(20) Mihael

La felicidad venía en cantidades extrañas.

A veces se limitaba a una sonrisa de satisfacción cuando encontraba una porción más de un pastel que creía haber terminado de comer. Otras, era tan grande que daba ganas de llorar como al ver a un amigo lograr un objetivo que persiguió por años. Sin embargo, había ocasiones más raras en las que hallaba una cantidad que equilibraba la balanza y se necesitaba solo inhalar y exhalar para que le llenara los pulmones de júbilo.

Así se sintió Aleksandar en cuanto vio a Jure aparecer en el apartamento con Venecia en brazos.

Aunque también aminoró la cuantía, apenas vislumbró desde la sala a una mujer desconocida presentarse en la cocina. Cargaba el cuerpo inconsciente de Mike en su hombro y luego lo tiró al piso igual que a un saco de papas. Lo que le sorprendió fue que ese se esfumó en el segundo exacto en que tocó el suelo.

Aleksandar hubiera mencionado algo de no ser que su atención fue desviada hacia el demonio que se sumergió en los pasillos de la casa del ángel y regresó unos instantes más tarde.

―¿Ella está bien? ―le preguntó, consternado.

―Lo estará. Se puso a dormir para acelerar el proceso de curación. Despertará en unos diez minutos ―confirmó Jure, sentándose a su lado en el sillón―. ¿Viniste con los demás?

Técnicamente, se había desviado para ir a la comisaría y cargó su arma por las dudas. La sargento Brzovic le repitió la advertencia del capitán Domic y sabía que su trabajo peligraba porque aún no hallaba un modo de explicarles que carecía de una forma de entregarles un asesino sobrenatural al que una celda no lo detendría. No obstante, trataba de no preocuparse por ello. Se convirtió en policía para ayudar a otros, así que lo seguiría haciendo, aunque los demás no comprendieran sus acciones.

―Sí, para cuando llegamos, Darka ya estaba aquí. Se veía alterada, así que Amaranta se la llevó a su cuarto junto con Pavel para calmarla con un truco de fantasmas que no entendí.

El ruido de unas pisadas de botas robó la concentración de ambos y la conversación fue interrumpida. La extraña paseaba por la casa, acariciando los objetos y sonriendo de manera nostálgica. Parecía que estaba en su propio mundo sin que le interesara nada más que husmear entre las cosas de Venecia.

―¿Quién es? ―consultó Aleksandar en voz baja.

―No lo sé. Estaba en la cueva, me siguió y dijo que no hablaría hasta que supiera que Venecia estaba a salvo ―reveló Jure sin parar de mirarla.

―Podrían simplemente preguntarme mi nombre en vez de susurrar sobre mí ―masculló ella, cerrando la heladera que había abierto por curiosidad.

Jure puso los ojos en negro.

―Bien. ¿Cómo te llamas?

La desconocida abandonó la cocina, avanzó hasta donde se encontraban ellos y les dijo con una sonrisa torcida:

―Mihael.

Los dos no tardaron en reaccionar. Aleksandar se puso de pie de inmediato y sacó la pistola enfundada en su cinturón. Jure utilizó su velocidad antinatural para sujetarla desde atrás. Mihael acabó atrapada con uno de los brazos del demonio, rodeándole el cuello y siendo el blanco del detective en caso de que fuera necesario dispararle.

―Dame una razón para no arrancarte el corazón y volvértelo a poner para que Venecia pueda hacerlo también ―bramó Jure contra el oído de ella, cegado por la sed de venganza.

Mihael giró para hacerle frente y sus rostros terminaron a pocos centímetros.

―Qué gesto tan romántico. Tal vez debería dejar que lo hicieras.

Aleksandar le quitó el seguro a la pistola y el clic los hizo reaccionar.

―¿Cuál será tu amenaza, Aleksandar? ¿Llenarme de balas? ―inquirió Mihael con un aire cínico y coqueto, no como el de Venecia, que era violentamente dulce.

―No ―contestó él sin vacilar a pesar de que le sorprendió que supiera su identidad―. Es querer saber qué haces aquí.

―Vine para quedarme. Creí que eso estaba claro.

―¿Para qué? ―indagó Jure, ejerciendo más fuerza a la hora de asirla.

