(2) Que te arresten no es la circunstancia ideal para usar esposas
Ni acostada en uno de los sofás mullidos de su sala, comiendo helado de frutilla directo del envase de poliestireno expandido, Venecia podía concentrarse en la gran pantalla de la televisión que reproducía la octava temporada de Maleficaes y Tronos, su serie favorita.
Todo por culpa de ese detective. Su rostro estaba plasmado en su mente como un tatuaje bonito del que se quería deshacer, ya que fijarse en alguien de ese modo nunca resultaba bien. Pasaron dos días y no la llamó. No entendía por qué le molestaba tanto eso. Tendía a olvidarse de los tipos como él tan pronto se marchaban y esta vez era diferente. Los asesinatos que mencionó la inquietaban. Tal vez no era nada, sin embargo, las cosas más pequeñas solían provocar los miedos más grandes.
Detuvo el episodio final y revisó su celular. Nada. Ignoró ese hecho, igual los cientos de notificaciones de las demás personas que recibió, y se tomó una fotografía para enviársela al Círculo de las Almas Solitarias, su grupo de apoyo de la Oficina Paranormal, para que se enteraran de su aburrimiento. Amaranta le aconsejó que no se creara ninguna red social para no levantar sospechas ni figurar en internet. Le hizo caso. Le divertían las redes sociales que inventaron los humanos, aunque no tuviera ninguna.
Abandonó su teléfono, se puso las pantuflas de peluche que compró en línea durante un impulso, y decidió subir a la terraza para ir a fumar. Apenas puso un pie en el exterior, un viento otoñal traspasó su pijama de seda roja. Las sillas, mesas y sombrillas de la cafetería del museo ocupaban la mayor parte del predio y Biserka se encontraba limpiando en medio de ellas.
―¿Qué haces aquí tan tarde?
La mujer de cuarenta y tres años, vestida con el uniforme compuesto por una camisa blanca, un chaleco rosa sandía y una falda del mismo tono, detuvo su accionar ante la pregunta de Venecia. Ella la había contratado hacía menos de una década. La consideraba una de las pocas mortales que le agradaba.
―Quise dejar las cosas preparadas.
―¿Sabes que no hay apuro para que vuelvas? Después de todo, no todos los días son tu luna de miel y menos con alguien como Rob. Hasta yo hubiera considerado esa propuesta de matrimonio.
Biserka se había casado semanas atrás y recién en ese momento pudo tomarse vacaciones. Venecia asistió a la boda con orgullo, pues le fascinaba cuando el amor de otros triunfaba, pese a que ella fuera igual que un cura fanático de los exorcismos y el amor, un demonio de la clase jodida.
―Sí, gracias por presentarnos.
―Ya me dijiste eso. Ese solía ser mi trabajo. Así que, págame siendo feliz.
―Pronto lo seré ―afirmó con una amplia sonrisa―. Oye, hay algo que tengo que decirte.
―¿Está relacionado con el trabajo?
―Sí.
―Puede esperar. ¿Quieres que haga una aparición cerca de tu casa?
―No, tomaré el autobús.
Los autobuses aterraban a Venecia de una manera irracional.
―Jamás entenderé por qué te gusta ir en esa cosa.
―Es porque no me revuelve el estómago.
―Tú eliges.
―Buenas noches ―dijo Biserka, marchándose despacio.
―Cuéntame cada detalle cuando vuelvas.
―¡No te daré detalles sucios!
―¡Pero esos son los más deliciosos! ―le gritó Venecia antes de que Biserka desapareciera de su campo de visión.
Y así, se quedó sola otra vez. Se acercó a la cornisa y encendió un cigarrillo en compañía de las estrellas que titilaban en el cielo extenso e intocable. La noche destilaba tristeza y malos hábitos al igual que un vino añejo que sabía a cosecha demasiado nueva para ser buena. Le dio una calada profunda mirando de hito en hito las calles de Zagreb y sus actividades nocturnas. Estuvo allí por horas con una misma duda clavada en su mente, ¿qué se sentiría entregarle tu corazón a alguien? No importaba la respuesta porque si incluso ella le prometía a alguien dárselo, sería una estafa.
