Capítulo 11

Matthew despertó, se pasó las manos por los ojos y con pereza se fue incorporando.

Estaba sentado a la orilla del Sena, cerca de las escaleras que conducían a la calle.

Miró el puente intacto y después se burló.

No era tan alto después de todo, quizás unos cuatro o cinco metros a la altura del río. Pero desconocía si la chica sabía nadar, el miedo que reflejó al amenazarlo lo confirmaba.

Anneliese seguía inconsciente. Junto a ellos se encontraban sus pertenencias, las mochilas y el zapato de la chica estaban intactos.

Sonrió. Al menos estaban a salvo.

Pero como si una idea lo golpeara, reaccionó: ¿por qué sus ropas estaban secas?

Intentó recordar lo sucedido, pero apenas podía visualizar tenues imágenes que se volvían cada vez más borrosas.

Suspiró y se llevó las manos a la cabeza. Cerró los ojos y trató de mantener la calma, forzándose a recordar, dándose por vencido poco después.

—¡PAPÁ! —gritó Anneliese, retorciéndose en su lugar, agitando las manos y las piernas como si estuviera luchando contra algo muy grande y fuerte.

Matthew se sobresaltó y acudió en su auxilio.

La tomó por los hombros, hablándole con desesperación, intentando despertarla, pero ella no reaccionaba.

Si no lo conseguía, entonces él también entraría en pánico. De un momento a otro, lo consiguió.

—¿Estás bien? —preguntó agitado.

Anneliese tragó saliva. Su cuerpo le traicionaba, con la frente bañada en sudor y las manos temblorosas, se cubrió la cara, sollozando. Fue rodeada por el cálido abrazo de Matthew.

Ella lloraba.

—Estoy aquí, Anne, no llores más... —decía mientras depositaba un beso sobre su cabeza—. Todo estará bien.

Se mantuvieron así durante un tiempo.

Ella no dejaba de jadear sobre su pecho, poco a poco fue calmándose hasta quedarse sin lágrimas.

Suspiró. Poco después se sonrojó.

Alejándose de Matthew y con la cabeza gacha, se disculpó con su compañero por su actitud.

—No te preocupes, Anne —respondió con ternura.

—Anneliese —reprendió.

Anneliese tomó aire y miró al horizonte, donde el puente permanecía intacto. Frunció el ceño y luego miró el Sena, todo tranquilo, relajante, con un cielo arrebolado y cálido en compañía de su nuevo amigo.

Se mantuvieron en silencio, cada uno en sus asuntos.

«¿Qué estaría pensando?», se preguntó el chico.

Le dedicó una mirada de reojo. Ella contemplaba el río con la mirada perdida en el reflejo de las nubes. Él procedió a hacer lo mismo, intentando recapitular todo lo que aconteció ese día.

—No lo entiendo... —susurró Anneliese al cabo de un rato.

—¿Qué? —preguntó él sin mirarla.

—Todo. ¿Qué fue lo que sucedió?

Le dedicó una mirada al chico. Él se encogió de hombros.

—No lo sé. Es todo muy confuso.

Ella asintió.

—El puente está... bien.

—Sí. Supongo que nos caímos...

—Pero no tiene sentido. Estamos secos. No lo entiendo —puntualizó tocándose la ropa—. Es todo tan extraño. Y no hablo solo por lo de hoy —añadió en voz baja, Matthew sonrió al haberla escuchado, pero hizo oídos sordos ante el repentino sonrojo de la chica.

—Lo sé.

Silencio.

—¿Sabes? Soñé con mi mamá —soltó de pronto.

Matthew se sorprendió al escucharla. Ella no había hablado con él sobre esos temas.

—¿Qué soñaste? —preguntó mirándola con ternura.

—Algo muy extraño. No lo recuerdo bien, lo cual es una vergüenza porque no tendría caso contarte. En fin, soñé con el último día que la vi antes de que se largara con su amante.

—¿Tenía un amante? —Tragó saliva. Hasta parecía un deja vu.

—Ajá. Yo tenía seis o siete años masomenos. Tuve un accidente y terminé hospitalizada, cuando desperté, mi papá me dijo que mi "madre" se había ido. No me quiso decir a donde, por lo que solamente cuando crecí, supe que se fue con su amante. Pero a papá no le gusta hablar de ello.

—¿Y qué te pasó cuando eras niñas?

—Sigo siendo niña, Matt —rio, él ni se inmutó—. Mmju, no entiendes mis bromas sin gracia. En fin, estábamos en el parque, mi madre y yo, quiero decir, entonces fui atropellada o algo así. El chiste es que terminé en el hospital y con un problema mental muy serio.

