Volviendo a las raíces:
El canto del grillo volvió a despertarla. Lucía se acomodó mejor en el asiento del colectivo que la trasladaba e inclinó la cabeza, hacia arriba y hacia abajo, tenía un molesto dolor en el cuello. Habían transcurrido varias horas desde el comienzo del viaje y un manto oscuro, anunciando la noche, había caído en la ruta argentina.
Acomodó su postura e intentó observar el paisaje campestre por la estrecha ventanilla, había pensado en la suerte de haber conseguido un asiento de aquel lado, ya que le agradaba observar la naturaleza, pero esta vez la vista no le trajo ningún placer. No pudo ver nada debido a la intensa oscuridad.
Cuando volvió a escuchar el canto de un grillo solitario, se sorprendió. Pensó que lo había soñado... ¿Se habría colado uno en el vehículo? Miró hacia sus pies, no le gustaban los insectos, le alteraban, pero no pudo hallarlo.
Distraída como estaba, observó de reojo la ventanilla y en el vidrio vio el reflejo de una mujer, de larga cabellera rubia, parada en el corredor, justo al lado de su asiento. Lucía se sobresaltó, miró hacia el pasillo del colectivo... allí no había nadie. En el asiento contiguo descansaba un robusto hombre barbudo, que dormía con la boca abierta. No parecía haber notado la presencia de nadie que alterara su sueño.
Lucía se inclinó un poco sobre él, tratado de no despertarlo, y miró hacia el fondo del colectivo. Concluyó que alguien había pasado por él en dirección a la escalera que desembocaba en el baño público, pero no vio a nadie. La mayoría de los pasajeros parecía dormir y sólo un adolescente, con tatuajes en su hombro, escuchaba música con los auriculares, mientras tarareaba la melodía casi en un susurro.
¿O quizá lo había imaginado? Todavía se encontraba somnolienta, así que acomodó mejor la postura en su duro asiento y pronto volvió a quedarse dormida.
Varias horas después, cuando la luz había vuelto a reinar, la mujer bajó del colectivo que la trasladaba. Entrecerró los ojos ante el molesto resplandor... Al fin terminaba aquel largo viaje, había durado casi un día completo y resultó extenuante. La terminal de autobuses estaba repleta de personas y, ansiosa, buscó un rostro conocido entre ellas, pero no pudo hallar allí a su madre.
Hizo la larga cola para recuperar su equipaje, mientras miraba en el celular la hora. Su madre estaba retrasada... o no iría a buscarla. Aquello le extrañó. Sin embargo, cuando le estaban pasando la valija, sintió que alguien le golpeaba el hombro.
— ¡Oh! Cariño... —Oyó a una mujer exclamar a sus espaldas, se dio la vuelta y descubrió a su madre ante ella. Lucía suspiró de alivio...
Para las dos mujeres aquel rencuentro fue una sorpresa, lleno de añoranzas y tristezas. Lucía no pudo dejar de ver el paso de los años en su madre, su corto cabello blanquecino que se negaba a teñir, sus ojos oscuros faltos de esa chispa tan característica en ella antaño e incluso pensó, ya que le llevaba una cabeza de altura, que se había encogido un poco. Una ilusión óptica, probablemente...
En ese momento se reprochó los años de ausencia, de abandono, debería haberle dedicado más tiempo a su madre.
— Pensé que no vendrías —comentó, para ocultar la emoción que sentía, pero sus ojos la traicionaron. Una pequeña lágrima resbaló por ellos.
Su madre no necesitó explicaciones, comprendía todo.
— No te aflijas, cariño. Ven aquí —le dijo a su única hija, mientras abría los brazos. Lucía se refugió en ellos un rato.
Ana Mabel Palacios, su madre, fue más benevolente en sus recuerdos, sólo vio en su hija una profunda tristeza que, sin embargo, le preocupó más que cualquier cambio físico advertido en ella desde la última vez que la vio, como la evidente pérdida de peso.
Diez minutos después se encontraban camino a casa, en el viejo fiat 147 gris de la señora Palacios, que parecía funcionar de milagro. La ciudad de San Juan había cambiado mucho esos años, le habían crecido altos edificios modernos, había obras en la vía pública por todas partes dificultando el tránsito normal, que su madre esquivaba con destreza a una velocidad alarmante. También parecía haber más autos y gente caminando en las calles. Lucía estaba sorprendida, la pequeña ciudad en donde había nacido había crecido bastante. Casi no la reconocía.
