Lucía:

Estaba mentalmente agotada. Lucía hubiera preferido sufrir cualquier dolencia física a cambio de ello, no obstante la suerte no estaba de su lado. Aquel día había comenzado de la peor manera, como una pesadilla perpetua. No quería recordar todo lo que había atravesado pero las imágenes sensoriales no le daban tregua. Una y otra vez los gritos de su jefa retumbaban en su cabeza, produciéndole una jaqueca como nunca antes había sufrido... Con un esfuerzo descomunal, trató de apartar los recuerdos de su mente, sin embargo no tuvo éxito. Se negaban a dejarla en paz.

Se dirigió al baño de su pequeño departamento céntrico y se lavó la cara. El contacto con el agua helada le dio algo de vida a su rostro. Lucía se miró al espejo. Su cabello oscuro caía sin vida enmarcando su rostro, sus ojos eran circundados por profundas ojeras y, alrededor de su boca, habían aparecido unas líneas finas; síntoma de que ya no era tan joven. Por algún motivo, al verlas tuvo una reacción extraña, de miedo... Su futuro, de pronto, se le tornó incierto en su mente. Ahora se vería forzada a tomar decisiones... difíciles decisiones.

Su mala suerte había comenzado desde que abrió los ojos por la mañana y continuó así, sin concederle ni un minuto de paz. La noche anterior había estado muy atareada, el tiempo simplemente se esfumó, y cuando quiso acordar era muy tarde. Tenía que terminar de transcribir una importante y larga entrevista que competiría contra otras por un ascenso muy esperado. Al acostarse tan agotada, el cansancio la había privado de estar alerta, por lo que se levantó tarde. El despertador, para colmo, no había funcionado.

Pero aquello no había sido todo lo acontecido. Cuando iba más de una hora tarde al trabajo, el taxi había quedado prácticamente parado en el congestionamiento del tránsito matutino y llegó al edificio del diario "El Cuervo", cuando la mañana ya había avanzado sobre el cielo Argentino.

Desanimada, Lucía miró el alto edificio de siete pisos, ubicado en el centro de la Capital Federal. Sus oscuros ventanales dejaban entrever, como una película en blanco y negro, siluetas de personas atareadas que se movían de un lado a otro sin detenerse, como si les hubieran dado cuerda. Sabía que era muy tarde y seguramente acababa de perder su única oportunidad de ascender en su carrera, para comenzar a escribir sobre asuntos trascendentales del país y ya no más sobre aquellos delirios de sopas para adelgazar y yuyos para mejorar el aliento. Era redactora en la sección "salud" de un diario que más bien se dedicaba a la crítica política y económica desde hacía demasiado tiempo y estaba ansiosa de emprender un nuevo camino. Un cambio no le vendría nada mal... Pero ya era demasiado tarde.

— ¡Lucía! ¡Lucía! —Desvió su mirada hacia la puerta del edificio y allí se encontró con la figura esbelta y provocadora de Alejandra Ramos, una de sus compañeras.

— No estoy de humor para malas noticias, Ale —dijo con un suspiro de cansancio.

Su amiga sonrió de manera automática, exhibiendo su perfecta dentadura.

— Lo siento, pero la "vieja leona" te anda buscando. ¿Dónde estabas? ¡Me he cansado de llamarte! —Lucía recordó que había dejado el celular en el departamento y se golpeó la frente—. ¡La reunión terminó hace medio siglo! Parece que le darán el puesto al idiota de Guido... No es que no me lo esperara, pero pensé que podrías tener una oportunidad ya que hace más de tres años que trabajas aquí y él sólo... no sé... ¿Unos meses?

Mientras la informaba, las dos mujeres entraron al edificio y se dirigieron hacia los dos ascensores, ubicados al fondo del inmenso vestíbulo que a esa hora estaba repleto de gente. Lucía no podía creerlo, la gran oportunidad de su vida se le había escurrido por los dedos. Pensaba, al igual que Alejandra, que Guido era un idiota machista, pedante y egocéntrico, que nada bueno podría aportar a aquel periódico; que, a pesar de la contundencia de sus argumentos, se caracterizaba en apoyar la diversidad de ideas y creencias, sin inclinar la balanza, pero al ser ahijado de uno de los dueños tenía sus... "contactos". Era una desgracia.

