(3) Invocar a un demonio

Aleksandar y Venecia transitaron varias cuadras en un silencio que no le resultaba incómodo a él sin explicación alguna.

El frío que acechaba en las calles de la Ciudad Baja le adormecía las extremidades. Bajó las mangas de su camisa y se frotó las manos en busca de generar calor. La temperatura había descendido drásticamente desde la última vez que había salido de la comisaría antes del incidente, por lo que no trajo un abrigo, ni siquiera un saco.

A ese paso pescaría un resfriado, lo que no podía permitirse con la pila de trabajo que le aguardaba, y, aun así, iba directo hacia una heladería. Como predijo, perdió la cordura.

El sol se abría paso a través de las nubes grises. Un grupo escaso de transeúntes andaba de aquí para allá, ignorando el hecho de que un ángel también lo hacía, y de pensar que él fue uno de ellos, sufrió un escalofrío, o quizá fue por el clima. Las dos hipótesis contaban como correctas.

―¿Qué tan lejos está ese lugar?

―Bueno, está en otro plano, así que bastante ―respondió la rubia que caminaba a la par suyo―. Mentí, despreocúpate.

No pudo evitar resoplar. En definitiva, se enfermaría. Pretendía plantear la opción de dejar su charla para más tarde justo cuando percibió el peso del abrigo de Venecia sobre sus hombros y se detuvo al igual que ella. El calor natural de su cuerpo lo envolvió. Quizá no tendría gripe.

―¿Por qué me lo das?

―Se nota que te estás congelando y he visto cientos de veces que hacen esto en los dramas. Valía la pena intentarlo.

―¿Y tú?

―Yo estoy muy caliente ―aseguró ella con naturalidad.

―¿O sea que no tienes frío?

―No te preocupes. No puedo enfermarme, incluso si lo intentara ―se encogió de hombros―. Si no quieres ir a pie, existe una segunda opción.

―¿Cuál? ―indagó, arrugando la frente.

―Esta ―dijo previo a agarrarle la mano.

Lo único que Aleksandar pudo descifrar de lo que pasó fue que literalmente de un parpadeo a otro pasó de estar frente a una tienda de zapatos de lujo a pisar la acera de un viejo vecindario. De no ser por las fuertes oleadas de mareo que lo azotaban, se habría fijado más en ello.

Experimentaba una sensación semejante a ser un muñequito que había sido capturado por un gigante y abandonado allí tras volar por los aires. De tantas vueltas que la cabeza le daba, tuvo que apoyarse en la pared de cemento. Las ganas de vomitar tampoco lo dejaban tranquilo.

―Avísame la próxima vez que vayas a hacer eso ―soltó, malhumorado, ya que sus náuseas superaban cualquier nivel antes visto y vivido por él.

Venecia se quitó una hoja seca que se le había adherido a su suéter color lavanda de manera casual y se inclinó en su dirección. Se veía de maravilla mientras él se esforzaba por no escupir sus entrañas.

―¿En la escala del uno al diez qué tan mal te sientes?

―Como un billón.

―Suele pasar. La primera vez es una mierda. Dame las manos.

―Ni en tus sueños. ―Aleksandar las escondió detrás de su espalda.

―No seas un bebé ―insistió, tratando de agarrárselas.

―No soy un bebé, soy un hombre de veintisiete años ―se defendió con palabras y con los codos debido a que ella puso los dedos en sus músculos oblicuos.

―Soy un ángel que paró de contar sus años luego de cumplir el primer milenio, sigues siendo uno en comparación ―refutó y se apartó a modo de rendición―. Prometo no hacer una aparición contigo sin consultarte.

―¿Eso ha sido una aparición?

―Sí, se le dice "teletransportarse". Para ser un detective experimentado, eres algo lento.

―No soy lento, soy humano.

―Es lo mismo, Super Sherlock.

―¿Por qué me llamas así?

―¿No es obvio? Te ves como una mezcla de Superman y Sherlock Holmes. ¿Nadie te ha llamado de esta forma?

―No, es raro.

―Es un apodo.

―No creo que hayamos llegado a ese tipo de confianza como para ponernos apodos.

La rubia se ofendió profundamente.

―Me dueles, corazón. Vamos a comer helado juntos, si eso no es tener confianza, no sé lo que es.

―Eso está en evidencia. ¿Siempre confías tan rápido en la gente?

―No es confianza, solo que no es desconfianza. No te veo como una amenaza. Soy una persona abierta a las posibilidades ―explicó Venecia, relajada.

―Por supuesto ―bufó Aleksandar a pesar de que él era lo opuesto.

