(15) Caer de la gracia
Un par de siglos atrás
Para Sereda el mundo era un lugar maravilloso.
Cada vez que salía de la Ciudad Dorada e ingresaba al plano mortal sentía que visitaba un paraíso distinto. A pesar de contar con milenios de memorias, no le dejaba de fascinar una cosa que le pertenecía en específico a los humanos: amor. Si bien ella fabricaba el sentimiento al igual que una tela, ellos se encargaban de sentirlo, de usarlo como un vestido. Le encantaba la manera en que podían convertir su materia prima en tantas prendas diferentes para múltiples ocasiones. Era una modista que creaba cientos de modelos que nunca vestiría, sin embargo, trataba de no entristecerse por eso. Simplemente, no fue hecha para amar o ser amada.
Había pasado sus iniciales cinco siglos recluida en la Catedral Suprema, donde los ángeles entrenaban, vivían y trabajaban sin parar. Se llenó del conocimiento básico, luego estudió más allá de lo habitual y estaba a unas décadas de subir de jerarquía.
En una de sus misiones, bajó a un territorio que en esa época se proclamaba el Reino de Croacia. Adriel, el serafín que dirigía la legión a la que pertenecía, le dijo que no se molestara en memorizar los títulos y nombres mortales porque sería una pérdida de tiempo. Trataba de hacerlo, mas había algo de allí que la atraía. Juraba en vano que el trabajo se había complicado tan solo para quedarse un poco más y aprender de la cultura mundana.
Esa noche empleaba un recipiente que no tuvo la oportunidad de testear. Guarnecía el cuerpo de una mujer corpulenta de unos veintitantos que gozaba de una cabellera negra y ojos verdes similares a un día soleado en la pradera. Todavía no se acostumbraba a la experiencia corpórea. A veces miraba incrédula sus pies al caminar, sus dedos moverse o controlaba el ritmo de sus latidos.
Se ajustó nerviosa el atuendo acorde a la civilización que obtuvo mientras observaba a Engla, la vendedora del mercado pueblerino de la zona, acomodar las frutas que pretendía vender la mañana siguiente, desde un rincón. Debía aguardar a que la persona con la que uniría con sus poderes se aproximara.
La mayoría de los puestos cerraron hacía un rato largo, por lo que la calle de tierra yacía medio vacía. Los compradores se marcharon horas atrás, pero la chica siempre se quedaba hasta último minuto porque era una viuda que necesitaba sustentarse sola en unos tiempos en los que los hombres se llevaban todo. Así que, Sereda también iba a congelarse los huesos en la soledad de aquel otoño.
Seguía disfrutando de la sensación del algodón que rozaba su piel con cada movimiento en el instante en que vislumbró a la indicada. Astrid, una dama unos años menor que acababa de heredar la pequeña fortuna de su tía a la que le gustaba en demasía el ambiente nocturno y las peras frescas, apareció corriendo hasta el puesto, sujetando sus faldas para no tropezarse.
Ahí fue cuando su instinto se activó. Pudo percibir la conexión latente en las almas de las dos mujeres, rogando que creara un puente que uniera sus corazones. En consecuencia, se enderezó, manteniendo su atención fija en ellas. Era su parte favorita. El primer y más crucial de los encuentros que definiría el futuro.
Con una sonrisa en el rostro, se puso manos a la obra. Podía apreciar los hilos del amor brotando de ella como una telaraña para entrelazar aquellos destinos. Entretejió las hebras y las dirigió lentamente en simultáneo que expulsaba la magia angelical que corría por sus venas. Las líneas invisibles del destino parecían flotar y dibujarse en el aire en una especie de danza sin música. En ese momento se sentía más etérea y más sensible que nunca en la perfecta mezcla de su parte celestial y su parte humana.
Hubiera salido de maravilla de no ser porque al parpadear visualizó a un ángel al que no reconoció. La desconocida estaba parada en el extremo opuesto del camino, entrometiéndose en lo que hacía al originar otro vínculo con una compradora de una tienda distante que no tenía nada que ver con el encargo que le dieron a Sereda.
Frunció el ceño, apurando su trabajo y agotando sus reservas de energía vital para cumplir con la tarea antes que aquel desconocido que claramente cometía un error. Fue una competencia espontánea. Temblaban y sudaban a los pocos centímetros que faltaban para cumplir.
No obstante, le picó la culpa. Una de las dos se equivocaba al entremeter la vida de alguien con quien no tendría la posibilidad de ser feliz y decidió cortar la conexión. Quizá a la desconocida no le importara su felicidad, pero sí a Sereda.
Trastabilló, yendo en su dirección para detenerla.
―¡No! ―gritó sin que le interesara llamar la atención de las mortales.
El ángel misterioso continuó. No sabía si la ignoró o si estaba tan enfocada en la faena que no podía salir del embrujo que ella mismo implantaba. Sereda avanzó enfadada por la falta de empatía clásica de los novatos. Tras vacilar, desistió.
Las dos se miraron en las sombras en completo silencio, entre tanto, se recuperaban de un cansancio y una excitación que solo entenderían entre sí. Tenían los corazones acelerados, los ojos descansados y el amor llenaba cada espacio vacío que pudieran poseer.
Una vez que Sereda se tranquilizó, oyó con claridad las voces de los individuos que cuchicheaban. Eso era malo. Los seres inmortales que bajaban al plano mortal debían pasar desapercibidos como si no hubieran estado allí. Como era la primera vez que le ocurría, permaneció paralizada por un momento hasta que ya se movía. Aunque no por voluntad propia, alguien le sujetaba la mano y se la llevaba lejos.
Una novedosa descarga eléctrica que no había experimentado en el pasado le recorrió la columna vertebral. No se parecía a nada que hubiera sentido antes y le dio curiosidad. En consecuencia, no podía parar de contemplarla, de mirar cómo sus dedos se entrelazaron, lo delicado de sus facciones y el movimiento de sus labios pidiéndole que se apresurara.
El ambiente que la eclipsaba se rompió en el callejón que se abrió paso entre dos casas de piedra vieja y polvorienta. Ella la soltó abruptamente, provocando que su espalda chocara contra la pared fría.
―¿Qué crees que haces? ―masculló la desconocida en un tono elevado.
―¿Tú qué crees que haces? ―replicó Sereda, igualándola.
―¡Gritaste!
―¿Y quién está gritando ahora?
Ella se rascó la nuca. Fue un gesto muy humano que revelaba que tal vez no era un completo primerizo.
―Iris me ha mandado. ¿Y a ti?
Pese a que le resultó sospechoso que lo confesara tan rápido, se dijo a sí misma que la desconfianza era para quienes tenían enemigos y ella se llevaba bastante bien con todos.
―Adriel. Deben haberse equivocado y nos asignaron mal.
―Los ángeles no se equivocan ―respondió con una expresión neutral.
―Entonces, adiós. ―Planeaba marcharse sin más, sin embargo, se encontró allí con otra corriente eléctrica causada por el agarre del ángel de otra legión―, Oh, en serio te gusta tocarme.
El comentario no le afectó a la desconocida y prosiguió con lo siguiente:
―No puedes irte.
Sereda alzó una ceja, analizando su cercanía. No había estado tan cerca de alguien nunca. Pero no se lo dejaría ver.
―¿Por qué?
―Porque... ―Hizo una pausa, molesta por admitirlo―. Porque tienes razón.
―Gracias. Si me dices que agarras así a todas las que te cruzas, me sentiré menos especial.
La desconocida bajó la mirada y la soltó como si no se hubiera dado cuenta de que la había tomado.
―Pues, siéntete ordinaria.
―Que lo tengas que aclarar me dice que no lo soy ―dijo ella con una sonrisa de satisfacción.
―Vamos a la Catedral Suprema ―pidió, esquivando su mirada.
El ángel se esfumó sin interesarle dejar tirada a la mujer alta y de pelo largo que había poseído, en cambio, Sereda se ocupó de abandonar su recipiente en un sitio seguro y se dirigió hacia el Paraíso por su cuenta.
Por más que le gustara la sensación humana de caminar, nada se comparaba con levantar vuelo. Ninguna palabra inventada por los mortales jamás podría equivaler al sentimiento que la arropaba enteramente en el instante en que batía sus alerones de plumas doradas y surcaba los cielos.
Era como ese momento intermedio entre inhalar y exhalar en el que se atiborraba de la paz y adrenalina que requería para vivir. Sus alas la sostenían, la guiaban a sitios hermosos y la hacían completaban. En sus décadas iniciales, fueron quienes la abrazaron y la hicieron destacar.
Había aprendido a volar más rápido y mucho mejor que los demás a esa edad, como si fuera un talento que no le fue cedido por su gracia, sino por su perseverancia. Significaban lo mismo que los libros para una escritora.
Atravesó el portal que solo los ángeles pasaban a cierta altura e hizo una aparición directamente en el recibidor de la Catedral Suprema, un edificio que cambiaba constantemente de apariencia al estar construido con encantos angelicales y en la actualidad se parecía en demasía al Taj Mahal. De allí emergieron charlando Darachiel, Ergediel y Geliel.
