(27) Toda buena historia de amor empieza con un crimen sobrenatural

No tenía fin.

El martirio.

No era infinito. Solamente lo aparentaba.

Los disparos habían terminado, sin embargo, sus efectos recién aparecían. Resultó que el asco que sentía no era solo mental, sino también físico. Venecia necesitó de varios minutos para darse cuenta de que la agonía no acabó con el impacto de los proyectiles, sino que aparentemente Adriel le puso algo en las balas que la hacían retorcer de dolor dentro de su trampa angelical.

Venía en oleadas. Las náuseas aumentaron con el transcurso del tiempo, a la vez, el leve sudor se convirtió en una fiebre que le causaba unos escalofríos tremebundos. Le dolía la cabeza como si fuera a estallar, los músculos le pesaban toneladas y sufría de unas arcadas que le sugerían que escupiera las entrañas. Su respiración se agitaba y ralentizaba irregularmente, poseía la garganta seca y los labios agrietados, y perdió el control de sus sentidos agudizados.

La bruma confundía su visión. El aroma metálico de su propia sangre la sofocaba. Los sonidos de origen desconocido de aquel sitio que nunca visitó la perseguían. Un gusto amargo envenenaba a su lengua y el suelo frío agregaba más incomodidad a su malestar. Además, carecía de la habilidad de formar un pensamiento coherente que no fuera una súplica interna para que sus dolencias pararan.

No se suponía que los ángeles se enfermaran. Para eso estaba el proceso acelerado de curación. Fuera lo que fuera que le ocurría debía tener un origen sobrenatural.

Entre débiles parpadeos y gimoteos, Venecia oía como Adriel se pasaba alrededor de las exhibiciones de aquella versión retorcida del mundo y parloteaba sobre cosas que ella no retenía en su cerebro debido a su desazón.

―A pesar de que te encuentro patética a ti y todo lo que representas, admitiré que una colección así es impresionante ―le oyó pronunciar a medida que se aproximaba―. Estoy considerando abrir un Museo de los Asesinatos y exponer pequeños recuerdos de mis víctimas y cómo las maté. Creo que es una idea brillante. ¿Qué te parece?

Decir que le daba asco sería algo repetitivo.

En su cerebro continuaba sin asimilar que Adriel alguna vez fue alguien a quien admiró durante su liderazgo en la Ciudad Dorada antes de que se convirtiera en un ángel caído. Él era un monstruo desde el principio. Los demás demoraron demasiado en notarlo. Ella no fue diferente.

¿Por qué?

Tarde o temprano, siempre quedaba rodeada de monstruos.

¿Ella era uno también?

Sospechaba que los buscaba inconscientemente.

A veces deseaba salvarlos. En esta ocasión, había una alternativa predominante: matarlo sin importar lo que se interpusiera en su camino.

―¿Qué carajos me hiciste, infeliz? ―bramó con la voz apagada y jadeante.

―Nada diferente de lo que tú te hiciste a lo largo de las últimas décadas ―contestó él y todo lo que la rubia vio fueron sus pies acercarse―. ¿Quieres saber lo que le hace veneno y sangre de demonio a un ángel? Es lo que sientes en este preciso segundo.

Eso explicaba más o menos la razón por la que experimentaba la sensación de que alguien la estuviera cocinando viva. Una cosa era consumir las drogas de origen demoníaco que portaban un bajo porcentaje de los componentes mencionados y lo que sugirió Adriel era mucho más letal y perjudicial. Seguro se trataba de un tósigo puro y gracias a que le disparó en el corazón, entre otras zonas puntuales, se diseminaba a gran velocidad y con una magnitud agresiva. Sería igual de malo si a un demonio le inyectaban gracia angelical, ya que los ángeles y demonios se consideraban opuestos por más de un motivo. Literalmente eran tóxicos el uno para el otro.

Ella no sanaría rápido como lo haría en el pasado con un músculo desgarrado. Tardaría demasiado, estaría vulnerable durante el proceso, le dolería a más no poder y necesitaría cuidados. Sería similar a una humana. Se trataba de un plan de contingencia. Incluso si lograba deshacerse de la barrera creada con símbolos que la mantenía encerrada, saldría arrastrándose de allí.

La rubia maldijo, sufriendo de los gélidos y tortuosos efectos, y tiró la cabeza para atrás con la intención de encarar a su verdugo. Al observarlo, entero y complacido consigo, se acordó de la velada en el Motel Satélite.

―¿Por qué esto en particular? ¿Recuerdos? ―vociferó Venecia con los dientes castañeando.

―¿Te refieres a las gomitas? ¿No te preguntaste cómo un humano resistió tan bien a algo que debilita a los sobrenaturales? ―inquirió Adriel y se agachó a su altura, apoyándose sobre sus rodillas.

Lo hizo, sin embargo, le atribuyó dicha capacidad a algo relacionado con su visión de lo paranormal y las demás dudas se evaporaron aquella noche por los sabuesos infernales. Cielos, había sido tan confiada y pagó caro por ello.

―¿Esto es todo lo que tienes? ―objetó Venecia con una risa insolente y áspera.

―¿Por qué? ―replicó él en un tono burlón―. ¿Quieres más?

―¿Y qué? No me puedes hacer nada peor de lo que ya me hiciste.