Mientras ascendían al séptimo piso, donde estaban las oficinas del periódico, ya había perdido la esperanza de poder escribir alguna vez sobre algo importante. ¡Cómo se había podido permitir aquel desliz! Esa clase de oportunidades, como solía decir su madre, sólo se presentaban una vez en la vida.

Con el parloteo de Alejandra de fondo no pudo concentrarse en inventar una excusa que su jefa, "la vieja leona", considerara importante... De manera inesperada e inoportuna, a su mente se le vino el mal recuerdo de Rosalía Montilla, una tímida compañera que había empezado a trabajar junto a ella y que provenía de España. Un día su tía había muerto y ella faltó al trabajo sin avisar. "La vieja leona" montó en cólera y la echó del trabajo sin admitir excusas, con el argumento de que tendría que haberle avisado de que se iba a morir su tía.

— ¿No vienes? —Alejandra la esperaba en el corredor, sosteniendo la puerta.

Lucía se había quedado petrificada dentro del ascensor con una aterradora idea rondándole por la cabeza. ¿Y si la despedían? ¡Justo ahora se le tenía que ocurrir semejante cosa!

— Sí... —alcanzó a balbucear, no obstante, cuando puso un pie en el corredor, se escuchó una atronadora voz proveniente desde la derecha.

— Palacios, ¡sígame! —ordenó la directora del periódico. La "vieja leona" parecía más furiosa que de costumbre. Era una mujer mayor, muy alta, huesuda, de largos dedos.

Lucía no dijo más nada, supo que sería en vano, y la siguió con la sensación de dirigirse hacia su sentencia de muerte. En el rostro de Alejandra se podía ver la misma preocupación.

Victorina Ponce era la directora de "El cuervo" desde hacía muchos años, su padre había fundado el diario más de medio siglo atrás. Aunque últimamente había tenido bajas en su venta, solía llevar el negocio muy bien. Su personalidad implacable y autoritaria le dio cierto prestigio y respeto en aquel ambiente más bien masculino.

La joven sólo tenía un trato frío y distante, de respeto, con su jefa. No solía tener problemas con ella, excepto una vez que olvidó mandarle el borrador de su trabajo para que lo corrigiera. Aquella nadería le había costado caro.

Caminó detrás de ella por un pasillo repleto de cubículos, con gente curiosa mirando por sobre ellos, hasta llegar a un importante despacho en donde quedaron a solas. Cuando la mujer cerró la puerta, Lucía experimentó una sensación de opresión. De encierro.

El despacho de la directora era pulcro y bien iluminado; ni un pequeño papelito se posaba sobre el reluciente vidrio del escritorio y mucho menos una mancha. Un lapicero y un par de retratos de un regordete adolescente, probablemente su nieto, estaban en perfecta simetría, formando una V. El lugar era grande y acogedoramente bien iluminado, pero esta vez a Lucía le pareció oscuro y frío.

— Su actitud de esta mañana ha sido una total falta de respeto y, aunque su irresponsabilidad ya no me sorprende, confieso que había esperado más de usted. —Así comenzó su discurso, su voz se asemejaba a un látigo.

— Tuve un problema... —alcanzó a decir Lucía, tratando de mantener la calma. Lo que le había dicho ¡era totalmente injusto!

— ¡No me interesan sus excusas! —la interrumpió la mujer, furiosa.

Siguió gritando, largando insultos de vez en cuando, mientras se paseaba por el despacho. Por lo que se podía deducir de sus palabras, era culpa de Lucía que hubiera tenido que ascender a Guido Mestre en su lugar. Era su culpa que todo hubiera salido mal en esa maldita reunión con Berto Mestre, su socio, y ella no hubiera podido pensar en un buen argumento para exponer la incompetencia de su ahijado. Era culpa de Lucía que todas las ventas del periódico hubieran bajado esos últimos meses y también que el café de esa mañana hubiese estado frío.

