Escape


Ya va por la carretera y el juego hipnótico de la autopista va sumergiéndose en una marcha mecánica, intuitiva. En la mañana estaba en la comodidad de su trabajo, ahora tomaba un rumbo incierto pero desesperadamente necesario. Abre la ventana para que el humo del cigarrillo salga, una estela azul nace del cilindro y baila antes de irse afuera. La música está a todo volumen.

La soledad de la carretera le llena de un extraño sentimiento, de pronto Jimmy Hendrix suena de copiloto y la noche va cayendo, sólo ve la sombra de prados y el lucero a su izquierda, que tiñendo de azul los campos va retratando la sombra de animales erráticos en los potreros. La tímida luz de alguna casa en medio del viaje de cientos de automóviles ofrece hospedaje, comida al paso, gasolina. Una que otra animita se dibuja al costado de la autopista y pasa rápidamente.

Es una noche muy especial para su corazón que descansa del pasado, finalmente se considera libre. Va con la cabeza en alto hacia el olvido y sólo piensa en lo que sucederá al día siguiente. ¿Qué le brindará aquella corazonada que le obliga a echar raíces en una tierra ajena y desconocida?

Le cuesta, desde luego, olvidarlo todo. Aún parece escuchar a la niña susurrarle al oído un secreto. Deberá aprender a olvidar; apenas vengan a su mente sentimientos de culpa, deberá obligarse a pensar en otra cosa, en la contingencia.

Se detiene a un costado de la autopista. A su lado pasan los torpes camiones, a su derecha se despliega una fila ordenada de luces que parecen determinar el lugar de un pueblo.

Ahí, echa las espaldas del asiento hacia atrás y pretende dormir, no sin antes fumar un último cigarrillo. La noche es oscura, pero comienza a vislumbrarse la luna en medio de las nubes, sale del auto y prefiere el aire fresco. Camina hacia su derecha lentamente, hay un acantilado bajo el cual una calle solitaria le detiene. En medio de la oscuridad, poco a poco comienza a ver mejor las cosas, y distingue un grupo de pequeñas casas de luces apagadas bajo sus pies. El pueblo parece tranquilo, e incluso la carretera parece tranquila, le calma el corazón aquella libertad nocturna, apaga la colilla y vuelve al automóvil. Apaga el motor, se recuesta en el asiento, tarda en dormirse.

Fuma dos, tres, cuatro cigarrillos. No tiene sueño. Pasan las horas y la luna ha despejado el paisaje, las sombras dibujan mejor el lugar del pueblo: está en medio de la carretera, de unas colinas elegantes que se levantan a la distancia.

Debe ser un pueblo agrícola. Se dice. Mañana irá a ver qué tal, comprará alimentos y buena cantidad de provisiones, había olvidado cosas fundamentales a la hora de comenzar un viaje, la fuerza del impulso. Tendrá que comprar además de alimento, algunas prendas de vestir, cartones de cigarros, un termo para echar agua caliente.

Al día siguiente, lo despierta una nube de polvo que entra por la ventana y el sol está justo frente a él cegándole la vista. Ha dejado la ventana abierta, sube el vidrio con prisa. Estornuda con fuerza y le parece haber dormido sólo unos minutos, pero el sol le convence que ha pasado la noche entera. Echa andar el motor y toma la curva que le guía por un estrecho camino de tierra.

El pueblo es pequeño y las casas tienen todas sus ventanas cerradas. Sólo es una calle y unas pocas casas con amplios jardines. Hay unas vacas pastando en el prado húmedo de rocío, canta un gallo que le enfría el corazón: los sonidos del campo, de la naturaleza, cautivan sus sentidos y se deshace de aquella actitud defensiva que se adquiere en la ciudad, esa constante alerta.

Pocas veces se sintió en calma con el mundo, y esa mañana desde hace mucho tiempo siente la muerte bastante lejana, sentía un leve renacer. No hay otro automóvil estacionado, se detuvo junto a una pequeña residencial que afuera tenía mesas a manera de café, resguardadas por la sombra de un techo de madera que sobresalía hacia la calle.

Al fondo, dos muchachas miran un mapa, no alcanza a escuchar lo que dicen. Se sienta decididamente en una de las mesas y espera a que alguien salga a preguntarle qué se sirve, pide un café con leche. Las muchachas llevan cada una su mochila, un saco de dormir y otra mochila más pequeña.