Además de ser sus hermanos, los consideraba lo que los mortales llamaban mejores amigos. Fueron creados en la misma generación, por consiguiente, estuvieron juntos cuando practicaron, fallaron y acertaron y continuaron haciéndolo durante milenios. Eran la familia que encontró y en la que decidió quedarse.
Geliel había arribado unas centurias más tarde y los había seguido igual que una niña a su hermana mayor. Se acostumbraron a ella, aunque tendía a estar algo tensa al momento de tomarse las libertades que ellos se robaban.
―¿En qué humor está? ―preguntó Sereda con nerviosismo.
―En el de un dictador al que los humanos decapitarían y colgarían su cabeza por un mes en una pica, incluso en la modernidad ―respondió Darachiel con una sonrisa irónica.
Ella eligió la forma de una mujer de piel morena, pelo negro corto y unos ojos dorados como el bronce. Muchos aseguraban que era la más preciosa y fuerte de su fila. Sereda lo podía confirmar.
―Eso es bueno. Gracias a los Santos.
―¿Qué hiciste esta vez? ¿Te quedaste para comer estos pasteles de frutilla que te dije que adorarías más que a un dios? ¿Me guardaste uno? ―intervino Ergediel, entusiasmado.
A sabiendas de que los ángeles no podían un cuerpo de carne y hueso en la Ciudad Dorada y empleaban una ilusión creada por ellos, él se esmeró a la hora de inventar la suya. Portaba un pelo verde tan largo que caía por su espalda, unos ojos almíbar y una anatomía musculosa.
―No, lo único que traje es un problema.
Sereda lucía un tanto diferente. Desde que tenía memoria su cabello era del color de su gracia, es decir, un dorado más intenso que el oro líquido, y gozaba de muchos rizos pequeños, sus ojos resplandecían cuando se emocionaba, su piel parecía estar besada por el sol y sobrepasaba a muchos con su altura.
―Oh ―suspiraron los dos en simultáneo. Esa era una mala clase "oh".
―Y es su culpa.
―¡Oh! ―repitieron en un tono más animado.
Geliel se limitaba a oír en muestra de su timidez. Una pensaría que su vergüenza se iría con el tiempo, pero ni siquiera millones de años podían cambiar quien realmente eras. Su apariencia variaba porque la cambiaba a su antojo. En ocasiones, era morena, otras, pelirroja y algunas, rubia.
―Deséenme suerte.
―¡Pierde un ala! ―murmuró Geliel.
Para cuando ingresó, la desconocida ya estaba conversando con Atliel, el mediador entre legiones, es decir, quien resolvía los inconvenientes de todos. Por eso solía estar con una actitud de mierda que no se apaciguaba. A su vez resultaba ser el más bajito en su clase, casi como un sátiro. Se decía que los ángeles eran altos, medían diez metros, pero la verdad era que los egos eran lo más grande que tenían, lo sabía en carne propia.
―Llegas tarde ―masculló Atliel con una voz muy nasal para ser alguien que no portaba una.
―Llegué hace un minuto.
―¡En un minuto se dieron guerras, diluvios universales y el apocalipsis!
―Capté la indirecta. La próxima vendré temprano.
Sereda arrastró la mirada hacia la versión real del ángel misterioso. Así debía ser cómo lucía el Paraíso.
―Ella me estaba contando acerca del asunto. Claramente, es un incidente sin precedentes y no hay mucho que yo pueda hacer. Es un error administrativo. Si lo que dice en los pergaminos celestiales, está mal, no es mi culpa. Soy solo un bendito comunicador. Pueden hacer lo que les plazca.
―Va contra las reglas. No podemos dejarlas ―planteó Sereda.
―No dije que lo hicieras. Puedes unir a tu mortal asignada o no, pero será tu culpa si te equivocas.
―¿Y qué si es la mía? ―interrumpió la extraña.
―Hagan su trabajo. Descubran quién es la indicada para quién. Ese es mi consejo final, váyanse que tengo que lidiar con las inconformidades de los humanos con su Paraíso personal. Dios, ni aquí paran de quejarse ―farfulló, abriéndoles la salida con un ademán.
Ella se marchó de mala gana. Adriel se molestaría aún más si no resolvía aquella pareja. Había oído de casos como ese en los que uno era capaz de enamorarse de varias personas, a su vez, le contaron rumores de ángeles que perdieron su instinto al desatinar en la unión de otros. Empero, no tuvo la mala suerte de tener que trabajar en uno y menos con una extraña de una legión diferente.
Estaba a punto de ir a contarle la deplorable noticia a sus amigos cuando la mencionada se puso enfrente de ella.
―Está bien ―dijo ella sin una mayor explicación.
Sereda la miró, extrañada.
―¿De acuerdo?
―Vamos a averiguar juntos cómo realizar la unión.
―Lo siento, creo que perdí la parte en la que te pedí algo.
―Es el modo más factible de resolver esto. ¿No pensabas en eso?
―Para nada.
―¿Y ahora qué tal?
―Lo estoy considerando ―confesó, pensativa. Siendo sincera, se divertía con ella en ese instante―. Iré contigo por el bien de los mortales y por algo de diversión.
―Bien, iré a reportarme. Nos vemos en el mismo mercado al mismo horario ―agenció.
―¿Cómo te llamas? ―quiso saber antes de que se esfumara.
Ni siquiera volteó al decirlo:
―Mihael.
Ella se limitó a asentir sin estar segura de lo que acababa de pasar. Se trataba de un asunto estrictamente laboral, así que no lo meditó tanto. Había colaborado con colegas en la antigüedad y supuso que ella no sería la última.
Como acordaron, se encontraron al día siguiente en el callejón ostentando los recipientes.
―Creí que no vendrías ―comentó Mihael debido a que no fue precisamente puntual.
―Para ser un ángel tienes muy poca fe.
―O tú tienes demasiada.
―Tal vez ―se encogió de hombros.
―¿Qué haremos primero? Las conexiones están ahí y debemos adivinar cuál de las dos va a perdurar.
―¿En ese caso nos dividimos para vigilarlas?
―No, ambos tenemos que asegurarnos de no errar y nos pondremos un glamour de invisibilidad para que no se preocupen.
Se escondieron bajo el encantamiento sin decir una sílaba y zarparon en busca de las mortales. Engla había desmantelado su tienda con la intención de retornar a su hogar. Por lo que se teletransportaron a la residencia de Astrid. Desde la ventana del segundo piso la observaron comer un postre con peras. Luego faltaba Anika, la compradora con la que Mihael debía enamorarla. Resultó que ella era vecina de Engla, mas ya se había ido a dormir.
―¿No te preguntas cómo será? ―preguntó Sereda en simultáneo mientras reposaban junto a los árboles del camino.
Quería una voz extraña, una opinión ajena a esos asuntos. No podía preguntarles a sus amigos que se preocupaban y ella sabía que cada uno lidiaba con un problema propio.
―¿Qué cosa? ―indagó Mihael, prestando más atención a la luciérnaga que naufragaba por ahí que a ella.
―Tener sueños.
―Eso es para mortales.
―Todo es para ellos y nosotros somos quienes se los damos ―suspiró frustrada.
―¿Planeas escribir una queja a la Oficina Paranormal? ―inquirió con ironía.
―¿Para qué quede en una pila junto con los cadáveres? No, gracias.
―¿Y qué harás? ¿Caer como Lucifer?
―No, me gusta mi trabajo y me agradan mis hermanos. Es que... ―No pudo terminar la frase.
Siempre quiso más.
―¿Qué? ―formuló Mihael en un tono más apacible y profundo.
Sereda se preguntó qué pasaba por su mente en ese momento, qué opinaría de ella y sus dichos y qué reacción tendría con lo que estaba a punto de decir.
―Todos merecen enamorarse, ¿por qué la gente como tú y yo no?
―Porque el amor tiene fecha de vencimiento.
―¿Qué significa eso?
―Los humanos viven en promedio unos ochenta años, nosotros los conectamos a sus veinte y en el mejor de los casos amaran por sesenta. Su amor no se mantiene igual, envejece con ellos y eventualmente muere. Nosotros no lo haremos. Incluso si amar estuviera entre nuestras habilidades, viviremos millones de años y no perdurará más de un siglo ―explicó con detenimiento.
―A mí no me molestaría.
―¿A sabiendas de que perderías a esa persona?
―¿Por qué debe ser una? ―argumentó, imaginando la idea―. Si sé que he amado y he sido amada todas esas veces, no me importaría tener una colección de corazones rotos.
Pero se tenía que tener cuidado con lo que uno deseaba.
―Deliras. ―Mihael rodó los ojos hacia arriba.
―¡Te juro que no! ―exclamó Sereda y se tocó la sien para verificar, sin embargo, no estaba segura de qué temperatura era la adecuada―. Dame un beso.
Ella tosió ante el pedido como si lo hubiera ahorcado y recién liberado.
―¿Por qué mandamiento haría eso?
―Es para saber si tengo fiebre o no. Bésame en la frente.
