(23) Tan solo un ejército demoníaco

Era una amenaza andante. Aleksandar no confiaba en Mihael, ni siquiera para realizar una aparición, por lo tanto, tuvo que caminar con ella hacia el museo y el trayecto no fue para nada tranquilo.

Pese a que era un serafín, no sabía cómo cruzar una calle sin poder evitar que la pisara un auto. Se distraía con todo lo que se topara en el camino, les hablaba a extraños que los miraban raro por esa misma razón y tenía la manía de golpearle el hombro para señalar cada cosa interesante que veía. Se comportaba como una niña de cientos de años. No estaba seguro de quién protegía a quién.

―¡Aleksandar! ―llamó Mihael, emocionada, dándole un golpe con su puño.

Él se llevó la mano al hombro, adolorido. Tampoco controlaba muy bien su fuerza y tendía a olvidarse de lo que le dolía.

―¿Mihael? ―masculló a medida que aguardaban en la acera a que cambiara el semáforo.

―¿Qué es eso?

Aleksandar apenas alcanzó a distinguir que señaló con el dedo a una tienda de electrodomésticos para cuando ella empezó a avanzar en su dirección sin preocuparse por el hecho de que los coches aún pasaban por ahí. Ahogó un gruñido, frustrado, y se dispuso a seguirla.

El corazón le temblaba debido a la posibilidad de que lo atropellaran, ya que se suponía que los transeúntes no deberían atravesar la calle en ese momento. Aceleró el paso, esquivando los vehículos que tocaban sus bocinas para advertir el riesgo, y finalmente la alcanzó y la guio a una zona segura para regalarle una de sus miradas acusatorias.

―¿Por qué te ves tan enojado? ―consultó Mihael sin comprender su molestia―. ¡Esto es divertido!

―¿Ser aplastados como un par de tomates es divertido en tu imaginación? ―vociferó Aleksandar, consternado―. ¿No te diste cuenta de que casi te pisa un autobús?

Ella se encogió de hombros.

―¿Cuál es el problema? Sanaré, incluso si explota una bomba.

―Si eso sucede, estoy muy seguro de que yo volaría en miles de pedazos, así que, te pido que por favor que te alejes de los explosivos.

―Lo intentaré.

―¿Por qué actúas así? No es como si no supieras qué es cada cosa ―comentó el detective y no obtuvo una respuesta más que unos pucheros―. ¿En serio? ¡No sabes qué es cada cosa!

―Pasé los últimos dos siglos trabajando con ángeles para nada amigables. No tuve tiempo para irme de vacaciones con mortales ―farfulló el serafín en simultáneo que reanudaban el viaje.

―Lo siento.

Sintió un ápice de culpa porque entendía el sentimiento. Vivía trabajando y probablemente moriría haciéndolo. Sin embargo, que la comprendiera en ese aspecto, no hacía que fuera de fiar.

Aunque lo hizo reflexionar. No le entraba en la cabeza cómo ella podía ser la asesina a sangre fría que sospechaba que era. Era un misterio y fue espectacular para el detective.

―No te preocupes. Ahora planeo tomármelas y hacer lo que no pude antes, como conseguir una casa para poder invitar a Venecia ―expresó con seguridad.

―¿Cómo estás tan segura de que te perdonará? ―cuestionó él, pensando en cómo dicho ángel se fue, creyendo que la había traicionado por estar con la persona con la que hablaba en ese instante.

―Porque así es ella. Una vez que te ama, no dejará de hacerlo, incluso cuando debería hacerlo. Esa es la diferencia entre los humanos y los inmortales y una de las razones por las que somos más peligrosos. No nos enamoramos muy a menudo, pero cuando lo hacemos, es para siempre. Es amor incondicional.

Aunque sonaba hermoso, fue un recordatorio de que él jamás sería capaz de amar así, siendo humano.

―Además, te darás cuenta de que soy testaruda. No me rendiré tan fácil ―agregó Mihael.

―Lo noté sin duda alguna.

―Entonces, ¿quieres enseñarme cómo adaptarme a la modernidad? Iríamos a esos lugares superextraños en los que ofrecen mercaderías a cambio de esos papeles con las caras de gente muerta y cómo obtenerlos.

―¿Te refieres a dinero? ―indagó Aleksandar, temiendo que hablara de otra cosa.

―¡Sí! ―chilló ella―. Y luego, podríamos ir a esas salas a las que van las personas a ver las personas pequeñas metidas en esos cuadrados.

