Capítulo 1

Martes, 6 de septiembre

El bolígrafo danzaba sobre el papel con cierta destreza. Anneliese se mordió el labio intentando mantener la mente alejada de cualquier cosa que estuviera escribiendo en esa libreta. Tomó aire y bajó la mirada.

Deseó hablar, pero su garganta no profirió ningún sonido.

El bolígrafo sobre el papel era uno de los pocos sonidos que escuchaba en ese sitio, claro, además del reloj de pared en forma de Psi que marcaba las 3:15 de la tarde.

Se rascó el hombro y se removió sobre la silla. Sintió que el trasero se le aplanaba sobre esa silla en espera a que él terminase de apuntar sus datos personales.

Anneliese había llegado tarde a la consulta, pero no porque no quisiera llegar, sino porque se entretuvo platicando con Miranda Pontmercy, una compañera de su curso en el Conservatorio, sobre la asignación del jueves de madame Moire, una de las mejores profesoras de música que había tenido el honor de conocer.

—Muy bien, Anna. Dime, ¿qué te trae hoy por aquí?

Su pregunta la agarró desprevenida.

«¿Cómo puedo decirle sin parecer que estoy demente, sobre mi problema de sueño?», pensó preocupada.

—Pues últimamente he tenido pesadillas y esto me está llegando a afectar mucho... —respondió desviando la mirada.

—¿En qué forma te está afectando tener esas pesadillas? —dijo él mirándola por sobre sus gafas.

—Ay..., pues, no descanso lo suficiente y no puedo concentrarme en mis clases, además siento que la falta de sueño me está haciendo ver cosas que no están ahí —confesó al fin.

«Solo espero que no piense que estoy loca o que diga que mi problema es cosa mía y no existe cura o peor, que decida no atenderme», sus pensamientos se volvían cada vez más catastróficos pues, ¿quién querría atender a una loca como ella?

—¿Qué tipo de cosas ves?

Ella se estremeció. Al fin sentía que alguien más la escuchaba que no fuera solo la pared de su habitación.

Aunque al final de cuentas solo era una entrevista inicial. Dudaba de que él se sintiera realmente interesado en su problema.

—Pues... no sé cómo explicarlo. No solo veo cosas, también escucho voces burlándose de mí o diciendo que nadie me quiere, que soy un estorbo. A veces veo lombrices en mi comida, pero al revisar el plato descubro que solo es espagueti con albóndigas.

—¿Y desde cuando comenzaste a tener estas alucinaciones?

—Creo que dos o tres... meses —dijo llevándose una mano a la barbilla—. ¡No! Le estoy mintiendo. Comenzó hace cuatro meses, después de que mi padre llegó a casa con su nueva esposa.

—Bien —dijo apuntando nuevamente en su cuaderno.

«Ya me voy imaginando lo que dice: Loca de atar», pensó mirando el bolígrafo moverse sobre el papel.

—Y cuéntame, ¿cómo has afrontado esto?

—No lo hago o eso pienso. Cuando siento que estoy comenzando a perder la cordura, uso esto —dijo buscando en el interior de su bolsillo un frasco con pastillas de menta.

—¿Qué es eso?

—Pastillas de menta. Siempre que estoy ansiosa como una, me ayuda a relajarme, además son muy ricas.

—¿Desde cuándo las usas?

La mirada del terapeuta no la dejaba ni un segundo tranquila. Como si intentara desvelar todos sus secretos con solo mirarla.

—No lo recuerdo. Papá dice que siempre lo he hecho, así que imagino que desde que era una niña.

Él asintió.

—Dime Anne, ¿has tomado terapia anteriormente?

No le fue necesario responder. Asintió y él continuó con su interrogatorio, que, al parecer no era para nada intimidante ni incómodo. Por el contrario, se sentía relajada.

—¿Y cómo fue tu experiencia? —preguntó relajado.

—Pues solo me hacían hablar y hablar, pero no me decían nada, era como si estuviera en una conversación con la pared.

—Y ahora, ¿cuáles serían tus expectativas? ¿qué quieres lograr en esta terapia?

Ella guardó silencio por unos momentos intentando encontrar la respuesta adecuada.

En realidad, ella no tenía idea de lo que quería lograr. Solo estaba ahí sentada en ese consultorio por petición de su padre, después de todo, él era la única persona que conocía se había preocupado por ella desde que las pesadillas regresaron.

—Solo quiero estar tranquila. —Fue su respuesta.