Sereda le regaló una sonrisa inocente y recibió a cambio un gruñido. Creía que la abandonaría o se burlaría, no obstante, le siguió la corriente. Mihael se apoyó de costado en el tronco y se inclinó en su dirección. Pareció meditarlo porque se detuvo a analizarla por unos segundos como si aprovechara la oportunidad de tenerla cerca, temiendo que no se volviera a repetir. Al menos eso hacía Sereda.
No importó que no estuvieran en sus cuerpos reales, sino en las pieles de otras. Sabía que sus luceros brillaban de un color distinto, sus facciones eran más rudas y finas, y que su piel era más oscura, no obstante, ella estaba allí junto con su mirada intensa similar a la de las princesas de épocas antiguas detrás de esa máscara humana. Así que se deleitó con eso un poco. No estaba dañando a nadie o algo por el estilo. Observarla así fue como comer frutillas a escondidas: extrañamente más satisfactorio de lo usual.
Mihael estiró un poco el cuello y depositó sus labios en la frente de ella. A pesar de que fue un contacto fugaz y frío, lo vivió en cámara lenta con las mejillas calientes. Sintió ese beso como la experiencia más intensa y determinante que vivió en un milenio. Le asustó la idea de que ella descubriera una nueva faceta suya cuando creía conocerse por completo.
Nadie la había tocado físicamente, ni siquiera un roce. Había sido muy precavida en ese aspecto. A su vez, no pudo evitar cuestionarse cómo los humanos podían hacer eso a diario y no explotar. Ella sin duda temía implosionar.
Mihael se apartó más rápido de lo que previó para jactarse.
―Estás tan caliente que probablemente debas arder en el Infierno por obligarme a hacer esta estupidez.
Sereda soltó una risa.
―Yo no soy una dictadura. Soy una total anarquía.
―Por lo que vimos, ¿con quién presientes que deberíamos unir a Engla? ―articuló, cambiando de tema.
―Sostengo mi idea. Astrid es la indicada.
―¿Por qué?
―Comía peras.
―¿Y? ¿Dependiendo de qué fruta seleccionen es como los unes?
―Si uno comiera frutillas, lo emparejaría conmigo sin cuestionamientos. Me refería a que ayer Engla le vendió peras y ella las ha devorado. El amor se oculta en los detalles y ahí los tienes.
―No hemos visto las interacciones de Anika.
―Es porque se nota que no le interesa.
―Tú no quieres perder.
―Camarada, yo ya gané ayer.
―No, no me voy a rendir. Si vamos a hacer que se enamoren, lo haremos bien.
―¿Qué propones?
―Nos encontraremos otra vez más temprano para evitar incidentes.
Asintió sin premeditarlo. Era un desastre si se unía a dos personas equivocadas. Los humanos decían que los polos opuestos se atraían naturalmente y la verdad que las uniones así terminaban en tragedia como emparejar el agua y el fuego. No se negaba que podían existir, empero no debían durar demasiado o reinaría el caos.
Una vez que regresó sola a la Ciudad Celestial, donde nadie paraba de trabajar, se dispuso a esperar a que sus amigos volvieran de sus misiones. Simplemente, permaneció dando vueltas por la Catedral Suprema, pensando en los dichos de Mihael. Si bien no podía dormir, se encontró soñando despierta.
De repente, escuchó un revuelo en la entrada. Había un tumulto de individuos gritando u observando en silencio lo que fuera que se hallaba detrás de la barrera que formaron. Los ángeles podían ser entrometidos y ella no sería la excepción. En consecuencia, abatió sus alas para elevarse un metro arriba de la multitud. Entonces, divisó algo que le sacudió el corazón.
Darachiel no solamente estaba lastimada, sino que ni podía mantenerse en pie, por lo que Ergediel la sostenía. Tenía una cortada que iba desde la mandíbula hasta la clavícula de la cual emergió un torrente de sangre dorada. Esa no era una herida común que se realizaba con un cuchillo humano y sanaba al instante, sino que debía hacerla alguien con el suficiente poder como para rasgar su gracia y que quedara una marca.
Sereda se apresuró a sobrevolar los metros de distancia que la separaban a ella de sus amigos ubicados en medio del Jardín Ancestral, un campo de un césped verde con poderes curativos que rodaba la morada. Aterrizó súbitamente y trastabilló hasta colocarse al lado de Darachiel, colocar el brazo del ángel sobre sus hombros y ser su otro soporte al caminar para que Ergediel no cargara con el peso.
―¿Qué ha sucedido? ―preguntó consternada a medida que se dirigían al interior del edificio.
―Tuve una pelea con un puñal. Estuvo dura la cosa, pero te habrás dado cuenta de quien ha ganado ―bromeó Darachiel previo a que un bramido de puro dolor emergiera de su garganta.
―El objeto inanimado obviamente triunfó ―contestó Ergediel para que su amiga sonriera en el sufrimiento.
―Eso duele, hermano.
―Seguramente soy yo y no el corte de ochenta metros que te hicieron.
Sereda rio más para que ellos no decayeran que por el chiste en sí.
Fusionando sus dominios, Ergediel y ella se teletransportaron al cuarto que compartían. Se parecía más a una sala de estar por poseer una mesa, sillas, y una chimenea que nunca encenderían. Sentaron a Darachiel en el asiento más grande para revisar el tajo en su anatomía. Sereda se encargó de bajarle una de las mangas de su camisa almidonada machada con el líquido brillante mientras Ergediel limpiaba la herida.
―Así se deben sentir las reinas.
―Sí, después de que las decapitaron.
―No permitas que el salvajismo de Diel se te pegue, Edda. He oído que es una enfermedad contagiosa ―murmuró Darachiel entre jadeos debido a su respiración entrecortada. Ella solía ponerle apodos a las cosas que amaba.
Ergediel le lanzó una mirada asesina a modo de respuesta.
―¿Más que la aversión a los quehaceres? Lo dudo ―contestó Sereda.
―Ya que estás tan charlatana, ¿por qué no nos dices que te pasó para que te quieran sacar las tripas igual que a un pescado? ―solicitó Ergediel, terminando con la limpieza.
En teoría no podían hacer mucho más que eso. Su cuerpo no era como el de los humanos. No sanaría gracias a la ayuda de factores externos como medicinas o curaciones artificiales, tendrían que esperar a que mejorará por sí sola.
Debido a eso, Sereda se limitó a apoyarse en la mesa y Ergediel permaneció de pie con los brazos cruzados. Darachiel suspiró teatral y empezó a hablar.
―¿Recuerdan la misión que Adriel me encomendó? Bueno, la terminé hace una semana y le mentí al decirle que tardé todo este tiempo en cumplirla y como no es la primera vez decidió darme una lección.
A Sereda se le hizo un nudo en su interior. Adriel estaba en un nivel de poder superior al de ellos al ser un serafín con antigüedad. En ese plano no existía la democracia y no se podían quejar porque simplemente ellos no lo equiparaban.
Los serafines no se creaban o nacían. Como para los humanos, cuando alguien subía de puesto, aumentaban las responsabilidades, para los ángeles se elevaban sus habilidades.
―¿Por qué no nos lo contaste? ―curioseó Ergediel.
―Porque quería protegerlos.
―¿De qué? ―sonsacó Sereda.
―Conocí a alguien ―confesó Darachiel sin levantar la vista.
―Oh, cielos, esto no va a terminar bien. ―Ergediel se tiró rendido en la silla más cercana.
―¿A quién? ―quiso saber ella.
―A un mortal.
―Esto va de mala en peor.
―Cálmate, Diel.
―No estoy alterado, estoy preocupado. Saben lo que significa esto y no saldrá bien. Lucifer es una prueba de ello.
Era irónico porque existían rumores que decían que Lucifer le había ofrecido un tratado de paz a la Ciudad Dorada para apaciguar la guerra milenaria entre ángeles y demonios. El acuerdo era uno muy parecido al de los humanos y sus alianzas. Se basaba en un matrimonio por conveniencia. Él se casaría con un ángel dispuesto a aceptar el pacto. Obviamente, los serafines rechazaron la idea y el asunto quedó en el pasado.
―¿Me estás comparando con el Diablo?
―No, lo que quiero decir es que no quiero verte caer. No quiero perderte.
―No voy a caer.
―¿Y cómo planeas manejar esto? No está permitido socializar con mortales, menos enamorarse.
―Apenas lo conozco. Me gusta un poco.
―Sí, eso dicen en todas las tragedias griegas antes del genocidio dramático. Dices que recién lo conociste y mira cómo estás.
―Es un rasguño.
―¡No lo es! ―gritó Ergediel y dirigió su mirada a Sereda―. ¿No vas a decir nada?
Ella se detuvo a reflexionar.
―¿Eres feliz?
―¿Qué? Claro que lo soy, los tengo a ustedes.
―No me refiero a nosotros. Puedes vernos. ¿Eres feliz aquí con las costumbres y obligaciones de la Ciudad Dorada? Porque para fijarte en un mortal tiene que haber un trasfondo que te haya llevado a eso. Pregúntatelo antes de hacer cualquier cosa al respecto, porque si caes, no será por un siglo, será por siempre. Así que no solo tendrá que ser por ese amor, tendrá que ser por ti.