Volvió a su sala del tamaño de un departamento entero y continuó viendo la serie hasta que el cansancio le ganó. Se despertó una hora más tarde, aún en la madrugada y con la presencia de su mejor amiga en la cocina. Tuvo que parpadear por el contraste de la luz encendida y la oscuridad de donde dormía. Pocas veces usaba ese sector del piso. Cuando lo utilizaba para preparar una receta que solía sacar de internet, fracasaba rotundamente.
―¿Te divertiste? ―consultó, sentándose en uno de los dos taburetes fijos.
―¿En una reunión del Círculo de las Almas Solitarias? ¿Estás demente? ―objetó Amaranta, quien asistía con más frecuencia al grupo de apoyo.
Ella apoyó sus codos en la isla con una encimera de metal. Los gabinetes, los utensilios y los productos de cocina, como la licuadora, la batidora y la procesadora, todos brillaban de colores distintos e impecables.
―¿Qué sentido tiene preguntar la respuesta de algo que ya sabes?
―Eso va para ti también ―expresó Amaranta, revisando el congelador con su habilidad para atravesar cosas―. ¡Por la Madre del Ángel! Explícame la razón de por qué no hay nada más que helado en la heladera.
―Porque no necesito nada más.
―No, necesitas más que lo que te gusta.
Venecia suprimió un gruñido con dramatismo.
―Tú solo quieres mi cuerpo. Estás buscando excusas para que te permita poseerme.
Amaranta abandonó el refrigerador de inmediato.
―Esa es una mentira con algo de verdad.
―No te dejaré hacerlo.
―Por favor. Será por un par de horas.
―Eso dijiste la última vez y terminé en... Ay, no lo puedo ni decir. ―Escalofríos recorrieron su cuerpo.
―En un club de tejido, no en una carnicería a punto de ser despedazada.
A Venecia también la horrorizaban las agujas.
―Mi alma se partió en miles de pedacitos al despertar y tener esas armas mortales en mis manos.
―Agujas, no armas mortales.
―Como sea.
―Eres tan irracional.
―No. Si existen cientos de personas que les temen, algo maligno tienen que tener.
―Prometo no ir a ningún club de tejido.
Así funcionaba uno de los tipos de posesión sobrenatural: alguien tomaba el control de un cuerpo y la conciencia del otro se apagaba. De vez en cuando, accedía a prestarle su cuerpo para que pudiera hacer las cosas que, a falta de una forma corpórea, no era capaz de realizar, como correr, comer, tejer o simplemente respirar.
―Bien. Iré a asearme primero.
―¡Te quiero!
―Más te vale.
Tras arreglarse, la conciencia de Venecia se sumergió en un sueño profundo y la de Amaranta cobró vida.
Más tarde, Venecia pestañeó con fuerza al recobrar sus sentidos. No esperaba que su amiga se expulsara a sí misma de una manera tan repentina y tardó algunos segundos en recuperarse.
Lo primero de lo que se percató fue de que estaban en un callejón oscuro que apestaba a basura, azufre, orina y asquerosidades que ella escogió no oler al taparse la nariz. Ojeó la parada de autobús que se ubicaba en la zona iluminada del área y se dio cuenta de que se hallaban a unas cuadras del museo.
Volteó hacia Amaranta, quien yacía inmóvil, apoyando su espalda contra el muro de un edificio de ladrillos. La rubia dio un paso y uno de sus tacones púrpuras chocó contra el contenido de las bolsas del mercado esparcido por el piso grasiento. Su mano cayó al notar un rastro de un líquido rojo que duraba un metro y ahí comprendió el estado de Amaranta.
