Capítulo 15
La puerta del baño se abrió repentinamente. Por el umbral cruzó Anneliese, sobresaltando a una compañera de cabellera verde agua que se delineaba el párpado superior.
—¿Te encuentras bien, Anne? —preguntó la chica.
La castaña asintió intentando mantener la compostura.
—Bien —chasqueó la lengua y volvió a su maquillaje.
Anneliese la miró, era hermosa, en cambio, ella no era más que una chica pálida y fea. Si tan solo volviera a maquillarse podría sentirse mejor consigo misma, pero no le nacía, desde que las pesadillas volvieron, desde que llegó Olga Lavelle a su vida, nada fue igual.
Pensó en pedirle ayuda a esa chica de brillante cabello verde, pero se contuvo. No quiso ser una molestia. Podría burlarse de ella y no estaba dispuesta a soportar más burlas. Con las de Fiorella tenía más que suficiente.
Suspiró.
Se encerró en uno de los cubículos y deseo no salir nunca de ahí.
El recuerdo de esos ojos azules la estremeció. La mirada llena de coquetería la sedujo por un instante, atrayente, peligrosa.
Negó.
No podía ser posible que se sintiera tan atraída por alguien que no conoce. ¿Qué era ese extraño magnetismo que rodeaba a ese hombre rubio de brillantes ojos azules?
Tragó saliva y se rascó la nuca.
Si no fuera por la presencia de la chica al otro lado de la puerta, ya estaría gritando, sacando todo lo que en su interior guardaba con tal de liberarse de la tensión generada por aquel tipo rubio al que catalogó como sexy.
Pero él no era el único en su mente. Matthew no era su prioridad ahora. Lo quería, sí, lo admiraba, también, estaba cómoda con él, por supuesto, pero no, no era el más importante, no al menos en cuanto a intenciones se refería.
Ella tenía ciertas dudas respecto a la amistad con el chico Dubois, no estaba del todo segura si la consideraba una amiga o solo una desconocida a la cual tener lástima por ser una enferma mental. Pero tampoco se sentía con la suficiente confianza como para preguntarle.
Lo averiguaría después. Las cosas se darían poco a poco y quizá llegarían a ser algo más. No. ella no podía permitirse esos sentimientos cuando su cabeza era un nido de confusiones y problemas los cuales resolver.
El enmascarado grosero del parque.
¿Cómo se llamaba? ¿E?
«¿Acaso no tienes un nombre?», recordó aquella pregunta que hizo ese día tras despertar de su estado de inconsciencia, cuando fue perseguida por ese trío de violadores.
¡Ah ese viejito! Según Matthew él trabaja en ese anticuario. Algún día lo visitaría, pero el miedo de volver a ser atacada era mayor a sus buenas intenciones para con él.
Matthew siempre estaba en sus pensamientos, pero debía olvidarlo si deseaba averiguar lo que pasaba con su vida, con el enmascarado, con Olga, con el extraño, con su padre.
Su vida es el sinónimo de caos. Un efecto mariposa que empezó solo con la marcha de su madre, si ella no se hubiera largado con su amante, Olga jamás habría llegado, quizás nunca se hubieran mudado a París ni mucho menos habría conocido a Matthew, ni a Bastien Moncharmin o al grosero sin nombre.
«Debo considerar apropiado el mantener mi identidad anónima, de lo contrario en vano sería portar un antifaz que prácticamente hace la mitad del trabajo por mí. E es mi inicial y con tu perdón, es lo único que te interesaría saber sobre el hombre tras la máscara», recordó las palabras.
«Ni que fuera tan difícil decir "Soy Eutanasio, mucho gusto"».
«¿Quién en su sano juicio llamaría a su hijo Eutanasio?».
Los ojos de Anneliese se abrieron de par en par como dos huevos estrellados.
El tal "E"... ¿cómo pudo replicar sus pensamientos? Nadie tenía esas habilidades, era mera fantasía la telepatía, no existía. Ni el cerebro más poderoso de todos los tiempos podría llegar a ese nivel sacado de historias de ficción.