Ambos la contemplaron como si no creyeran que la acababan de escuchar pronunciar esas palabras.
―¿Has estado yendo a ver esas obras musicales llamadas ópera donde parece que los cantantes gritan en vez de cantar? Porque nunca te he oído decir algo con tanta seriedad ―expresó Darachiel con curiosidad.
―No, estuve hablando con alguien.
―No, no me digas que tú también ―masculló Ergediel como si lo hubiera traicionado de la manera más vil que existía: comiendo un postre en secreto―. ¡Voy a morir solo! ¡No, ni siquiera eso! ¡Viviré por la eternidad como un soltero desdichado que no tiene ni amigos!
―Vuelve a tu centro, no me enamoraré ―prometió Sereda.
―De esto se trata la amistad.
―O la soltería.
―Bueno, hagamos un pacto. Si uno de los tres alguna vez perdiera los sesos y se enamorara, los otros dos le pondrán de vuelta el cerebro en su lugar.
―Si es que no lo hicieron también.
―El pesimismo no te sienta bien, Edda.
―Estás herida. Tengo derecho a ser pesimista.
Permanecieron el resto de la velada, charlando, riendo y evitando decir las cosas serias que los tres sabían qué estaban pensando. Exclusivamente, cuando Darachiel dijo que quería apagar su conciencia para descansar, Sereda y Ergediel continuaron con sus tareas.
A diferencia del día anterior, ella fue la que asistió primero a su reunión con Mihael. Como era de mediodía al mercado lo gobernaba un remolino de visitantes dispuestos a gastar su dinero, ladrones camuflados en el gentío y mercaderes. Los había observado como un ave que migraba, reparaba en las ciudades que visitaba desde lo alto, mas ahora se cuestionaba cómo sería una rutina en un pueblo.
―¿Qué piensas? ―La voz de Mihael en su oído la tomó por sorpresa.
Se necesitaba mucha habilidad para sorprenderla así, por lo que le agradó un poco.
―En la muerte y el color de los cardenales.
―Eres una demente.
―Prefiero el término "excéntrica".
―Bueno, excéntrica, ¿estás lista para monitorear a Anika?
―A este paso seremos lo que ellos llaman "acosadores".
―¿Y qué hay de los ángeles de la guarda?
―Definitivamente, nos superan ―coincidió ella―. He estado observando tanto a Engla como a Anika y no tuvieron ningún tipo de interacción. Tienen más interés por un mosquito que por la otra. Por eso reafirmo que Astrid es la indicada.
―Puedes decir lo quieras, pero debo confirmarlo.
―Pasarán horas hasta que lo hagas. Me aburriré a los quince minutos.
―Se nota que disfrutas de mi compañía ―comentó con un atípico sarcasmo.
―Me aburriría, aunque estuviera con Eva en persona. No es personal.
―Busquemos entretenimiento.
De pronto, Mihael desapareció del callejón donde se escondían para hacer una aparición frente a un puesto que ofrecía frutas frescas. Regresó en menos de un minuto. Como estaban en sus cuerpos reales, nadie las veía.
―¿Ahora quién es la loca?
Mihael se encogió de hombros.
―Las dos. Creí que te gustaban.
Aquella frase la descolocó.
―¿Cómo sabes eso?
―No sé si te acuerdas de que tenemos la capacidad de escuchar cada cosa que sucede en el mundo. Te lo recuerdo por las dudas. Te oí decirlo mientras yo estaba con Atliel.
Por alguna razón eso hizo que se le acelerara el corazón. A pesar de que técnicamente no era suyo, sintió que esas palpitaciones les pertenecían a ambos.
―De todos modos, no puedes robarles sus productos. Por más deliciosos que sean.
―No los robé. Puse el dinero donde ella lo guarda que claramente no está a la vista de todos.
―Aún es sospechoso ―afirmó, agarrando una frutilla para comerla.
―No parece incomodarte.
―Que las coma no implica que no esté reflexionando al respecto.
―Al menos comparte la culpa.
Y así se eliminaron las frutas en simultáneo que vagaban por el predio como unos mortales corrientes. Si bien no necesitaban alimentarse para sobrevivir, lo hacían por el placer de probar los sabores.
Una hora más tarde de dar vueltas y de relatar anécdotas tontas dijeron basta. Sereda pensó que la historia de Mihael era la misma de todos, la vida típica de un ángel, pero ella la hacía sonar épica.
―Tienes razón ―aseveró al final del recorrido en el instante en que se quedaron sin comida―. Lo sé desde ayer.
Sereda frunció el entrecejo, confundida y muy enojada.
―¿Y por qué hemos estado perdiendo el tiempo?
―Yo diría que lo estaba ganando.
―¿Por qué? ―inquirió casi gritándole.
―Me hiciste preguntarme cómo sería ―confesó, deteniendo su andar.
―¿Qué cosa?
Acto seguido, Mihael reaccionó de una manera que no previó. En un movimiento veloz la llevó al callejón y acunó el rostro de Sereda con las manos.
―Esto.
Luego la besó y ella sintió que no pudo cumplir una de sus promesas. A eso le llamaba amor al primer beso.
Los labios de Mihael se movían suaves sobre los suyos como si los estuviera degustando. Si bien Sereda, no entendía muy bien el manual de instrucción porque no había hecho nada parecido nunca, sintió la necesidad de seguirle el ritmo y fueron subiendo la intensidad en cuanto la confianza y el deseo aumentaban.
La rubia colocó las palmas en la delgada cintura del ángel y la apretó contra sí misma. Percibió sus pechos pegados a los suyos y cómo su pelvis se meneaba contra la suya de una manera deliciosamente provocativa, causando que un calor se formara en su vientre y un punto empezara a palpitar ante la fricción. La sensación fue nueva, milagrosa y un poco culposa. A su vez, Mihael pasó de acariciarle la cara con las yemas de los dedos a posar las manos en el cuello de ella y presionar las terminaciones nerviosas de allí como si le diera un masaje.
―¿Qué es esto? ―le preguntó Sereda, parando un momento para respirar.
―Un beso ―contestó Mihael con los labios hinchados y húmedos.
―¿Cómo es que me besas de esta forma?
―Honestamente, no sé lo que estoy haciendo. Jamás lo hice con nadie.
―Yo tampoco ―confesó Sereda, sonriendo con complicidad y nervios―. ¿Por qué empezar conmigo?
―Porque creí que moriría si no lo hacía.
―Pero somos inmortales.
―No me siento así cuando estás cerca.
El primer instinto de Sereda fue sonreír ante la confesión, sin embargo, la inquietud no tardó en visitarla.
―Se supone que los ángeles no hacen esto.
―Lo sé ―concordó Mihael previo a reír en voz baja―. ¿Continuamos?
No lo vaciló ni por un minuto.
―Sí.
En esa ocasión, ella eliminó los tres centímetros que las separaban para unir sus bocas. La sutileza se había ido con la preocupación, en consecuencia, el beso resultó más vehemente. Luego de retroceder tres pasos, Sereda terminó chocando con la pared del callejón y dejó que sus manos recorrieran la anatomía del ángel, descubriendo sus misterios, no obstante, su corazón se aceleró en cuanto Mihael metió una de sus piernas entre las suyas.
―Tus labios tienen gusto a cerezas ―aseveró Mihael, regalando palabras y besos―. Eres del sabor del color escarlata.
Y ahí no culminó todo. Poco a poco fue subiendo la rodilla por sus muslos hasta presionar la vulva de la rubia. Sereda se sorprendió de sí misma en el instante en que un gemido brotó de su garganta y de lo bien que se sentía aquella presión.
―¿Te he lastimado? ―consultó Mihael con una preocupación auténtica.
―No, para nada.
―¿Me dejarías probar algo?
―Tú sigue.
―Mira que tengo la teoría y no la práctica.
―Aprenderemos juntas.
Mihael curvó los labios hacia arriba, se separó de la boca de ella, la agarró de las caderas para levantarla un poco y puso los muslos de Sereda sobre sus hombros con su fuerza sobrenatural. A pesar de que la rubia solo le veía la nuca por las faldas del vestido, advirtió como esta enterraba la cara en su entrepierna. Una extraña anticipación hizo que temblara. En realidad, le agradó el mero hecho de que estuviera ahí, sin embargo, le gustó más lo que hizo a continuación.
Gracias a que Sereda no utilizaba la ropa interior típica de la época, ya que le parecía incómoda, el ángel tenía acceso directo a su intimidad húmeda y lo aprovechó sin pudor. Cerró los ojos al percibir que ella le separaba los labios con la lengua, la deslizaba en círculos sobre su clítoris, le daba lengüetazos deliciosos y succionaba con ímpetu. Lo único que sabía era que era placentero como nada que había experimentado antes.
―¿Así es cómo se siente? ―farfulló Sereda con los labios entreabiertos.
―¿Qué? ―consultó Mihael, agitada, parando para respirar.
―El paraíso.
Escuchó cómo ella se pasaba la lengua por la boca, provocando un sonido húmedo.
―Sí, ahora lo estoy probando.