―En esto te equivocas. No tendré el poder para acabar con Mihael, Juriel o Lucifer, pero tengo el suficiente para deshacerme de Darka, Amaranta e incluso el mejor amigo de este humano. Sería irónico que asesiné a tus amigos una segunda vez.

La presión en su pecho aumentó a gigantescas escalas. No debido al veneno que atentaba contra ella, sino a la amenaza que realmente la mataría. A ese punto no le importaba si le sucedía algo mientras sus amigos estuvieran a salvo. Resistía, aferrándose a la noción de que ellos se ubicaban en el museo real, tirando comentarios sardónicos para molestarse entre sí por diversión. Necesitaba asegurarse de que estuvieran bien y si eso significaba que debía soportar aquel suplicio, lo haría y para eso tenía que distraerlo.

―¿Cuál es tu jodido problema conmigo? ―inquirió, agónica, apretando los labios deshidratados por la destemplanza―. En serio. Mataste a mi familia. Me separaste de Mihael. Llevas torturándome por semanas. ¿Qué es lo que pude haber hecho para que pasara esto?

―¿Piensas que esto es por algo que me hiciste a mí? No soy tan egocéntrico. Al principio sí lo fue y con eso me refiero a esa noche hace doscientos años. Más tarde, trabajé por milenios para conseguir ese puesto y tú estabas feliz de arrebatármelo cuando ni siquiera lo merecías.

―¿Y tú lo hacías? Nos tratabas peor que los demonios que atormentan en el Infierno. Si no te paraba, alguien más lo haría eventualmente, y yo lo intenté con una elección justa.

―Si vamos por ese camino, yo tampoco soy el culpable de las muertes de Darachiel y Ergediel. Había leyes en la Ciudad Dorada, no las respetaron y pagaron el precio.

―No me vengas con esa porquería. Conozco las leyes. En cuyo caso, deberían haber caído. Tú elegiste sentenciarlos a muerte.

―No fui yo, Sereda ―reveló Adriel como si fuera una obviedad oculta a plena vista―. Estoy seguro de que te lo comenté en ese momento. Fui a ver a Claudia esa noche. Ella me dijo que los matará. Yo me limité a dar la orden sin chistar.

El impacto de las palabras fue peor que el de las balas por lejos. Mientras su cuerpo batallaba con el dolor creciente, su mente trabajaba por entender la trascendencia de lo que escuchó. Retrocedió miles de pasos. Los recuerdos se enterraron en su piel igual que agujas, administrándole más sufrimiento e incertidumbre, a medida que regresaban en olas junto con las bascas. Se le helaron las venas, considerando la posibilidad de que fuera cierto.

Según ella, la única sentencia que Claudia dictó fue la de la creación del museo, no obstante, con los líos y los traumas generados durante esa noche, su memoria le jugaba una mala pasada. Existía una remota posibilidad de que no mintiera y hubiera sido la jefa de la Oficina Paranormal quien le sugirió que los ejecutara. Aunque aún no entendía por qué haría tal cosa, tampoco sabía sus motivos para manipular a tantas personas con tal de unir el Infierno con la Tierra. Nada de lo que ocurría podía ser un error o coincidencia. Todo se ponía más complicado y parecía formar parte de un plan que llevaba siglos en movimiento y nadie lo vio venir. Por ende, precisaba averiguarlo enseguida.

No la perdonaría. Si era cierto, ninguna de sus razones justificaría a Claudia.

Pero aquello no exculpaba a Adriel ni quitaba el hecho de que aceptó felizmente la sugerencia, llevaba más tiempo del que preferiría imaginar torturándola y había matado a todas esas personas con ese propósito, sin contar el resto de las minucias de sus crueldades. Era tan culpable como ella.

―Oh, recién te enteras. Diría que es una pena, pero me alegra que sea tu pena ―añadió él ante el desasosiego de Venecia.

―Eso no responde mi pregunta ―bramó, harta de sus juegos sangrientos.

―Bueno, te lo diré. Supongo que disfruté bastante de que no lo supieras ―se encogió de hombros Adriel y se inclinó para susurrar―. No hiciste nada. Absolutamente nada. Todavía.

Durante años se culpó por lo ocurrido, buscando una falla o algo que pudiera haber provocado aquellos sucesos, y resultó que fue en vano. Un sollozo brotó de su interior seguido por una carcajada oscura de incredulidad.

―¿Entonces estás castigándome por algo que ni siquiera hice aún?

―No interesa si el acto lo cometiste hace cinco minutos o lo llevarás a cabo en una década, lo harás eventualmente. El futuro y el pasado son lo mismo. Conoces las reglas del viaje en el tiempo. El tiempo es inamovible.

―¿Y qué es? ¿Qué fue tan terrible?

―Me mataste ―declaró Adriel y una pizca de felicidad la invadió.

Sonaba espectacular.

―¿De verdad? No veo por qué ―bufó con sarcasmo.

―Pero no por lo que crees. Esta es una represalia adelantada. Un hombre muerto no puede desquitarse como quisiera. Así que lo hago cuando aún puedo.

Los ángeles iban al Vacío, un sitio inaccesible que en realidad no era un lugar, sino más bien la nada misma. Ningún vivo o muerto iba allí. Solamente sus esencias, lo más parecido a las almas de los humanos que los sobrenaturales aspiraban, y vagaban inconscientes allí en conjunto. Su energía angelical era lo que restaba. Desconocía gran parte del concepto, ya que no era como el Infierno o el Paraíso. Carecía de gobernantes, costumbres o cualquier cosa. Nadie entraba o salía de allí.

