobre todo, se sentía como una estúpida al recordar la forma tan fría y distante con la que le habló cuando se topó con él su casa.

¿Qué haces aquí?

—Esta es mi casa.

¿Ustedes se conocen?

—En mi vida la he visto.

Esa breve conversación se repetía en su cabeza una y otra vez.

¿Por qué le habría mentido a Matthew?

«Quizá por la misma razón que tú no dijiste nada», se reprochó.

Ella quería hablar con Everett, tener alguna explicación de su parte, pero lo único que obtuvo fue una indiferencia que le resultó familiar.

El tal E había hecho lo mismo el día que lo conoció.

Algún día regresaría al parque y hablaría con él. El problema, ¿cómo saber si él estaría ahí?

Resopló y se pasó las manos por la cara.

Se levantó de la cama y se dirigió al tocador. Tomó el espejo de plata, sonrojándose en el acto.

Las palabras de Matthew resonaban en su mente.

El espejo era de mi madre, ella quería que se lo entregara a una chica especial.

Negó con la cabeza, pero aun así no pudo evitar sonreír.

Su amigo la consideraba alguien especial. Ella no podía creerlo, sobre todo porque llevaba solo diez días de conocerlo.

Encendió la luz de la habitación y después se sentó sobre la cama con el espejo en mano. Contempló los detalles de las rosas y espinas y las iniciales SH que se mostraban elegantes sobre el cristal.

Acaricio el objeto y miró su reflejo en él.

Después lo dejó sobre la mesa de noche y cogió su violín, comenzando a tomar el aria que le recordaba a su madre. A pesar del odio que sentía por haberla abandonado, no negaba lo mucho que la extrañaba.

Ella quería estar con su madre, pero no sería posible; ya no formaba parte de su vida y en algún momento tendría que aceptarlo, aunque eso involucrara seguir viviendo en esa casa junto a Olga Lavelle.

Resopló bajando el instrumento.

Lo dejó dentro de su estuche y volvió a su cama. Agarró su celular, envolvió en él los audífonos y lo dejó sobre la mesa de noche.

Preparó su cama y después fue a cambiarse de ropa. Se puso el pijama de abuelita que tanto le gustaba por ser calientito. Tenía estampados de florecitas y era rosa.

Salió al baño a lavarse los dientes, pero antes de eso, pegó una oreja a la puerta de su padre, agradeció escucharlo roncar.

Hambre no tenía, solo escuchar las cochinadas de su padre, se le quitó el apetito.

Al regresar, se recostó dentro de las cobijas, pero no pudo conciliar el sueño.

Eran pasadas las doce de la noche cuando escuchó su nombre siendo pronunciado por el viento, en un inaudible susurro que cubría cada recoveco de su habitación.

Abrió los ojos lentamente, para descubrir así una completa oscuridad. Una tenue luz plateada entraba por la ventana, iluminando así el espejo que aún descansaba sobre la mesa de noche.

—Anneliese...

Una dulce y melodiosa voz se escuchó entre la oscuridad.

La castaña se incorporó. Forzó la vista en busca de aquello que pronunciaba su nombre, sin resultado alguno.

Se encogió de hombros dispuesta a dormir una vez más. Se recostó y buscó el celular. La luz azul de la pantalla la encegueció durante unos segundos hasta acostumbrarse y después revisó la hora.

Maldijo en voz baja mientras lo dejaba en su lugar.

Se llevó la cobija a la cara, intentando recuperar el hermoso sueño que tenía con Chayanne, pero una vez más su nombre fue pronunciado por una voz sin cuerpo.

Se sentó sobre la cama, creyó por un momento que estaba delirando o que quizá seguía soñando y todo se volvería una horrible pesadilla.

Exclamó llamando a lo que sea le estuviera perturbando su sueño, más no obtuvo respuesta.

Frunció el entrecejo y se dejó caer en la cama, mirando la oscuridad del techo.

—Annelise...

Volvió a escuchar.

Se mordió la lengua para no gritar y entonces guardó completo silencio para poder detectar el lugar de donde provenía el sonido.

Una parte de ella deseaba esconderse bajo las cobijas y olvidar todo, también pensó en rezar un rosario completo como lo hacía cuando era niña y las pesadillas la acosaban; ahora siendo una joven adulta, lo único que podía hacer para alejarse de las pesadillas y los malos recuerdos era repetirse una y otra vez que nada de eso era real.

Ojalá así fuera.

Su nombre se escuchó una cuarta, quinta y sexta vez.

Giró la cabeza en dirección a donde detectó el sonido. Se deshizo de sus cobijas y agarró el objeto de la mesa de noche.

Frunció el ceño mientras examinaba el espejo.

—Creo que sí estoy loca —murmuró, observando su demacrado reflejo.

Se llevó una mano a la cara, sus ojos se agüitaron y un nudo se formó en su garganta.

No podía creer que esa mujer tan enferma era ella.

Estuvo a punto de dejarlo en su lugar cuando la imagen en el espejo se desvaneció.

Ella parpadeó varias veces y tragó saliva. Su lengua estaba seca y su labio inferior tembló.

«Todo está en tu mente, Anneliese», se repitió.

Entonces, la imagen del espejo regresó.

Pero había algo extraño en su reflejo.

Llevaba el cabello rizado atado en un complicado moño, las mejillas sonrojadas y los labios humectados. Sus ojos tenían un brillo que creía extinguido y sus hermosos labios rosados formaron una sonrisa que incluso a ella le pareció seductora.

El reflejo la miraba con ternura.

Al tiempo que la mujer del espejo sonreía, Anneliese también lo hacía. Contemplaba su cambiado rostro sin creer lo que sus ojos le mostraban.

Se tocó el rostro y la imagen del espejo hizo lo mismo. Se miraba las mejillas, los rulos cayendo sobre sus patillas y el complicado peinado que la sorprendía por más que lo miraba.

—¿Esta soy yo? —preguntó al espejo.

—No, esta soy yo —respondió el reflejo, para sorpresa de Anneliese.

La chica palideció. Estuvo a punto de soltarlo, pero no podía, era como si una fuerza misteriosa controlara cada parte de su cuerpo.

Ella intentó luchar. Se repetía que nada de eso era real. Que no podría salir herida, que estaba soñando.

Pero era inútil. Ella no era lo suficientemente fuerte como para soportar el magnetismo entre ella y el objeto de plata.

La mujer del espejo se tornó borrosa, distorsionada. Ya no era hermosa, sino un cadáver con una lasciva sonrisa que la amenazaba con atacarla.

Un grito se ahogó en su garganta para después acabar siendo consumida por la energía oscura que emanó del espejo, dejándola inconsciente sobre el suelo.

Una risa fue lo último que escuchó aquella noche.

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