PREFACIO
26 de Junio de 1996
Miami, California
Pantano de los Everglades
—¡La niña no, ella no, por favor! —gritó la mujer en un chillido lastimero cargado con terror.
Lloraba sin consuelo al pedir que alejaran el rifle de la cabeza de su hija, mientras su esposo yacía en el suelo al borde de la inconsciencia, con el rostro desfigurado por los golpes desafortunados que le propinaron.
Los sujetos armados los llevaron a un descampado, donde los únicos testigos eran las criaturas que acechaban bajo el agua a su lado. Se escuchaba el movimiento sutil de esta en chapoteos de pequeños y grandes animales en el lugar, junto con el viento gélido corriendo a través de ese punto, chocándose con el rostro de la familia retenida.
El silencio más allá de su punto les daba una certeza: si los mataban a todos, nadie sabría quien fue; debido a su posición perdida en el pantano, lejos del camino donde los mismos caimanes desaparecerían cualquier muestra de su existencia sobre la tierra.
—¿De qué serviría dejarla viva? —respondió uno de los atacantes a través de su máscara, pero en sus ojos se veía el odio, el desprecio y la frialdad sin piedad de nadie, la maldad rezumaba de su mirada ansioso por cumplir con sus manos sus deseos más terribles, mortales, inhumanos, porque sus emociones no tenían voz ni voto en sus acciones desmedidas—. Padres muertos, niña muerta, aun cuando le perdone la vida.
—¡¿Por qué haces esto?! ¡¿por qué a nosotros si no te hicimos nada?! —el alarido de la mujer ensordeció al encapuchado, quien respondió dándole un culatazo con el que logró derribarla en el suelo terroso, este la recibió con un golpe seco, tallándola con pequeñas piedras del camino, ensuciando aún más su ropa y causó una hemorragia nasal.
La noche parecía más oscura que de costumbre consumiéndolos en su vacío, como un agujero negro a punto de engullir todo a su paso destructor.
Desde el suelo ella suplicó a su Dios por misericordia, mientras miraba al cielo estrellado de luna llena sobre su cabeza, en busca de alguna señal, una ayuda del creador en quien había creído ciegamente toda su vida; no obstante, el insondable silencio resultaba ser su única respuesta concreta, y al pensarlo, notó en un segundo la permanencia de tal silencio durante su vida de creyente.
La ayuda del Padre en el cielo rutilaba por su ausencia.
De tajo cayó en la decepción, pues ni la más devota oración haría a su Dios impedir su destino maldito, marcado por la violencia, pero temía más por la vida de su hija, quien de repente se había quedado en aparente shock. Un nuevo soplido de viento ya gélido para ella le erizó los vellos de los brazos, mientras sentía la sombra de una muerte prematura en su espalda.
—Los sapos mueren aplastados —murmuró él en respuesta, mientras sacaba una cuchilla barbera y jugueteaba con ella entre sus delgados dedos pálidos, en tanto silbaba una melodía tétrica, que se escuchó como una sentencia fúnebre, por sus tonos de la boca de su bederre asignado para acabar con la tarea, y así coacervar una pila de cadáveres—. Si tú esposo y tú no se hubieran metido en donde no debían, esto no hubiera pasado.
—Si nos dejas ir nadie se enterará, te lo juro, por favor. Nos iremos lo más lejos posible y no volveremos —suplicó ella de nuevo abordada por lágrimas. Su hija lloraba también, en busca de los brazos de su madre, pero otro de los encapuchados la tenía sujeta de su sencilla camisa lila.
El hombre tomó por el pelo al esposo levantándolo del suelo para dejarlo de rodillas, echó su cuello hacia atrás y pasó el filo plateado de la navaja de lado a lado abriéndole la garganta. Con aquella acción carente de empatía logró salpicar a la niña con la sangre disparada sin control, arrebatándole, con sólo ese movimiento simple ausente de mucha fuerza en sí mismo, cobró la vida del hombre en cuestión de segundos.
El chillido de la mujer se perdió entre la maleza del pantano bajo el conticinio eterno, pues no había nadie quien escuchara. Sin poder hacer nada debió despedirse del amor de su vida, el padre de su hija, una de sus razones de vivir, sólo pudo verlo desangrarse a sus pies, con el hombre llevándose la vida de Vladimir.
