6. Todos los caminos llevan a Berlín.

• Bárbara Martínez - Lonely day.

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Copenhague, Dinamarca. 4 años antes de la hora cero.


La idea de contactarme con Andrés sonaba mejor en mi cabeza. Sinceramente todavía no encuentro el motivo por el cual hace una semana agarré el teléfono y marqué su número, no corría peligro ni se trataba de un problema de vida o muerte, tal vez solo tengo curiosidad y quiero conocerlo mejor. Al fin y al cabo, él abrió esa puerta dándome la oportunidad de atravesarla.

Y sin importar las circunstancias ahí estaba, en un país totalmente desconocido, observando como me sonreía a lo lejos, posiblemente evaluando si lo que traía puesto estaba a la altura de su finura, y cuando nos encontramos me envuelve en sus brazos. Su comportamiento me deja en shock, pasan unos segundos hasta que me permito devolverle el gesto. ¿De verdad está feliz de verme o finge para quedar bien?

—Mira esta ciudad, que lugar tan bonito para recomponer nuestra relación —reflexiona mientras pisamos el empedrado y disfrutamos de la vista— Aunque yo ya he hecho las paces.

—¿Las paces con qué? —le ofrezco una mirada incrédula, no sé a qué se refiere.

—Con tu existencia, hija. Además, el nombre que eligió tu madre es precioso, una maravilla —no paraba de despotricar y estaba comenzando a creer que sus delirios no terminarían jamás— ¿Sabes qué significa Lía? "Cansada" en hebreo, dicen que las mujeres llamadas así son solitarias y se aíslan con facilidad. También se puede traducir como "leona" y tiene una historia bíblica —la gente que pasa se nos quedaba mirando, puede que sea por el horrible sombrero que adornaba la cabeza de mi acompañante o por las palabras que salen de su boca.

—Cansada estoy yo de escuchar las pelotudeces que hablas, y los versículos de la biblia que tengas en mente mejor ahórratelos porque soy atea. No tengo ganas de llorar sangre hoy.

No solía ser de esas personas que tratan mal a todo el mundo porque sí, pero este hombre me sacaba de mis casillas con tan solo haber compartido cinco minutos a su lado.
Andrés ignora mi comentario y sigue con su discurso sobre porqué los hijos son como una cabeza nuclear destinados a arruinarlo todo. Bueno, si ese es su pensamiento, lo hubiera recordado en el momento en que no se puso un preservativo, es gracioso que la vida le haya pagado con dos hijos. Pasan unos segundos y guarda silencio, observando unas langostas sumergidas en agua frente a un restaurante, es así como decide que comeremos ahí. Caminamos por un puente y finalmente ingresamos, tomando asiento en una de las mesas ubicadas cerca de la ventana. 

Al poco tiempo se acerca un mozo y mi padre le dice algo en danés que soy incapaz de traducir, apenas conozco el inglés y no es que sea una experta ni mucho menos.
Volvemos a quedarnos a solas, dándole la posibilidad de tomar la palabra y es ahí cuando promete que nuestra relación empezará desde cero, bueno, tampoco es que hayamos tenido algún tipo de pasado en común antes de esa noche en Florencia. En parte, concuerdo, esta es mi oportunidad de mandar a volar el pasado y agradecer que al menos puedo conocer a uno de mis padres, la verdad es que lo mejor es dejar de darle vueltas a todo.

Me toma por sorpresa cuando sonríe y envuelve su mano en la mía, creí que las muestras de afectos, mínimas o máximas, no eran lo suyo. Pero esa atmósfera de reconciliación se rompe cuando noto que observa hacia afuera.

—¿Quién es la colorada con complejo de Cruella de Vill que viene acompañada de ricitos de oro? —suelto mientras me pongo de pie y miro hacia la misma dirección que él. Ambos avanzan creyéndose los reyes del mundo y algo me dice que no nos llevaremos bien.

—Tatiana, mi prometida y Rafael, tu medio hermano —responde a mis espaldas. Estaba claro que armó una reunión familiar por su cuenta.