Por suerte no había crecido tanto como para que las distancias fueran muy largas y en unos cuantos minutos llegaron a su antiguo barrio, en donde estaba la casa de su infancia. Éste, a diferencia de la ciudad, le pareció viejo, sucio, estancado en otra época. Pronto descubrió que los vecinos eran los mismos, gente muy mayor que se negó a aceptar que el mundo cambiaba ante sus ojos. La gente joven se había ido a lugares más modernos o a otras provincias para alcanzar un sueño y llevar una vida muy diferente a la de sus padres.
— ¡Llegamos a casa! —exclamó su madre con entusiasmo, mientras ingresaba por un corto camino al garaje, en donde ocultaba su amada reliquia.
Lucía no compartió ese entusiasmo, la casa le pareció avejentada, oscura; sin embargo, forzó una sonrisa para no molestar a su madre y bajó del auto.
Era una casa sólida de ladrillo, de dos pisos; con un pequeño y algo abandonado jardín delantero. Por dentro era grande y espaciosa pero a la chica le pareció algo lúgubre. Todas las ventanas estaban cerradas y la luz no lograba colarse entre las rendijas, por lo que al entrar tuvieron que alumbrarse con luz eléctrica.
La chica se sintió encerrada.
— Mamá... está muy oscuro —dijo y, de inmediato, se acercó a una de las ventanas para abrirla.
Corrió la cortina de encaje antiguo, ya amarillento, a un lado antes de que su madre la detuviera. El polvo voló por todos lados.
— No, no... siempre las mantengo cerradas. Así no entra ese molesto polvillo y se mantiene fresca la casa, ya sabes el calor insoportable que hace en verano. Además que la claridad del sol me irrita los ojos. No las abras. Sólo abre las de tu habitación, las demás no. No me agrada.
La joven suspiró, acababa de llegar y ya estaban teniendo una discusión... su madre siempre solía decirle qué hacer y qué no. Además le parecieron extrañas tantas excusas. La señora Palacios cambió de tema.
— La valija que mandaste la subí a tu habitación, allí encontrarás todas tus cosas. No he tocado tu habitación desde que te fuiste.
— ¡Ah! Gracias...
Lucía se asomó al comedor. La mesa estaba llena de papeles sucios. Y algunos vasos en peor estado. El pesado aparador que había en una esquina estaba repleto de baratijas y recuerdos. Su madre no era de acumular cosas, al contrario siempre había mantenido su casa muy limpia, por lo que aquel estado de sus pertenencias le sorprendió bastante. La casa parecía tan descuidada dentro como fuera.
Ahora entendía por qué su madre se negaba a abrir las ventanas, no deseaba la curiosidad de sus vecinas, siempre inclinadas a la crítica. Le daba vergüenza el estado de las cosas.
— No he tenido tiempo de limpiar hoy —se excusó la mujer con evidente incomodidad y nerviosismo.
Agarró un abrigo ligero que estaba tirado en una silla y pareció ponerse nerviosa. Buscó dónde colocarlo y al final lo depositó sobre otra silla.
— ¡Oh! No te preocupes, yo te ayudaré más tarde a ordenar. ¿Tomamos mate? Ha sido un largo viaje —dijo la chica, mientras tomaba a su madre de los hombros y juntas fueron hacia la cocina a poner agua en la tetera, para calentar.
Supo pronto que no había sido una buena idea ir allí con el objetivo de apartar la mente de su madre de la preocupación que sentía por el estado de la casa, la cocina estaba peor que el comedor. ¡Olía muy mal! De todos modos, disimuló lo más que pudo su desagrado y ayudó a su madre a poner un poco de orden, para poder sentarse en la pequeña mesa redonda que había allí aplastada contra la pared, en una de las esquinas. No es que la cocina fuera pequeña sino ¡que estaba llena de cosas!
— ¡Me alegro tanto que volvieras! —exclamó su madre en un momento, con una inmensa sonrisa. La chica sonrió también con cariño y la conversación se explayó en recuerdos del pasado.
Más tarde, Lucía subió a su habitación para desempacar y luego bañarse. Ese cuarto en particular de la casa estaba tal cual lo había dejado ella. La pequeña cama simple seguía contra la pared, frente a ella el escritorio con un banco de madera, todo cubierto de polvo, y al lado de la puerta un pequeño cajonero. La habitación era algo apretada pero a Lucía le traía muchos recuerdos, hermoso en general, y la impresión al verla fue grata.
Se acercó a la única ventana y la abrió, la claridad del medio día entró como un torrente en la habitación. Aquella ventana daba al jardín. Su vista se dirigió hacia abajo; el estado actual del jardín, antes lleno de flores, con dos árboles en cada esquina y el alto muro rodeándolo, le sorprendió. El pasto era inexistente, las pocas flores que quedaban estaban algo marchitas y por todos lados, parecía haber maleza y tierra removida.
— Aquí hay mucho trabajo que hacer —susurró para sí misma, con un suspiro de tristeza.