Entonces, ¿cómo?
Negó con la cabeza tratando de sacarse esas ideas, debe haber una explicación lógica.
—Nadie puede leer la mente, Anneliese, estás exagerando —murmuró.
Everett...
Se sobresaltó. Miró a su alrededor por las cuatro estrechas paredes del cubículo en busca de la voz que pronunció ese nombre.
Atribuyó esa voz a su imaginación.
Se encontraba alterada. Respiró profundamente y procuró relajarse.
Sus pensamientos se centraron entonces en E y el rubio coqueto.
Algo en ellos le resultaba familiar. No porque los conociera de antes, sino que presentía que tenía una extraña conexión que la atraía. Ese instante de tensión fue espontáneo, excitante, estuvo fuera de sí y solo se dejó llevar por el dulce aroma del cuello del muchacho.
No lo conocía y admitía que fue toda una imprudencia de su parte por acusarlo por robar un libro, el libro que ella buscaba con esmero.
Se sonrojó al pensar que él se lo quería dar.
Negó.
No, él robó un libro, eso no se hace, es incorrecto, inmoral. No.
No. No. No.
Pero aun así lo hizo y, en consecuencia, casi lo besa, afortunadamente despertó de su trance hipnótico y escapó antes de cometer alguna locura.
Problemas ya tenía suficientes hasta ahora.
Everett...
Su mirada se posó en el techo, sintiéndose observada como si alguien estuviera dispuesto a agarrarla desde arriba y hacerle daño.
Tragó saliva y se secó las manos ahora sudadas encima de su blusa morada.
Salió del cubículo y se sobresaltó.
La chica del cabello verde la miraba con desaprobación.
—¿Sucede algo? —preguntó con una ceja arqueada.
La chica le sonrió.
—Veo que no me reconociste, Anne.
Ella miró por el rabillo del ojo hacia la puerta, frunció el entrecejo y respondió algo avergonzada.
—Sí, creo...
—¡Soy Miranda Pontmercy, somos compañeras! —respondió ella con una amplia sonrisa—. ¡Ay pero no me veas como si tuviera cara de culo! Me llevas ignorando varios días pero por el contrario, yo te he visto muy enamorada de Matty, ¡ay! Ese chico es tan lindo —dijo llevándose las manos a las mejillas.
Dio un brinquito y sonrió.
—¡Eres afortunada, Anne! —exclamó antes de rodearla con los brazos.
Anneliese contó hasta veinte intentando no molestarse por la repentina invasión a su espacio personal.
«Ella es muy rara», pensó.
Miranda Pontmercy era una de sus compañeras de curso. La recordaba con otro color de cabello, la última vez que la vio, era azul.
Se decía que la chica Pontmercy estaba demente, tenía una obsesión con Los Miserables de Víctor Hugo, atribuyéndose un parentesco con Marius, el sobreviviente de la barricada aquel trágico 6 de junio de 1832.
Claramente nadie le creía, los demás pensaban que vivía sumergida en una historia y que anhelaba vivir en esa época, otros decían que era una especie de técnica actoral que le funcionaba cuando audicionaba. Las opiniones eran variadas, excepto para Anneliese, que no tenía ni la más mínima idea de lo que hablaba, pues, al igual que Pontmercy, ella vivía también en su propio mundo.
—Oye... Miranda, ¿cierto? No estoy enamorada de Mateo —agregó.
La chica de cabello verde se rio.
—¡Oh no mientas! ¡Se te nota en la mirada! ¡Todos lo saben! No eres nada discreta, ¡no! ninguno de los dos es discreto —argumentó llevándose una mano a la boca, ocultando así la sonrisa de sus amarillentos dientes.
Anneliese se sonrojó.
—No, él y yo solo somos amigos, creo. No sé en realidad qué somos, pero pareja nop. Y... ya... se me hizo tarde. Tengo que irme —dijo la castaña intentando escaparse de la teñida.