—¿Qué defines tú como «estar tranquila»?

Por un momento ella sintió que él tenía escrito en su libreta una guía, pero de alguna manera, también pensó que él le hacía las preguntas conforme ella respondía.

Aunque eso sí, su voz se mantenía tranquila, neutral. Sin prejuicios de los cuales sentirse inhibida al responder.

—Tranquila... —repitió tratando de responder de la manera más honesta de la que era capaz—, pues estar tranquila es no preocuparse o esperar ver alimañas en mi comida, o conciliar el sueño cada noche sin temor a despertar gritando en la madrugada.

—¿Tienes amigos?

Su pregunta la agarró por sorpresa.

—No —respondí mecánicamente—. A veces hablo con una chica algo extravagante, ella me agrada, pero no la considero una amiga como tal.

Respondió pensando en Miranda Pontmercy.

—Me comentaste que tu padre se casó nuevamente hace cuatro meses, ¿cómo lo tomaste?

«Oh, entonces sí me está prestando atención. Es bonito. Me agrada.», pensó.

—En primera me cayó mal y en segunda, me dan ganas de asfixiarla. En resumen, la detesto. Es una hipócrita. Ya sabe, el típico cliché de la madrastra malvada.

—¿Cómo es una madrastra malvada? —cuestionó él, tratando de indagar más en sus respuestas.

—Pues ya sabe, como la de Cenicienta o Blanca Nieves.

Él asintió anotando en su libreta la frase: «cuentos de hadas.»

Los nervios se apoderaron de ella, ¿qué estará escribiendo? Esa pregunta no la dejaría dormir esta noche.

—¿Te gustan los cuentos, Anna? —preguntó al cabo de unos segundos.

Ella sonrió.

—¿Cuál es tu cuento favorito? —añadió al ver su amplia sonrisa.

—Hansel y Gretel —respondió con ánimo—. Ese cuento de los hermanos Grimm me gustó desde que era una niña. La sola idea de encontrarme en una casa de galleta y dulces me emocionaba. Claro, sin la parte de la bruja, pero comer muchos dulces como ellos era una fantasía que espero poder cumplir en algún momento.

—Muy bien. Antes de terminar, me gustaría saber, ¿recuerdas lo que sueñas?

Ella asintió.

—¿Usted sabe de sueños? Sobre todo, de esos en los que te ves a ti mismo y puedes controlarlos de alguna manera, pero que, de un momento a otro..., se convierten en pesadillas, pero de esas horribles que parecen tan... reales.

—¿Cómo un sueño lúcido?

—Sí, parecido —dijo chasqueando la boca.

—¿Esos sueños terminan siendo las pesadillas que mencionaste? —preguntó acomodándose los lentes, poco después se recargó en su asiento.

«¿Cómo lo sabe? Vaya, este hombre es muy bueno.»

Se pasó la lengua por los labios y luego titubeó.

Al parecer había llegado el momento para hablar de su sueño.

El silencio reinó nuevamente durante un largo rato.

El reloj aún marcaba buena hora. La sesión duraría 50 minutos de acuerdo con lo que le comentó al principio y todavía tenía cerca de quince para que terminara.

Resopló.

«¡Vamos Anneliese!», se animó. «Si yo no lo hago, nadie lo hará por mí».

—¿Qué es lo que sueñas? —agregó el terapeuta sin esperar su respuesta.

—Yo... —habló por fin—. Camino por un bosque oscuro sin un rumbo fijo hasta que me doy cuenta de una especie de caminito de avena que voy dejando, así como un rastro. De pronto me encuentro con una cabaña rústica...

»Luce acogedora, además de la chimenea sale humo y hay un aroma delicioso, como... dulce, no sé, como cuando están horneando pan, así huele, y la mantequilla es tan suave que se hace agua a la boca. Ese aroma me invita a entrar y lo hago.

»El interior es luminoso, cálido. El aroma a pan impregna por mi nariz y me dio hambre, porque, pues... ¡Olía a pan!

»—Anna, mi vida —habló una mujer con una voz tan dulce y reconfortante—, ¡qué bueno que has llegado a casa! —dijo dándome un abrazo.

»Esa mujer no tenía un rostro o quizás no lo recuerdo. Pero me sentía tan bien, como si ese abrazo me protegiera.