Su pobre madre no le había dedicado sus cuidados al hogar durante mucho tiempo. Al menos, mientras no consiguiera allí trabajo, iba a tener mucho que limpiar y más con lo que lidiar.
Con un suspiro de pesar corrió las cortinas, de un pálido y sucio lila, y se dirigió al baño. Sus dos valijas era lo único que le había quedado de su "otra vida", una vida propia y adulta que dejaba atrás, para regresar a la anterior.
A la hora del almuerzo tuvo la mala idea de acompañar a su madre a comprar algunos comestibles. Fueron caminando, el almacén sólo quedaba a tres cuadras... pero se tardaron una hora en ir y volver. Casi en cada casa fueron detenidas por alguna señora vecina que con curiosidad le presentaba sus cumplidos a la señora Palacios por la vuelta de Lucía, y a ésta la sometían a un interrogatorio bastante minucioso e impertinente.
Cuando al fin llegaron a casa, Lucía estaba fastidiada y de mal humor.
— Hago el almuerzo yo, mamá —le dijo al entrar a la cocina con las compras, forzando una sonrisa.
Estaba cansada mentalmente pero quería colaborar con su madre que la había recibido tan bien.
— ¡Oh! Bueno... estaba pensando hacer unas papas revueltas con huevo y un bife bien cocido. También una ensalada de tomate, pero la haré yo misma, me gusta cortarlo bien pequeño.
La joven comenzó a pelar y cortar las papas, mientras miraba a su madre hacer la ensalada. Le pareció graciosa la forma en que cortaba el tomate, sacándole semilla por semilla hasta que no quedó ninguna. No podía creer que su bien disciplinado perfeccionismo se había descontrolado trasladándose hasta la comida. Sonrió divertida, pero no le dijo nada para no ofenderla.
Media hora después, ese perfeccionismo que había observado tan divertida en su madre fue motivo de molestia. Estaba cociendo las papas con el huevo, cuando su madre la detuvo con una exclamación.
— ¡Oh, no... no, no!
— ¿Qué pasa? —dijo mirándola, sorprendida.
— Eso no está bien hecho. Tienes que dejar que el huevo esté cocido y recién revolverlo. No me gusta así... También la papa está cortada muy grande, debe ser más pequeña —dijo la mujer, mientras observaba la olla. Luego agregó—: Hazlo de nuevo. No puedo comer eso.
— ¡Pero, mamá! —protestó Lucía, perpleja.
— Sí...sí... seguro que las papas están crudas —dijo la mujer sin escucharla, siguiendo sus propios pensamientos.
— No están crudas... La comida está bien, sé cocinar —respondió la chica, algo molesta.
— No, no está bien. —Luego la mujer agarró la olla y tiró el contenido en la basura, ante la mirada estupefacta de su hija.
La observó unos momentos, sin comprenderla.
— ¿Quieres hacer la comida? —preguntó Lucía, entre dientes, tratando de no discutir y de no parecer insolente.
— Sí, será mejor.
— Bien, yo pongo la mesa.
No acababa de llegar y ya estaba lamentando estar allí. Agarró un mantel que había en un cajón y se dirigió al comedor. Tuvo que bajar varios diarios al suelo y retirar un par de vasos sucios y una taza, para poder poner el mantel.
De pronto, la cabeza de su madre apareció por el hueco de la puerta.
— Los cubiertos a la derecha —le ordenó.
Lucía no respondió sino que acató la orden de manera automática, mientras su madre desparecía. ¡No podía creerlo! Acababa de descubrir una nueva manía. No comprendía cómo podía ser tan quisquillosa con los alimentos teniendo la casa en el estado de abandono en el que estaba.
El almuerzo fue más bien silencioso y algo tenso. Todo tema de conversación cayó en el sopor del silencio. Cuando terminó de comer, la chica se levantó, tomando el plato sucio de la mesa.
— ¿Qué haces, Tuti? Todavía no he terminado.
Lucía la miró sorprendida y luego se sentó, sintiéndose como una niña que tenía que pedir permiso para levantarse.
— Estuve buscando algún trabajo que te viniera bien, cariño. No he encontrado mucho pero tampoco la búsqueda fue en vano. "Algo" hay —manifestó la señora Palacios, satisfecha de sí misma.
— ¡Oh! No hacía falta, mamá—dijo Lucía perpleja. ¿Su madre creía que no podría hacerlo sola?
— Claro que sí, nunca buscas bien. Esos trabajos que tenías antes de irte eran... Bueno, ni hablar.
Y allí estaba su respuesta... Lucía trató de dejarlo pasar, pero no pudo evitar sentirse molesta.
— Eran buenos trabajos, mamá.
