Capítulo 12

Martes, 13 de septiembre

Para Anneliese, los días le parecían eternos. La noche anterior discutió con Olga por tirar la cena a la basura y con las confrontaciones de su padre al respecto, ya no sabía en donde refugiarse. La música era lo único que le quedaba, pero cómo continuar si incluso su pasión ya comenzaba a cansarla, por más hermoso que viera el violín blanco, no sentía deseo por tocarlo.

La escuela tampoco la ayudaba. Su profesor de Improvisación musical la regañó constantemente por su repentina falta de concentración durante toda la clase y las burlas de Fiorella acompañadas de las risas de sus compañeros no hacían más que aumentar su desconfianza. Pero, solo una persona le tendió la mano durante esos minutos insufribles: Matthew Dubois.

Ella no tenía intenciones de dejarlo acercarse a ella o siquiera permitirle hablarle, pero no fue hasta que lo vio bien cuando se percató que el muchacho tenía maquillaje en el rostro. Así que durante la salida lo siguió hasta la sala de música en donde lo encontró sentado frente al piano, tocando la melodía que ella interpretó en su violín el día en que lo compró: Je crois entendre encore.

—¿Estás bien? —preguntó acercándose al joven de rizos oscuros. El alzó la mirada un poco y después volteó la cabeza—. Mateo...

—Matthew —corrigió.

—¿Quién te hizo eso en el rostro?

Él no dijo nada.

Anneliese se sentó junto a él y posó su mano izquierda sobre el hombro del chico.

—Quizá creas que estoy loca y a veces yo también lo creo, y puede ser que también escuche voces de vez en cuando o vea cosas extrañas. Pero ¿sabes algo? No estoy del todo ciega, por lo que puedo ver que alguien te hizo daño. —Su voz salía dulce.

Lo escuchó suspirar.

—No deberías preocuparte por mí, Anne. Yo estoy bien —respondió con seguridad.

La mirada de Anneliese se posó sobre su herida y luego negó.

—No lo estás. ¿Sabes? Una vez un chico muy amable me dijo que no merecía sufrir, pienso igual que él —sonrió—, porque al final creo que sí tenemos mucho en común.

Una sonrisa se dibujó en el rostro de Matthew.

Ambos se miraron a los ojos y en silencio, compartieron en esa mirada un momento íntimo que se tradujo en complicidad.

—Gracias —murmuró Matthew al cabo de un rato, sonrojándose y bajando la mirada.

Ella se limpió el sudor de las manos sobre el pantalón.

—No, gracias a ti, Matthew. —El chico estuvo a punto de hablar, pero fue interrumpido por las palabras de la extranjera—. Por cierto, puedes llamarme Anneliese, suena más bonito que Anne —añadió enfatizando su primer nombre.

—¿Pensando en mi yerno? —La voz de su padre la sacó de sus pensamientos.

Anneliese se sonrojó.

—Matthew es solo un amigo, nada más —respondió desviando la mirada.

Su padre soltó una carcajada.

—Así decía yo a tu edad. "Es solo una amiga". —Se burló—. Pero si ese muchacho te hace sonreír así, quiere decir que es un buen partido para ti. Me gustaría conocerlo alguna vez.

—¿Enserio quieres?

—¡Por su pollo!

—Pues seguirás queriendo —rio.

Gustave le dio un leve pellizco en el antebrazo y ella se quejó con fingida molestia.

Por lo menos tenía a su padre de su lado en este momento. Cuando llegara a casa, quién sabe si Olga terminaría lavándole le cerebro otra vez.

—Anna Elisa Beaumont —habló la recepcionista interrumpiendo el puñetazo que la chica estuvo a punto de darle a su padre en el hombro.

Ella bajó la mano y la escondió detrás de su espalda y comenzó a silbar.

—Ya puede pasar —añadió.

Gustave dio un asentimiento y entró junto a su hija al consultorio.