En el fin del camino de sangre se encontraba el cuerpo de Biserka, tirado y sin signos vitales. Sus ojos verdes estaban abiertos, su cuello marcado con un moretón lineal, el cabello castaño revuelto, la vestimenta rasgada a arañazos y el pecho abierto, por lo tanto, sus huesos y órganos internos quedaron expuestos. Alguien la había asesinado con tal brutalidad que ningún humano pudo ser capaz de ello, ella lo sabía y quien quiera que fuese tendría que pagar.
Tragó saliva, se acercó a la mujer con la que había hablado y reído sobre su reciente matrimonio hacía horas, y se agachó.
―In ictu oculi ―susurró mientras le cerraba los párpados.
Un destello blanco de una linterna le dio directo a la cara en cuanto se irguió.
Aleksandar.
―¡Manos en alto! ―ordenó la voz del detective que la apuntaba con un arma a escasa distancia―. ¿Señorita Messina?
Ella lo obedeció y las luces se apagaron. Otros dos oficiales se hicieron presentes, entre ellos Turina.
―Es Venecia ―corrigió, siendo atrapada con las manos en la masa.
Una hora después, ambos intercambiaban miradas dentro de la sala de interrogación de la estación de policía.
―¿Cómo se enteraron de que estaba ahí?
―Llamada anónima. ―Aleksandar mostró su mejor cara de póker―. ¿Quieres decirme qué hacías allí?
―De querer, quiero, aunque no sé si eso me va a ayudar ―respondió Venecia, divagando.
Trató de acomodarse un mechón de pelo en la mejilla que le molestaba, no obstante, las esposas le dificultaban cualquier movimiento. Podría romperlas o huir sin drama alguno, mas eso arruinaría la diversión.
―No me interesa lo que te ayuda, me importa la verdad.
―Eres muy duro. Me encanta.
Aleksandar ignoró su comentario y se dobló las mangas de su camisa blanca como reflejo.
―¿Qué hacías allí?
―Salí de compras.
―¿A las cuatro de la madrugada?
―¿Nunca has tenido un antojo nocturno?
―Mira, no es mi intención meterte en la cárcel ―reiteró el detective, suavizando la voz.
―¿Lo dices en serio? Porque créeme cuando te digo que, si alguna vez ibas a ponerme unas esposas, no imaginé que sería en estas circunstancias ―se defendió ella con la honestidad de un testigo bajo juramento.
―Tenemos evidencia ―confesó Aleksandar, tajante.
Atónita, Venecia cambió su postura encorvada y se enderezó en la silla.
―¿Cómo es posible que tengas pruebas de algo que yo no hice?
―No de ti, específicamente.
―¿Podrías ser más específico?
―En este tiempo, habíamos buscado una conexión entre las víctimas, ese era el enfoque equivocado, pues carecían de relación alguna; se trata de sus conocidos. Todos fueron al museo para "deshacerse" de ellos.
―Y yo soy dueña. Santa mierda ―masculló entre dientes, intentando alinear ese rizo rebelde que se escapó de su trenza de corona por segunda vez.
Con impaciencia, Aleksandar alargó el brazo y se lo corrió. Ese gesto la tomó por sorpresa y a él también, ya que recobró su posición lejana como si un perro le hubiera ladrado.
―¿Estás diciendo que la misma cosa que vienes persiguiendo es el asesino de Biserka? ―agregó.
Decir el nombre de Biserka le lastimó la garganta.
―No es una cosa, es una persona, incluso si es un asesino.
―¿Estás seguro?
―¿A qué te refieres?
―Yo vi su cadáver. Eso no lo pudo hacer un humano, no uno promedio al menos.
―¿Qué quieres decir con eso?
―Que esto está más allá de tu jurisdicción, corazón. Estas muertes no son solo muertes, son una amenaza.
―¿Contra quién?
―Contra mí.
La deducción fue simple. El método elegido para matar se lo hizo notar.
―¿Por qué alguien llegaría a este punto para amenazarte?
―Porque a pesar de ser un ángel del amor, no soy tan amada.
La expresión de Aleksandar se transformó en una mezcla de temor y asombro.
―¿Tú eres qué?