Lucía ya había tenido bastante... ¡Estaba harta de esa mujer tan desconsiderada y egoísta! Estuvo a punto de decirle todo lo que se merecía en su avejentada cara, pero no llegó a hacerlo.

— ¿Trajiste la entrevista que te encargué sobre la salud del diputado Ortiz? —dijo Victorina, suavizando, de repente, su tono de voz.

El repentino cambio de tema tomó por sorpresa a la joven.

— Sí... por supuesto —manifestó Lucía y, colocando el maletín en una silla, rebuscó en su contenido.

Fue en ese entonces cuando recordó que no había metido los papeles dentro, habían quedado en la mesa de la computadora. Al salir de su departamento había olvidado por completo aquella la entrevista en su afán de llegar lo más pronto posible a la reunión. Blanca como el papel, rebuscó desesperada, en un intento de comprobar que se había confundido. Pero no fue así... los papeles no estaban.

Cuando su jefa se enteró, explotó de furia. Era el colmo. ¿Volver a su departamento a buscar los papeles? ¡Ni pensar! ¡Necesitaba esa entrevista ya mismo! Luego de gritarle por media hora más, terminó pronunciando las palabras que tanto había temido la joven.

— ¡Estás despedida! ¡Toma tus cosas y vete! ¡Estoy harta de tratar con incompetentes! —le gritó en plena cara—. ¡Fuera de mi vista!

Desesperada, Lucía trató de discutir con la mujer, de defenderse, pero fue en vano. Tomó su maletín y salió del despacho. Frente a él se había congregado una veintena de compañeros curiosos que, al verla, fingieron no haber escuchado nada. Se sintió humillada, los gritos de la "vieja leona" se habían propagado más allá de lo debido. Liliana, otra compañera, le hizo un gesto desde el final de los cubículos para que se acercara pero prefirió ignorarla. No tenía ánimos para hablar de lo que había pasado con nadie.

Se dirigió a su escritorio, roja de furia y peleando contra las lágrimas que amenazaban con aparecer. Este se encontraba en uno de los cubículos comunes, tomó todas sus cosas personales, metiéndolas en la valija desordenadamente. Quería largarse de allí lo más rápido posible y acabar con toda aquella humillación. Sólo Alejandra se atrevió a acercarse a ella para darle ánimos. Los demás la miraban con estupefacta sorpresa.

Sola en su departamento tuvo que obligarse a admitir que estaba desempleada, que sólo tenía dinero como para sobrevivir unas semanas, debido a que había comprometido todos sus ahorros hacía poco para pagar una antigua deuda. Que tendría que empezar de cero a sus 35 años... Una lágrima se escapó de sus ojos. Pensó que ya no podría cumplir sus sueños... estaba devastada.

Recordó las duras palabras de su jefa: "¡Jamás serás nadie en la vida!". "¡Fracasarás en este negocio, no tienes ideas nuevas ni talento para armar una entrevista! ¡Ni siquiera escribes bien!"

Lucía comenzó a llorar de impotencia, su futuro se presentaba ante ella oscuro e incierto. Hasta ese entonces siempre había creído que podía aportar mucho a ese periódico pero las palabras de su jefa la hirieron profundamente, hasta el punto de cuestionarse si no se habría equivocado al elegir su profesión.

De pronto, su teléfono celular comenzó a sonar con insistencia. Secó su cara con la toalla y volvió al dormitorio por él. Era su madre.

— ¡Mierda!

Trató de serenarse y de que su voz sonara "normal." No quería darle la mala noticia, no ahora, no hoy. Su madre estaba lejos, en la provincia de San Juan, al otro lado del país. Vivía sola desde la muerte de su padre, hacía más de siete años.

— ¡Hola, cariño! —le gritó la mujer, desde el otro lado del país.

— Hola, mamá —respondió la joven, preguntándose como siempre por qué su madre le gritaba al tubo del teléfono.