La señorita Pontmercy la tomó del brazo.
—No, no te vas. Te contaré algo, nadie me cree, pero me vale, ¿entiendes? Mi historia familiar es complicada y no pienso contarla porque no entenderías. Me contaron que mis tatara tatara tatara tatara... —Miranda hablaba mientras la castaña arqueaba una ceja— abuelos tenían dos amigos, Melissa y Alexandre eran como tú y Matty cuando se conocieron, solo que ellos casi se agarraron de los pelos según lo que dicen, pero que en realidad estaban enamorados, ¿oíste Anne? ¡E-na-mo-ra-dos!
—¿A qué viene todo eso? Y no me digas Anne, soy Anneliese.
—¡Ay pero tú sí que eres boba! Si Melissa pudo encontrar el amor con un apuesto francés, tú también puedes y Matty es muy lindo, él es un hombre de los que ya no existen —suspiró con melancolía, contemplando su reflejo en el espejo—. Tienes suerte, chica.
—Suerte es lo que menos tengo en estos tiempos —respondió acercándose al espejo, sin apartar la mirada de su cuerpo y su cara. La oscuridad bajo sus ojos se notaba cada día más, la palidez de su piel asemejaba a la de un muerto en vida y su aumento de peso no la hacía sentir en comodidad.
«Yo no era así», pensó.
—Yo no era así... —repitió en un murmullo.
Miranda le dedicó una mirada comprensiva y posó una mano sobre el hombro de la extranjera.
—¿Quién te ha lastimado tanto, Anne?
—No es algo en lo que debas inmiscuirte, Pontmercy. No es tu asunto.
La francesa chasqueó la lengua.
—Ya sé que no, pero si no eres capaz de hablarlo puedes explotar y eso no será bonito.
—¿Qué estás tratando de decir?
—Fácil. Deja el pasado y concéntrate en el ahora. ¡Vamos! A Matty no le gustas por como te ves, sino por lo que él vio en ti, es obvio.
Anneliese suspiró.
—¿Podrías dejar de decir esa estupidez? ¡Matthew no está enamorado de mí!
—¡Negación! —canturreó—. Es que no lo quieres ver, no aceptas que alguien pueda fijarse en ti —reprochó mientras se sentaba sobre el lavabo—. ¿A qué le tienes miedo?
—A nada.
Miranda entrecerró los ojos, por su lado, Anneliese se cruzó de brazos.
—Mientes. Si no tuvieras miedo, te verías diferente, menos ojerosa y con las mejillas rosadas. Pero no, tú no duermes porque le temes a algo que pueda dañarte y si has subido de peso es porque dejas de comer. ¡El cuerpo te delata Anne!
—¿Me estás llamando enferma?
Miranda negó.
—Eres una persona muy difícil de tratar —comentó.
Anneliese le dio la razón a la chica.
—Si no me atacaras... pero ¿qué puedo hacer? Ya tuve suficiente por hoy.
—Sí, igual yo. —Miranda puntualizó.
Ambas se miraron. La incomodidad las rodeo, por lo que decidieron regresar a clases, aunque la extranjera no tenía la fuerza para moverse, tenía ganas de gritas, sacar de su pecho todo lo que retenía y liberarse, pero no podía.
Everett...
Anneliese se sobresaltó. Miranda al darse cuenta de su comportamiento nervioso, la tomó de la mano y la condujo de regreso a su salón de clases.
Everett...
De nuevo ese nombre fue susurrado en el aire.
Ella suspiró dejándose llevar casi a rastras por su compañera.
Llegaría al punto de todo. Descubriría la verdad, ¿quién es el rubio de ojos azules? ¿cuál es la identidad de E? ¿Por qué el viento susurra ese nombre? ¿Qué siente por Matthew? ¿Miranda tenía razón?
No comprendía nada, pero tampoco lo dejaría de lado.
Ya estaba cansada de ser una ignorante. No solo descubriría a Olga ante su padre, sino también llegaría al fondo de todo. Era un juramento.
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