―¿Te estás vengando de mí mientras vives porque te asesinaré en un futuro? ―resumió como si fuera un chiste―. Es una locura, incluso para mis estándares.

―O un movimiento inteligente ―corrigió él desde su perspectiva.

―No, es una locura.

―Oye, no voy a discutir contigo sobre mis métodos de venganza. En vez de eso, los aplicaré.

Dicho eso, repitió el proceso del suplicio y le disparó por cuarta o quinta vez. Gracias a que estaba muy malherida para siquiera intentar esquivar la bala, esta le dio justo en la clavícula. El resultado fue peor del que hubiera optado en tales circunstancias. No se estaba acostumbrando.

Sofocó un alarido de dolor, entre tanto, una punzada ardiente partió de un punto central para llenarla por completo. Sangre fresca se unió a la seca que ya tenía en su vestido por las otras heridas, mareándola sin piedad. Además del dolor proveniente de que el impacto rozó un hueso, el veneno no tardó en realizar su tarea e incrementar su temperatura corporal para hundirla en una especie de fosa de lava que la quemaba desde adentro y hacer que deseara poder ser mortal para acabar con su miseria.

De nuevo, Venecia, asustada, bajó la mirada hacia su anatomía y arrastró una mano con cuidado para quitarse la bala. Sufrió de una arcada espantosa justo en el momento en que lo consiguió. La sanación se reactivó a un paso paulatino. El veneno la lenificaba. Luego, se recostó un segundo, concentrándose en su propia respiración para no pensar en las lesiones. Odiaba estar tan agotada tanto física como emocionalmente. Anhelaba levantarse, sin embargo, salió de una guerra y entró a otra en menos de un par de horas. Era más que injusto.

Tuvo que luchar contra los espasmos y la angustia para enderezarse.

―Voy a disfrutar matarte ―vociferó ella, contemplando al asesino.

―No lo dudo ―aseguró él, curvando una de las comisuras de la boca―. Sé que has fantaseado sobre cómo me matarías.

―Y algún día tendré la oportunidad de convertir mis fantasías en realidad.

―¿Por qué no adivinas cuál de todas es la correcta?

―Te arrancaré el corazón ―apostó Venecia, estudiando su reacción.

Adriel chasqueó la lengua.

―Acertaste. Ojo, tal vez es el mismo que el de Aleksandar.

Un sonido gutural emanó de la rubia en simultáneo que se levantaba. Se aferraba a la ilusión de que el detective estuviera ahí porque no ambicionaba que muriera en vano, pero también contaba con la probabilidad de que nunca hubo uno. Su única opción viable en la actualidad sería actuar. Después tendría que lidiar con las consecuencias de sus acciones

Venecia arqueó una ceja con una diversión aviesa en los ojos.

―¿Realmente piensas que eso me detendrá?

―Sí ―afirmó Adriel, confiado, parándose en el borde de donde los símbolos estaban marcados.

―¿Y por qué no lo compruebas? ―retó en busca de que se adentrara más en la trampa.

―No soy tan idiota.

―No, simplemente eres un asesino cobarde e infeliz sin una vida propia que se la pasa arruinando la de los demás.

―Eso me dolió ―se burló él con ironía y recibió una expresión de satisfacción.

―Fantástico.

―¿Quieres oír un secreto? ―Adriel retrocediendo de espaldas―. Me estoy aburriendo. Tal vez debería ir a visitar a tus amigos.

La amenaza le detuvo los latidos. No permitiría que sucediera. En cuanto él se dispuso a avanzar lejos, se apresuró a planear un modo de retenerlo.

―¿Qué pasa si apago mi conciencia? Aún puedo hacer eso sin que me lo impidas. Tú torturarías a quien fuera y yo no me enteraría. Dormiría, evitaría el dolor y sería como la bella durmiente de los cuentos humanos. Ahí ya no funcionaría tu estúpida venganza.

Tras la advertencia, Adriel paró su andar y viró hacia Venecia.

―Tú no caerías tan bajo.

―Eso pasa cuando te arrancan las alas ―replicó, colérica, y se irguió al recordar las cicatrices―. A veces también pierdes tu corazón.

Él le quitó su capacidad de volar. No Mihael o alguien más. Él.

―¿Y abandonar a los demás a su suerte? Mientes ―afirmó Adriel pese a que siguió caminando hacia ella.

―Soy impredecible. Todo el mundo lo sabe ―expresó con sinceridad, provocándolo―. ¿Crees que no lo haría? Pruébame.

Luego de ese aviso, actuó según lo estipulado. Cerró los ojos y se sumió a sí misma en la oscuridad de su mente.

Las penumbras la gobernaban hasta que despertó con un grito. El ruido de su hueso quebrarse fue lo primero que oyó. Jadeó, sintiendo el dolor de su mano rota, y contempló al autor de su sufrimiento. Adriel la sostenía en el suelo, triunfante, ya que el proceso de sanación la despabiló y su tortura podía continuar. Al parecer su arrogancia le impidió que le importara la nueva proximidad que alcanzaron y las consecuencias que traía.