En la vida había entendido el motivo por el cual la gente gemía durante el sexo, mas en ese momento lo comprendía al cien por ciento. Los sonidos emergían de ella a medida que Mihael aumentaba sus movimientos y sus nervios sufrían de corrientes eléctricas que le generaban un goce tremendo. Finalmente, soltó gritos entrecortados cuando la asaltó el epítome del placer llamado orgasmo.
En simultáneo que cobraba sus sentidos otra vez, Mihael se dispuso a bajarle las piernas y enderezarse. La contempló con timidez y una actitud solaz, por lo que Sereda la tomó por los hombros para regalarle un breve beso e intercambiar posiciones. Ahora ella estaba contra la pared y la rubia se apoyaba en ella.
―¿Aprobé el examen? ―inquirió, refiriéndose a que si había hecho bien o no el sexo oral por primera vez.
―Para mí te graduaste con honores ―felicitó Sereda, aún disfrutando de los rastros del clímax―. ¿Puedo intentar algo?
―Con gusto.
Dicho eso, depositó una palma en el muro y con la otra viajó a través de las curvas de Mihael. Todavía mantenía su rostro cerca del suyo con la intención de observar y vislumbrar su reacción.
En un comienzo rozó la piel expuesta de su clavícula, descendió por el escote del vestido y se detuvo un rato en sus senos. Lucían un poco más pequeños que los suyos, pero no por eso eran menos hermosos y apetecibles. Agarró uno por sobre la tela, lo apretó fuerte para prenderla, causando que ella jadeara, y después fue más suave. Trazó un camino sobre ambos, pellizcándole los pezones de manera intermitente y presionándolos para más disfrute. La lujuria se marcaba en los ojos de Mihael y no podía evitar entreabrir la boca debido a los toques, por lo que Sereda la besó antes de proseguir.
Descubrió que no solo adoraba besar, sino que amaba los besos de aquel ángel. Por consiguiente, se aventuró a introducir la lengua en su boca y le devolvió el gesto sin demoras. En definitiva, Mihael era una experta con la misma. Entre tanto, Sereda fue bajando la mano por el estómago de ella hasta alcanzar su entrepierna. Levantó el vestido lo necesario para tocar sus muslos, los acarició con lentitud y luego llegó a destino.
―¿Te gusta esto? ―le preguntó ella, ansiosa―. ¿Debería seguir?
―Sí, quiero saber cómo se siente ―gimoteó Mihael, suplicante.
Siendo sincera, ella se había masturbado por mera curiosidad. Había querido averiguar qué pasaría y le gustaba hacerlo a veces. Empero, dedujo que no era igual que complacer a otra. De todos modos, le encantó admirar a Mihael al tocarla. Arrastró los dedos por su vulva mojada para tentarla y más tarde insertó dos en su interior, robándole maravilloso un gemido. Disminuyó la celeridad, la aumentó, fue más adentro y no paró de besarla ni los movimientos de estos.
―No se parece a nada de lo que sentí antes ―gimió Mihael con la voz entrecortada a causa de los besos y los gemidos―. Es maravillosamente mejor.
Supo que estaba rozando el clímax debido a que Mihael se aferró a los brazos de Sereda y le mordió el labio inferior, así que la tocó con más potencia al punto de que se le acalambraban las extremidades y ella soltó un grito lineal y alto contra su boca.
Una vez que la situación se aclaró y la satisfacción se difuminó, la verdad de lo que hicieron las golpeó. Los ángeles no poseían vidas privadas, menos relaciones. Se limitaban a trabajar y eso no había tenido nada que ver con su labor sino con sus anhelos personales.
―¿Qué vamos a hacer? ―cuestionó Mihael con las mejillas rojas.
La rubia tragó grueso, sopesando la duda.
―¿Qué preferirías hacer?
―Repetir lo que hicimos ―rio dulcemente.
―Yo también ―expresó Sereda, emocionada―. Me gustas.
―A mí me encantas.
Su alma brilló de regocijo.
―Pues, no nos detengamos. Mientras no interfiera con las misiones, no habrá problemas.
―Eventualmente se darán cuenta.
―¿Cómo? Vendremos aquí donde no nos vigilan.
―Cielos, eres tan hermosamente ingeniosa ―musitó, pensando en voz alta.
―Y tú tan apasionadamente excepcional ―repuso Sereda.
―Tu cabello es precioso ―dijo ella, peinándole los rizos rojos.
―Tus tetas son divinas.
Mihael sonrió, incrédula, aunque le alegró el comentario.
―Está bien. Veámonos cuando nadie más lo hace.
―Somos ángeles del amor. Si alguien se va a enamorar, deberíamos ser nosotras ―argumentó Sereda con el corazón lleno de una emoción inédita.
―¿Quieres amarme en el futuro?
―¿Tú lo deseas?
―Si voy a caer en el amor por una persona, tú serías mi mejor opción ―manifestó Mihael, sincera.
Siempre creyó que era mala para guardar secretos, pero por Mihael empezó a mejorar.
Pasaron meses, decenas de misiones y muchas escapadas y no podía dejar de sentirse la reina de las nubes. Todo iba de maravilla. Sus amigos estaban bien, su trabajo progresaba y su relación secreta hacía que entendiera a los humanos enamorados. Sereda reflexionaba sobre eso durante el congreso en el que se reunían los ángeles de las diversas legiones en la Catedral Suprema.
―Y para concluir diré que las ascensiones de jerarquía se anunciarán en el próximo congreso ―proclamó Adriel, quien decía las noticias trascendentales ese día.
A diferencia de los demás, él no tendía a ocultar sus alas, sino que las enseñaba con cada paso que daba. Al igual que su pelo y sus ojos, destellaban de un negro lustroso que contrastaba con su piel pálida. En sus primeros años ella lo había admirado por su destreza. Ahora solo podía pensar en ganar el ascenso y quitarle el poderío de antaño que utilizaba para castigar a inocentes y lastimar a sus hermanos.
Al final todos se levantaron de sus asientos de la congregación para despedir al orador. Adriel le lanzó dagas con la mirada en cuanto la mayoría de sus distintos hermanos la felicitaba con susurros. Sereda había ganado el mérito por su trabajo angelical, una reputación importante y buenos colegas. La adoraban y la pusieron en un altar. Lo que molestaba a Adriel porque cuanto más popular ella se volvía, más perdía él.
Mientras la mayoría se dispersaba, tanto Darachiel como Ergediel se lanzaron a abrazarla con aires festivos.
―¿Sabes lo que significa? ―preguntó Darachiel retóricamente―. ¡Tú serás nueva jefa!
―Espero que no sea una demente ―suspiró Ergediel e hizo un guiño en una muestra de su peculiar sentido del humor.
―Lamento decepcionarte ―contestó Sereda con una sonrisa triunfante.
Mihael apareció tras enfrentar la multitud de individuos que iban y venían.
―Vine a darte mis felicitaciones adelantadas.
―Te doy las gracias anticipadas.
Ergediel puso los ojos en blanco como si estuviera poseído por un demonio.
―Consigan un paraíso personal y bésense.
―Ya deja de molestarlas o sospecharán ―se adelantó a pedir Darachiel.
Sereda le podía mentir a cualquiera con esfuerzo, mas no a ellos. Formaban parte de su alma y hacerlo sería peor que perderla. Por lo que sabían y callaban el hecho de que ellas se veían a pesar de la constante amenaza de caer. Además de que también ocultaban que Darachiel salía a escondidas con el hombre en el plano mortal. Ergediel simplemente se vivía quejando de ser un cómplice y no un criminal porque la soltería lo había elegido a él, no al revés.
―No me interesa si sospechan si no tienen pruebas ―confesó Sereda, imponiendo la distancia necesaria.
―Dijeron todos los delincuentes de la historia.
―No eres inocente, Diel.
―No sé de qué hablas, soy la pureza en un ángel.
―¿Y las pinturas explícitas que escondes en la ciudad?
―Las conservo por una cuestión de cultura general ―se justificó Ergediel.
―Ningún policía se crecería eso ―repuso Darachiel.
―Uno lento, quizá ―formuló Sereda―. ¿Han notado la manera en que me mira Adriel?
―¿Como un arquero a su blanco?
―O como una diana ve a un arquero.
Mihael miró a los amigos con rareza. Sereda sabía ella que no comprendía del todo su jerga, mas se encontraba a sí misma riendo al unísono.
―No, como si estuviera dispuesto a estar largas noches en vigilia con tal de atraparme cometiendo un error.
―Quizás ya están discutiendo quién tendrá el puesto y sabe que serás tú ―alentó Mihael―. Se le llama envidia.
―No lo creo, he visto a Leviatán en un par de ocasiones. Eso no es.
―Oí que lo degradarán ―cuchicheó Ergediel con malicia.
―¿Qué? ―inquirió Sereda, asombrada ante la novedad.
―Son rumores. Nadie me lo dijo directamente ―aclaró antes de continuar―. Debido a las quejas sobre su violencia y que no ha conseguido tantas uniones por su cuenta, se debaten si quitarle sus poderes para que deje de ser un serafín y vuelva a ser uno de nosotros. Está furioso.