»Poco después, me ofrece pan y queso y acaricia mi mejilla como si yo fuese alguien cercano a ella. No sé, era agradable. Le sonrío y ella hace lo mismo. Después se aleja y me dice que volverá con unas galletas de avena, curioso, esas son mis favoritas desde niña.

»Sin embargo, en cuanto ella se va, me siento sola. El reloj avanza y mientras más tiempo pasa, la cabaña va cambiando... ya no luce acogedora, por el contrario, se vuelve oscura y húmeda. Escucho un goteo, el aroma a humedad se vuelve intenso. Miro mi plato, el pan y el queso se llenan de moho e insectos. Siento una arcada y luego escucho un grito que me estremece por completo.

»Un escalofrío me recorre y entonces la veo regresar por donde se fue. Pero no era ella. Esta mujer de cabello rojo aparece y sonríe como si fuera una perversa de esas que gustan de torturar y masacrar gente. Ella tiene sangre en la boca y los dientes manchados de rojo.

»—Cassiopé Watters. —La escucho decir, pero no entiendo nada.

»Ella me muestra un espejo de mano, antiguo, sí, muy antiguo, es plateado. Y... me lo arroja, este cae al suelo de madera podrida y en los trozos del cristal alcanzo a ver mi reflejo, pero... sé que no soy yo. De repente me siento ajena a todo, como si me convirtiera en un espectador, me veo ahí enfrente, parada como idiota mientras esa mujer se burla de mí.

»Pero, algo me dice que esa mujer no soy yo, que me veo a mí misma, pero en realidad es otra persona. ¡Agh, no sé cómo explicarlo! Entonces... esa mujer maquiavélica se lanza hacia mi garganta. Después, nada.

—Ahí es cuando despierto bañada en sudor y con mi padre a un lado, tratando de consolarme —finalizó encogiéndose de hombros.

—¿Hay algo que todavía no me has dicho? —preguntó el terapeuta sin dejar de hacer anotaciones.

Ella miró el reloj, quedaba poco tiempo para que su sesión diera por finalizada.

«¿Tan rápido pasó? Creo que en parte fue mi culpa, por extenderme demasiado en mis respuestas y mantenerme callada en ciertas ocasiones».

—No creo.

—¿Tienes algún pasatiempo?

Ella volvió a sonreír.

—Toco el violín. Es una experiencia relajante, me ayuda a olvidar.

—¿A qué te refieres con «olvidar»? —preguntó enfatizando la última palabra.

—Las pesadillas y que cualquiera puede hacerme daño.

Él asintió.

—¿Has tenido reacciones violentas?

—¿Qué tiene que ver eso conmigo? —preguntó al sentir que le estaba cambiando de tema.

Pero él no dijo nada. Se encontraba a la espera de una respuesta.

Ella se dio por vencida y respondió:

—A veces. Solo cuando alguien quiere atacarme o me quiere agredir.

—Bien. ¿Algo más que quieras añadir?

Negó.

—Hasta ahora creo que no.

—Muy bien —dijo acomodándose en su asiento—. Te diré lo que vamos a hacer para tratar tu problema, comencemos con las pesadillas, es importante detectar su origen y trabajar con base a ello. Descarto por el momento de que se trate de una parasomnia, pero tendría que esperar tu evolución a lo largo de la semana.

»Las alucinaciones que me comentas no creo que tengan relación con tu falta de sueño, más bien podrían ser el producto de algún factor que está alterando tu psique de manera negativa. No quiero decir que tengas esquizofrenia, pero sí son síntomas delirantes.

»Además, necesito realizar una segunda evaluación para entregarte un diagnóstico concreto y, si no te molesta, me gustaría entrevistar a tu padre. ¿Tienes algún problema con eso?

Ella torció los labios. No le agradaba la idea que su padre estuviera al tanto de su problema, ni mucho menos de que se enterara de sus alucinaciones. Las pesadillas son una cosa, pero que le dijera que estaba delirando ya es otra.

«No estoy delirando, estoy consciente de lo que pasa. ¡No es mi imaginación! Pero, puede que sí lo sea y entonces todo es un producto de mi cansancio».

Tendría que esperar por su diagnóstico.

—Y... ¿Cómo vamos a trabajar? —preguntó sintiendo sus mejillas arder.

¡Qué vergüenza sintió por tener que preguntarle cómo se llevaría a cabo la terapia!

—Te lo diré la siguiente sesión después de haber entrevistado a tu padre. ¿Te parece bien?

Ella asintió. Al final solo esperaba que no se tratara de algo malo.

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