―Por favor, dime que hablas del cine.

Mihael asintió repetidas veces.

―No puedo decidir si esto es muy estúpido o tierno ―murmuró él, vislumbrando la entrada del museo a una distancia corta―. Bueno, para conseguir el dinero, necesitas un trabajo humano y tienes mucho que aprender para llegar a eso. Y respecto a los cuadrados, supongo que puedes ver la televisión en donde estaremos.

Otra vez, el serafín realizó múltiples asentimientos de la emoción.

―¿Sería una locura si comiera dulces mientras lo hago?

―Sí, estarías demente ―musitó Aleksandar con sarcasmo.

―Lo haré de todos modos.

Gracias a que el detective no aguantaba más, le pidió que le pagara el favor con una explicación sobre los grilletes y fue reveladora. Unos metros más tarde, se encontraban en el edificio. Mihael chasqueó los dedos y no necesitaron una llave para entrar. Lucía igual que la última vez que estuvieron allí. No había problemas ni soluciones a la vista, lo que resultó más alarmante.

Gracias a que el museo se hallaba cerrado hacía unos días, los visitantes no los honraban con su presencia. El silencio era sepulcral. Un sector de las exhibiciones estaba destrozado por la pelea protagonizada por la dueña y su musa que Aleksandar oyó a la perfección. La ventolina de aire que corría los pasillos causaba escalofríos. El ambiente era extraño por algún motivo que desconocía.

―He visto esto antes. Esta es la parte donde alguien aparece de la nada y nos mata de alguna forma horripilante ―susurró Mihael junto a Aleksandar, quien la miró con incredulidad.

―¿Después o antes de que yo lo intenté? ―masculló él, temeroso y furioso.

―Después ―respondió una tercera voz.

El detective sufrió un pequeño ataque de terror debido a que esa interrupción lo tomó por sorpresa. Retrocedió por instinto, entre tanto, Mihael se reía porque no se asustó para nada. Solamente era Pavel.

―¿Por qué todos intentan asustarme así? ―bramó Aleksandar, recuperándose del espanto.

―Nadie lo hace. Tú eres miedoso, sin ofender ―se burló Pavel, ameno.

―Sí, porque no es aterrador ver a los muertos.

La ironía se reflejó hasta en su expresión.

―No más que estarlo ―replicó su amigo y Aleksandar supo que tenía razón.

―Tiene un punto ―coincidió Mihael, sincera.

―Hablando de fantasmas, hay un asunto con Darka. Dice que quiere huir ―declaró Pavel inesperadamente.

―¿Te dijo por qué? ―interrogó Aleksandar, confundido.

―No creo que ella lo sepa. Desde hace unas horas empezó a decir que debía ir a buscar a alguien.

Acto seguido, Mihael cruzó los brazos sobre su pecho como si deseara que Pavel no hubiera dicho eso.

―¿Qué pasa? ¿Por qué el suspiro? ―consultó el detective.

―He oído de esto. Tardan en mostrar los síntomas. Algunas almas de los ammit están atraídas hacia ellos, no en una manera romántica, sino que literalmente sienten la necesidad de estar cerca como un insecto con la luz.

―¿Por qué?

―Es como un vínculo sobrenatural. La víctima busca al responsable de su muerte y el homicida a la víctima para terminar lo que se empezó. No es voluntario ―añadió Mihael seriamente―. Además, hasta que absorba su energía y básicamente devore su alma, ella obedecerá cada orden que le dé. Es igual que un creador y su obra porque él la mató y por eso decide lo que hará en la muerte.

―Es desagradable ―formuló Pavel, asqueado.

―En ese caso, no podemos dejar que se vaya ―apuntó Aleksandar sin vacilar.

―A menos que...

―¿Qué?

―Sería arriesgado. Pero creo que Darka puede guiarnos hacia el asesino ―comunicó Mihael en un peculiar giro de eventos.

No importó que fuera peligroso. Aleksandar pensó que podría resultar interesante y asintió.

***

A pesar de que había vivido más siglos de los que podía contar, nunca vio nada así. Había miles de ellos y en todos lados. Era como si los habitantes de los Nueve Círculos del Infierno se reunieran allí y no con las mejores intenciones.

Cuánto Venecia más miraba, más aparecían. Los demonios rodeaban la fortaleza de Lucifer como un ejército de pecadores. Uno que estaba compuesto por los peores inmortales de la historia que disfrutaban el derramamiento de sangre y se enorgullecían de la caída de los imperios. Incluso a la distancia, se podía percibir la oscuridad que codiciaban y rezumaban con cada respiración, grito y movimiento.