Venecia no disimuló su congoja genuina para que él pensase que sus emociones superaban su astucia. Sí, estaba adolorida, agotada y hastiada, no obstante, esa era su oportunidad de escapar y no la desaprovecharía. Tomó ventaja de la repugnante cercanía al yacer en los brazos del asesino y no tardó en vislumbrar el arma enfunda en su cinturón. Se esforzó para sostener el contacto visual mientras estiraba el brazo sano para agarrarla en menos de un segundo. Debía ser delicada, pero rápida para que no se diera cuenta antes de tiempo. Faltaba poco para que lo lograra cuando empezó a hablar y ella se detuvo en seco.

―Apuesto a que no viste venir esto ―le espetó Adriel con una sonrisa altanera.

La rubia le devolvió el favor y le arrebató la pistola en un movimiento fugaz. Ni siquiera vaciló un segundo en dispararle en el abdomen y el sonido del disparo acompañado por un clamor fue música para sus oídos.

―Digo lo mismo ―repuso Venecia, levantándose con su velocidad sobrenatural.

Aunque la invadió un profundo mareo debido a que aún estaba débil, tampoco dudó en jalar del gatillo una segunda vez en dirección a la pierna del asesino para asegurarse de que no la atacara pronto.

Nunca le había disparado a alguien y que la primera persona a la que lo hizo se sintió diabólicamente justo.

Acto seguido, colocó el hueso roto en su lugar, suprimiendo un grito estridente. Inspiró hondo, sudorosa y enferma, y vio cómo la sangre mancha la ropa de Adriel y se derramaba en el suelo. Se atragantaba con sus propios gruñidos, intentando parar el sangrado con sus manos. Podía ser un Devorador de Almas, pero ella desayunaba hombres como así. Venecia disfrutó del dolor que causó. Había esperado por eso por un montón de tiempo. No se arrepentía. Él se lo merecía.

Cegada por aquel retorcido placer que provenía de la venganza, alzó el arma y apuntó a la cabeza del asesino en esa ocasión.

Juraba que iba a poner un punto final a la locura, mas ocurrió una cosa que no previó. Literalmente, en un parpadeo, la mirada del sujeto pasó de odio a una total confusión al mirar para todos lados como si buscara una pista.

Extrañada, Venecia frunció el ceño y recibió el mismo gesto a modo de respuesta. Por desgracia, conocía esa cara y cada detalle en el visaje. Era la que solía realizar Aleksandar.

―Venecia ―masculló él, hundiendo todavía más sus cejas salvajes―. ¿Qué estás haciendo? ¿Qué sucede?

―¿Aleksandar? ―pronunció, desconfiada.

―¿Quién más?

Oh, Diablos, dijo Venecia en su cabeza.

¿Cómo distinguiría al asesino del detective?

El hilo negro se había activado. Podía sentirlo.

Debía desentrañar el problema o ninguno de los dos sobreviviría.

***

Aleksandar supuso que había muerto. Se equivocó. Le dolía el cuerpo entero y eso se lo confirmó. Una capa de sudor le humedecía la piel y sus terminaciones nerviosas gritaban de agonía. Sangraba a montones, sin embargo, había tanta sangre que no diferenciaba entre la suya y el resto. Garantizaba que cada vez que respiraba o se movía, las balas incrustadas dentro de su carne se esmeraban en sumarle más dolor como si tuviera una deuda que pagar.

Durante su carrera de policía recibió un disparo. Había sido en la zona baja de la espalda y aún conservaba una cicatriz a modo de recuerdo. Por más que uno creyera que era imposible olvidarse de una experiencia así, la gente tendía a olvidar para avanzar y él no se transformaría en una excepción. El recordatorio no fue grato.

Pese a ello, la información se filtró y sus prioridades se volvieron difusas. Aleksandar no tenía idea en dónde estaba, cómo llegó allí o por qué sufrió dos heridas de bala y lo más críptico era que no le importaba. Una cuestión sobrenatural se ocultaba en la causa de ese desinterés y yacía parada frente él, apuntándole con un arma.

La contempló con los labios ligeramente separados. Le costó procesar la imagen. El cabello rubio de Venecia caía sobre su pecho manchado de rojo, la mitad de ella se hallaba pintada de ese color, y el vestido gris se le había oscurecido al igual que la mirada. Lucía peligrosa y lo era. Aquello no impidió que le resultara intrigante. Era como si su corazón y su cerebro se hubieran fusionado para que fuera foco de atención en su totalidad.

Una poderosa sensación lo invadía. El sentimiento siempre estuvo ahí, creciendo con los días, pero ahora carecía de inconvenientes para admitirlo, ya que los crímenes sobrenaturales lo distraían. Era extraño como si lo demás hubiera desaparecido. Necesitaba platicarle. Ella se adelantó.

―¿Este es otro de tus juegos? ―discutió, dando un paso hacia adelante, sin perder la cólera en los ojos―. ¿Por qué te preguntó? No me lo dirás.

El detective desarmó su ceño fruncido. Por un momento se cuestionó si había alguien más con ellos.

―¿A quién le hablas?

―Eso es lo que me gustaría averiguar ―contestó Venecia sin brindarle mucha información.

―¿Qué? ―articuló Aleksandar, confundido.

Rebuscó en los últimos rastros de sus fuerzas para intentar levantarse. No lo logró y ahogó una protesta. Resultaba curioso. Estaba lo más cerca de la muerte que alguna vez estuvo y, aun así, su mayor preocupación era la distancia entre los dos.

―No entiendo qué está pasando. Lo último que recuerdo es... ―añadió, entrecortado por el dolor que obnubilaba casi todo, y se interrumpió a sí mismo con timidez―. Lo último que recuerdo es el beso y después nada. ¿Cómo llegamos aquí?