Ella tragó saliva y sus manos comenzaron a temblar mientras un escalofrío recorría su espina dorsal.

—Tranquila —susurró su padre, tomándola del hombro.

Ella asintió y después dio un profundo respiro. Se limpió las manos en el pantalón y con la barbilla en alto, ingresó al consultorio. Su padre entró tras ella y cerró la puerta.

Jacques Guillaume se puso de pie y recibió a su paciente con una gran sonrisa, ella devolvió el gesto y miró a su padre, quien ahora le daba la mano al terapeuta.

—Por favor, tomen asiento —dijo Jacques mientras invitaba a la familia a tomar asiento en las sillas frente al escritorio.

El terapeuta procedió a hacer lo mismo. Poco después sacó del cajón de su escritorio un folder azul que contenía el expediente bajo el nombre de Anna Elisa Jolie Beaumont Medina.

Ella intentó ver por encima el folder, pero la mirada de su padre la hizo acomodarse en el asiento.

—Perdón —susurró.

Jacques pasaba hojas, entre ellas, las entrevistas que les hizo a Gustave y Anneliese, la historia clínica y notas adicionales. Leyó rápidamente la historia clínica hasta topar con el diagnóstico.

DIAGNÓSTICO

Eje I: F22.0 Trastorno delirante [297.1]

F43.1 Trastorno de estrés postraumático [309.81]

Eje II: Z03.2 [V71.09]

Eje III: Traumatismos y envenenamientos [800-999]

Eje IV: Fallecimiento de un miembro de la familia.

Problemas académicos.

Eje V: EEAG=55

La paciente se enfrenta a conflictos emocionales y amenazas de origen interno; se aparta del componente afectivo asociado al acontecimiento traumático, pero se mantiene apegada a sus elementos cognoscitivos.


El terapeuta releyó una vez más el diagnóstico y se dispuso a explicarle lo más importante a su paciente.

—De acuerdo con la sintomatología que Anna presenta y corroborado con la información que usted me dio —señaló a Gustave—, el diagnóstico referente a la problemática que presentas es el siguiente: Trastorno delirante y trastorno de estrés postraumático. Esto derivado a una pérdida y asociado a un suceso de origen traumático, el cual se ha...

—¡No es cierto! —exclamó Anneliese—. ¡Yo no estoy loca como para que diga que tengo transtorno delirante! ¡No deliro! ¡Papá, dile!

Ella se dio una bofetada mental al sentirse como una niña boba berrinchuda, pero tenía que defenderse de alguna manera. Ella no se consideraba una loca.

—Anne, por favor, escuchemos al doctor.

—Pero...

—Ya dije.

—Continuo, el estrés postraumático está relacionado a un evento traumático, que en este caso ha sido...

—No creo que sea el mejor momento para decir esto, doctor —interrumpió Gustave—. Mejor díganos qué es lo que procede.

—Monsieur Beaumont, tengo que decirles exactamente lo que está pasando con Anna antes de explicar el proceso que llevaremos a cabo —replicó el terapeuta.

—Insisto doctor, por favor —suplicó—. Dudo mucho que Anna pueda soportarlo.

Anneliese frunció el ceño. No entendía nada de lo que pasaba.

Jacques y Gustave intercambiaron miradas y entonces, el terapeuta cedió.

—De acuerdo. Anna, vamos a trabajar durante 8 sesiones, estas serán semanales.

—¡Qué no estoy loca! —replicó.

—El proceso que llevaremos a cabo durante estas 8 sesiones se llama Psicoterapia centrada en el trauma y consiste en trabajar sobre tu historia de vida, bajo la exposición imaginada del evento traumático y en la exposición en vivo, en donde nos acercaremos a esa situación que te produce temor y nos enfocaremos en los síntomas que presentas cuando te encuentras en una situación de peligro. Pero también te enseñaré técnicas de respiración y además trabajarás en algunas actividades durante tu tiempo libre —explicó el terapeuta.