―Te dije que no te gustaría saber qué era yo.
―No es que no me guste, es que de todo lo que imaginé que eras, no pensé que sería eso.
―¿Por qué no? Soy un primor.
Los labios del detective se fruncieron como si evitara sonreír a propósito.
―¿Un ángel del amor como Cupido?
―No me hagas acordar de ese bastardo, por favor.
―¿Y tu trabajo es...?
―No tengo trabajo, me despidieron.
―¿Se puede despedir a un ángel?
―Bueno, no me despidieron. Caí y perdí mi oportunidad de entrar al Paraíso. Estoy bien. Ese siempre fue el plan.
En definitiva, ese no fue el plan, sin embargo, careció de otras opciones.
―¿Eres un ángel caído como Lucifer?
Su corazón dio un salto al precipicio. El Diablo no era un tema que le entusiasmara tocar. Al menos, ya no.
―Entiendo que estés mareado por la nueva información, aun así, puedes dejar de compararme con esos tipos. Las imágenes que están en internet o en los libros son meras suposiciones, yo soy la realidad y no tengo cuernos ni soy un bebé.
―Entonces, dime cómo eres.
―Eso no se dice, eso se descubre. ―Ella apoyó la palma contra su mejilla y se inclinó hacia él para bromear―. Dime algo. ¿Quieres descubrirme?
El luto causaba raras cosas en los mortales e inexplicables en los inmortales. Las distracciones los salvaban de sumirse en un pozo.
―Quiero descifrar quién está detrás de estos horrores y detenerlo ―certificó Aleksandar con rigor.
―En eso concuerdo contigo, ¿cuándo empezamos? ―Venecia se levantó de su asiento.
―Nosotros no empezaremos nada. Este sigue siendo un asunto de la policía.
―Y también es un asunto de lo paranormal.
―Oye, nosotros vamos a verificar tu coartada. Entre tanto, procura mantenerte alejada de los disturbios ―solicitó Aleksandar, parándose en busca de sacarle las esposas con las llaves que había guardado en su pantalón de mezclilla.
La rubia rompió las esposas con su fuerza sobrenatural, se las devolvió con simpleza y recuperó su abrigo violeta de paño de lana en busca de colocárselo sobre los hombros.
―No prometo nada.
―Lamento tu perdida ―dijo él antes de que ella pisara el umbral de la puerta.
―Humanos, siempre disculpándose por cosas que no hicieron ―suspiró Venecia y se esfumó en el aire.
Hizo una aparición en las escaleras de salida de la comisaría. Quería pensar y el sentimiento que generaba la madrugada la ayudaba con ello. Desde su caída, había procurado no frecuentar personas ni lugares demasiado y perdió contacto con aquellos que conoció en la Ciudad Dorada, en consecuencia, su lista de enemigos variaría. Podía ser inmensa o bastante pequeña.
Habría llorado de no ser porque los ángeles no lagrimeaban. Expresaban el dolor de distintas maneras. A ella le dolían los pulmones. Sentía que reventarían por la falta de aire como si estuviera bajo el agua. Le costaba respirar siempre que estaba sola. Fumar o rodearse de personas la ayudaba a calmarse.
―Cielos, necesito un cigarrillo ―le gritó a la nada.
Más bien necesitaba a Amaranta, quien se había ido a la Oficina Paranormal en cuanto la metieron en la patrulla para investigar lo que sucedió. De pronto, un oficial de apariencia baladí le extendió uno y lo aceptó.
―¿Acusada o víctima? ―quiso saber el desconocido.
―Desde mi perspectiva, víctima. Desde la suya, acusada. ―Fumó una calada y eso le bastó. Probablemente, era de una marca de mala calidad. Inspiró y exhaló el humo hasta que se regulara su respiración y no se acordara del episodio.
―¿Y qué hiciste como para que una preciosidad como tú terminase en este lugar?
Claro, pensó. La amabilidad no era gratis.
Otra decepción en un mundo lleno de engaños. Aburrido.