―Oye, dijiste que investigaremos asesinatos. Cuenta, ¿no?

―Por cuestiones profesionales, no personales.

―Entonces, soy tu Watson.

―No, tengo uno y no eres tú.

―Es el fantasma de Pavel, ¿cierto? ―indagó, curiosa e incluso, ¿celosa?

―Nadie más podría serlo.

―¿Eres gay?

Era demisexual, pero no se lo aclararía.

―No es de tu incumbencia.

―Todavía puedo ser tu Lois Lane ―objetó la rubia con una sonrisa amplia.

Él no respondería a eso, no obstante, no le molestaba un apodo inocente.

―Algunos me dicen Alek ―se rindió.

―Alek ―suspiró Venecia, catando el nombre―. Todavía prefiero Super Sherlock.

―¿Para qué querías mis manos? ―curioseó el detective.

―Ya no las necesito. ¿Cómo te sientes ahora?

Estuvo tan concentrado en la discusión que no se había percatado de que se le había pasado el malestar.

―¿Cómo hiciste eso?

―Quitar es una de mis habilidades. Vamos adentro.

―Espera. Quitar no es lo mismo que curar. Si pudiste quitarlo, eso implica que...

―Yo lo tomé, como si fuera una píldora ―le interrumpió ella―, y me curé.

―No lo hagas de nuevo.

―¿Por qué? ¿No deberías estar agradecido por hacerlo?

La comparación que hizo con las pastillas lo llevó de vuelta a la adolescencia cuando era como un muerto viviente por los medicamentos para las "alucinaciones" de los fantasmas.

―Porque mi dolor es mi dolor. Es mi carga, no la tuya.

―¿Acaso he tocado alguna fibra sensible?

Aleksandar omitió su pregunta, se enderezó y le dio una buena vista a su alrededor.

A los costados de una cuesta había una hilera de antiguas casas con tejados y aleros de ladrillo rojo que se extendía hasta donde le alcanzaba la vista. Por suerte, los niños fantasmas que jugaban a unos metros de distancia no los notaron.

Había un mutismo y un aroma a vainilla mezclado con café gobernaban la zona, además de un gato chartreux que saltó desde la ventana de un pequeño barracón en el que se había recostado a causa de su malestar reciente. El edificio de un piso ostentaba haber sido construido de una forma similar a los otros. Algo que no sobresalía de lo normal, pensó él. Borró ese pensamiento en cuanto una señora de edad avanzada enfundada en un traje blanco se asomó por el alféizar y gritó:

―¡Gato del Infierno, me robas una vez más y te haré que te persiga un perro infernal!

―¿Este es el lugar del que hablaste? No parece ser una heladería ―le susurró Aleksandar a Venecia.

―Entra y verás ―contestó y saludó con un gesto a la señora, quien rodó sus ojos castaños. Le recordó a quien veía a alguien que soportaba por cortesía―. ¿Cómo has estado, Atliel?

―Como la mierda, Sereda.

―Es decir, como siempre. Me alegro por ti.

Lo peor era que no sonaba sarcástica, sino genuinamente contenta.

―¿Qué quieres?

―Creo que ya te lo imaginas.

―Ven. ―Dicho eso, corrió las cortinas y la entrada se abrió por arte de magia.

―¿Atliel? ¿Sereda?

―A los ángeles se les asignan ciertos nombres divinos, pero la mayoría que ha caído no lo conservó a diferencia de Atliel ―argumentó Venecia a medida que atravesaban el acceso.

―¿Por qué?

―Cambiamos. Así que, ¿por qué conservar el mismo nombre si no eres más esa persona?

―¿Cómo debería llamarte?

La expresión de Venecia se iluminó con malicia.

―No te diré como al personaje de un cómic ―advirtió sin que pronunciara siquiera una sílaba.

Ella hizo puchero. Para tener tantos años encima, se comportaba muy infantil.

―Dame un porqué.

―No me gustan.

―¿Y qué te gusta?

―Leer las noticias.

―¿Eso fue un chiste? Qué gracioso ―Una risa nerviosa brotó de Venecia.

―No.

―¿Algo más?

―También me gustan los crucigramas ―afirmó gustoso de recordar las competencias que solía tener con su abuela para averiguar quién los completaba primero―. ¿Por qué tantas preguntas? ¿A ti qué te gusta?

―Tú ―expresó abiertamente.

No supo cómo responder. No solía escuchar tales confesiones dirigidas hacia él.

―No puedo gustarte.

―¿Cuál es el inconveniente?