―Saludar a nuestra rubia teñida favorita ―afirmó Mihael, refiriéndose a Venecia―. Y decirle que devolví al humano que poseía a su hogar y mandé a Geliel a la Ciudad Dorada para que esté vigilada.

―¿Por qué harías eso? ―interrogó Aleksandar, alterado por lo del ángel y calmado al enterarse de que Mike yacía incólume.

―Porque soy un serafín y la única de aquí con la capacidad de ir y salir de allí y ese es mi seguro de vida para poder conversar en paz sin la posibilidad de que me maté un Pecado Capital.

―Yo no estaría tan tranquilo si fuera tú ―masculló Jure, visiblemente vindicativo.

―Oh, Juriel, los dos sabemos que no me asesinarás. Al menos no hasta que ella despierte.

―Por suerte no pasará mucho tiempo para eso.

Sin tardar más, el demonio liberó al serafín de su agarre y ella se aproximó al detective con pasos lentos.

―¿Y qué hay de ti? ―bufó Mihael con su esternón chocando con la punta de la pistola―. ¿Quieres intentarlo?

―No ―declaró Aleksandar, bajando el arma y guardándola―. Incluso si lo hiciera, no haría mucho daño, ¿no?

―No del que tú pretendes causar.

Tras ello, Mihael continuó gozando del tour por el sitio y Aleksandar no sabía qué pensar.

Según lo que Venecia le contó, ella había sido capaz de traicionar a la persona que amaba y a sus amigos para salvarse a sí misma de una condena. En la actualidad, estaba allí para asegurarse de que la rubia se encontrara bien luego de siglos de no comunicarse. Aunque era la primera vez que la veía y no la conocía a profundidad, decidió darle el beneficio de la duda. Aun así, confiaba en las palabras Venecia y las puso por encima de lo que fuera que saliera de la boca de Mihael. Incluso si el serafín dibujaba su intención como un cuadrado, algo no cuadraba para él.

―Parece que un unicornio murió en este lugar ―comentó Mihael, admirando la enorme cantidad de colores que decoraban el apartamento―. Ella tiene buen gusto en todo menos en decoraciones.

―Y al elegir a quien amar ―añadió Jure, buscando pelea.

―Eso va para ti también ―replicó el serafín y volteó por un segundo hacia Aleksandar―. Y tú.

―Yo no... ―se adelantó a decir él.

Cielos, Mihael solamente sacaba emociones complicadas a la luz.

―Por favor, no se olviden de que fui un ángel del amor. Sé mejor que nadie lo que digo. Somos como el pasado, el presente y el futuro. Pero ella es nuestra línea del tiempo. Acéptenlo y vivan libres.

―Si sabes eso, asumo que estás al tanto de lo demás ―espetó el demonio, cruzándose de brazos de un modo en el que se le notaban las venas, ya que no vestía el atuendo con el que lo vio la última vez, sino que portaba una camiseta gris y unos tejanos―. ¿Cómo es que nos conoces tanto si nunca hemos hablado antes?

―Venecia pasó más de doscientos años obsesionada conmigo, no me critiquen por desear investigar cómo es su vida.

―Yo no te juzgo por ello, sino por ser una traidora que liquidó a sus amigos a sangre fría.

―Lo dice el sujeto que se deshizo de su hermano para convertirse en un príncipe infernal ―contraatacó Mihael, deteniendo su andar en medio de ambos.

La revelación causó estragos en Aleksandar. Entendía que Jure era inmortal y había vivido más cosas de las que él imaginaba, mas no esperaba oír eso.

―¿Es verdad?

―Sí, solo que no es tan horrible como lo hace sonar la señorita traidora ―aceptó Jure sin remordimientos y Mihael arrugó la nariz, burlándose―. Es una historia corta. Éramos humanos. Él se convirtió en un Pecado Capital, luego en un imbécil al que repudiaban los habitantes del Tercer Círculo del Infierno. Así que lo maté. Se restauró la paz. Los demonios me adoran. Un final feliz para todos, excepto para él.

―¿Y estás bien con eso?

A pesar de que fue una pregunta, sintió que hizo dos a la vez. Una parte quería averiguar qué tanta oscuridad guardaba el demonio que abrazó hacía horas y la otra solamente anhelaba saber cómo estaba.

―Alek, sucedió hace más de cinco mil años, literalmente. Tuve tiempo para procesarlo, aceptar que fue lo correcto y superarlo.

―¿Has asesinado a muchas personas?