―Te sorprendería lo que una "preciosidad" como yo puede hacer.
―Sorpréndeme.
―No tengo ganas y no eres mi tipo ―aclaró la rubia y bajó un escalón. Trastabilló en el peldaño debido a que el desconocido sujetó su muñeca.
―Pero tú sí eres el mío.
―Soy el tipo de todos. ―Se deshizo de su agarre y alisó su larga falda circular pigmentada de un color púrpura―. No es mi problema.
―¿Y por qué carajos te acercaste a mí?
No vio venir esa reacción agresiva.
―Yo no me acerqué. Pedí un cigarrillo, no a ti, y ni eso supo bien.
―Podría encerrarte en una celda solo por haber dicho eso ―sugirió el desconocido, abusando de su autoridad.
―¿Y por qué cargo sería? ¿Rechazar a un imbécil?
Recibió el impacto de una cachetada en su rostro. El desconocido aparentaba esperar llanto y tuvo que seguir esperando. Ella comenzó a reírse estridentemente.
―Loca de mierda. Soy la ley.
No articuló palabra, en cambio, le regaló el puñetazo de su existencia.
―Supongo que acabo de romper la ley.
***
Aleksandar frotó las yemas de sus dedos contra su sien. Ya había perdido la cuenta de las madrugadas que se había quedado en la estación para revisar los videos de vigilancia y eso le pasaba factura.
Durante la jornada anterior descubrió las secuencias de las parejas involucradas con los fallecidos y los entrevistó otra vez. El esposo de Kiara, el novio de María, y Owen tenían algo en común: fueron al Museo de los Corazones Rotos. Cada uno de ellos aseguró haber ido a la visita guiada, excepto Owen, haber conversado con Biserka y entregarle un objeto que simbolizaba su lazo con la víctima, lo que a simple vista no parecía sospechoso, empero, al tratarse de un sitio sobrenatural, él decidió reservarse sus dudas.
El conocer a Venecia lo había dejado paranoico. Se cuestionaba si la gente que se cruzaba en las calles eran demonios o ángeles disfrazados de humanos, cuántos asesinatos en los que trabajó podrían no haber sido cometidos por humanos, y por qué se sentía tan bien hacerse esas preguntas.
Al fin, conocía las posibilidades que lo rodeaban y las razones de su poder. Eso lo tranquilizó. Acababa de despertar de una pesadilla impredecible y ahora vería la realidad concisa.
En los pasos que caminó esos días tuvo la compulsión de querer comunicarse con ella para consultarle sobre sus conocimientos. Ideó toda clase de escenarios posibles para justificar su sabiduría. Conjeturó acerca de millones de cosas. Por ejemplo, creyó que podía ser un fantasma poseyendo a la real dueña de ese sitio, un ángel enviado a misión celestial o un demonio que se divertía, no en sentido literal, en este plano. No la llamó porque sería inmaduro de su parte molestar a una extraña, por más maravillado que quedase, y hacía unos minutos le confesó algo que le revolucionó la cabeza.
Aunque no tanto como lo que grabaron las cámaras de seguridad de la zona donde localizaron a la nueva víctima. Un individuo que no se vio entrar o salir, arrastró a Biserka hasta el callejón mientras aguardaba en la parada de autobús. Su cara no se registró debido a que llevaba puesta una mascarilla oscura similar a toda su vestimenta holgada, mas se vieron sus ojos completamente negros.
Demonios. Literalmente.
Al confirmarse la teoría de Venecia, Aleksandar salió corriendo de la sala de investigaciones a buscarla y la halló siendo llevada a las celdas de detención temporal. Se interpuso entre ella y el oficial que tenía el ojo más morado que jamás divisó.
―Tafra, ¿por qué la estás arrestando?
―Porque no quise mamarle la verga ―respondió Venecia sin alzar la vista de sus blancas uñas postizas.
―Miente. Me pegó sin razón alguna y eso es agresión a un agente de policía en función. Mínimo merece una noche en prisión.