La expresión de confusión de la rubia superó a la suya. Lo observaba con tal desconfianza y recelo que parecía imposible que lo último que vio fuera su sonrisa sincera.

―Yo debería hacerte esa pregunta.

―¿Por qué? ―objetó y sus ojos se desviaron al sanguinolento escenario―. ¿Cuándo volvimos al museo? ¿De quién es esta sangre?

―Es mía ―respondió Venecia y luego lo señaló con la pistola―. Y ahora tuya. Se podría decir que te devolví el favor.

Una punzada sacudió su corazón. Lo primero en golpear fue la preocupación. Supuso que ella estaría bien gracias a su condición angelical y no la subestimaría. Lo siguiente que lo consternó.

―¿Tú me disparaste?

―Luego de que tú a mí. Así que, deja de mentirme, Adriel. Eventualmente te mataré.

La revelación le cortó la respiración justo cuando volvía a inhalar. Había tanta crueldad y frialdad en su tono de voz, empero guardaba una cantidad mayor en cómo lo contemplaba.

―¿Adriel? ―repitió Aleksandar, percatándose del nombre que utilizó―. ¿Por qué me llamas así?

―Porque es quién eres. El asesino ―declaró Venecia con la furia envenenando su hartazgo.

Palideció. No hubo un rincón de su mente al que pudiera escapar para ignorar aquellos dichos, lo persiguieron y finalmente lo capturaron. Cayó, se ahogó y fue enterrado en ellos. Su reacción no fue una reacción en sí. Se le congelaron los latidos, los movimientos y los pensamientos. Experimentó un eterno e inmenso vacío. Tal vez estaba en estado de shock o no. Se encontraba muy aturdido para tener una certeza.

Quería negarlo, mas su boca se negaba a emitir una denegación. Era casi como si un sector de sí supiera que no era tan descabellada. Alarmante, aterradora y opresora, sí. Descabellada, no. Ya había oído una teoría así. Mihael y Amaranta lo sugirieron hacía menos de cinco minutos u horas. No tenía claro cuánto tiempo estuvo inconsciente y por eso sabía que la lógica no estaba de su lado. Si lo razonaba, cobraba sentido.

Las manos se le entumecieron, advirtiendo la sangre en ellas. Tragó saliva y las alarmas se activaron en su interior, ya que esas manos podían ser las autoras de innumerables crímenes. Pensó en todas las pistas, las escenas del crimen y las víctimas que conocía tan bien de memoria. Una avalancha de culpa lo aplastó al darse cuenta de que había consolado a sus familias, jurando que atraparía al culpable cuando se escondía dentro de él.

Unas ganas tremendas de limpiarse y deshacerse del líquido rojo sobre sí lo dominaron. Iba a vomitar. El asunto entero le resultaba enfermizo. Lo hizo sentir un desconocido en su propia piel. La idea de que alguien robó su cuerpo, lo usó a su conveniencia y para quitarle la vida a inocentes le puso la piel de gallina. El hecho más horrible era que probablemente seguía en su cabeza en ese momento.

El asesino y el detective encargado de atraparlo en el mismo lugar. Aunque no implicaba que fueran la misma persona.

Se suponía que Adriel poseía un cuerpo, en su caso el suyo, así que, sus acciones no le pertenecían. Parecido a la noche en que Darka lo poseyó casi por accidente. Por desgracia, ni siquiera nombrar a la chica fantasma lo destruyó. Él la mató y eso justificaba que no se hubiera querido ir a buscar a su asesino una vez que se encontraron. No deseaba imaginar cómo la miraría a la cara.

Pero necesitaba probar que era Aleksandar, solo para ser honesto. Alzó la vista, asustado al toparse con Venecia.

―Lo siento ―se disculpó como prometió que haría si alguna vez la lastimaba―. No soy el asesino. Lo juro. Soy Aleksandar.

―¿No crees que es conveniente que aparezcas justo cuando estoy por meterte una última bala en la cabeza? ―replicó repleta de amargura.

―¿De verdad ibas a hacerlo? ¿Me matarías? ―le preguntó, dolido.

Ella oprimió los labios y se secó una lágrima escurridiza que rodó por su mejilla, esquivándole la mirada.

―La venganza supera al amor, ¿nunca te lo dijeron?

―No, y no esperaba oírlo de ti.

―Pues lo acabas de hacer ―farfulló Venecia, apuntándole con más firmeza―. ¿Cuáles son tus últimas palabras?

―¿No existe un modo de convencerte de que soy yo? ―suplicó Aleksandar.

―Sí, muriéndote.

De acuerdo, aquello fue difícil de escuchar.

―¿Ni siquiera vas a darme una oportunidad?

―Adelante ―se rindió la rubia en un tono de burla tras unos instantes de vacilación.

―¿Serviría si te contara cosas que yo sé y él no?

―No funciona de ese modo. Todo lo que tú sabes, él lo sabe. No es recíproco. Adriel es un ángel, puede bloquearte si es que eres Aleksandar. Por eso es perfecto.

A él se le acababan las opciones para salvarse y Venecia estaba a un movimiento de jalar el gatillo.