―Que no me conoces.

―Eso es una excusa ―replicó Venecia, aproximándose lo suficiente para acomodar la solapa de la camisa de él en un gesto demasiado íntimo―. Hay miles de humanos que adoran a otros que no los han visto en su vida ni lo harán probablemente. Yo tengo una ventaja: tú estás justo frente a mí, ¿cómo debería aprovechar mi suerte?

La cercanía que creó lo ayudó a analizar su mirada. Ella sonreía, mas sus ojos lloraban sin lágrimas cuando lo miraba, como si en ellos se ocultara el paraíso más oscuro.

Aleksandar se distanció sin corresponderle. Necesitaba pensar en el trabajo y en las víctimas. No les prestaría atención a las bromas sin sentido de esa desconocida.

―Al hablar de miles de humanos, te refieres a las celebridades y a sus admiradores.

―Exacto.

―Eso no es amor, es fanatismo.

Asintió como quien recién comprendía una ecuación matemática que le costó trabajo entender.

―En mi defensa, me refería que me gustabas físicamente y soy directa respecto a eso. Nada más ―afirmó la rubia con sinceridad―. Aclarados nuestros temas, es hora de comer.

Ingresaron en el domicilio de Atliel. Solo vislumbró un breve pasillo decorado con una banca de madera, un perchero para depositar la ropa sujeto a la pared de piedra y una lámpara encerrada en una caja de cristal que lo iluminaba. Este poseía tres salidas internas, una desembocaba en lo que dedujo era la cocina, otra al resto de la residencia y una última que estaba cerrada. En resumen: una heladería, las pelotas.

―Pido lo de siempre ―anunció su acompañante, en simultáneo, recuperaba y colgaba la prenda que le facilitó―. ¿Qué gusto prefieres?

―¿Este sitio tiene las normas de salubridad en regla? ―interrogó el detective de antemano.

―¡Él quiere lo mismo!

Aleksandar la imitó cuando se sentó. Segundos más tarde, Atliel se hizo presente con dos conos de helado de frutilla y una potente cara de constipado.

―Gracias ―dijo, aceptándolo.

Probó una cucharada. Fuegos artificiales explotaron en su lengua de lo exquisito que sabía. No sería necesario pedirle los papeles.

―¿Le hiciste caso a Amaranta? ―inquirió Atliel, sosteniendo el que le correspondía al ángel a su lado.

―Define "hacer caso" ―masculló Venecia, hastiada―. El helado es la relación más larga que he tenido. Está todo bajo control. No importa.

―Sí, importa. No te venderé.

―Bien, no me vendas. Les compraré a los humanos. No será helado celestial, sin embargo, sabe genial.

―¿Celestial? ―repitió Aleksandar, extrañado.

―¿Quién es este? ―cuestionó Atliel de mala gana.

―Resolvemos crímenes juntos. Si requieres nuestros servicios, llámanos ―se adelantó a decir Venecia con entusiasmo.

―Ahora dime la versión menos exagerada.

―Es verdad ―corroboró el detective.

―Lo que digan ―bufó. Atliel se introdujo en su cocina y no volvió a aparecer.

―¿Helado celestial?

―Atliel es un ángel de la fertilidad.

De haber podido escupir el helado, Aleksandar lo habría hecho.

―¿Qué?

―Algunos caímos sin saber mucho de la humanidad, en consecuencia, usamos nuestros talentos especiales para obtener dinero y poder sustentarnos. Atliel pone en la comida una fórmula especial que ayuda a las personas a concebir y a mejorar ciertas funciones, ¿me entiendes?

―¿Me estás diciendo que lo que estoy comiendo es...?

―No, no. Es uno normal, con el sabor de los ángeles y la normalidad de los mundanos. Además, no funciona como el viagra. No tendrás una erección en medio del corredor.

―Mucha información ―articuló él. Estuvo a punto de entregarle su postre a Venecia, no obstante, recordó su conversación con Atliel y lo conservó―. ¿Por qué este puesto?

―Seguridad angelical. El predio está rodeado de símbolos de protección que mi casa no tiene. Nadie que no esté acá puede oírnos.

―¿Y tú confías en Atliel?

―No estaríamos aquí si no lo hiciera.

―De acuerdo.

―Fue un demonio ―soltó ella sin anestesia, comiendo hasta el cono en el que sirvieron el helado.

―¿No dijiste que eran incapaces de eso?

―Dije que conocía a algunos que lo eran, procuremos no generalizar.

―¿Cómo estás tan segura?