―Las necesarias ―afirmó Jure con menos dureza―. ¿Eso te asusta?

―Confío en ti y no lo haría si fueras alguien a quien le temo ―confesó Aleksandar con franqueza―. Y no sé qué haría si viviera para siempre al igual que tú.

―Ser uno de los inmortales más atractivos de las Cuatro Ciudades.

―¿Venecia les ha dicho lo sexy que se ven cuando flirtean con el otro? ―interrumpió Mihael sin una pizca de ironía.

―¿Acabas de coquetear con los dos simultáneamente? ―cuestionó Aleksandar, hundiendo las cejas.

―Con los tres.

―¿Por qué?

―Sinceridad ―se justificó ella, rascándose la nuca para luego acomodar su cabello largo a un costado―. Estuve rodeada de idiotas, una chica tiene el derecho de volverse un poco cínica. Además, pasé años mintiendo, la verdad sale de mi boca casi involuntariamente.

―Lástima que no sean tus órganos ―repuso Jure, impúdico.

―Eres tan diferente cuando odias a alguien.

―Es lo que te ganas por lo que le hiciste a Sereda antes de que fuera Venecia.

―¿Y qué es eso que gané? ¿La muerte?

―No, matarte sería piadoso y solo los patéticos sin imaginación asesinan a alguien cuando es evitable. Pero destruirte sería más emocionante y lo haría tan íntimamente que no habría centímetro de tu alma por destrozar.

De alguna manera, Aleksandar no se asustó al reconocer que Jure no mentía al prometer tales cosas.

Después de unos segundos, Mihael tragó grueso y farfulló:

―Por tu tono parece que te lastimé a ti y no a ya sabes quién y yo que sepa ustedes no son los que están unidos por un hilo negro.

―¿Qué tienes que ver tú con eso? ―intervino Aleksandar ante la mención del lazo que todavía no había sido activado en su totalidad afortunadamente.

―Nada. Si Geliel los unió, los separará. Lo podremos resolver en cuanto hable.

―¿Y se supone que tengo que apostar mi vida a que no nos engañarás?

―Es un riesgo que tienes que correr.

―Preferiría no estar en peligro para empezar.

―Por eso estoy aquí, entre otras razones ―expresó Mihael, divagando intencionalmente.

―¿Y qué cosas son esas? ―interrumpió Amaranta con aspereza, viniendo desde el interior de uno de los corredores.

―Ah, tú eres la nueva mejor amiga ―formuló ella, anticipándose a los demás―. Soy Mihael. Lo sé. No me aguantas. Ya pasamos esa fase.

Antes de que el espíritu intentara lanzarse a atacar al serafín, Jure se apresuró a explicarle brevemente lo que les había dicho hasta el momento y por suerte comprendió las circunstancias, aunque eso no le impidió lanzar dagas fantasmales con la mirada.

―Apenas Vee se entere de que permitimos que esté aquí más de un segundo va a matarnos ―pronunció Amaranta con un poco de miedo.

―¿Por qué lo haría?

De repente, Venecia había aparecido en la sala con pasos silenciosos. Ya no estaba lastimada o cubierta de la arenilla natural de la cueva. Tenía su cabello rizado en una coleta y su piel libre de magulladuras. Guarnecía unos tacones puntiagudos y un vestido de un gris oscuro que le llegaba a las rodillas y poseía unos botones en la línea del pecho. Ninguno de los detalles importó al notar la manera en que la luz en los ojos se oscureció de inmediato al pasar su atención de ellos a Mihael.

―Estamos tan muertos.

Pese a que Aleksandar no era un fantasma igual que Amaranta, bastó ver la reacción de él para barruntar que lo estaría pronto. Empero, a través del lazo detectó que sepultado debajo de un odio tóxico y complicado yacía algo inesperado: amor.

***

Venecia vio a Mihael y fue como tener un ataque al corazón. No se refería a un paro cardíaco, sino a un auténtico atentado. Sintió que ella vino armada con sus recuerdos entrañables, los besos que se dieron y el amor que se tuvieron y le apuñalaba el pecho con sus discusiones honestas, las muertes que vivieron y el odio que desarrollaron. Parecía que todo transcurrió en otra vida y que el peso de la misma caía sobre la actual, aplastándola con toneladas de eventos y sentimientos.