―Eso es horrible ―masculló Darachiel, tocando la cicatriz que le quedó después del castigo que le impartió Adriel―. Se lo merece.
―Nadie desacuerda en eso.
―Bueno, iré a trabajar. Tengo que unir a los hijos de dos familias que se odian. Adoro esas historias ―suspiró Ergediel, siendo un vil amante del drama ajeno.
―No hay nada como el odio para avivar el amor ―concordó Mihael.
―O el amor para aumentar el odio ―replicó Sereda con una sonrisa de dolor.
De por sí era triste cuando una de sus parejas se separaba, no obstante, que terminaran detestándose dolía horrores.
―¿Estás segura de que vas a quedarte con estas dos a solas? ―le preguntó Ergediel a Darachiel, alzando una ceja.
―Eso no ocurrirá. Iré a pedirle una misión a Atliel. Así también podré visitarlo ―respondió ella, refiriéndose a su humano―. No cometan ningún pecado.
―Oye, no juraré en vano ―se despidió Sereda en un tono bajo de voz en confidencia y ellos se fueron―. ¿Qué no haremos hoy?
Mihael curvó sus labios en una sonrisa torcida impropia de los habitantes del cielo y procedió a sujetarle el brazo.
―Hoy no iremos a la Ciudad Viviente y no daremos un paseo para asistir a las festividades humanas.
―Eso suena aburridísimo.
―Perfecto, yo opino lo mismo.
Por supuesto, realizaron todo lo que dijeron que no harían.
Si necesitaban una excusa, prometerían que estaban controlando que sus uniones se mantuvieran en pie, sin embargo, no las requirieron.
Aprovecharon las dos horas que tenían para vislumbrar las decoraciones de Navidad, los campos nevados y las familias uniéndose para celebrar sus tradiciones. Para Sereda fue fantástico porque le encantaba el contraste del rojo y verde con el blanco, además de la compañía. Nadie podía percibir su presencia, ya que no portaban un recipiente, aun así, parecían una pareja más del montón.
Mihael se había convertido en lo que siempre soñó y más. Ella era protectora, amable y un poco impaciente. Le enseñó cómo era amar por primera vez junto con miles de cosas que no imaginó aprender a su edad. Estaba a salvo a su lado.
Sus mejillas se tornaron rosadas en cuanto ella entrelazó sus dedos con los suyos.
―Esto es divino.
―¿El paseo o yo? ―interrogó Sereda ante su comentario.
―Tú y lo que siento por ti están más allá de eso, escarlata ―argumentó ella, contemplándola con un huracán en sus ojos.
La verdad era que los ángeles no amaban como los humanos. Se decía que no había intermedio para ellos. Era todo o nada y ese todo implicaba algo más poderoso que el balance del universo o las estrellas que gobernaban los planetas. Era un milagro en su máxima expresión, puro, sin pretensiones y muy intenso para que un mortal lo experimentase. Nadie ni nada sería más importante que el otro, por eso era muy raro que se enamoraran.
―No sé si eso está bien o no.
―El bien y el mal son las dos caras de una misma moneda. No importará cuántas veces la arrojemos al aire y la agarremos de vuelta, tendremos ambas partes. Así que no te preocupes por las diferencias.
Detuvieron su andar en medio de la calle perlada en el que las casas generaban un sentimiento hogareño.
―Estoy en una cita con una filósofa, ¿qué debería cuestionarme?
―La teoría del beso ―dijo ella con la seriedad de un profesor experto en la materia.
―¿Y en qué se basa, señorita?
Mihael depositó sus palmas en el rostro de Sereda para acercarse al punto de que sus labios se rozaban al hablar.
―En sí debería besarte ahora o en el siguiente segundo.
―Lo he resuelto enseguida. La respuesta correcta es ahora ―contestó, siguiéndole el juego.
Sereda se sumergió en la atmósfera que la absorbía cuando la besaba con la fuerza y pasión de un fenómeno natural. Tembló de placer y felicidad, arrastrando las manos por la cintura del ángel. Mihael enterró los dedos en el pelo rojo sangre de ella con la intención de tirar un poco del mismo. En ocasiones quería quedarse en los momentos, así igual que un paisaje guardado en una de esas bolas de cristal navideñas.
―He estado pensando ―confesó ella con la respiración un poco agitada por el beso.
―No sé si me alegra o decepciona que una de los dos pueda hacer eso en esta situación ―rio Mihael previo a prestarle su total atención.
―Si es que yo me convierto en serafín, voy a darle las libertades que se merecen a los soldados a mi comando. Sé que no puedo intervenir con lo que hagan las demás legiones, pero en los que estén en la mía tendrán espacio en sus vidas para el amor.
Su reacción no fue una sonrisa de aliento, sino que se hundió en la seriedad.
―¿Qué estás diciendo?
―¿No opinas que ya es hora? No hay palabra santa dicha por el jefe que nos diga que nos prohíba poseer una vida más allá del trabajo. Es algo que se declaró milenios atrás y se da por hecho.
―Parece el inicio de una rebelión.
Sereda se distanció, reflexionando acerca de sus dichos.
―No pretendo destruir la Ciudad Dorada. Es mi hogar y lo adoro. Lo que deseo es que no se transforme en una prisión. Incluso el cielo es imperfecto.
―No comprendo por qué lo quieres cambiar. Estamos bien.
―Tal vez tú lo estás. Creí que buscábamos lo mismo.
Mihael apretó la mandíbula.
―Al parecer no.
―Yo quiero ir a fiestas para celebrar a los que amo.
―Ese es un acto banal.
―Un empleo en el que no se me amenace.
―Dudo que eso exista.
―Una familia.
―No eres humana. No puedes.
―A veces quisiera serlo.
―Esa es la diferencia entre tú y yo. Prefieres fantasear con algo que no tendrás y yo elijo enfrentar la realidad ―soltó ella entre dientes.
―¿Y cuál es? ―consultó, decepcionada.
―Que no importa cuántos millones de años vivamos, nunca tendremos un futuro así juntas.
Aquella frase y la mirada de Mihael impactaron en cada fibra de su ser.
―¿Y por qué te acercaste por primera vez?
―Te amo ―aseguró sin responder a la pregunta.
―No es lo que parece.
―Que lo haga no implica que voy a estar de acuerdo con cada decisión que tomes.
―Lo sé, solo que esta es una de las pocas veces en las que tenías que hacerlo.
―Te lo advierto porque si haces esto, sé que terminarás lastimada. No soportaría que algo te sucediera.
―¿Cómo?
―Hay un historial que lo prueba. El Paraíso es una monarquía absoluta, la democracia no cabe allí. No te apoyarán.
―Darachiel y Ergediel, sí.
―Los harán caer.
―No, si no se enteran hasta después de mi promoción. Los que pertenezcan a mi legión se enteraran en su momento. No será insubordinación.
―Es muy arriesgado.
―No me delatarás, ¿cierto?
―Ni aunque me cueste la vida ―prometió Mihael luego de vacilar por unos segundos.
Volvieron a envolverse en un abrazo. El paisaje del atardecer se había tornado de un tono carmín.
Las semanas transcurrieron con normalidad hasta la noche anterior del congreso. Sereda estaba nerviosa. No apagó su conciencia para tranquilizarse. Debía pensar con claridad.
Por eso aguardaba en el callejón donde conoció a Mihael a sus amigos para hablar mejor de lo que habían discutido miles de veces. Como ella predijo, apoyaron su idea. Darachiel anhelaba poder bajar a visitar a su humano sin una constante amenaza y Ergediel quería disfrutar de la comunidad mortal, ya que una parte de sí amaba sus artes inventivas. No había dudado de ellos y no la defraudaron.
Caminaba de un lado para el otro en el instante en que llegaron, no obstante, una tercera figura la alertó. Se trataba de Atliel.
―¿Qué diablos hace él aquí?
Darachiel abrió la boca y la cerró en menos de un segundo.
―Escogiendo un bando en el que puedo asistir a orgías como cualquier ángel de la fertilidad que se aprecia en vez de que me exploten en un trabajo que no me corresponde ―respondió él en su usual tono que lo hacía parecer enojado.
El ángel alzó una ceja, sospechando de sus intenciones. A pesar de que él podía ser intimidante o desagradable, no era una mente maestra a la que temer, simplemente estaba harto de realizar una labor sin recibir nada a cambio.
―No te voy a negar que tiene sentido. Yo pregunté cómo es que te enteraste.
―Es una historia cómicamente cómica. Al parecer tiene una existencia tan aburrida que se dedica a espiar el portal de vez en cuando y bueno ―empezó a decir Ergediel con ánimos. Se distrajo con algo que ocurría detrás de la rubia.
Sereda sonrió de oreja a oreja por instinto al toparse con la imagen de Mihael. Una oleada de beatitud la invadió, aliviando la ligera preocupación que tuvo desde su pelea.
La alegría se diluyó y el futuro que ideó se murió al reparar en la aparición de Adriel e Iris en el panorama nocturno.
Antes de que siquiera pudiera separar los labios por la sorpresa, Atliel habló previo a desaparecer del escenario:
―Yo quería salir tranquilo una noche.