— Sé que a esta hora trabajas, no quería molestarte, pero tenía un mal presentimiento y... —Se detuvo, luego preguntó preocupada —: Estás trabajando, ¿no?

Lucía lanzó un suspiro y desvió su vista al techo. Su madre siempre sabía cuándo estaba en problemas y nunca había podido explicarse cómo. Hubo un breve silencio.

— No, yo... —balbuceó, sin saber qué decir.

— Vamos, cariño, ¿qué ocurre?

Decidió contarle, no ganaba mucho con ocultarle sus asuntos. Era desagradable y humillante, se sentía miserable y tuvo que admitir que esta vez necesitaba su consuelo. Fue, a pesar de todo y en contra de lo que esperaba, una charla agradable. Lucía recibió de ella todas las fuerzas y el ánimo que necesitaba.

— ¿Qué harás a partir de ahora, Tuti?

— No me llames así mamá, no soy una niña... No lo sé... supongo que buscar un empleo. Lo más rápido posible.

Eso fue lo primero que hizo, metódica y determinante como era, a la siguiente mañana salió a la gran ciudad de Buenos Aires en caza de un empleo. Pero, como llegó a la conclusión aquel medio día, había pecado de optimismo. Sólo había sido una pérdida de tiempo. Regó su currículum vitae por los pocos periódicos en donde se le ocurría que podrían contratarla, pero no floreció ninguna esperanza. Le dijeron que no estaban tomando personal, en cada lugar que fue. Con perseverancia, al día siguiente hizo lo mismo, sin embargo, el resultado no cambió. Ahora sólo faltaba esperar...

Un par de semanas después, estaba desesperada. Buscar trabajo no había sido tan fácil cómo esperada y su éxito fue nulo. Parecía que nadie necesitaba una nueva escritora y ya estaba desilusionada. El dinero que tenía se le acabaría pronto y, sacando las cuentas, sólo le alcanzaba para pagar el alquiler de ese mes... haciendo una estricta dieta.

Un día en que se había resignado a ampliar su repertorio de búsqueda hacia trabajos menos remunerados y totalmente diferentes a su profesión actual, atinó a caer por el departamento su amiga Alejandra.

— ¿Cómo has estado? —le preguntó, luego de que se sentaran a la mesa, frente a una taza de café.

— Más o menos... Aún no he podido encontrar nada —le confesó con un suspiro.

— He escuchado que las cosas andan difíciles en la calle este mes... este año —dijo Alejandra y agregó esbozando una sonrisa optimista—: Pero ya encontrarás algo.

Lucía asintió con la cabeza, totalmente desanimada. Su amiga la observó y adivinó el motivo.

— ¿Cómo andas de dinero?

— No muy bien, la verdad. Mañana vendrá la señora Pérez a cobrar el alquiler y con ella se me irá casi todo —admitió Lucía.

— ¿Qué es casi todo? ¿Cuánto te queda? —se alarmó Alejandra, mirándola con los ojos bien abiertos.

— Muy poco... para comer unos días —confesó avergonzada, luego de titubear un poco.

— ¡Por Dios, amiga!

Lucía la interrumpió rápidamente.

— Aquí en la esquina hay una cafetería nueva, que está buscando mozas... Creo que me presentaré...

— ¡Mozas! ¡Pero si eres escritora! —la interrumpió Alejandra con una expresión de desprecio.

— ¡No tiene nada de malo! Además, no tengo otra opción... Si no encuentro algo pronto no podré comer, Ale. Y a nadie parece importarle que pueda escribir bien.

— Pero eso no te ayudará a pagar el alquiler... Ni de aquí ni de ningún lado.

— Lo sé... sólo es provisorio, hasta que consiga algo mejor.

— ¿Y si no lo consigues? —manifestó pero se arrepintió de inmediato de la pregunta al ver la cara de su amiga.

Lucía no supo qué responder, ese era su mayor temor. Si a fin de mes no conseguía nada tendría que dejar el departamento. Y para fin de mes no parecía faltar mucho... En estos casos el tiempo vuela.