Había fantaseado tantas veces con lo que haría al volver a tenerla cerca. Pensó en miles de formas de hacerla pedazos y reducirla a nada, pero ahora estaba allí y esas imaginaciones suyas se evaporaron. Cualquier plan maestro que se le había ocurrido intercambió lugar con la mera imagen de ella a un metro de distancia.

Lucía tan diferente y tan similar a la última vez con el mismo color de pelo, los ojos borrascosos, la piel sedosa y aquella aura celestial que cegaba como un rayo de sol. No estilaba vestidos de época, sino que usaba una blusa blanca de escote cuadrado y unos pantalones oscuros que provocaban que quisiera arrancárselos.

Cada milímetro de ella era una provocación de guerra. Le hacía desear arruinarle la existencia, enfrentarla con un ejército de las sombras de sus pasados y también correr en dirección solamente para caer de rodillas.

Por más que sus pies se mantenían firmes, la respiración de la rubia se detuvo en una bocanada de aire. Apretó su lengua contra su paladar debido al nudo que se formó en su garganta. Obligó a las lágrimas a no huir de la prisión de sus ojos. Sus miembros se debilitaron y se esforzó para sostener su postura ante la presencia del serafín. Mihael estuvo en su peor momento. No le haría el favor de obsequiarle la satisfacción de otear lo miserable y vulnerable que aún la ponía.

―¿Qué crees que haces, escarlata? ―dijo Mihael con los ojos desbordando felicidad y no tristeza.

Aquello desencadenó algo horrible en Venecia. La consumía. Percibió la sangre en sus venas, mezclándose con el veneno de la venganza. Llenaba los rincones con litros de una ira descabellada. La profunda inquina causaba que sus huesos le pesaran y rasgaba su piel al punto de dejarla en carne viva. Preferiría mil veces que sus heridas fueran superficiales antes de que sangraran, igual que hemorragias internas. Mas, nadie podía escoger que tipo de dolor lo azotaría, solamente elegía el que les instigaba a los otros. En ese caso, a Mihael.

No la enfrentaría frente a todos ante la posibilidad de que salieran lastimados, por ende, manejó sus ansias, lo que requirió una gran porción de determinación.

―Ven, te lo explicaremos ―enunció Jure, yendo hacia ella.

El ángel lo ignoró, dolida, y continuó caminando. Más tarde lidiaría con los demás.

―Todos quédense aquí, excepto tú ―ordenó, y nadie cuestionó que se refería a Mihael.

Una vez que salió del apartamento, llamó al ascensor y aguardó con ella a que las puertas se abrieran para ingresar.

―Para ser honesta, creí que reaccionarías mucho peor ―empezó a decir su acompañante, contemplando el reflejo de las dos en el espejo del elevador.

Entonces, Venecia respiró hondo y actuó, utilizando su velocidad y fuerza sobrenatural para capturarla. Volteó para encarar a Mihael, la agarró de las muñecas, la empujó hacia la pared y puso sus brazos a los costados de su cabeza. El serafín gimió debido a la colisión inesperada, cayendo un poco, de modo que quedó unos centímetros más abajo. La rubia tensó la mandíbula, ya que sus latidos se aceleraron por su cercanía a pesar de la distancia que los años pusieron entre ellas.

―¿Así? ―articuló, presionando con más potencia.

―No, esto es mejor, Sereda ―respondió Mihael como si se deleitara con la situación y no le intimidara de lo que era capaz.

Fue espantoso. La mención de su antiguo nombre viniendo de ella quemó su paciencia.

―Sereda está muerta y lo sabes porque tú la mataste.

Mihael alzó ambas cejas porque nunca pudo arquear una.

―¿Me estás diciendo que estoy enamorada de un fantasma?

Una corriente helada atravesó la columna de Venecia a causa del uso de la palabra "enamorada". Mihael se había atrevido a decir eso del mismo modo en que lo aseguraba cuando eran dos ángeles del amor escondiéndose en el Paraíso, omitiendo el hecho de que le quitó las cosas que más amaba y lo que construyó durante milenios en una noche y por los motivos más egoístas. No distinguía la diferencia entre la crueldad y el amor.

―Estás mintiendo.

―Sé cómo me siento.

―Nadie que ama a otra persona haría lo que tú me hiciste.

―¿Y qué hice? ―consultó el serafín, fingiendo inocencia al pretender no saberlo a la perfección.