―La escena del crimen apestaba a azufre, lo que es un claro indicio de que hubo una presencia demoníaca.

―Buen dato.

―Lo mismo sucede con nosotros. Por ejemplo, cuando desaparecemos dejamos elinag que, si lo simplificamos, es polvo de ángeles, que es un rastro y una droga.

―¿Es posible rastrear ese vestigio?

―No ―negó con firmeza―, a menos de que seamos un demonio.

―¿Qué?

―Voy a invocar un demonio ―avisó Venecia con una idea formándose en su cabeza.

―¡¿Qué?! ―Aleksandar se quedó sin pulso.

―Digo, haré una llamada.

La aclaración lo tranquilizó.

―Tómate tu tiempo.

Aleksandar sacó su teléfono en cuanto ella se fue afuera. Tenía un mensaje reciente de Turina que decía que había confirmado la coartada de Venecia. Suspiró agradecido de tachar una preocupación de la lista y guardó el aparato en su bolsillo.

Se levantó de su asiento y la observó desde adentro. La rubia se mordía el labio inferior con el celular pegado a la oreja. Había algo raro en ella y su modo de expresarse que le resultaba incomprensible, como si tuviera que leer entre líneas sin nada escrito.

Se cuestionó cómo resolverían juntos ese caso siendo tan diferentes y, si lo lograban, ¿encarcelarían a un ser sobrenatural bajo las leyes de los humanos? ¿O qué harían?

―Iba en serio lo de investigar, ¿no?

La sangre le subió de golpe tras la repentina aparición de Atliel. Tardaría en familiarizarse con su agilidad.

―Sí, ¿qué otro motivo tendría para estar aquí?

―¿Y qué voy a saber yo? Mira, no te conozco, y aun así te diré esto. Sé que su excentricidad puede parecer atractiva por un momento, pero ella es más de lo que cualquiera puede manejar.

―¿De qué hablas? ―objetó, sorprendido por la intervención repentina.

―Los ángeles y los demonios tienen una única cosa en común: ninguno de los dos puede amar. Hazte un favor y no te involucres demasiado.

―¿Esta es la típica charla de sí la lastimo, me matarás?

Resultaba cómico, considerando que ella podía convertirlo en puré de Aleksandar.

―No, es la charla de que no puedes lastimar a alguien que tarda siglos en entender una emoción, por lo que es inútil sentir algo por ella.

―Descuida, no la veo de esa forma.

―Bien por ti. Debo mencionar que me sorprende que alguien que se espante de los demonios no se dé cuenta de que ella es mucho peor que ellos juntos ―le felicitó Atliel.

―He conocido a miles de tipos malos, ella no lo parece ―expuso el detective basado en su experiencia laboral.

―Ese es el punto, humano, y págame lo que consumiste.

―¿Cuánto es?

―Dos mil kunas.

―Mi billetera acaba de gritar de dolor ―logró proferir.

―Es eso o que me des tu primogénito.

―No planeo tener hijos ahora.

―Fue un chiste.

―A mí no me pareció.

―Dame lo que tengas.

―¿Mi riñón?

―No me sirve.

Aleksandar le cedió de mala gana un par de billetes.

―¿Le estás cobrando? ―inquirió Venecia, parada en el umbral de la puerta.

―La economía no es la misma para todos ―se justificó Atliel.

―Con razón no tienes clientes, avaro del purgatorio. Pedí uno regular y con la cantidad de veces que te he comprado, debería tener cientos de cupones de "llévate uno gratis".

―Bien, se los devuelvo. ―Atliel chasqueó los dedos y el dinero estaba devuelta en su cartera.

―Por tu amabilidad y un kilo más de helado a domicilio, te enviaré veinte mil kunas.

Dicho eso, ella se lanzó a darle un beso en la mejilla a Atliel. Ahí Aleksandar comprendió que Venecia era la clase de persona que sin darse cuenta era muy afectiva físicamente. Daba abrazos, rozaba su brazo con el de otro o realizaba muchos gestos con las manos. No porque alguien le interesara, sino porque así se manifestaba su lenguaje corporal. Lo opuesto a él.

―Super Sherlock, un amigo vendrá para ayudarnos. Puedes venir conmigo para revisar desde otro ángulo el modus operandi del que me hablaste en el camino. ―Venecia sujetó a Aleksandar por los omóplatos después de echarle encima el abrigo―. Nos vemos en otra desagradable ocasión, Atliel.

―Le ruego al cielo que no, Sereda.

―¿Te animas a hacer una aparición? ―consultó ella, susurrándole al oído.

Aleksandar tragó grueso.