El sol comienza a alumbrar sobre la piel de las muchachas, ellas comen frutas y toman leche. Una viste de verde, blue jeans, lleva anteojos negros y sostiene un libro entre sus piernas. La otra, de polera blanca, tiene uvas en la mano y las degusta una por una. Guardan el mapa en una de las mochilas pequeñas.

Su café es menos amargo de lo que él acostumbra, pero la espuma de la leche disuelta está en sintonía con la mañana, pocas veces tiene la posibilidad de contemplar así la realidad. Quiere probar ante sí mismo una cosa: puede ser capaz de vivir sin las mujeres, se puede anhelar algo todavía más profundo. Por tanto, decide alejar su vista de las muchachas, reprime ese impulso arcano y sublime, las ganas de mirar sus piernas, contemplar sus hermosos rostros.

Las chicas se levantan, toman las mochilas y con absoluta rapidez las ponen en sus espaldas. Se abrochan los cinturones. Caminan y pasan junto a él que permanece abstraído en su café y evita alzar la mirada. Sólo es menos sufrimiento, se dice a sí mismo: si al menos hubiese la posibilidad de un triunfo, valdría la pena ser más afectivo. Pero así como rechaza la posibilidad de un triunfo también rechaza la posibilidad del fracaso. Está obsesionado con la supremacía total de la soledad. Tal vez está siendo muy extremo, pero son extremos sus instintos al mismo tiempo, entonces comprende ciertamente una verdad: Si fuera a un psiquiatra, le diría que es neurótico, que ha formado barreras brutales a sus instintos. Más que una enfermedad mental es un instrumento de defensa; tal vez ahora que está libre pueda volver a ser quién es, y con el tiempo, desprenderse del ancla de su pesada forma de sentir. Debe comenzar a ser feliz sólo con el café con leche, sólo con la mañana que le tiene dichoso a la orilla de un poblado, al costado de la carretera. Debe comenzar a disfrutar su vida de vagabundo con gloria.

El café brasileño, será, por otro lado, una parte fundamental de su felicidad. Llegar al Brasil, y tomar café brasilero. Piensa en el trópico, en las mujeres del trópico, se sonríe.

Toma un último sorbo de café y pide la cuenta. Los animales braman por detrás de la casa, y decide comprar un poco del pan recién sacado del horno que se expande hacia afuera del local. Ya comienza a hacer un poco más de calor, juzga que por el tamaño del poblado no podrá comprar nada más a esas horas, hay una verdulería al lado del café pero está cerrada. De modo que después de pagar, inmediatamente se dispone abordar el auto. Gira hacia la izquierda y vuelve por el mismo camino por el que entró. Ahí sigue el camino de tierra que pronto lo traerá de vuelta a la continuidad de la carretera. Al cerrar el cruce que une ambos caminos, están las chicas mochileras que había visto en el café. Ambas le hacen dedo. - Oh, maldita sea – se dice, y pasa de largo. Unos segundos después frena en seco.

Qué estoy haciendo. Pero ellas han comenzado a correr para alcanzar el automóvil. Bueno, ojalá traigan buena suerte.

La que viste con blusa verde alcanza primero la puerta del auto, entra y espera a su compañera. – ¡Hola! Muchas gracias – dice y le sonríe, mientras él asiente desde sus ojos en el retrovisor. La chica de polera blanca lo mira fijamente por el espejo.

Mirando bien se fija que aquella chica de blanco tiene las facciones del rostro demasiado marcadas, inmediatamente voltea su mirada a la otra chica... la otra es una auténtica mujer. Ambas son amigas, se dice.

Le cuesta imaginar que va con dos mujeres: va con un hombre que parece mujer y con una mujer; eso es más acomodado. No se siente en absoluto alguien homofóbico, aunque tampoco se considere un abierto de mente. Mientras aquél no sea morboso, está bien. La chica está leyendo un libro bastante grueso. Él ha traído libros también, sabiendo que, como en otros viajes, no los leería.

Gracias por llevarnos – dice la chica de blanco

- ¿Qué estás leyendo? – le pregunta.

- Poesía – dice ella -, estoy leyendo "Cómo leer a Vénturi", ¿conoces a Vénturi?

- No, nunca había oído hablar de él.

- Es un poeta boliviano que habla pestes de Chile, por eso me gusta, es inteligente al describirnos.