Mi semblante se vuelve serio, esperando a que esos dos intrusos queden frente a mí. Ver a Andrés besando a esa mujer me generan arcadas, debe tener... ¿mi edad? Sí o, como mucho, un par de años más. Lo peor es que trae un perro del tamaño de King Kong como acompañante que comienza a lamerme la mano y eso me recuerda cuanto los aborrezco, prefiero a los gatos.
El rizado se queda parado a pocos metros, claramente incómodo ante la escena; vestía un blazer gris y llevaba unos auriculares pegados al cuello, seguro que duerme con ellos.

Había caído en una trampa, me maldigo por ser tan estúpida y haber creído que esto no tenía segundas intenciones. Sergio siempre decía que él era impredecible, incluso me aconsejó, aun así ignoré todo, confiando a ciegas. Y que mal que hice. 

—Lía de Fonollosa, es un placer poder conocerte, tu padre ha hablado maravillas de ti —se presenta e instantáneamente me abraza, no le devuelvo el gesto— Puedes llamarme madrastra, si así lo prefieres.

No sé si me está tomando el pelo o se cree graciosa.

—Lía Suárez —corrijo y me separo de ella para acomodarme el vestido— Y yo ya me iba, no estoy de humor para estos juegos.

Agarro mi cartera y salgo del lugar, cierro los ojos cuando el sol y el viento me golpean la cara. Esto fue un gravísimo error, tenía que haberme quedado en Florencia atendiendo turistas en vez de gastar plata en este viaje de mierda que no duró ni veinticuatro horas. Andrés no se molesta en pedirme que me quede, eso es obvio, le importo muy poco, pero agradezco que ahorre una discusión que podría derivar en cualquier cosa.

—Hermana, espera, no te vayas así.

Al escuchar esa voz se me nublan los sentidos, solo me dejo llevar por el enojo y lo agarro de la camisa para empotrarlo contra las barandas del puente. La gente a nuestro alrededor se atraganta con la comida, mi intención no es tirarlo, tan solo darle un susto. ¿Se creen que voy a correr el riesgo de ir presa en Dinamarca?

—Que sea la última vez que uses ese apodo y me dirijas la palabra como si nos conociéramos de toda una vida, porque a la próxima te entierro un tenedor en las pelotas, ¿entendiste? —el rubio asiente, casi temblando y finalmente lo suelto— Disfruta tu almuerzo con la familia de cartón.

Envidiaba a Rafael, no voy a mentir, a mí también me hubiera gustado poder pasar el rato con mi padre sin que eso significara el inicio de una Tercera Guerra Mundial, jugar cuando era bebé, que me prestara atención al menos por unos segundos. A veces unos tienen más suerte que otros y nos toca adaptarnos.
A mitad del camino soy consciente de que estaba llorando en el medio de la calle, a la vista de todos. No sabía si era por impotencia, bronca o que me imaginaba otro final para esta historia. Comienzo a creer que la felicidad no estaba hecha para personas como yo.
Es muy poco probable que vuelva a contactarlo, tal vez la distancia sea la mejor forma de encontrar la paz.



Madrid, Banco de España, 2019.

Dos pares de botas resonaban en el pasillo del banco, las de Helsinki y las mías. Nuestro destino era el despacho del gobernador, en donde se encontraba la mejor ventana con vista al exterior. El serbio traía unos larga vistas y cinco minutos es todo lo que tuvimos que esperar para poder visualizar al primer convoy militar que se dirigía a toda velocidad hacia la entrada.
Lisboa y Estocolmo protegían el frente, Palermo y Río cubrían uno de los pasillos, luego Tokio, Denver y Manila posicionados en los ductos de la ventilación. Por último quedaba Matías, vigilando a los rehenes que permanecían en la biblioteca y Bogotá supervisando la fundición.

Lo que antes era un inofensivo camión se transformó en diez, sumando refuerzos a cada milisegundo que corría.

—Palermo, están ubicados en un ángulo ciego. Van a escalar —le indico a través de la radio, sin dejar de correr por las instalaciones con mi compañero a la par.

Lo más probable es que intenten volar la cubierta y eso significaba que los tres atracadores que se deslizaban por la ventilación debían bajar lo antes posible para frenarlos en la azotea. Ayudo al serbio a preparar una trinchera en el salón contiguo a la cocina justo en el momento en que Palermo nos ordena que salgamos de la zona.