―No me atrevo a decir no.

***

Venecia respiró con júbilo el dulce perfume del aromatizante de ambiente de la sala de exposiciones del museo. Examinó a Aleksandar y estaba bien, no como una torre desmoronándose, más estable luego de teletransportarse.

Siendo sincera, no solo le había sacado el malestar, también absorbió su cansancio. De no hacerlo, se habría desmayado del sueño. Ella carecía de esos inconvenientes porque no dormía para empezar. Si sus pensamientos la aturdían o estaba aburrida, apagaba su conciencia. Nunca dormía ni lo necesitaba.

―Bueno, ¿por dónde quieres empezar?

―Dijiste que los asesinatos son una amenaza para ti y a la vez son escogidos mediante las personas que se presentan aquí ―planteó él, despojándose del abrigo que le cedió, supuso que debido a la calefacción―. ¿Por qué?

―La gente como yo son los únicos capaces de fabricar un vínculo o un puente entre almas, es decir, amor, pero los que no cayeron pueden hacerlo. El amor es una fuerza poderosa, la energía que mueve al mundo y aunque ya no amen, no puede morir. Así es cómo hacemos que las personas se enamoren. Conectamos dos almas que podrían culminar en una pareja y les dejamos el resto de la producción a ellos ―explicó en simples palabras un tema que se le dificultaba mucho tocar.

―¿Acaso no elegimos de quienes nos enamoramos?

―No todos se enamoran o sienten atracción. Algunos de ustedes desarrollan por su cuenta algo que puedes considerar una chispa a la que ustedes llaman atracción, ya sea romántica o sexual, y en eso se basan para unirlos o no. Pese al trabajo de los ángeles, encontrar el amor es como ganar la lotería. Es casi imposible que pase y no todos lo aprovechan cuando lo tienen. La mayoría de las parejas rompen o tienen otros problemas y no saben qué hacer con ese sentimiento.

―Ahí es donde entras tú.

―Los amores son igual que las frutas, si las dejas por mucho tiempo, se pudren y ya no te las puedes comer. Yo me encargo de congelarlas. Puedo ver sus corazones, quitarles el peso de él, y ponerlo en un objeto para que no se convierta en basura.

―¿Puedes ver mi corazón?

No respondió a su pregunta, en cambio, puso la palma en el pecho de él y lo percibió como una melodía etérea, una imagen acendrada y la acaricia de las espinas filosas de un corazón que jamás había sido roto.

―Qué envidia. Quisiera tenerlo.

Deseaba que su corazón estuviera en esas condiciones y no roto.

Aleksandar colocó una de sus manos sobre la de ella y dijo, consternado:

―¿Qué significa eso?

―Significa que es perfecto y que debes tener cuidado con a quien se lo entregas ―masculló, distanciándose.

No me lo entregues a mí, quiso decir.

―Todas estas cosas de verdad son recordatorios de corazones rotos. ―Él lo dijo como si ella fuera una heroína que había salvado al mundo cuando en realidad fue castigada.

―Si lo quieres poner así.

La rubia desapareció por un segundo en busca de una caja de cigarrillos saborizados y un encendedor.

―¿De verdad vas a fumar frente a tu propio cartel de prohibido fumar en el establecimiento? ―preguntó Aleksandar, atónito, señalando a la pancarta detrás de ella.

Encendió uno y le dio una breve calada con la intención de relajarse.

―Las reglas son para los demás, no para mí.

―Dos décadas y no has cambiado nada, mi preciosa pagana ―expuso una voz muy seductora y familiar.

En una esquina cercana a la recepción y acompañado por Amaranta, se ubicaba Jure.

El ángel se desplazó hacia él por instinto. No olvidó la última vez que lo había visto a pesar de que estaba demasiado ahogada en las emociones para recordarlo con claridad.

Y ahí se encontraba parado de un modo en que sus miles de años no le pesaban en absoluto. Pues si los ángeles se consideraban fríos y hermosos, los demonios representaban todo lo caliente y sexy.

Venecia se acercó para darle la bienvenida y este la besó en la boca por tradición. Sus labios tenían un efecto similar al alcohol, la hacían querer embriagarse de ellos hasta que no pudiera ni caminar.

―Te eché de menos, demonio ―musitó con los ojos llorosos de felicidad.

―¿Cuánto, ángel? ―preguntó con una sonrisa hipnotizante.

Iba a responderle, empero se alejó y volteó en dirección al hombre de semblante sorprendido.

―Aleksandar, este es el amigo que te mencioné. Jure, este es el detective del que te hablé.

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