Retrocedió un paso con el sabor de la traición, llenando su boca y envenenado su ser entero. Bastó la mirada adolorida de Mihael a la distancia para comprender que se los había contado.
Un escalofrío de horror que no se iba la atormentaba. El corazón que creía haber armado se fue rompiendo en su pecho con cada respiración.
En menos de un segundo y sin vacilar, volteó para analizar a sus amigos. Ellos también entendieron la situación. Habían oído historias desde sus primeros años de las caídas de gracia y ahora las vivirían.
Era la culpa de Sereda. Ella había traído a Mihael a sus rutinas, se había enamorado de ella y le confió su secreto. Una tristeza mezclada con ira pura se arremolinaba en el interior de su alma. No debió hacer eso ni creer que merecía amor.
Fueron jugadores destinados a perder. Por lo que asumió la responsabilidad.
Ya había oído de cómo atrapaban a los que infringían los mandamientos de la Ciudad Celestial. Tendría que ser una distracción para retrasar a los captores, así sus seres queridos conseguían un recipiente y evitaban caer de un modo horroroso.
Entonces, unió las palmas de un golpe y las separó a medida que creaba un glamour y una barrera de protección con toda la fuerza que acumuló durante sus milenios. Sabía que no duraría mucho porque era un ángel contra dos serafines y una traidora, empero iba a hacer todo lo que tenía a su alcance.
―¡Huyan! ―le pidió a Ergediel y Darachiel con un nudo en el estómago―. ¡Ahora!
Ambos se tomaron de la mano y se esfumaron como el viento.
―Sereda de la legión de Adriel estás condenada a caer por intentar burlarte de las leyes omnipotentes ―gritó Iris, la líder de Mihael, en la lejanía. Su voz hizo eco a la vez ella se introducía en el callejón abandonado que una vez fue su lugar especial.
Aún mantenía el escudo de protección en simultáneo que corría a gran velocidad. Haría que la persiguieran hasta los confines del mundo con tal de impedir que buscaran a los otros.
Giró para cerciorarse de que los tres iban detrás de sí, en efecto, lo hacían. Aumentó la velocidad a medida que las lágrimas recorrían sus mejillas y un calor abrasador la quemaba por dentro.
Justo antes de que volviera a mirar al frente, vio como sus amigos realizaban una aparición a un metro de sus perseguidores. Los idiotas pensaron el mismo plan que ella e intentaría salvarla.
Su respiración furiosa provocó un vaho. Maldijo y secó la humedad de sus luceros para ver con claridad sus objetivos.
Mientras Ergediel se lanzaba contra Iris conjurando encantos que funcionaban como cortes que no solo rompían carne y hueso, sino que también alma, Darachiel fue a por Adriel cambiando su apariencia para portar garras largas y oscuras con tal de devolverle el castigo que le impuso tiempo atrás.
Mihael era de Sereda.
Las cosas que hacía por amor no se comparaban con las que haría por las personas que odiaba.
Derribó su propio muro con la atención puesta en ella. Dividió su energía en dos y comenzó a atacar como nunca enfrentó a nadie. Por un lado, le arrojaba torrentes de hielo celestial proveniente de sus venas para herir la superficie de su ser y por el otro enviaba corrientes de ese amor convertido en terror y dolor puro para que su interior también sufriera. En ese momento todas las sirenas sonaban dentro de Sereda.
Con cada movimiento de ataque que ella obviaba con una barrera de protección, la mente de la rubia reproducía lo que vivieron y sus oídos se tornaron sordos al recordar sus palabras.
La mitad de su ira escondía los sentimientos que no morían instantáneamente, sino que perecían como una flor que se marchitaba con lentitud.
―Te di mi confianza. Te amé sin segundas intenciones. Te perdoné cada maldita vez ―expuso entre jadeos furibundos―. ¿Y qué hiciste? Esto, lo peor que podías hacerme.
―Sereda ―se atrevió a susurrar Mihael. Su escudo iba cediendo, se rajaba como la tierra bajo sus pies, a medida que retrocedía con los avances del ángel.
Nunca odió tanto escuchar su propio nombre.
A ella le temblaba el cuerpo por la sobrecarga y el uso extremo de su poderío. Mas no pararía. La cosa acerca de guardar rencor era que cuando explotaba, no solo destruía a todos a su alrededor, sino que también volaba en pedazos al portador. El caos reinaba y no quedaba nada más para quitarle el trono.
―Detente ―suplicó Mihael con la misma voz con la que seguramente informó de su traición y el tono con el que le había dicho "te amo".
―Tal vez tú no puedas continuar por siempre, pero yo puedo seguir hasta que me muera.
Fusionó sus poderes en un único canal que emitía hielo celestial capaz de congelar el Infierno y el dolor que todo un planeta podía acumular para enviarlo directo hacia el ángel que amó. Las lágrimas que rodaban por sus mejillas rosas ahora eran de sangre angelical. Se trataba de una energía terrible y poderosa que ningún vivo debería emplear y que había estado durmiendo, esperando a que se desbordara.
Quién creía que los demonios eran malos, jamás había conocido a un ángel.
Incrementó la potencia al punto de que los disparos causaron que Mihael, sudada y exhausta, tropezara y cayera al suelo.
Vaciló por un momento al verla vulnerable porque una parte de sí todavía la amaba.
Luego, la rubia logró esbozar una sonrisa más oscura que la de los demonios más perversos. Por un instante, tan solo uno, pudo dirigir toda su angustia y violencia a ella.
De pronto, un ardor ascendió por su columna vertebral en una línea ondulante, trayéndola de vuelta a la realidad donde no estaba sola.
Había apagado sus oídos y la mayoría de sus sentidos con tal de aniquilar a Mihael que no se percató de lo que sucedía a su alrededor.
En una esquina se hallaban sus amigos arrodillados y petrificados, sin magulladuras físicas, entre tanto, Iris los vigilaba. Los había sometido con un encanto.
Adriel era quien había decidido atacar por la espalda.
Con una extensión de su magia con la forma de un látigo hecho de un fuego helado, el serafín tiró de ella. El lazo estaba enredado de tal manera que le ataba los brazos y las alas y le impedía moverse con propiedad.
Sereda soltó un alarido de dolor. Podía oler el aroma a quemado que emanaba su piel y las plumas. Dolía. En un minuto traspasaría la carne viva y alcanzaría los huesos. Inevitablemente se retorció. Con la mandíbula apretada, se concentró en la fiereza de sus alas para abrirlas y romper su aprisionamiento.
Apretó los dientes en simultáneo mientras Adriel jalaba impetuosamente. El látigo se fue desgastando al punto de tornarse en un hilo y allí ella extendió ambos alerones.
Mas justo cuando iba a sobreponerse, él hizo algo que no predijo y que no podría igualar a menos de que también fuera un serafín.
―Quita y callada ―ordenó Adriel, utilizando la compulsión.
Se basaba en un encanto en el que solo un individuo en un rango más alto podría controlar a un ángel en una jerarquía menor. Por ejemplo, él podía hacer que ella lo obedeciera a su vez que un serafín lo manejaría si quisiera.
En consecuencia y contra su voluntad, permaneció quieta y callada.
Apretó los labios, incapaz de separarlos para hablar y de realizar una acción más potente. Estaba indefensa. Lo único que hacía era contemplar a Ergediel y Darachiel en igualdad de condiciones.
―Ya los aprendiste. Cumplí con mi obligación ―oyó decir a Iris, la líder de la traidora. Sereda ni siquiera podía ladear la cabeza para analizarla―. Mihael, conoces las creencias de mi legión y que no permito faltas. Te saco de mis filas. Has hecho bien al colaborar. Ahora tengo ir a atrapar al estúpido de Atliel.
Y así Iris se marchó volando otra vez a la Ciudad Dorada.
Su casa.
La ciudad que ella tendría que odiar porque adivinó lo que se avecinaba.
Había un horror indescriptible en predecir el futuro y no conseguir hacer nada para cambiarlo.
Simplemente, los harían caer como a Lucifer en su tiempo y no les darían una ciudad o un segundo hogar.
―Antes de que Mihael nos informará acerca de la aberración que planeaban ocultar, fui a visitar la Oficina para que se eligiera su sentencia ―empezó a hablar Adriel en un tono burlón que hacía que Sereda quisiera arrancarle la piel de la cara―. Me decepcioné cuando Claudia no escogió la muerte.
Mihael carraspeó la garganta. Sentía su presencia detrás de ella, lo que la volvía loca. Aunque nunca había matado a nadie, esa noche no pensaba en otra cosa.
―Al menos no la de todos ―prosiguió el serafín, deleitándose con la miseria ajena―. Mihael, ven.
Adriel se colocó a su lado, en simultáneo, Mihael se encaminaba a las dos únicas personas que amaba.
No la ejecutaría como supuso.
Los asesinaría a ellos.
Los asesinaría a ellos, repitió en su mente sin creerlo.