―Bien, para ser sincero, carezco de experiencia en esto de la posesión. Me poseyeron una vez y fue una fanática con la que tengo una deuda que sé que no lograré pagar. No sé qué hizo Adriel últimamente. Te contaré lo que yo hice ―empezó a pronunciar con desesperación y sacó el evocador que continuaba en su bolsillo para su sorpresa―. ¿Te acuerdas de la ocasión que fuimos al cementerio y me dijiste que te asustaba olvidarte de ciertas personas? Bueno, conseguí un evocador. Es un objeto raro que te permite ver tus recuerdos, incluso los que crees que perdiste. ¿Por qué Adriel haría eso?

Contra toda predicción y gracias a un deseo en particular, Venecia suavizó su mirada con lentitud.

―Que no se me ocurra un motivo, no significa que te dé la razón.

―Vamos, Venecia ―rogó Aleksandar con los ojos brillosos―. Eres mi amiga. Demonios, eres más que mi amiga. Con lazo, sin lazo, da lo mismo. Si superamos esto, elijo pensar que dispondremos del tiempo necesario para averiguar qué somos. ¿Confías en mí?

―A veces ―se encogió de hombros.

―¿No es suficiente?

Después de un ínterin de duda que duró una eternidad, Venecia bajó la pistola con cautela.

―Lo es, Super Sherlock.

Entonces, Aleksandar pudo respirar bien de nuevo. La confianza mutua era lo único que conservaban en un instante así.

―Después de esto, creo que ya tenemos la confianza necesaria para que me empiece a gustar ese estúpido apodo ―rio él a pesar de que le dio una punzada en el abdomen por ello. Todavía sentía que se moría por dentro. Solo hablar lo distraía del dolor.

―Ya era hora ―musitó la rubia, devolviéndole la risa, previo a que se le escapara un sollozo.

Su corazón descendió a medida que ella se arrodillaba despacio para sentarse a su lado. Los dos estaban cansados. Él sabía que el ángel lo estaba aún más. Aleksandar la estudió, tembloroso e impotente al reconocer que no había mucho que pudiera hacer siendo humano, excepto ser poseído por un monstruo. No le faltaba ser un genio para adivinar que las heridas de ambos provenían de la misma arma que descansaba en el suelo.

―Perdón ―expresó Venecia, conmocionada, y lo repitió un par de veces mientras se inclinaba en su dirección.

El detective negó con la cabeza en cada ocasión.

―No te disculpes.

Venecia le echó un vistazo breve a los sitios en los que impactaron las balas.

―Te disparé.

―Me lo merecía.

―No, tú no.

El asesino, sí.

―Ojo por ojo. Disparo por disparo. Cualquiera habría hecho lo mismo que tú. Yo también.

―Iba a matarte ―añadió ella y las lágrimas atestaban sus ojos dorados.

―Está bien ―afirmó Aleksandar con la voz entrecortada de alguien que tenía un nudo en la garganta―. Moriré en algún punto. Así es ser mortal.

Podía llamarlo Superman o algo similar, sin embargo, no era a prueba de balas. Veía fantasmas, lidiaba con asesinatos, siempre estuvo ligado a la muerte y hasta ya conocía la fecha en que moriría. Lo había aceptado. Aun así, entendía por qué alguien inmortal no lo entendería tan fácil.

―No ―replicó con tenacidad―. Se supone que mueras a los noventa luego de tener una vida larga y buena, no ahora y menos por algo de este tipo. Eso es lo que harás. No hay discusión.

Aunque el desangramiento que padecía opinaba diferente, no se lo comunicó en un comentario sardónico. Ninguno resistiría la verdad plasmada en voz alta.

―De acuerdo.

―De acuerdo ―repitió Venecia, apartándose ligeramente para analizar la herida de en el abdomen de él―. ¿Me permites intentar algo?

Aleksandar asintió, rendido.

―Lo que sea.

―Va a doler ―le advirtió, mirándolo a modo de precaución.

―Bien ―aceptó el detective, deseando que sufriera el asesino en su interior.

Los músculos se le tensaron en cuanto la rubia aproximó una de sus manos a la zona afectada. Contuvo la respiración de manera inconsciente ante la cercanía que se apoderó de su concentración en lugar del dolor físico.

Ahogó un bramido, percibiendo cómo la magia celestial del ángel se filtraba en su cuerpo. No lo estaba curando igual que esa noche con el sabueso infernal, sino que buscaba algo con su habilidad de manipular objetos. Aleksandar liberó aire por la nariz, manteniendo la boca cerrada, ya que podía sentir la bala moviéndose dentro suyo mientras Venecia trataba de extraerla. En ese instante, le habría vendido su alma a cualquiera por anestesia.

Requirió de todo su autocontrol para mantenerse sereno. Apretaba las palmas contra el piso y notó que, bajo esa seguridad y necesidad testaruda de ayudar, ella se veía mareada y más que pálida. Iba a preguntarle qué le ocurría o sugerirle que descansara justo cuando el proyectil salió, cortando los vientos. El grito que había estado callando se le escapó, sin embargo, la punzada de agonía se redujo una cantidad considerable. Resollaba con dificultad a medida que se le relajaban las extremidades pese a que el sangrado empeoró. Combatiría un problema a la vez.

La rubia depositó su cabeza en el hombro del detective, exhausta. Le preocupó gracias a que usualmente se jactaba de que jamás se agotaba e intentó disimular que su aliento le generaba cosquillas en el cuello.

―Necesito un minuto ―comunicó Venecia, susurrante.