— Mira... yo puedo prestarte algo. No es mucho pero te ayudará —le ofreció la chica.

— No, no podría aceptarlo... ¡Crías sola a una pequeña niña! —se opuso Lucía, negando con la cabeza.

— Después me lo devuelves... Piénsalo, ¿quieres?

— Está bien... lo pensaré.

Se lo dijo como cortesía, no pensaba aceptar semejante favor sin estar segura de que podría devolver ese dinero. Había pasado tanto tiempo buscando empleo que ya no se encontraba muy optimista de conseguir alguna buena oferta en un corto plazo. Apreciaba mucho a Alejandra, era buena y generosa, no dudaría ni un minuto en darle cuanto poseía a mano y ella estaba tentada a aceptarlo, pero también era consciente de su situación. Era madre soltera, su novio había desaparecido entre el humo de la ciudad apenas se enteró de que estaba embarazada y nunca más supo nada de él. Lucía sabía que tenía un puesto más bajo que el de ella en el diario, inclusive que le costaba pagar las cuentas.

El desagradable tema quedó allí estancado y las amigas se pusieron a conversar sobre cosas más felices. En el trabajo había varias personas que preguntaban por ella y, extraordinariamente, un día había escuchado a la "vieja leona" murmurar furiosa lo molestas que le resultaban actualmente las cosas.

— Guido es un idiota. Hace unos días quedó en pasarla a buscar para llevarla a la conferencia del Gobernador, llegó una hora tarde. Estaba furiosa.

Lucía rió en esta ocasión.

— Espero que te devuelva el trabajo —manifestó esperanzada.

— Jamás lo hará, Ale, es demasiado orgullosa para aceptar de que se equivocó... Aparte ya me notificó por escrito.

Tenía razón, su jefa no volvió a llamarla.

A la mañana siguiente, Lucía pagó el alquiler como de costumbre sin decirle ni una palabra a la señora Pérez sobre su nueva situación. Sabía que debería haberlo hecho pero todavía no había perdido completamente las esperanzas de conseguir empleo, no pasó, sin embargo, mucho tiempo para que las perdiera.

Almorzó fugazmente, tratando de economizar hasta en los alimentos, y salió en dirección a la cafetería de la esquina de su cuadra. El lugar a esa hora estaba repleto y tuvo que esperar bastante para que la viera el encargado. La entrevista fue muy breve y pronto estuvo en su hogar de nuevo. El dueño del lugar necesitaba: "gente con experiencia en ese empleo."

Luego de aquel fracaso tuvo suficiente, no pudo soportar más. La joven cayó en la cama, profundamente deprimida... No quiso levantarse en todo el día, ni al día siguiente, ni al siguiente.

Cuando volvió a visitarla Alejandra, se alarmó bastante al verla en semejante estado, tirada en la cama, con el pijama puesto y sucio de manchas de café. El departamento estaba en un increíble desorden, muy diferente a como lo tenía antes. Al principio pensó que se había enfermado pero no tardó en darse cuenta de la verdadera situación. Enojada con su amiga la obligó a levantarse.

— ¿Estás loca? ¿Quieres ir a bañarte al menos? ¡Vamos... levántate! —le ordenó.

— No... ¡déjame en paz! —le respondió Lucía, tapándose la cabeza con la almohada.

— ¡Arriba! ¡Vamos! ¿No tienes ni un poquito de dignidad? —insistió la chica, quitándole la almohada.

La joven se sentó en la cama, un poco molesta con su amiga, sólo quería seguir durmiendo... sólo deseaba desaparecer, ¿por qué sería tan difícil? Luego, la miró confundida.

— ¿Cómo entraste?

— Habías dejado la puerta abierta, cualquiera podría haber entrado. Hasta saqué un gato blanco de tu cocina —le informó con el ceño fruncido, asombrada por su imprudencia.

— ¡Oh! El gato del anciano señor Ríos —exclamó. No era la primera vez que se colaba en su departamento.