- Yo soy profesor de filosofía – dice con orgullo –, pero nunca me ha resultado fácil la poesía.

- Ah, la filosofía es hermosa. Aunque hay autores que no los entiendo ni leyéndolos cien veces – dice la chica de blanco, él busca una gasolinera, debe empezar a preocuparse por el combustible.

- ¿Y por qué no lees a Vénturi, directamente, en lugar de leer un libro sobre cómo leer a Vénturi? – dice él tomando una curva.

- Porque fue el único libro que pude coger de la librería sin que me vieran.

Observa el rostro de la chica de verde y un lunar en su mejilla, inmediatamente se concentra de nuevo en la carretera.

- Eres una ladrona de libros, ya veo.

- Ambas somos ladronas – dice la que viste verde en voz muy alta.

- Bueno... ya me robaron un viaje, me imagino que estará bien.

- Sí, tú tranquilo. No le robamos a los huevones.

- Oye – ríe en buena onda, pero la chica ha cruzado cierto límite, acelera.

- Te cagaste de miedo cuando nos viste cara de asaltantes, ya me veías sacar un fierro – ríen ambas. No necesitamos nada tuyo, tenemos lo nuestro – dice la de la polera verde, y luego pretende abrir la ventana.

- ¿Cuál es tu nombre?

- Christopher.

- ¿Fumas porros, Christopher?

- No, no fumo.

- ¿Pero nos permitirías fumar en el auto?

- No, tampoco – dice enfáticamente - chicas, pórtense bien.

- Entonces estacionemos un rato, queremos fumarnos un cañito, mira, relájate... por qué no en la mitad de la carretera, antes de almorzar, para que te concentres mejor al conducir; relájate.

- No seas fome, po – dice la travesti.

Estacionan en una bomba de bencina y la tarde ya calienta el zinc de la estación de servicio.

- ¿Chicas, tienen cinco mil? – ambas se miran y atinan luego de un segundo, le ofrecen un billete.

- ¿Hasta dónde van? Me había olvidado preguntarles...

Hasta donde nos lleve el destino, mientras más lejos, mejor – dice la muchacha de blanco cuyo pelo mueve el viento.

- ¿Sus nombres son?

- Samanta – dice la muchacha de verde.

- A mí llámame Lola – dice la travesti que ha cerrado el libro y mira por el espejo a su conductor.

Sin más palabras, las chicas sacan un moledor y una bolsita plástica de dónde extraen dos flores verdes muy aromáticas. Él cede, finalmente. Al menos sólo son porros, piensa.

De pronto la nube de cáñamo entra por sus narices. Aunque no fume y rechace en un momento aquel olor, pronto se acostumbra y hasta lo considera un buen perfume.

Las chicas comienzan a reír y a jugar, a sentarse hacia atrás con los ojos cerrados.

- ¿Hasta dónde quieres llegar? – pregunta Samanta fumando lentamente.

- A Brasil – dice él sin ninguna duda.

- ¿A Río de Janeiro?

- No, no... a la selva. Quiero conocer Brasil... yo nunca he salido de este país, de modo que me siento algo enjaulado.

- Yo lo conozco, de verdad es muy lindo, un país muy feliz, pero muy pobre también – dice Lola dejando escapar su bocanada de humo hacia afuera - Igual me comería a un brasilero bien rico - dice entregándole el canuto a Samanta – Aquí hay puros pasivos, hombres débiles en este país – Añade en sus femeninos modales.

Le extraña lo inusual de la pareja que ha llegado a acompañarlo, quizás rumbo al Brasil. Hay algo que le gusta de ellas: no son estúpidas, escasea mucho ese tipo de gente.

Se detienen a comer el menú de un restaurante: una cazuela. Le entrega confianza aquella calidez familiar, recuerda la familia de su padre, su abuela cocinaba sabroso.

Se retrae de ser demasiado amigable, espera conocerlas poco a poco. Las chicas, al parecer, también tienen hambre.

Se sientan a la mesa, Lola se arremanga bien y Samanta limpia el vaso, él las mira a ambas. Traen rápido los platos, y las chicas comen en silencio, lo miran contemplativamente. Él se siente algo incómodo.

- El medio bajón – dice Lola mirando a Samanta y ellas comienzan a reír – No me gusta mucho la carne después de fumar eso sí, como que la hierba me pone vegetariana.