―No creo que nadie haga nada sin una razón ―le cortó Aleksandar, dispuesto a oír los dos lados de la historia―. Revisé tu expediente, como el de todos con los que trabajó, y sé que te transfirieron a esta comisaría porque sufriste varias suspensiones por lesiones leves a civiles. Dime una cosa, ¿tengo que agregar otra a la lista?
―Detective...
Desatendió a Tafra en la mitad de la conversación. No era un capitán, así que, lastimosamente, no podía hacer más.
―Venecia, ven conmigo.
―Siempre ―respondió ella, prestándole la atención que antes estaba dispersa.
―¿Te hizo o dijo algo? ―consultó en el rincón opuesto al que estaba Tafra. El abuso de poder no era un asunto que tomarse a la ligera.
―Me dio una cachetada y le respondí.
―Una respuesta bastante fuerte.
―Eso no es nada comparado con mi fuerza, fue cosa del momento. Podría haberlo doblado del tamaño de un pretzel con mi meñique, ¿quieres ver? ―ofreció ella con ilusión.
―¡No! ―rechazó la oferta, no porque le preocupara Tafra, sino porque eso no se hacía frente a cientos de policías sin ir a prisión―. Impresionante y a la vez aterrador. ¿Es porque eres, ya sabes?
―¿Un ángel? ¡Sí! ―dijo la rubia en un tono de voz demasiado alto para el nerviosismo de Aleksandar―. No te alarmes, nunca asesine a nadie.
―Todos dicen eso aquí.
―Y apuesto a que la mayoría miente, ¿cierto?
―Obvio ―ratificó al mismo tiempo que estiraba su mano en busca de acariciar el mentón de Venecia. Su boca se curvó hacia arriba y él la regresó a su bolsillo―. ¿Estás bien?
―Si me tocas así, dalo por descontado.
―¿Sabes que podrías denunciarlo, que deberías denunciarlo?
―Estoy bien. Además de patear traseros, puedo curarme rápido, por eso no hay marca.
―Un consejo es que la violencia no es la solución. Espérame ―le aconsejó y se dirigió hacia Tafra―. Hablaré con el capitán. Quedas suspendido hasta nuevo aviso y no quiero oír tu voz a menos de que sea algo de vida o muerte. Dale tu placa y arma a la sargento. Ella sabrá qué hacer.
Al instante en que Tafra se retiró, Venecia se puso al lado de Aleksandar.
―Por lo que me has contado, tienes las habilidades necesarias para evitar ir a prisión, ¿por qué le seguiste la corriente?
―Me daba curiosidad el pasar unas horas en una celda. Lo he visto muchas veces en la televisión ―reveló la rubia, encogiéndose de hombros.
―Te liberaste de una acusación de homicidio y a los cinco minutos te acusan de otra cosa. Eres todo un problema.
―Tal vez, pero no necesito que me resuelvan.
―Nunca me atrevería a hacerlo.
―Bueno, si no me vas a esposar, supongo que me tengo que ir. ―La decepción se recalcaba en su voz.
―Justo cuando te arrestaron, iba de camino a buscarte ―la detuvo Aleksandar, apocado.
―¿A qué motivo le debo el placer? ―Venecia enarcó sus cejas cobrizas.
―Acabo de ver los videos de seguridad que captaron el momento en que pasó lo que pasó y estabas en lo correcto. Lo que sea que hizo esto no es humano y necesito tu ayuda.
―¿Me estás proponiendo que investiguemos esto juntos?
―A pesar de que suene como una locura.
―Para mí se oye como el principio de algo.
Verificó la hora en el reloj de mano que le había regalado su padre y dijo:
―Son más de las seis de la mañana, ¿quieres ir a desayunar?
―Te advierto que bebo de todo menos café. Es muy amargo.
―Yo hago lo opuesto.
―Amo lo dulce. ¿Y si vamos a tomar un helado?
―¿Habrá alguna heladería abierta ahora?
―Conozco un lugar.
Él asintió y comenzaron a caminar fuera de la estación.
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