―Admítelo. Confiesa que nos delataste, le arrancaste el corazón a Darachiel y Ergediel y me cortaste las alas solo para no caer. Reconoce que eres igual que Adriel y que no te importó nada con tal de ascender ―expuso la rubia, esforzándose para que la furia fuera más fuerte que sus ganas de desplomarse.

Sus ojos se pusieron vidriosos. Tal vez no derramaría las lágrimas de sangre de esa fecha, pero no por eso dolía menos repetir lo ocurrido.

―No puedo.

―Porque eres una cobarde.

―No, porque yo no lo hice voluntariamente. Fue por la compulsión ―reveló Mihael, mirándola tras esquivarle la mirada por debilidad―. Así como Adriel te compelió para que no te defendieras, me encontró en la Catedral Suprema antes de poder irme contigo y me obligó a decirle lo que planeabas y a obedecerle. Nunca quise lastimarte o ellos, simplemente no tuve alternativa.

Dicho eso, las puertas del ascensor se abrieron en el primer piso, sin embargo, la mente de Venecia se cerró ante la idea. Nada de lo que juraba podía ser verdad, porque si lo era, significaba que había desperdiciado siglos queriendo muerta a la persona que amó por algo de lo que era inocente. La mera posibilidad implicaba que vivió en una mentira que hizo que se convirtiera en un monstruo sediento de sangre. Se rehusaba a sentir todo el dolor disfrazado de una ira falsa. Principalmente, se negaba a aceptar que la verdadera culpable de la muerte y miseria que azotó a su vida era ella misma.

Si Mihael no la traicionó, la forzaron a cometer los actos que perpetró y sufrió del cargo de conciencia, se debía a que se enamoró de ella y la usaron por ese motivo y las ideas revolucionarias de Venecia guiaron a la ejecución a sus amigos.

Si no hubiera sido quien la entregó a Adriel, alguien más lo hizo y seguía suelto.

Pero no tenía idea de quién podría ser.

De pensarlo se sentía enferma tanto físicamente como en su alma. Le daba tantas vueltas al pasado que se mareaba y deseaba vomitar. El cansancio le producía unas ganas de renunciar a todo y dejar que las Cuatro Ciudades cayeran.

En consecuencia, soltó a Mihael y se alejó a través del pasillo que desembocaba en las exhibiciones del museo.

Arrastró una mano a su pecho al experimentar una presión intensa allí. Un calor afiebrado subió por su espalda a la vez que la sensación de tener pequeñas hormigas circulando encima de las cicatrices de sus alas. A medida que caminaba, parecía que estaba volando, no obstante, no en el buen sentido. Avanzaba sin sentido. Sus pies carecían de control. Por más que veía lo que tenía enfrente, lo olvidaba al instante. Era como si estuviera a punto de desmayarse y no lo lograra.

―No te vayas así ―habló Mihael, igualando su paso―. ¿Qué te sucede?

―Tú, eso me pasa ―bramó Venecia, teniendo dificultades para respirar―. Intentas manipularme otra vez.

―¿Con qué propósito lo haría?

―Dímelo tú, yo no soy la que orquesta planes malvados.

―Cielos, ves demasiados dramas coreanos.

―Son geniales ―se encogió de hombros el ángel, recuperando el ritmo de su respiración, y luego se percató del secreto oculto en la comparación―. ¿Y cómo carajos sabes eso?

Mihael entreabrió la boca para decir algo y lo único que salió fue un jadeo suave.

―¿Esta es la primera vez que me ves desde esa noche? ―agregó Venecia, sospechando y acumulando el enojo que provenía de la indignación si lo confirmaba.

―No ―declaró Mihael con una sonrisa nerviosa, retrocediendo hasta toparse con la sección que enseñaba elementos peligrosos que incluía cualquier tipo de objeto que podía usarse como un arma―. Cada vez que tú te acercabas a encontrarme, me aseguraba de que no lo hicieras. Solo que tenía que saber que estabas bien. Así que en ocasiones te visitaba y si estabas en problemas, trataba de ayudarte sin que te dieras cuenta.

―¿Qué hiciste?