Ella asentía con la cabeza.

—No entendí nada, pero suena bien —respondió ella.

—Ya entenderás la próxima sesión cuando empecemos el proceso —dijo al tiempo en que ella levantaba un dedo—. Y no, no te voy a medicar, no lo necesitas.

—¿Seguro?

—Sí.

—¿Eso sería todo, doctor? —habló Gustave un tanto nervioso.

Jacques asintió, quizá comprendiendo la situación que el señor Beaumont pasaba.

—Annie, me esperas afuera, tengo que hablar con el doctor Guillaume.

Ella se encogió de hombros. Se despidió del terapeuta y salió del consultorio dejando a su padre hablando en murmullos totalmente inaudibles.

«¿Qué estarán diciendo?», pensó.

Anneliese tomó asiento en la recepción, esperando a que su padre saliera. Recostó la cabeza en la pared y miró el techo. Su padre no salía y no soportaba la vista de la recepcionista, por lo que cerró los ojos, recordando el sueño que tuvo el día anterior cuando quedó inconsciente tras la caída del puente:

—Las dos caminábamos por el parque... —susurró.

Ella lucía un hermoso vestido rosa de lunares y su larga cabellera azabache ondeaba con el viento. Su sonrisa, cálida, afable, hermosa, me hacía sentir segura y plena.

Era más alta que yo, casi por un metro. Pero siempre se ponía a mi altura cuando me hablaba, a veces me llamaba la atención, pero jamás me llegó a gritar. Papá decía que ella era un ángel y yo le creía, porque lo era, mi mamá era nuestro ángel guardián.

Sus expresivos ojos me reconfortaban cuando temía a la oscuridad y sus agradables caricias eran mi compañía durante las terroríficas noches en las que esa mujer del espejo me llamaba con desesperación.

—Anne... —Mi nombre sale de sus labios, dulce, amable.

Sonreí con solo oír su voz. La miré.

Ella me entregó un helado napolitano —mi favorito entre toda la gama de sabores existente—, el cual se derretía por el calor, pero disfrutaba mucho saboreándolo y evitando que el líquido se deslizara hasta mis dedos, dejándolos pegostiosos por el azúcar.

Mi madre rio mientras se llevaba una paleta de limón a la boca.

Seguimos caminando, pero entonces, una camioneta negra se acercó a nosotras. Dos hombres encapuchados salieron de prisa, rodeándonos. Escuché gritos, un claxon y el intercambio de palabras de esos tipos.

Tiré mi helado cuando uno de esos hombres me tomó por los hombros. Mamá gritaba, pataleaba y recibía golpes hasta ya no moverse.

La gente solo miraba y no nos ayudaba, esos hombres apuntaban con armas a todo aquel que intentara acercarse.

No entendía nada, su paleta yacía en el suelo.

Poco después, nos metieron a la camioneta y le taparon la cabeza. Yo no podía moverme, las manos y los labios me temblaban y solo podía sentir mis ojos humedecerse. El escalofrío recorrió mi cuerpo mientras pedía en silencio que no nos pasara nada.

No articulé palabra alguna.

Poco después, me taparon la cara a mí también.

No sé cuánto tiempo pasó.

Mamá no hablaba y tampoco la sentía moverse. Tenía miedo de lo que nos pudiera pasar.

Escuchaba voces, gritos, golpes.

Después de un rato, escuché a mamá, ella lloraba, suplicaba piedad, pero la callaban.

Cuando por fin pude ver un poco de luz, grité al verla frente a mí cubierta de sangre. Su bonito rostro tenía heridas y lágrimas secas. Los ojos rojos de tanto llorar y ella también temblaba.

¿Por qué hacían esto? Mi mamá era tan dulce, ella jamás lastimaría a la gente, es un ángel, ¿no lo entienden? ¡Un ángel!

Una risa se escuchó a lo lejos, un eco, una voz.