Se lo concedió. También lo precisaba. Pugnaba por mantenerse despierto en más de un sentido. Tenía que resistirse a la influencia paranormal de Adriel y a la tentación de desmayarse por la pérdida de sangre.

―¿Te sucede algo malo? ―inquirió Aleksandar, procurando no equivocarse en la pronunciación de las palabras―. Sé que es estúpido preguntar esto ahora.

Un gimoteo de tristeza emanó de Venecia y ella misma lo suprimió al llevar una mano para cubrirse la boca como si hubiera estado evitando llorar, no obstante, las emociones la aplastaron.

―No sé qué hacer ―soltó, angustiada, previo a enderezarse para encararlo con pesar y proceder a explicarle lo que aconteció con rapidez.

Aleksandar escuchó con la poca atención que era capaz de sostener. La lógica se fue marchando a gran velocidad con los detalles que le contó y sus latidos se ralentizaron como si su corazón se durmiera despacio. Los dos se encontraban heridos de gravedad sin la posibilidad de sanarse y no sabían cómo salir del lugar en el que se ubicaban. Las esperanzas morían a cada segundo y ellos no se diferenciaban en demasía.

―Oye, hallaremos una forma de largarnos de aquí ―proclamó él con el objetivo de ayudar a Venecia a que se calmara y un poco para serenarse a sí mismo.

―Sí, ¿cuál?

―Ya se nos ocurrirá algo. Resolvemos crímenes juntos, ¿no?

―¿Y cómo vamos a resolver este? ―objetó ella y el cansancio se reflejaba en su voz―. Mis poderes están fallando por el veneno y tú puedes morir si tardamos mucho.

―Tal vez lo mío sea algo beneficioso ―se adelantó a expresar Aleksandar, maquinando el boceto de una idea bañada con insensatez en aquel momento de tribulación.

―A pesar de que yo te disparé, dudo que tu muerte sea de ayuda para nuestro plan de escape.

―Esto nos compraría un tiempo sin el asesino. El cobarde de Adriel desapareció en el instante en el que me heriste, así que elijo suponer que no regresará hasta que yo sané porque el veneno lo pondría en una situación similar a la tuya, ¿cierto?

―Más o menos. Estamos en una especie de vacío legal y es complicado de explicar. Él es un ángel poseyendo a una persona. Sus habilidades se activan si está despierto. El veneno es sobrenatural, por lo tanto, lo afectará más a él. Es parecido al asunto de las gomitas. Tu cuerpo lo soportó mejor que un humano promedio gracias a que Adriel lo absorbía inconscientemente. Aquello no borra el hecho de que las balas van a matarte pronto. No soy doctora, no sé curar a alguien sin mis poderes.

―¿Segura? ―consultó Aleksandar, confiando en Venecia―. ¿Tienes algo aquí que sirva para una venda?

―Si es una copia exacta del museo, sí ―contestó la rubia y sus ojos cristalizados se fueron iluminando―. Primero debes romper el símbolo.

Mientras el detective ejecutaba la orden, se puso a pensar en la vez que se topó con los muertos vivientes en el cementerio y uno de ellos lo dejó ir sin más. En el presente entendió la causa: Adriel ya lo había poseído y ellos le respondieron. Aleksandar anheló que la culpa no lo consumiera.

Venecia estiró el brazo con lentitud con la intención de comprobar que la trampa angelical había sido desactivada. Suspiró aliviada tras la confirmación.

―¿Dudabas de mí? ―cuestionó él con una ceja enarcada.

―Te diría que no, pero esa sería una mentira con algo de verdad ―articuló ella con aires bromistas.

―Todavía no sé qué significa eso.

―Es una especie de broma entre Mimin y yo. Hay cosas que pueden ser mentira y a la vez verdad.

―Para ser honesto, no comprendo algunas de las cosas que dices ―confesó Aleksandar, carialegre, no obstante, Venecia pareció decepcionada, y tuvo que proceder a explayarse―. Y la mayoría me hacen reír. Supongo que es así. Hay cierta felicidad en lo que no entendemos por completo.

―Como el amor y la amistad ―expresó la rubia, recuperando una chispa de su ilusión.

―Entre otras cosas, sí.

Compartieron una breve sonrisa de paz en aquel instante de guerra porque sería la última por un rato largo.

Por su lado, Venecia logró ponerse de pie tras unos segundos de tambalearse un poco. Pese a que era obvio que aún combatía los síntomas provocados por el envenenamiento, seguía adelante. Aleksandar estaba impresionado con su fuerza. Él apenas pudo mover su pierna sana, presionando la herida de su abdomen con la palma para impedir que perdiera más sangre, y la que yacía lesionada por la bala lo hizo derrumbarse. Maldijo para sus adentros. Al final levantarse fue un intento fallido más.

―¿Puedes caminar? ―consultó el ángel en un tono de preocupación.

―No en estas condiciones ―reveló Aleksandar, avergonzado y detestando su mala suerte.

―Pues, cambiémoslas. ―Mostró seguridad, aunque se notaban las preguntas en su entonación―. Nos iremos de aquí.

―Aguarda ―murmuró el detective en cuanto la rubia retrocedió para dirigirse a las exhibiciones―. Si no consigo acompañarte, prométeme que te irás.

La mera sugerencia molestó a Venecia.

―¿Qué? No.

―Venecia, sí.

Ella negó con la cabeza efusivamente.