No existía un rincón en el que no hubiera una horda perfectamente alistada con sus poderes y armas. El paisaje árido y fulgente se desvaneció para que lo llenaran y no quedara ni un escondrijo por el que escapar. Querían cercar el predio por completo y lo estaban logrando. Si alguien pretendía salir, tendría que enfrentarlos.

Aunque la rubia no se asustaba con facilidad, la imagen resultaba amedrentadora. Ninguna de las huestes humanas se comparaba con la fuerza que poseían los miembros que formaban las líneas demoníacas. Por más que su compañía fuera agradable, no olvidaba lo aterradores que tendían a ser. La guerra estaba en su naturaleza.

Lo escalofriante era que probablemente los conocía. Si se acercaba, terminaría distinguiendo más de una cara, sin embargo, desconocía al resto y no importaba si sus siluetas eran quiméricas o humanoides, lucían intimidantes. Se notaba que estaban conscientes de sus ventajas y desventajas personales gracias a sus formas diversas.

La gran mayoría portaba una combinación de varios atributos como criaturas hechas a partir de una mezcla de distintas bestias. Leones, serpientes, lobos, cabras y cualquier tipo de animal. Había otros de su invención propia con apariencias indescriptibles.

Las alturas variaban entre gigantes que hacían temblar el piso a su paso y pequeños que se aprovechaban de que pasaban desapercibidos para atacar en puntos clave. Algunos se arrastraban igual que serpientes y otros sobrevolaban el área con sus alas membranosas similares a las de los murciélagos y muy diferentes a las de los ángeles. No solamente afilaron sus garras, colmillos o cuernos, sino que también sus mentes. Esos eran los que se dedicaban a luchar físicamente, no obstante, los más temibles eran los que aparentaban ser humanos, se ocultaban a simple vista con sus destrezas sobrenaturales y bastaba un chasquido de sus dedos para noquear a alguien como Venecia lo hacía.

Pero no todos eran demonios. Las bestias infernales llegaron después. Se trataba de criaturas que nacieron, se crearon o crecieron exclusivamente en el Averno con sus instintos peligrosos, sus habilidades relacionadas con el fuego y semblantes monstruosos. Los ettin marchaban al frente, haciendo que los demás parecieran diminutos. Los sabuesos y los perros infernales aullaban entre las sombras. Pero los más grandes y poderosos se encontraban surcando el cielo teñido de tintes rojos a causa del arrebol.

Los dragones. O mejor dicho, los espectros alados en los que se convirtieron desde la primera vez que los vio en aquel antiguo convite cuando Jure los trajo de pequeños. Pese a que ya se había topado con ambos el día que regresó al Infierno luego de doscientos años, ahora los observaba en su esplendor. Eran enormes y aterradoramente hermosos, más que los demás seres demoníacos, inclusive a lo lejos. Sobresalían sin duda y Venecia no quería pensar en lo que ocurriría si aterrizaban. No estaban del lado de Lucifer, sino que circunvolaban las filas del ejército como si los defendieran desde los aires.

Ahí lo entendió. Además de ser extremadamente fuertes y dotados con el fuego, los espectros alados poseían pensamientos y sentimientos propios que iban más allá de sobrevivir. Si bien estaban en peligro de extinción, se los consideraba capaces de dominar los Círculos del Infierno y ayudaron a lograrlo para su beneficio personal. Por eso podían ser los espías perfectos.

Jure no se los había dado por la bondad de su corazón, fue una estrategia bien ejecutada. Lo que también explicaba por qué los dragones se empecinaban en hacer que ella se fuera cada vez que volvía al Infierno. No querían destrozarla. La estaban alejando de allí para protegerla y se dio cuenta de ello demasiado tarde.

A su vez, comprendió que ese ejército de pecadores no se había construido de la nada. Llevaba siglos en formación, aguardando para atacar en el momento preciso, y Venecia tuvo la mala suerte de estar allí ese día. Era un asedio y estaba en el centro de él.

Santa mierda. O Pagana, en ese caso.

Ella había peleado en batallas angelicales, no obstante, no participó en muchas de carácter demoníaco, por lo que volteó a mirar a Lucifer, deseando que le dijera que era algo de todos los días.

―¿Por qué tengo el presentimiento de que no nos vienen a felicitar porque estamos juntos otra vez? ―planteó Venecia con un nudo en el estómago.