- Es que te conecta con la naturaleza – le responde Samanta -, y con el dolor de la naturaleza -. Pese a sus palabras, saborea el pollo desmembrado y lleno de caldo.

- ¿Ustedes qué hacen? – les pregunta después de tragar.

- ¿En qué trabajamos? – dice Samanta– Yo estudiaba enfermería.

- Vaya, qué bien... ¿y tú Lola?

Lola no contesta.

- Lola tiene historia... - dice Samanta abrazando a su amiga – Si hasta ha estado en el servicio militar y sabe jiujitsu, pero después tuvo un encuentro consigo misma y estudió arte. Se echó todos los ramos y ahora estamos aquí.

- Viviendo la vida – añade Lola.

- ¿Arte? – Vuelve a preguntar.

- Arte... - Asiente Lola ya terminando su plato – Estudié en la Escuela de Bellas Artes.

- ¿Y...?

- Oye, no preguntes tanto – dice Samanta que atina a sacar un cigarrillo.

- No vas a fumar delante de mí, si todavía estoy comiendo.

- Me voy, entonces – y ambas se limpian con una servilleta y salen de la mesa.

- ¡Chicas! – grita antes de perderlas de vista – ¡voy a pedir la cuenta!

- Avísanos cuánto sale, ahí arreglamos – dicen ambas, pero ya se han perdido rumbo al automóvil.

Piensa que las tarjetas de crédito no sirven para nada, eso piensa de todo lo que tenga puramente que ver con el dinero, pero al menos le sacan de apuros. Es obstinado al utilizarlas. Paga los tres platos y camina en dirección al automóvil, el sol golpea su cara que comienza a dar las primeras gotas de transpiración y las chicas fuman a la sombra de un sauce.

Miren, hay reglas viajando conmigo, primero: Lo que consumimos juntos lo pagamos juntos. Segundo, no pregunten por mi vida tampoco.

Abre la puerta y todos se suben.

- Han salido casi veinticinco mil – es lo que dice alineando el espejo retrovisor. Chicas, si vamos a ser amigos...

- Sí, sí... - Asienten ambas - ¿Tienes cambio de veinte?

El resto del viaje es más cómodo, el sol alumbra desde un ángulo menos enfático y no se astilla tanto en sus pieles si se exponen, el sueño posterior a la comida viene a sus cabezas que miran indefinidamente el abrirse de los campos y de viñas.

- ¿Podríamos entrar al valle? – pregunta Lola, mientras Samanta se encuentra dormitando a su lado apoyando la cabeza en su hombro.

- ¿Para qué? – pregunta él con ambas manos sobre el volante disfrutando la rectitud de la autopista, inmediatamente al frente de un cruce de caminos.

- Para visitar la tumba de Gabriela Mistral – Añade Lola que ha conseguido cruzar sus ojos con él.

- El Valle... – piensa mientras toma aquel camino que los adentrará a las montañas, virando a la derecha, siguiendo la senda de las montañas.

Lola está sumamente excitada, un verdor profundo se apodera del paisaje.

- Oh ¡Gracias! – exclama mientras ha despertado a Samanta que pestañea junto al vidrio de la ventana.

Llegan a media tarde, el sol cae a sus espaldas y colorea de un tono rojizo el despedirse de los cerros.

Al estacionar, inmediatamente salen a estirarse, la brisa es pura, liviana. Hay unos muchachos que tocan guitarra y cantan al ritmo de cajones peruanos.

Por fin algo le devuelve la sonrisa. En la mañana, antes de abrir los ojos, antes que su conciencia viniera al mundo despertándolo, creyó hallarse en cama con la misión de ir a hacer clases como todos los días, pero estaba solo en mitad de la carretera, sin ningún calor humano a su alrededor. Tal vez algo le hizo anhelar una compañía, por eso detuvo el automóvil y ahora iba al compás de la música y se movía cerca de Samanta que permanecía quieta. Solamente Lola se animó a jugar con él, hasta que las estrellas despertaron la diminuta grandeza de aquel que observa el cielo.

Beben pisco sentados junto a los muchachos. El universo es parte íntima de la vida cuando las estrellas no parecen estar lejos. En medio de los muchachos hay un hombre, se separa del grupo y se dirige hasta ellos. Su atuendo es completamente negro, rasgado, su personalidad irradia un velo del alcohol. Parece tener unos cuarenta años y andar todavía con muchachos, hacer cosas de muchachos.

- ¡Muy buenas noches!