―Si no puedes caminar, te cargo. Si no puedo cargarte, nos arrastramos juntos. Pero no nos abandonamos ―reiteró, firme y a la vez trémula―. No voy a dejar a la gente que me importa. Ya no.

Aleksandar no se atrevió a insistir.

―De acuerdo.

―Si me disculpas, iré a buscar unas vendas y a evitar desmayarme en el camino.

Para su sorpresa, la búsqueda resultó exitosa y fugaz. Asumió que sabía en dónde se localizaban los materiales al ser una copia del museo real. La rubia no se demoró y se asentó junto a él.

―No tengo un botiquín de primeros auxilios. Esto es todo lo que había. Es de una exhibición.

―¿En serio alguien dejó esto como recuerdo de una relación rota? ―rio Aleksandar con curiosidad.

―A veces algunas personas no dejan las cosas que les rompieron el corazón, sino que regalan las que les recuerdan al momento en que se enamoraron.

Los latidos de él despegaron igual que un avión y su destino fue la mirada de ella.

―Las personas se enamoran en los momentos más raros, ¿no?

―Bueno, no serían especiales si no lo fueran ―corrigió Venecia y se lamió los labios.

―¿Quién se enamoraría de alguien mientras le ponen un vendaje? ―bromeó el detective para aligerar la tensión repentina que se acumulaba.

Cuando la miraba, su recuerdo más reciente de ella se interponía. El beso que no había planeado lo abordaba con más intensidad que aquellos disparos que recibió.

―No lo sé ―murmuró el ángel y bajó la vista―. ¿Te ayudo a quitarte la camisa o lo haces tú?

―Yo lo hago ―declaró en un hilo de voz.

Cuidadosamente y reprimiendo gruñidos, Aleksandar se deshizo de la prenda y la depositó en el piso. La parte más dolorosa le ardió al instante en que retiró la tela que se le había pegado a la piel por la sangre. Resopló, contemplando la gravedad de la herida. El miedo marcó su rostro.

―Es la segunda vez que te veo semidesnudo y sigue sin ser como imaginé que sería ―formuló Venecia con la intención de animarlo.

Él se encogió de hombros.

―Quizás la tercera es la vencida.

Una sonrisa leve y torcida se formó en la rubia.

―¿Es una propuesta, Super Sherlock?

―Solo si sobrevivimos ―suspiró Aleksandar sin estar seguro de qué era lo que sugería.

―Ahora definitivamente lo haremos. Te lo juro por el helado que me espera en casa.

Una risa silenciosa brotó del detective.

―Entonces, esto es serio.

―Nadie lo cuestiona.

Aprovechando el ambiente ligero, Venecia se acomodó detrás de Aleksandar después de extenderle el extremo de la gasa y paso a paso fue dando vueltas, pasándola por su espalda y torso para finalmente cubrir la zona del impacto. Él suprimió jadeos ante la presión envolvente que ejercía sobre la herida perforante. A su vez, calló los pensamientos causados por el nerviosismo del contacto de las manos del ángel. Por alguna razón, se sentía muy íntimo.

―Te habían disparado antes, ¿o no? ―indagó Venecia debido al silencio que reinaba.

―Sí ―afirmó Aleksandar, volteando con ligereza una vez que terminaron de ajustar el vendaje―. ¿Por qué lo preguntas?

―La marca en tu espalda ―señaló ella, arrastrando las yemas de los dedos por la cicatriz que él tenía y este tensó los músculos―. Yo también tengo una. No es lo mismo. Yo puedo perder muchas cosas menos la vida. Contigo es al revés. ¿Cómo es ser humano?

―Cada día cuenta y cuando no haces que valga la pena, puede ser una carga bastante pesada.

―En ese caso, no es tan distinto ―expresó como si eso le apaciguara una inquietud.

La diferencia que no se atrevió a mencionar Aleksandar fue que saliera bien o mal, al menos acabaría en algún punto. Los inmortales carecían de esa vía de escape.

―¿Cómo obtuviste tu cicatriz? ―inquirió él para cambiar de tema en simultáneo que Venecia se distanciaba.

―Perdí mis alas ―declaró, nostálgica, e hizo una pausa―. Ya te conté el resto de la historia.

Con honestidad, el detective admiraba su entereza para estar tan cerca del asesino y contenerse.

―Lo siento ―manifestó y la rubia entrecerró los ojos, retándolo―. Pedir perdón no es lo mismo que decir que lo sientes.

―Lo tendré en cuenta.

Descartaron de su lista de pendientes atender la lesión de la pierna y la verdadera acción empezó. Venecia le tendió la mano para ayudarlo a pararse y Aleksandar la aceptó sin vacilaciones. Le costó unos segundos en estabilizarse por sí solo debido a los tirones y punzadas que padecía. Cuando los dos estuvieron listos, se predispusieron a encaminarse a la puerta. Para encontrar una salida, necesitaban investigar.

El exterior lucía igual a la calle en la que se situaba el museo real. Los autos, los árboles y los edificios eran idénticos, a excepción de la bruma que los cubría. Lo que lo espantó hasta los huesos fue que las nubes del cielo de un tono gris verdoso se iban tornando de negro de carácter sobrenatural como piezas de dominó que formaban un camino hacia ellos.

―¿Qué es eso? ―preguntó Aleksandar, frunciendo el ceño.

―Claudia ―respondió Venecia, es decir, la responsable de todo lo que venía sucediendo desde el principio.

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