Empezó a patalear, sollozar e implorar en su interior sin siquiera mostrar el caos en el exterior o moverse un milímetro. Su cuerpo era una jaula de cristal que no se rompía. La cabeza se le partía en dos de la presión que le causaba forzarse a destruir algo fuera de su control. Las venas parecían explotarle de lo expuestas que estaban. Su anatomía y su alma entera suplicaban que fuera ella.
Los tres lloraban con sus expresiones destilando temor. No se suponía que su amistad milenaria de millones de años concluyera así. No se suponía que los inmortales fallecieran.
Mátame a mí, gritó en su interior una y otra vez, mátame a mí.
No obstante, cada grito de agonía e impotencia hacía eco en su cerebro.
―Darachiel, Ergediel, de pie ―ordenó Adriel, por lo que ellos lo hicieron con la tristeza y el terror impregnado en sus hermosos rostros―. Obedece, Mihael.
Ella se acercó a ellos sin trepidar.
El corazón le latía acelerado. Sereda nunca había tenido tanto miedo o detestó tanto quien era.
―Pese a que se los sentenció a muerte, jamás se aclaró quién se encargaría de llevar a cabo la sentencia.
Fue por un instante los clamores se detuvieron. Se convirtió en un vacío en el que para ella no existía nada ni nadie. Se asfixió con un tormento que iba más allá de lo físico, que era puramente angelical. Sabía que lo bueno había terminado.
―Mihael, haz lo que demanda la tradición ―dijo Adriel del mismo modo en que alguien disfrutaba un delicioso plato de comida.
Al siguiente momento, el sufrimiento regresó en oleadas expansivas y más intensas. Siguió luchando, golpeando y rasgando para quebrar la compulsión.
Con la respiración irregular y el llanto nublando su visión y juicio, vio que Mihael viró hacia ella. Aunque la había traicionado, Sereda tenía que aferrarse a una última esperanza.
Quejidos fueron absorbidos por su garganta hasta que finalmente logró separar los labios para gesticular una solitaria frase:
―Por favor, no.
Su ilusión de que hubiera un vestigio del amor que tuvieron o algo de misericordia en él expiró cuando le esquivó la mirada a modo de respuesta.
Después de todo, los ángeles no conocían la justicia, solo la obediencia. Mucho menos la piedad.
―Ahora, Mihael, no dentro de los próximos ocho eones ―pidió Adriel, impaciente.
Inhalando y exhalando, entrecortado, trató en un segundo mil de cosas para sortear aquella acción, incluso acabar consigo misma.
Mihael avanzó un paso y se paró frente a sus amigos. Al final, el no poder era más acaparador que el poder en sí.
El pánico desgarrador recorría la sangre de Sereda junto con el dolor que aumentaba de tamaño.
Gritó internamente en cada acción impulsada por la compulsión. Un líquido dorado, su gracia, goteó por su nariz, sus oídos y oscureció por completo sus ojos claros. El esfuerzo la haría implosionar no lo suficientemente rápido. Un bloque de cemento se le posó en la caja torácica, sofocándola. Los músculos se hicieron piedra maciza, entre tanto, Mihael estiraba los brazos y colocaba las manos sobre los pechos de sus hermanos de toda la existencia.
La ejecución de los ángeles del amor era esa: arrancar el corazón.
Ergediel le sonrió a Sereda como si la perdonara.
Darachiel estaba asustada, sollozando con el miedo tatuado en el semblante.
Sin embargo, sus expresiones se volvieron idénticas en cuanto Mihael enterró los dedos en medio de la carne y las costillas, emitiendo un sonido viscoso, y buscó los corazones latentes hasta que los extrajo con brusquedad.
Sus cuerpos cayeron de inmediato, al igual que las gotas de sangre al piso, como una lluvia ácida. Después, Darachiel y Ergediel se transformaron en una neblina luminosa que se fue despejando hasta que sus esencias se evaporaron para ir al Vacío, donde ángeles y demonios iban cuando morían.
Sería la última vez que los vería a menos de que sufriera ese destino.
Ambos corazones se deshicieron como arena entre los dedos para el nanosegundo que Mihael contempló sus manos manchadas con la gracia de sus hermanos.
El universo entero se apagó y se sumió en un silencio doloroso. El corazón de Sereda se había ido junto con los de su familia. No había nada más para describir, pensar o sentir. Solo quedaba un montón de nada.
Repentinamente, una risa rebotó en el callejón.
―Claudia ideó algo especialmente para ti, Sereda. ―Adriel se paseó alrededor de ella con suficiencia―. Estarás en las condiciones de un ángel caído, pero no podrás morir o dañarte a ti misma para librarte del castigo por el pecado que cometiste. Ellos son cómplices, tú la mente maestra. Una vez dijiste algo acerca de una colección de corazones rotos y eso tendrás. Tu deber será conseguir tantos como a ella le plazca en un milenio.
Una colección, eso le había confiado a Mihael hacía tanto que parecía el recuerdo de otra persona.
Ya no era Sereda ni nadie. Eso pasaba cuando le arrebataban a alguien todo lo que soñó, a quienes amó y lo desterraban del único sitio al que de verdad perteneció. No merecía un nombre ni soportaría oírlo.
No le importaba qué le hicieran. Estaba demasiado rota para sentir los golpes.
―Mihael, si deseas ser una guerrera de mi legión, harás los honores.
Atrapada en un eterno estado de shock, Sereda casi ni notó que ella se estacionó detrás y le acarició las plumas con la delicadeza escalofriante con la que lo hizo en el pasado. En la actualidad, le generó asco y repulsión. No se podía defender o expresar las arcadas. Se sentía como un sacrilegio. Arrastró las manos a la conexión existente entre sus alas y su espalda. Conjeturó sin demoras lo que planeaba hacer: se las iba a cortar.
Eso no sucedía a menudo. Muchos seres celestiales caían y conservaban sus alas, mas, el cortarlas era un acto fabricado para avergonzar y robar una identidad. Se consideraba un castigo peor que la muerte.
Ni siquiera el Diablo las había perdido porque todavía seguía siendo el favorito y ella ni siquiera era una opción.
Paró de respirar en cuanto Mihael encontró la raíz exacta que le facilitaría dañarla. Un escalofrío la sacudió con antelación. Sus labios temblorosos y húmedos tiritaron. Los latidos veloces se violentaron en el segundo en que se acomodó. Pudo percibir como ella miró a Adriel para confirmarlo, quien se adelantó para murmurarle al oído a Sereda:
―Ahora grita.
Sin vacilación alguna y con un único tirón, se escuchó el crujido de los huesos y cartílagos romperse acompañado por el sonido de la carne y la piel desgarrarse. Mihael desprendió el resto de la unión de las alas, exponiendo el tejido que rodeaba los músculos de la zona con un segundo jalón. Entonces, ella no pudo mantenerse de pie y cayó de rodillas.
Sus alas doradas y hermosas se tornaron del color de la sangre.
Gritó tan alto y fuerte que los cimientos de las casas abandonadas se agitaron. Alcanzó el punto en que se rasgó la garganta y saboreó su propia sangre. Fueron el resultado de la fusión perfecta de furia y dolor.
Todo eso en simultáneo que experimentaba la pérdida de las habilidades de las que una vez se enorgulleció a causa de las palabras antiguas que enunciaba Adriel para el ritual. Se referían a la expulsión del Paraíso como una caída porque daba la sensación de ser lanzado por los aires. A medida que se aproximaban a la tierra, partes de uno parecían salir eyectadas e irse con los vientos para no volver y con el impacto del aterrizaje venía el cuerpo desconocido con el que tendría que sobrevivir. Así se presentó en su caso.
Podía sentir cómo su magia amorosa e inocente le era arrebatada, el modo en que su forma etérea cobraba un peso que no tenía antes y la manera en que los dolores crecían.
―Esto por robarme el puesto ―inquirió Adriel previo a emprender vuelo.
Lo que había hecho Sereda no era tan malo para caer, empero Adriel se había aprovechado para deshacerse de ella y Mihael le dio la oportunidad.
Ella ya se había ido con sus alas.
Sereda permaneció aislada, cubierta de sangre y herida.
Trató de levantarse para volar por instinto, pero sus nuevas piernas no respondieron.
Un recipiente era distinto, se programaba por sí solo para caminar, en cambio, un ángel caído era como un bebé. Estaba hambrienta, sedienta, adolorida y carecía de voz. La falta de control de sus sentidos provocaba que le dolieran los tímpanos al oír el más mínimo sonido, se hiperventilaba al respirar y la adrenalina la puso en un estado de alerta. No sabía qué hacer. Todo le asustaba.
No conseguiría habitar con los mortales así, tampoco pretendía.
Continuó llorando sin consuelo hasta que se planteó intentarlo. Ya no tenía razones para vivir.
Tras decenas de diversos intentos de matarse, se rindió. No moriría. Aunque quisiera, no podía.
Así que lo entendió.
Quería callar a sus demonios y encontró una forma de calmar a las bestias.
Un monstruo no les temía a los monstruos porque ellos eran su familia.
Si no podía regresar al cielo o pretender ser humana, se dirigiría a los infiernos.
Con los rastros de poder que albergaba, extendió las palmas y abrió un portal directo al Averno. Luego se arrastró sin deseos de volver.
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