―¿Por qué no? Quizás planean asegurarse de que tomemos en serio lo de "hasta que la muerte los separe" ―respondió a pesar de que no sonó muy sorprendido.

―¡Te mataré, hijo de puta! ―gritó alguien en la lejanía con una voz potente.

―Iré adentro. Tú ve a recibirlos ―se apresuró a decir la rubia, aprovechando la oportunidad de huir.

No alcanzó dar dos pasos sin retroceder. No había tenido muchas relaciones románticas y, aun así, dedujo que dejarlo a la merced de unos asesinos no sería la mejor manera de empezar una. Lastimosamente, no podía abandonarlo, así como así.

Por el amor del cielo, debería haberse quedado en el museo, comiendo helado.

―No puedo ―se quejó a regañadientes―. Esto de estar contigo está empezando a volverse demasiado real.

―Te dije que estarías condenada ―advirtió Lucifer y ella soltó un sofión.

―No creí que sería tan pronto o tan literal.

―Siendo sincero, yo tampoco.

Sin aguardar un segundó más, él se apresuró a agarrarla de la cintura para llevarla al interior de la fortaleza con rapidez. Abrió la puerta sin apartarse y la soltó una vez que estuvieron en el pasillo. Venecia fue calmando su propio corazón a medida que los lacayos demoníacos se abalanzaban para hablar con Lucifer.

―Me tomo un día libre entre miles de años y hay un batallón en mi puerta. Alguno de ustedes quiere explicarme qué está pasando.

―Bueno, no hay que ser un genio para darte cuenta de lo que pasa ―murmuró el ángel por lo bajo.

―Guerra ―comentó el demonio que los había interrumpido en el cuarto hacía un rato―. No quiero decir "te lo dije", pero intenté decírselo.

El Diablo avanzó como si estuviera a punto de asesinarlo. Ya era volátil de por sí, no quería imaginar cómo sería su humor bajo el estrés de una batalla.

―La mitad de tu población planea matarte, elijo creer que no pretendes liquidar a la mitad que te queda ―intervino Venecia con sentido común, lo que era impropio de ella a menos que estuviera en una situación de vida o muerte.

―No sé de qué hablas. No mato a alguien cada vez que doy un paso ―aclaró él un poco ofendido y luego destelló malicia―. Sabes que no necesito ni moverme para ello.

Venecia se limitó a asentir. No tenía caso negarlo.

―Señor, me temo que hoy tendrá que demostrarlo ―interrumpió otro de los demonios de apariencia mundana―. Ella no exageró al decir que al menos la mitad del ejército demoníaco está ahí afuera. No están asediando solo la fortaleza, sino la ciudad entera. Incluso bloquearon las Puertas y el portal. No hay forma de salir sin confrontarlos.

―También significa que yo no me puedo ir ―soltó Venecia, pensando en voz alta y los demonios la miraron con cara de pocos amigos―. No me juzguen. No he estado aquí en dos siglos. Esta guerra no tiene nada que ver conmigo.

―Mi Primera Dama, tan atenta a la hora de decir la verdad ―suspiró Lucifer en un tono humorístico.

―Eso no significa que sea insensible y no vaya a ayudar ―aclaró ella y viró al lacayo―. Habla y no pauses para criticar, te lo pido encarecidamente.

Los demonios aceptaron el convenio.

Antes de esos doscientos breves años en los que se dedicó a divertirse y alejar el dolor, había vivido milenios, peleando y lidiando con conflictos sobrenaturales como la mayoría de los seres celestiales, y eso no desaparecía con facilidad. Venecia se había alejado de todo eso, al igual que alguien que se tomaba un año sabático y eventualmente volvía a su empleo.

Lucifer lo sabía, conocía cada una de sus experiencias al haber leído su mente, y por eso la contrató tras su caída y le ofrecía su reino a sabiendas de que sabría manejarlo si se lo proponía con seriedad. No cuestionaba sus habilidades. Nadie lo hacía. En consecuencia, debía quitarse el modo diversión de la cabeza, para pasar al modo guerra por un día. Por siglos había sido un ángel que luchó contra los demonios, no podía creer que acabaría peleando con ellos.

―El resto del ejército está esperando sus indicaciones ―agregó uno de los súbditos.

―¿Cómo voy a indicar algo si no me das el informe completo? ―inquirió el Diablo, reflejando su impaciencia al remarcar la obviedad de su pregunta―. A menos de que se tomen un descanso y se pongan a tomar el té, diría que no falta mucho para que ataquen.