La rubia apoyó las palmas sobre una mesa de exhibición que mostraba un hacha. Recordaba a la chica que la donó. Su novio había sido un hombre que poseía una cabaña y solía cortar leña para ella y finalmente cortó la relación sin previo aviso. Bueno, ahora probaría qué tan filosa era con Mihael. Quebró el vidrio que protegía la muestra y empuñó el hacha sin que le interesara los cortes que sanaron casi al segundo.

―Sereda ―susurró el serafín, retándola para que se calmara y el ángel gruñó―. Bien, Venecia, ¿por qué recurrir a las armas? Íbamos tan bien.

―Sí, hasta que me enteré de que pudiste contactarme todo este tiempo y decirme esta supuesta verdad y elegiste evitarme ―repuso Venecia, aproximándose a Mihael en simultáneo que ella retrocedía y chocaba por accidente con los muebles.

―Cariño, creo que estás llevando las cosas muy lejos.

―Pero no estoy ni un poco cerca.

Acto seguido, Venecia le lanzó el hacha con deseos de segar su cabeza, ocasionando que esta rebanara el aire con su filo a gran velocidad. Mas, Mihael fue más veloz y consiguió atraparla por el mango a segundos de que impactara contra su pecho y la evaporizó. Antes de que la rubia siquiera pudiera resoplar de frustración por su intento fallido, el serafín se teletransportó en busca de sujetarle las muñecas para contenerla como lo hizo ella y pegar su cuerpo al suyo.

―Y yo tampoco ―bisbiseó, en tanto, chocaban con la mesa de exhibición destrozada―. Vamos, si me quisieras muerta, te esforzarías un poco más.

―Tal vez esto es todo lo que puedo hacer.

―No, no lo es. Hablemos como personas civilizadas.

―Dime si te topas con una, yo solo veo a una asesina ―formuló Venecia con cuidado para que sus rostros no estuvieran demasiado cerca.

―¿Olvidaste lo que dije? Ni siquiera consideraste que pudo haberme obligado a mí también. Preferiste poner toda tu energía en detestarme que enfrentar el dolor.

No lo negó ni lo aceptó.

―¿Y por qué permitir que pasara dos siglos odiándote?

―Te di alguien para odiar para que no tuvieras que llorar a alguien más. Sabía que siempre que me miraras, verías el momento en que ellos murieron y sentirías que te arrancaba las alas con o sin compulsión.

Fue asfixiante. Los ojos de Venecia empezaron a escocer. La verdad le dejaba una marca invasiva. Sentía que era un fantasma que poseía a un mortal y lo expulsaban de su recipiente. No quería aceptar que algo de lo que mencionaba era verdad. Al final, para ella la furia era una emoción menos complicada que el sufrimiento.

―Claro que sí. Esa fue la última vez que te vi y es mi recuerdo más doloroso.

―Por eso no me fui de la Ciudad Dorada. No podía estar contigo, sin embargo, sí podía hacer algo por ti. Tus ideas acerca de cómo mejorar nuestras vidas se quedaron conmigo y despertaron muchas cosas en los demás ángeles después de que caíste. Creaste la chispa de una revolución pacífica y positiva, no una rebelión violenta y egoísta como la de Lucifer. Entonces, permanecí allí, trabajé duro para lograr en dos siglos lo que les toma a otros dos milenios, me gané la confianza de los demás, fui subiendo de posición y esparcí la voz ―estableció Mihael y realizó una pausa para lamerse los labios porque probablemente tenía la boca seca―. Quería ayudarte a lograr que ellos también tuvieran la oportunidad de ser quienes eran como cuando yo la tenía al estar contigo.

Venecia necesitó un segundo para respirar y tragó grueso previo a contestarle.

―Si creías en lo que te propuse en ese tiempo, ¿por qué reaccionaste de ese modo aquel día? Yo me expuse ante ti. Te conté el futuro que soñaba que tuviéramos y que tú me dijeras que nunca tendríamos uno, incluso si me amabas, me rompió junto con aquella fantasía.

―Estaba asustada, ¿de acuerdo? Se había vuelto real y fue abrumador.

―¿Qué cosa?

Mihael dio un paso hacia delante, aún sujetando a Venecia, de modo que terminó depositando su frente contra la suya y se conectaron como no pudieron en el pasado.

―Amarte. Y no importaba que tan vehemente pudiera ser porque estabas tú conmigo para cargarlo.

―Hasta que ya no lo estuve ―musitó la rubia, vislumbrando el brillo dorado de sus propios ojos en los de ella.