—Oh...

—Trastorno de estrés postraumático según mi psicólogo.

Matthew suspiró.

—Pero eso no es tan grave, ¿o sí?

—Na. Lo normal, mientras no me mediquen todo bien, creo yo. Lo malo es que nadie me quiere, todos me odian y mejor me como un gusanito.

El chico se rio.

—A veces no entiendo tu humor, Anne... liese.

—Es porque soy un bicho raro, ¿no?

—No no no no... digo, ¡no! —exclamó.

—Pero entonces no piensas que estoy loca.

—Sigo creyendo firmemente que ambos tenemos más en común de lo que crees —sonrió.

Ella asintió, sonrojándose.

Ambos miraron el atardecer hasta que llegó la hora de irse.

De pronto, Matthew recordó un par de ojos verdes tan familiares, ¿podría ser?

—¡Nada tiene sentido! —Ella repitió en voz baja.

—¿Estás bien?

—¿Quieres la verdad? —preguntó. Matthew asintió—. No, no lo estoy. Simplemente creo que estoy enloqueciendo a pesar de que lo niegues.

—No eres la única. Créeme.

Se miraron. Ella le sonrió, él se sonrojó.

Poco a poco, ella se fue acercando a él, sus ojos se posaban sobre esos malheridos labios y su respiración se aceleraba poco a poco. Cerró los ojos y esperó un momento antes de hablar:

—Creo que ya es hora irnos.

—Creo que ya es hora irnos —dijo Anneliese.

Matthew tragó saliva y desvió la mirada. No quería pensar siquiera en la posibilidad de haber recibido un beso de la chica que consideraba su musa inspiradora. La única con la que podía compaginar sin temor a nada.

Se sentía un completo idiota.

Aunque no tenía contemplado que todo avanzara muy rápido. Solo habían pasado días desde que sostuvo una conversación decente con ella.

Todo parecía un sueño. Como si al fin comenzara a tomar sentido su vida.

Ella es la luz que lo salvaría de la oscuridad.

Un nudo se formó en su garganta. Un ligero sonrojo se hizo presente en sus mejillas y agradeció a que la chica no lo hubiese visto tan vulnerable.

Ella recogía sus pertenencias, se colocó la mochila al hombro y acto seguido, le dirigió una afable mirada, acompañada de una amplia sonrisa.

Él le devolvió el gesto con la mirada y juntos caminaron de regreso a casa.

Durante el trayecto no pudo evitar pensar en lo que Anneliese había dicho respecto a su madre, ni lo mucho que tenían en común sus historias. Ahora comprendía mejor su actitud y por fin respiraba tranquilo al descubrir que ella no era esquizofrénica, pero de igual forma padecía un trastorno el cual no tenía ni la más mínima idea de lo que debía hacer en caso de que entrar en una crisis, claro, si es que llegaba a tener alguna; esperaba que no.

—¿Sabes algo? —La chica rompió el silencio.

Ella lucía tan tranquila a pesar del terror que sintió durante su estado de inconsciencia. Era como si nada de eso hubiera sucedido, como si por fin pudiera ver a la verdadera Anneliese, oculta tras una máscara de angustia y dolor.

—¿Qué? —respondió sin mirarla porque, si lo hacía, podría sonrojarse y eso era algo que trataba de evitar a toda costa.

Su corazón se aceleraba con cada paso que daba y las manos le sudaron.

—Me gustan los cuentos de Grimm —soltó.

—¿Qué?

Ella rio.

—Dije que me gustan los cuentos de Grimm, ¿a ti no?

—No, digo sí. ¿Qué?

—¡Ay, Mateo! —soltó una carcajada—. Intento hacerte la plática, vienes muy pensativo y es incómodo caminar sin hablar. Mon Dieu! (como dicen ustedes los franchutes).

—Creo que sí, tienes razón, pero mi nombre es Matt...

—Matthew, ya lo sé, pero es lo mismo que Mateo —argumentó encogiéndose de hombros—. No es mi problema que te llames igual que el apóstol Mateo.

Él se rio.

—Entonces, Anne, ¿cuál dices que es tu cuento favorito de los hermanos Grimm? —preguntó cambiando el tema.

Ella frunció el ceño.

—No me mires así, tú empezaste a cambiarme el nombre —añadió él encogiéndose de hombros mientras se acomodaba la mochila.

—¡Pero sí que eres cizañoso!

—Tú empezaste, querida. —Le guiñó el ojo.