—Demasiado tarde, Carmen, apostaron por entrometerse y este es el precio —respondió el hombre con una sonrisa plasmada en el rostro, una desquiciada alimentada con el deleite de haber arrebatado la vida, de quien le había dado problemas y, de no haberlo hecho, lo llevaría a la ruina.
La mujer tuvo el mismo destino fatídico, trató de resistirse, pero la fuerza de dos encapuchados la inmovilizaron, para facilitarle la tarea al asesino con su cuchilla mortal, que pronto pasó por su cuello como lo hizo antes con la misma impiedad. Ambos padres se desangraron a los pies de su hija de ocho años quien nunca olvidaría aquel momento trágico. Ante sus ojos veía sangre que corría a raudales, aunque ella se había desconectado.
Parecía no reaccionar y en su cabeza sentía un vacío, una bruma espesa controlándola, junto a un escalofrío en ascenso por su espina dorsal, este estremeció cada parte de su pequeño cuerpo, llevándole a un nuevo estado de temor extremo por todo lo acontecido, en cuestión de sólo pocos minutos desde el estrellón en el auto.
Los encapuchados, consumidos por una sevicia reverberante, terminaron la tarea con dos disparos certeros para asegurar que su tarea fue realizada con dolo. La niña fue abandonada a su suerte en medio del peligro y donde sólo se escuchaba el sonido de los grillos, estos inundaban el ambiente en una melodía incesante haciéndose molesta con cada segundo.
De repente, dio un paso hacia atrás al ver un par de ojos asomar en el agua, segundos después emergió un depredador haciéndola huir despavorida, aun cuando tenía un trozo de cristal clavado en la parte posterior de la rodilla.
El instinto de supervivencia en su más puro estado, la ayudó a mantenerse con vida.
Ella no tuvo noción de qué tanto avanzó, ni hasta dónde pudo llegar, era apenas consciente del mundo a su alrededor, la noche densa, la inminente posibilidad de morir devorada o desangrada por sus heridas, sólo sabía una cosa: estaba en peligro, pero sobre todo, que se había quedado sola en el mundo. Aturdida, se dejó caer en el camino, mientras abrazaba sus rodillas con los brazos y se balanceó sin dejar de llorar, sus sollozos heridos resonaron, perdiéndose en el aire, de pronto soltó un grito desgarrador también ignorado, mientras pedía por su madre, quería a Carmen y a Vladimir de nuevo, pero la imagen de sus padres mientras suplicaban por piedad, se había grabado en su retina y no podía sacarla, con esta, la prueba de cómo no los vería más.
Un carrusel tétrico de recuerdos dolorosos se tomó su cabeza, daba vueltas alrededor como una noria descontrolada donde se mezclaron pasado y presente, dentro de su mente sabía que estaban muertos, pero se mostró renuente a aceptarlo por su estado.
El amanecer la tomó impróvida, el sol hizo su entrada triunfal destellando en el alba y ella deambulaba por los entrecruzados caminos del pantano con un notorio cojeo; sin embargo, no sentía nada, su interior se convirtió en un abismo negro hecho de puro dolor, construido a manos de la desesperación.
De pronto, cuando hubo perdido toda esperanza de sobrevivir dos adultos, vestidos con el mismo uniforme usado antes por sus padres, dieron con su paradero, ella apenas lo notó, pero un helicóptero pululó minutos antes en el cielo en busca de ella, de allí bajaron los agentes para llevársela.
Pronto no tardaron en alcanzar de nuevo la carretera pavimentada, donde en medio de sirenas y luces rojas y azules la subieron en una ambulancia, acompañada de una de las agentes, dichos sucesos pasaron ante sus ojos en cámara lenta donde las voces eran eco y las imágenes no lograban enfocarse.
Alguien la llamó por su nombre, lo escuchó de forma clara, pero ella no reaccionaba, su mente entró en conflicto, sólo parecía tener una pared negra atravesada en donde no había nada más que muerte, no lo sabía en aquel momento, pero su estado vahído se extendería más allá de los días posteriores.
La vida le cambió, la sangre se le congeló y su corazón no volvería a ser el mismo.
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