- – Saluda junto a los aplausos que surgen al final de la canción. Los tambores han de permanecer en un ritmo continuo, se camuflan en medio de los músicos que fuman, beben, hacen la noche.

Ellos aplauden al compás de todo el mundo.

- Amigo, mira, soy tarotista y llevo veinticinco años leyendo...

Él niega inmediatamente la propuesta.

- Yo no creo en esas cosas – dice.

- Ah! léeme el tarot a mí, yo quiero – dice Lola tomando un largo sorbo del vaso.

- ¡Esta noche regalo lecturas! Sólo la energía del valle me provee de esta fuerza - añade dirigiéndose todavía a él sacando una baraja de cartas bastante estropeada, y el hombre muestra bien sus manos sucias y su rostro. Sus ojos están rojos, fragmentados, tiembla un poco con el frío.

- Su alma está turbia... - dice el gitano tras sacar la primera carta. Le habla con decisión – usted está aquí saliendo de días duros, usted ha estado ciego del amor del universo...

Él suelta un delicado gesto, una sonrisa que le hace mirar hacia los músicos. Lola mira con repudio el gesto evasor de Christopher, y se acerca con atención.

- ¿Esa qué carta es?

La torre. Se erigía negra, personas lanzándose al vacío.

- Usted se arrepiente, y siente culpa, pero no hay forma de remediar nada – La figura desaparece en el mazo de cartas. – Saque otra carta, amigo – dice el gitano, pero él sólo demuestra querer que se vaya, gira la cabeza, evita tocarlo, se contrae.

Samanta coge la carta más próxima y mira a Christopher con evidente señal de que le siga la corriente. Sale la carta del colgado. Pero qué era para él un juego de naipes, aquellas palabras que podrían jugar un rol en cualquier persona; todos tienen días oscuros, todos los que viajan se sienten más libres.

- Usted ha perdido algo, pero para encontrarlo se separa más y más de aquello, para olvidarlo lo extraña, lo quiere y lo deja ir. Las cosas se tienen que equilibrar en su vida.

- Bien, ahora el futuro... - dice un poco convencido, algo de asertividad tienen las palabras del gitano. Sale la emperatriz.

- Oh, usted tendrá de vuelta aquello que anhela, más no lo querrá más... - dice sin ningún titubeo, de manera distinta a como ha dicho hasta el momento, más expresivo – tendrá que abrir sus ojos para alcanzar el amor. Usted ha fallado, tendrá nuevas oportunidades, no deje de hacer caso a su intuición cuando así lo indique su conciencia.

- ¿Qué cree? – responde Christopher levantándose violentamente - ¿Qué me voy a tragar semejante mierda? De toda la gente que hay aquí, ¿cuántas tendrán mi pronóstico?

- Pues usted tiene el mejor... - responde – por lo general veo días difíciles para todo el mundo, es poco usual que vea en alguien siquiera la capacidad de poder despertarse, mucho menos el quererlo.

- Pues yo creo que la ambigüedad puede despertar a cualquiera, y a cualquier cosa.

- Mire no sé, es una mujer en su vida que juega un rol fundamental, y debe reponerse, volver a considerar a la mujer.

Christopher le golpea de lleno en la cara con el puño izquierdo. Cómo ha pretendido adentrarse en su vida sin recibir un castigo y además, como si fuese algo por lo que tenga que pagarle. Camina.

Las chicas se quedan con el gitano y algo hablan, se aleja de los músicos y cruza la plaza.

Si quiera beber un pisco en tranquilidad, tiene que llegar alguien a perturbarle. Piensa en ir a un hotel y disfrutar el silencio. El destino de las personas está sólo en el margen de la poesía: nada concreto, sólo metáforas.

Llegan entonces las muchachas, sus pasos son apagados, vacilando en su camino, ebrias.

- No puedo creer que seas tan opaco – dice Samanta – es su trabajo, y quería ayudarte.

- Oh, qué mal me siento por él – dice entrando en el automóvil, enciende el motor.

En ese momento piensa: debería marcharse, encender un cigarrillo y dirigirse hacia la noche, en un rumbo solitario.

- Todo porque dijo algo que te llegó, te hirió, te apuesto... – dice Lola, entra en el auto y limpia un poco el asiento antes de sentarse.

- Lo siento, porque eran buenos los músicos que tocaban – dice Christopher haciendo amagos de silencio para escuchar la melodía que viene desde la plaza.