Anneliese se llevó una mano a la barbilla e hizo un sonido labial con la letra M.

—Si yo pudiera elegir uno, ese sería Hansel y Gretel. ¿Sabes? Tuve un psicólogo que me psicoanalizó el cuento cuando era bien chiquita —rio—. ¡Pura charlatanería eso del psicoanálisis! ¡Ni sirve! ¡Ni saben!

«¿Esto es normal?», se preguntó Matthew, pues, de un momento a otro, la chica comenzó a contarle sus anécdotas referentes a sus anteriores terapias psicológicas. Aunque lo atribuyó a que no tenía amigos a los cuales contarles sobre su problemas.

«¡Qué triste!».

Borró ese último pensamiento de su mente, jamás pasó. No, él no se permitiría nunca pensar de esa manera respecto a su vida. Todos tenían problemas al fin de cuentas y no habría ni porqué realizar juicios de valor que no le correspondían.

Sonrió. Se sentía afortunado de conocerla un poco más, aún si fuera muy poco al respecto. Por lo menos ya llevaba un mejor avance y quizás y sólo quizá, podría encontrar la inspiración para recrear aquella música que escuchó alguna vez hace mucho tiempo.

—Una vez me dijeron que yo era como los niños atrapados en la casa de la bruja, ¿tú que piensas?

Matthew parpadeó un par de veces antes de caer en cuenta que la chica seguía hablando. Se dio una bofetada mental, pues la había dejado de escuchar desde hace un buen rato.

—Pienso que a veces llegamos a identificarnos con personajes cuando estamos pasando por situaciones similares o complicadas —respondió—, es cuando dicen que no puedes separar la ficción de la realidad, porque uno mismo termina encerrándose en un mundo de fantasía en donde no hay amenazas más allá de una problemática como, no sé, la bruja disfrazada de dulce anciana.

—¿Cómo Olga?

—¿Quién?

—La bruja de mi madrastra, esa loca que quiere matarme, ¿recuerdas?

Él asintió.

—¿Por qué todas las madrastras son malas?

—No creo que lo sean todas, claro que hay sus excepciones.

—¿Entonces estás de acuerdo en que Olga es mala?

—No la conozco.

—Espero nunca tengas que hacerlo.

Un Volkswagen escarabajo rojo pasó junto a ellos, Anneliese al verlo le soltó un puñetazo al chico en el brazo.

—¡Bochito rojo! —exclamó sonriendo.

Matthew hizo una mueca de dolor. Se sobó el brazo y se preguntó, ¿qué demonios había sido eso?

—¿Qué te hice? —preguntó.

Acto seguido, ella le sobó el brazo, justo donde había depositado el golpe.

—Es un juego, bobo, no seas nena —rio.

Él frunció el ceño.

—¿Acabas de insultarme?

—No, pero sí quieres sí. Depende de cómo te lo tomes, Matt. Estamos en confianza, no te lo tomes todo a pecho.

—Tienes razón, Anneliese.

—Siempre. —Le dedicó una sonrisa.

Matthew se detuvo en seco. No sabía a donde se estaba dirigiendo. Miró a la chica que seguía avanzando sin notar su ausencia.

«Debe seguir jugando», pensó.

Corrió hacia donde ella estaba y un poco agitado le preguntó:

—¿A dónde vamos?

Ella se detuvo, lo miró fijamente.

—No lo sé, yo te estaba siguiendo a ti.

—No, yo creía que te seguía a ti.

Tras unos momentos de incómodo silencio, ambos estallaron en carcajadas, recibiendo así miradas despectivas de los transeúntes franceses que pasaban junto a ellos.

Otros se alejaron como si tuvieran una enfermedad contagiosa.

Matthew fue el primero en callar.

Ella le sonrió.

¡Cuánto amaba esa sonrisa! Y era solo para él. Cada que sonreía se sentía en el cielo, en un paraíso en el cual no deseaba irse jamás y quedarse para siempre.

Era hermosa ante sus ojos, incluso con todo y sus imperfecciones, ya que eso era lo que la convertía en Anneliese Beaumont.

Tomó aire y le preguntó:

—¿En dónde dices que vives?

La castaña lo miró fijamente con esos ojos chocolate tan expresivos y después se cruzó de brazos.

—En mi casa.

Él frunció los labios.

Al parecer a ella le gustaban todos esos juegos sin gracia.

Paciencia. Necesitaría mucha paciencia si quería seguir teniéndola a su lado.

—33 rue de la Sourdière —dijo Anneliese captando su atención.

Él memorizó la dirección y ambos se dirigieron aldomicilio.

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