―Ahí me di cuenta de que es más fuerte que nosotras. Tú me hacías fuerte, incluso en los momentos en los que me odiabas a kilómetros de distancia ―afirmó con la voz trémula a causa de la conmoción―. Por más caótico y tempestuoso que fuera mi corazón, tú eras el sol en mi tormenta.

Las palabras de Mihael no suavizaron a Venecia, por el contrario, endurecieron su mirada.

―¿Acaso estás olvidando que sucede cuando te acercas demasiado al sol? ―preguntó retóricamente―. ¿Quieres que te lo muestre?

―Sé que me estás amenazando, pero me gustó ―se apresuró a decir ella con sinceridad mientras la soltaba por fin.

―Cambiaste ―remarcó a sabiendas de que la antigua Mihael no lo hubiera dicho en voz alta, aunque lo pensara.

―Tú también ―manifestó Mihael y se detuvo un instante para arrastrar la mirada desde sus ojos a sus labios, luego a su cuello y su escote, para finalmente regresar al rostro de la rubia―. Y te has vuelto más atractiva.

El ángel no tuvo más remedio que dar un paso para el costado y apartarse.

―Cállate. No tienes derecho a hablarme así.

―¿Puedes dejar de fingir? Sé que te gusta flirtear y que te encanta cuando alguien coquetea contigo.

―Si es una persona que deseo, sin embargo, lo único que quiero de ti es que desaparezcas.

―Estás en negación. Pronto llegarás a la etapa de aceptación con mi ayuda.

―Tú eres la que tiene que aceptar que ya no me importas en absoluto ―masculló Venecia, comenzando a alejarse sin un rumbo en particular.

―Si eso es cierto, ¿por qué no has parado de pensar en mí desde la última vez que nos vimos? ―replicó Mihael, siguiéndola al no rendirse por nada del mundo.

―Porque te desprecio profundamente.

―No, desprecias el hecho de que tengo razón.

Debido a que comprendió que no se detendría, Venecia rodó los ojos, paró en seco y volteó para enfrentarla.

―¿Sobre qué?

Ella sonrió con una mezcla contradictoria de esperanza y desilusión.

―Que me amas casi tanto como me odias.

―Que no te asesine no garantiza mi eterno amor por ti.

―Me amaste una vez y todavía me odias por ello. Eso significa que puedo lograr que lo hagas otra vez.

―Mala suerte con eso.

―Prometí que no te traicionaría ni aunque me costara la vida y lo reafirmo ―manifestó Mihael, regresando a su actitud previa a la vez que se acercaba con lentitud―. Hubiera preferido morir que hacer lo que te hice y separarnos. Aun así, no puedo volver el tiempo atrás o deshacer el dolor que te causé. Solamente puedo intentar recuperarte y darte todo el amor que tengo.

Ni siquiera luchó contra sus dichos, simplemente susurró lo siguiente en respuesta:

―Me perdiste hace mucho tiempo.

―Nunca te perdí porque jamás me dejaste ir.

―¡Por supuesto que no lo hice! ¿Cómo podría? Tengo un jodido museo que me recuerda cómo me rompiste el corazón. Cada maldita exhibición posee una parte destrozada de lo que sentía por ti. Mi vida y mi casa es atormentada por tus fantasmas ―gritó Venecia con las lágrimas rodando por sus mejillas y un poderoso sentimiento palpitando dentro de sí―. ¿Por qué debías hacer que me enamorara de ti si después me harías sentir culpable de tanto?

Ella y el odio que le tenía había sido la razón por la que quiso morir durante mucho tiempo y también fue lo que la motivó a vivir en el presente.

La había perseguido por tanto tiempo que ahora que se encontraba frente a ella, estaba muy cansada para darle la guerra y precisaba desahogarse. Se sentía catártica. Ya no podía evitar decir lo que reservó en esos siglos, que parecían dos meses igual que una serpiente expulsando su veneno. Explotaba, implosionaba y bombardeaba todo a su alrededor. No sabía si quedaría algo al culminar.

Las cicatrices eran más dolorosas que las heridas en sí, porque esas permanecían allí, marcando todo, mientras que las otras se curaban.