Lentamente la dueña de esa risa se acercó a nosotras. Todo estaba oscuro, el aroma a humedad penetraba por mis fosas nasales y me mordí el labio. Apreté los ojos. No me sentía bien, no quería mirar.

«¿Dónde está papá?», era lo único en lo que podía pensar.

Quiero a mi papá. Él nos va a salvar. Lo sé. Lo siento en mi corazón.

—¡Cállate! —gritó esa mujer.

Abrí los ojos y la vi golpeando a mi mamá.

¿Por qué?

—¡Ya déjala! —grité tragándome el nudo que se formaba en mi garganta.

Esa malvada mujer me miró. Sus ojos azules brillantes se tornaron del color de su cabello, ese color rojo que brillaba bajo una tenue luz que se alzaba por encima de nuestras cabezas.

Su mirada perversa no se apartaba de mí. Volví a cerrar los ojos y lloré.

—¡PAPÁ!

Otra vez esa risa.

¿Por qué se reía?

Unos dedos se posaron en mi rostro. Huesudos, fríos. Se movían por mi cara, sus uñas astilladas raspaban mi piel y luego, esos mismos dedos se posicionaron sobre mis párpados intentando abrirme los ojos.

Intenté soltarme, pero no pude.

Entonces fui consciente del amarre de mis manos por detrás de la silla. Intenté patalear, pero mis tobillos eran sujetados por algo metálico y frío.

Volví a gritar, a llorar. Pero ella solo se reía.

Por fin logró su objetivo. Me obligó a mirarla.

Piel pálida, ojos y cabello rojizos, huesuda, malévola. Me sonreía mostrando esos horribles dientes blancos que me recordaban a una especie de monstruo que solo existía en las películas de terror.

¿Qué quería de nosotras? ¿Por qué le pegaba a mi mamá?

—Cassiopé... —canturreó con un aliento podrido.

—M-me lla-lla-mo A...

—¡Cállate bastarda! —gritó soltándome una cachetada.

—¡A mi hija no la toques!

Miré nuevamente a mamá, a pesar de tener el rostro lastimado, pude sentir en su mirada la calidez de un hogar. En sus ojos pude leer un "no tengas miedo, mamá está contigo".

La señora de cabello rojo se alejó de mí y se acercó peligrosamente hacia mí mamá. Temí lo peor, no quería que volviera a sufrir. Ya vi mucho, no quiero que le hagan más daño. Yo la quiero.

Volvió a reír.

Después, sacó un gran cuchillo de entre sus huesudos dedos y con un rápido movimiento atravesó la piel del cuello de mamá. La sangre brotaba de su cuerpo y solo pude ver que la malvada mujer se abalanzó hacia el cuerpo de mi mamá, atacándola.

Charcos de sangre brotaron de su cuerpo.

Grité, grité una y otra vez, quería que se detuviera, que la dejara en paz, pero entonces... no escuché nada más.

La iluminación parpadeó, fugaz, se levantó y se acercó a mí con esos labios escurriendo con la sangre de un ángel.

Apreté los ojos.

Su podrido aliento me provocó nauseas, sentí el filo de su cuchillo en mi cuello y temblé ante lo que pudiera hacerme.

—¡PAPÁ!

—¿Nos vamos?

Anneliese abrió los ojos de golpe. Su pulso se aceleró y se llevó una mano al pecho.

—¡Me asustaste! —Se quejó.

—Así tendrás la conciencia.

La broma de su padre la tensó.

—Vámonos —añadió.

Ambos salieron de la clínica y se fueron a casa. En el camino, la chica no dejaba de preguntarse qué era lo que había hablado con Jacques Guillaume.

¿Tan grave era su padecimiento como para que lo hicieran a escondidas? Ella también tenía derecho a saber.

Quería saber qué es lo que le pasaba, pero a la vez sentía miedo de por fin darle un nombre.

«Algún día...», pensó echando una última mirada a la clínica psicológica antes de alejarse por completo.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top