Alejandra cambió bruscamente de tema.

— ¿Qué pasó con eso de "buscar trabajo"?

— No encontré absolutamente nada... ¡Soy una inútil!... Ni siquiera sirvo para moza —sollozó la joven.

— Vamos... No te pongas así, no pierdas las esperanzas —se compadeció Alejandra. La ayudó a levantarse y pronto, al menos, estuvo vestida.

— ¿Desde cuándo estás así?

— ¿Así cómo?

— ¡Tirada en la cama como un perro!

Lucía se encogió de hombros y desvió su vista, avergonzada.

— Te dije que podía prestarte algo de dinero... ¡Me hubieras llamado!

— Sabes que no voy a aceptarlo...

— ¡Oh, vamos! ¿Qué harás entonces? ¿Morir de inanición? —manifestó Alejandra.

Otro silencio más prolongado fue su única respuesta.

— ¿Desde cuándo no comes algo? —le preguntó, aunque temía saber la respuesta.

— No lo sé...

— ¡Por Dios, Luci! —exclamó Alejandra, se sintió mal consigo misma... debió volver antes a ver cómo andaba Lucía—. Bien, péinate un poco, saldremos a comer.

Lucía no pudo negarse ante tan generoso ofrecimiento y pronto estuvo en condiciones de salir del departamento. La verdad era que se había estado alimentando muy mal los últimos días y...tenía hambre. Juntas fueron a una casa de comida rápida en donde devoraron todo lo que pudieron.

Alejandra la miraba comer en silencio... Sentía lástima por ella pero no sabía cómo podía ayudarla y menos cómo vencer ese orgullo descomunal que tenía. Sólo podía ofrecerle pagar el alquiler del departamento por un mes. Ella vivía con su anciana tía y su niña pequeña en un departamento minúsculo y viejo. No podía ofrecerle hogar, pero al menos sí consuelo.

Le hizo otra vez el generoso ofrecimiento de dinero pero Lucía se negaba a aceptarlo, fastidiada ya volvió a la carga:

— ¿Le has hablado a tu madre? Quizás ella pueda ayudarte —dijo, sabía que Lucía tenía una madre, y que su padre había fallecido, pero nada más. Ella siempre había sido muy reservada en cuanto a su familia se refería.

— No... no es que no hable con ella, hablo a menudo, pero no sabe nada —explicó. Su madre era muy buena pero solía inmiscuirse demasiado en sus cosas, algo que a Lucía le había molestado siempre.

— Dile, a lo mejor pueda prestarte dinero.

— No... es jubilada. No puede, apenas le alcanza para llegar a fin de mes.

Alejandra asintió con la cabeza. Luego llamó al mozo para que les trajera la cuenta.

— ¿Y no has pensado en... mudarte un tiempo con ella? Eso te ahorrará el alquiler.

— ¡¿Mudarme con ella?! Sería mi último recurso —dijo más para sí misma, luego agregó—. Además, ella vive en San Juan, al otro lado del país.

— ¡Oh! —exclamó sorprendida. Sabía que Lucía venía del interior por su acento pero siempre pensó que su familia residía allí.

Dos días después, justo a fin de mes, supo que no iba a quedarle otro recurso. Ya no podía mantenerse. Ese día le hizo una llamada trascendental a su madre... Fue una conversación larga en donde ambas derramaron muchas lágrimas, sin embargo, su madre le ofreció volver a casa y estuvo contenta de que su hija aceptara. Hacía más de dos años que no se veían, a ella le había resultado imposible viajar y Lucía, con sus obligaciones en el trabajo, no había podido dedicarle el tiempo que necesitaba su madre... y que merecía.

La joven tuvo entonces que cerrar el departamento y devolverlo a la Señora Pérez, la dueña, que la despidió desanimada, mientras sus escasas pertenencias eran trasladadas al otro lado del país. Una nueva vida la esperaba pero, con el ánimo decaído y profundamente deprimida, no podía ver nada bueno en su futuro, que se presentaba ante ella de manera incierta.  

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