- Pocos lugares hay así – dice a las chicas una vez que su corazón se hubo aquietado.

Luego parten y se dirigen al río. Estacionan y caminan en dirección a una fogata, conocen a una familia de mochileros. Hay una olla calentándose con la leña que chispea y cruje continuamente.

- ¿Quieren compartir con nosotros el San Pedro? – dice el padre de familia una vez que se presentaron y se conocieron.

- ¡Estaría preciso! – exclama Lola examinando el brebaje.

- Christopher, esto es algo que debes probar al menos una vez en tu vida - dice samanta apoyándose en sus hombros, cree que abrirá su mente un poco. Él, cree que enloquecerá.

No puedo creer lo que haz hecho – recuerda las palabras de su ex esposa antes de ofrecerle el acuerdo. – Con qué derecho vienes a mi casa y rompes un ventanal, son muy caros ¿me escuchas?

Intenta no pensar en eso, el recuerdo le envuelve. No sabe por qué, pero ha recibido un tazón con el brebaje bastante amargo.

Debes aguantar las ganas de vomitar – dice la mujer que le entregó el vaso. Hay algo en esa familia que le inspira confianza. Bebe tragando muy rápido para pasar por alto el amargor. Dos niños hay durmiendo al pie de la fogata.

Su ex mujer afirmó sus manos tapándose los ojos. Es que no puedo creerlo ¿Me escuchas, Christopher? Quiero que consideres que tengo una familia y una hija que cuidar, me das miedo, en serio. He llamado a la policía de todos modos, así que ten cuidado, no puedes acercarte a mi casa, te acercas y vas preso.

Se ensimisma en el calor de la fogata. Cree no haber escuchado eso, se esfuerza por no haber escuchado eso. Me das un poco de pena, ojalá algún día puedas recuperarte, en serio lo deseo.

Quiero que hagamos una cosa. Dice él en aquel café en el que siempre se juntaban para que él viera a la niña. Hay una posibilidad legal de que yo desaparezca del mapa. Tu marido es médico, y me ha raptado a nuestra hija, yo no puedo darle vacaciones en Cancún, ni siquiera esos computadores modernos con el que va a todas partes, y apenas me escucha. Mi hija era mi hija, ahora ya no.

- Pues, eso lo siento. Responde ella aún sosteniendo su cabeza. Tú deberías conseguir ser su figura paterna, yo nunca he querido quitarte ese derecho.

- Pues hay la posibilidad legal de que yo desaparezca del mapa. Insiste. Venderte mis derechos de visitas, de compromiso con la niña, la parte que me corresponde de ser el padre de ella.

Esto sí que no puedo creerlo. Se levanta de la mesa. Cambiar a tu hija por dinero, es algo cobarde e irresponsable. Alza la voz; todo el café está escuchando. Siempre te he considerado un buen padre, tal vez como esposo eres como la mierda, tal vez como amigo y compañero, como profesional, eres como la mierda, pero como padre te consideraba un ser ejemplar, digno a seguir por un hijo mío.

Entonces el fuego en sus ojos comienza a aumentar su tamaño, vomita inmediatamente, saca aquel brebaje de sus intestinos. Cuando ha terminado, alza la vista y el cielo parece hablarle, las estrellas le hacen contemplar su insignificancia ante la vida. Alguna vez el sol se extinguirá, y morirá la vida en la tierra, y entonces, nada de lo que suceda en su vida tendrá alguna importancia.

Los árboles eran sabios ancianos, y las flores unas viejas cahuineras que se burlaban de su vida, jocosamente. Mírenlo, ha dejado a su hija por un poco de plata – se decían – es un bastardo, y él siente culpa de sí, y que toda la naturaleza lo culpa. Entonces comenzó a llorar, le preguntaron si se sentía bien y todos comenzaron a abrazarlo, porque todos habían pensado lo mismo, de pronto se le sobrecoge el corazón.

Al cabo de unas horas de deambular por la rivera del río, el río parece ser el único que puede perdonarle; todo fluye en la vida, todo llega y se va; hay que acostumbrarse a que todo es efímero, a que todo se va y nunca regresará, ningún momento, todo desemboca en el gran mar de la muerte. Pasan las horas, y se duerme, y en su sueño su hija corre a abrazarle. Tal vez deba considerarla su ex hija, pero no, nunca podrá serlo.

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