―Oh, cierto ―bisbiseó. Era probable que la batalla inminente pusiera nerviosos a los habitantes del Infierno.

―¿Quiénes son los responsables de este ataque? ―preguntó Lucifer, furioso.

―Son los Pecados Capitales ―reveló el demonio con pleitesía.

―¿Todos? ―consultó Venecia con miedo a la respuesta.

―No ―reveló una voz masculina.

Fue una decepción que al virar viera a Leviatán y no a Jure.

El señor infernal con tendencia a ser envidioso ya no sostenía el glamour que los de la nobleza demoníaca tendían a ponerse para cambiar su apariencia a voluntad, sino que estaba exteriorizando su aspecto real. Debido a su vínculo con Jure, claramente tenían cierto parecido en sus facciones y compartían cierto atractivo, pero Jure era más alto y musculoso. Leviatán tenía una complexión delgada, los hombros estrechos, y una actitud juzgadora que le hacía creer a los demás que les robaría el alma.

―Así que, traicionaste a tus propios hermanos ―sonsacó Venecia.

Jure le había dicho que una vez fueron familia y no pudieron seguir siéndolo, no después de lo que se convirtieron.

―Que compartamos sangre, no nos hace familia. Pero qué sabrás de eso ―replicó él, refiriéndose a que los ángeles no podían tener una y, de repente, ella se acordó de que, entre la nobleza demoníaca y después de Jure, Satanás le caía mejor.

En fin, cada Pecado Capital era una historia diferente y ella solamente conocía la de uno.

―Más que tú, aparentemente ―respondió Venecia, pensando en Darachiel y Ergediel y en cómo no hubo ni un segundo en el que no los considerara como sus verdaderos hermanos.

―Y el resto ―agregó Lucifer, divertido con la contestación de ella, y se dirigió de vuelta al otro príncipe infernal―. Si no estás aquí para matarme como los demás, ¿para qué viniste?

―Mostrar mi apoyo ―explicó Leviatán sin muchas opciones―. Todos hicieron una alianza. Desconozco su propósito o cuándo inició. Jamás me informaron ninguno de sus planes. De hecho, vine en cuanto me enteré del asedio y no comparto sus opiniones. Los números que saque indican que hay tantas posibilidades de que ellos ganen como de que nosotros lo hagamos, así que, como dije, vengo a mostrar mi lealtad al que será el lado ganador.

―Lo tendré en cuenta ―expresó Lucifer con la diplomacia que solamente sacaba a la luz en momentos así. La amenaza era seria, iba más allá de matar o morir, o si no ya habría salido a arrancarles la cabeza.

En el siguiente parpadeo, una esquela apareció frente a él y desapareció en cuanto este terminó de leerla.

―¿Qué dice? ―preguntó uno de los demonios lo que todos los presentes se cuestionaban.

Su mirada destilaba una incredulidad hilarante.

―Ellos quieren una audiencia.

―¿Por qué no atacan directamente? ―inquirió el lacayo demoníaco―. ¿Por qué pedir hablar contigo primero?

Venecia cerró los ojos por un segundo e inhaló hondo. No fue difícil de adivinar. Ella lo sabía porque lo conocía mejor que nadie.

De todos los Pecados Capitales había solamente uno con la inteligencia para hacer una jugada tan arriesgada y una reputación que merecía respeto al momento de hacer tratos políticos. Era el único en el que todos podrían haber acordado hacer su líder y confiar en que cumpliría su palabra.

―Oh, el noble Juriel. Incluso en guerra, es un hombre de honor ―suspiró Lucifer, apretando los labios con una sonrisa, como si estuviera orgulloso―. Sabe que una vez que la batalla empiece, muchos morirán de ambos bandos y busca evitar el derramamiento de sangre por el bien de los demás. Me está dando la oportunidad de rendirme.

―Y no lo harás ―replicó la rubia, aprendiendo a entenderlo.

―No ―declaró el Diablo, tenaz―. El Infierno puede ser lo que es, pero es mío y yo protejo lo que me pertenece.

―Lo sé ―dedujo Venecia. Al decir eso, también estaba hablando de cuidarla a ella.

Ahora habría una guerra entre Jure y Lucifer. No quería que ninguno perdiera, sin embargo, comprendía que uno de los dos ganaría al final y lo peor era que probablemente acabaría matando al otro.

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