— Te pagaban una miseria...
— Sí, pero era en una revista muy prestigiosa —la interrumpió.
La mujer rió.
— ¡Es cierto! Ya sé que no te gustan las revistas de moda, pero al menos me daba experiencia para...
— ¿Para ser periodista gráfica en... no sé... faldas? —el tono de su madre ya rayaba la crueldad y Lucía se sintió herida. Jamás le había interesado la moda y más bien solía burlarse de las mujeres a las que sí les gustaba.
La chica no respondió, se levantó de su silla enojada y llevó el plato a la cocina. Lo estaba lavando cuando apareció su madre.
— No te enojes, Tuti, pero pensé que tu sueño era ser periodista y... ¿recuerdas cuando de niña decías que querías ser escritora?
— Sí... pero tengo que subsistir —dijo entre dientes la chica.
Aquella actitud de la señora Palacios no le aportaba mucha tranquilidad a su alma sino que lograba que su hija se sintiera mucho peor de lo que ya estaba. El recuerdo de sus sueños perdidos hizo que sus ojos se aguaran un poco.
— Voy a subir a acostarme, estoy cansada —dijo, y salió de la cocina, sin mirar a su madre. Era una mujer muy amable pero muy dura y hasta, a veces, cruel.
En la habitación se recostó en la cama, descargándose un poco de tantas penas. Luego de un largo rato, se obligó a levantarse y ahí fue cuando descubrió que su madre había terminado de desempacar sus cosas por ella. Se sintió irritada. No le gustaba que tocara sus pertenencias. Mientras se cambiaba pensó muy en serio en cómo haría para sobrevivir en esa casa antes de poder mudarse, sin tener una gran pelea con su madre.
No durmió mucho, sólo una hora, porque tuvo un sueño tan inquietante que se despertó sobresaltada y le espantó el sueño. En el sueño se encontraba cerca de la orilla de un lago pequeño, rodeado de árboles y de vegetación abundante. Podía respirar el olor dulce a azahares. Se sentía relajada, sin ninguna preocupación en su mente.
De pronto, creyó ver algo en el lago; se acercó más a su orilla fangosa, tratando de no deslizarse, y observó hacia abajo. El agua era clara, muy cristalina, pero se movía en ondulantes ondas. No había nada allí que las provocara, sólo su reflejo.
Sin que nada causara aquello, el reflejo cambió de pronto y apareció en su lugar el de una mujer muy joven, de impactante belleza, que parecía dormir en el fondo del lago. Comenzó a sentir una cálida brisa y unas flores cayeron en la superficie del lago. Una inquietante idea apareció en su mente... ¿estaría muerta? Lucía pegó un respingo y se apartó un poco de la orilla. Como si aquel pensamiento se hubiese manifestado, el rostro de la chica comenzó a cambiar, se deformó, se hinchó y el color sonrosado de su piel adquirió un matiz blanco nacarado, brilloso.
Lucía la miraba espantada, horrorizada. Tomó valor y se acercó a la orilla de nuevo inclinándose sobre ella, intentando, como si realmente pudiera, ayudarla a salir del lago. Al tocar su mano el agua helada, la imagen de la chica rubia se movió. Sus ojos celestes se abrieron en una expresión de sorpresa y luego gritó... pero el grito no fue audible.
La mujer, aterrorizada, retiró su mano rápidamente y dio varios pasos hacia atrás, tropezando con una rama en su huida. Cayó hacia atrás, pero antes de tocar el piso, despertó.
Se incorporó en la cama con el pulso acelerado, mirando a su vez sus manos. No estaban mojadas, claro. No había agua ni barro en ellas. Lucía intentó clamarse un poco para recuperarse de la pesadilla, sin embargo, todavía estaba asustada cuando decidió levantarse y bajar. En la cocina se preparó un café, su madre aún estaba durmiendo en el piso superior y, al mirar el reloj, descubrió que sólo había dormido muy poco.
Parada frente a la ventana estaba, mirando tras la cortina la calle, cuando de reojo vio una sombra moverse cerca de la puerta. Sin darse la vuelta dijo:
— No he abierto la ventana. ¿Quieres un café o un té?
Esperó pero nadie respondió, la casa estaba en silencio.
— ¿Mamá? —llamó, extrañada.
Se dio la vuelta y salió de la cocina, fue hacia el comedor y luego al living... No había nadie allí. Perpleja, pensó que ya estaba teniendo visiones y comenzó a reír. ¡Qué ridículo parecía!
Aquella noche volvió a tener el mismo e inquietante sueño, sólo que estaba vez la chica rubia trataba de decirle algo. Pero ella no la oía, el agua del lago tapaba todos los sonidos, como un ataúd de cristal.
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