―¿Crees que tú eres la única que coexiste con la culpa? Yo soy la que ha terminado con las manos llenas de la sangre de quienes aprendí a amar por ti y es una pesadilla a pesar de que sé que no fue adrede ―objetó Mihael, apretando los puños a sus costados de manera inconsciente―. Por eso me vengué de Adriel. Él es la prueba de lo horrible que nos puede convertir ser ángeles obsesionados con una misión que cumplir y nada más.

―¿Qué has hecho? ―consultó Venecia, presuponiendo que había algo más que provocó la caída de aquel sujeto.

―Hice que lo echaran de la Ciudad Dorada. Es un hipócrita, por lo que no fue difícil juntar evidencia de sus andanzas. Abusaba de su poder y obligaba a los otros a realizar sus tareas luego de dar su discurso de cómo era superior a los humanos. Además, Darachiel y Ergediel no fueron los primeros que ejecutó sin justificación. Se deshizo de cualquiera que se rumoreaba que lo reemplazaría como a ti. Me costó dos siglos, sin embargo, conseguí que probara su propia medicina, cayera y se lo dije cuando me ascendieron a serafín ―articuló con orgullo.

Entonces, entendió lo que debería haber comprendido desde un principio de no estar ciega por sus emociones. Sí, Adriel estaba mal físicamente por su reciente caída y gracias a ello le colocó los grilletes a Geliel para que fuera la ejecutora, pese a que él era el autor intelectual. El resto de los acontecimientos se los imaginaba. En la cabeza ruin del hijo de puta, Venecia era la razón por la que Mihael se encargó de que perdiera todo lo que respetaba y se vengaba al hacerle lo mismo otra vez.

No sabía quién de los tres era más estúpido.

―Sí, y mira lo que se puso a hacer después de eso: jugar a las escondidas y, bueno, matar a personas al azar y torturarme ―bramó la rubia, cambiando de tristeza a una cólera avasallante en un chasquido.

―No sabía que reaccionaría así.

―Díselo a los que murieron, sus familias y a nosotros que pasamos semanas investigando para averiguar el motivo cuando tú eres la culpable.

―Puedes acusarme todo lo que quieras por el sufrimiento que te causé, pero no puedes culparme por lo que hiciste después ni lo que los demás hacen. Cuando un dolor le pertenece a alguien, ese es el responsable de lo que hace con él ―se justificó Mihael con seguridad―. ¿Qué hubieras hecho tú en mi lugar? ¿Lo habrías dejado impune o te vengarías?

Mierda. Venecia apretó los ojos que se le habían puesto rojos de tanto llorar y se secó las lágrimas. Detestaba coincidir con ella.

―Sabes que lo habría convertido en polvo.

―Esa es una de las razones por las que te enamoraste de mí en primer lugar: te digo todo a la cara, inclusive lo que no te gusta oír.

―Hay cosas que mejor hay que guardárselas para uno mismo.

―En tal caso, supongo que no te diré nada de lo que suceda ahora que mandé a Geliel a la Ciudad Celestial y está siendo vigilada por mi legión entera ―suspiró Mihael con dramatismo en busca de que cediera. No lo haría ni muerta.

―Bien, tendré que hallar a otro para que lo haga. Hay millones de seres celestiales.

―¿Por qué no optas por una de confianza como yo, por ejemplo?

El tono inocente de ella ya no la engañaba más.

―Porque no confió en nada de lo que digas o hagas ―afirmó Venecia, procurando mantenerse serena―. Quizás mientes o eres sincera. No me interesa. Nosotras terminamos hace bastante.

―¿Y no crees en empezar de cero?

―No contigo.

La pesadumbre se apoderó de la expresión de Mihael.

―Asumo que quieres que me vaya.

―Bueno, no te equivocas.

―No me molesta. Sé que me pedirás que vuelva y solo necesitas llamarme por la línea fantasma ―se despidió Mihael y desapareció, dejando una sensación de vacío monumental.

En consecuencia, Venecia no esperó ni un segundo para que su mente pudiera enroscarse y quebrantarse, sino que realizó una aparición en su sala de estar donde yacían parados Aleksandar, Amaranta y Jure en un ambiente que destilaba preocupación. Los tres intentaron hablar a la vez y ella los paró en seco.

―¿Cómo pudieron hacerme esto? ¿Cómo es que la dejaron entrar con tanta facilidad sabiendo lo que sabían? No quiero volver a ver a ninguno de ustedes ―inquirió, decepcionada y se teletransportó lejos de allí antes de recibir una respuesta.

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