—Doncaster, Helsinki, salgan de ahí y resguárdense en el museo —insiste el ingeniero pero no nos detenemos, ya quedaba poco para terminar.

Siento las pisadas de los militares sobre nuestras cabezas, después llega el silencio. El caos es la principal característica de una guerra, este vacío me hace temer lo peor.
Y no estaba tan equivocada.

—¡Explosivos, corre!

No nos da tiempo a reaccionar, una parte del techo se viene abajo, arrasando con las mesas y todo a su paso. Me desplomo cerca de una columna del lado izquierdo, a pocos metros se encuentra Helsinki.
Tuve más suerte que él porque al instante una estatua se desprende y queda sobre sus piernas, aprisionándolo. Dejando a un lado el pitido que invade mis oídos, me acerco para ayudarlo, igualmente todo movimiento es en vano porque pesa una tonelada.

Los gritos del ex-líder me aturden, obligándome a mantener la calma ante esta situación.

—Estoy bien, Helsinki tiene una estatua encima y la herida abierta, no puedo sola. Necesito que vengan rápido.

En breve los militares comenzaron a bajar como arañas desde el techo, agarro mi arma y abro fuego contra ellos mientras Helsinki sigue quejándose de dolor. Éramos dos contra un máximo de seis, tal vez más, nada de esto llegaría a buen puerto.

La voz de Sergio aparece del otro lado y, a pesar de la situación, sonrío. Estaba vivo y la banda volvía a completarse.

—Doncaster, ve a la biblioteca con los rehenes. Hay que intentar salir a la azotea sin que os maten, el equipo de Palermo te cubrirá —ordena y observo al hombre tirado en el suelo. Los disparos no cesan.

—No lo voy a dejar, es un suicidio —contesto, sin despegar mi dedo del gatillo.

—Los demás necesitan refuerzos, si no sales los matan a todos —su tono de voz se vuelve diez veces más serio y cierro los ojos por unos segundos, casi rezando en lo que no creo para que no me entierren una bala en el corazón antes de llegar a la puerta.

Bogotá, Río y Palermo aparecen a mi derecha, este último lanza un misil y es ahí cuando abandono mi posición, corriendo lo más rápido que puedo, intentando no trastabillar por culpa de los escombros. Cuando llego hacia los demás observamos como varios del equipo contrario son consumidos por las llamas, otros se mantienen a cubierto rogando por sus vidas; hubiera deseado que Gandía fuera uno de los cinco caídos.
El panorama es deplorable, nunca presencié una guerra pero estoy segura de que esto se le parece demasiado.

—Lía —ya me estaba por ir pero al escuchar mi nombre salir de su boca detengo el paso— Una vez alguien me dijo que el océano es una mujer fuerte, con una energía que se nota aun estando muy lejos de ella.

—Yo... no sé a qué te referís con eso.

—Esa fue mi extraña manera de decirte que te amo y no quiero perderte. Vos sos mi océano —la voz se le quiebra y junta nuestras manos. Parece tan vulnerable, no recuerdo haberlo visto así en mi vida.

Me acerco y le robo un beso que desearía que haya durado más, ruego para que no sea el último.

—Yo también te amo, no lo olvides nunca.

Me separo de él y continúo mi camino. Apenas podía ver, las lágrimas se acumularon en mis ojos, obstruyendo por completo mi visión. Fallaba, todo el puto plan fallaba, Sergio tenía razón cuando le imploraba a su hermano para que abandonara esa idea loca de meterse acá. Es un suicidio, alguien ya estaba agonizando y, con mucha suerte, se quedaría con la mitad de la pierna. ¿Qué valía más, la vida o el oro?

Entro a la biblioteca casi pateando la puerta mientras me seco las lágrimas, mi frustración iba en aumento y me desquito gritándoles a los rehenes para que se pongan de pie. El equipo de Tokio aparece detrás de mí, luego Denver anuncia rápidamente las indicaciones y en menos de dos minutos ya nos ubicábamos en las escaleras de servicio, repartiendo máscaras de Dalí a cada uno por orden directa del cerebro al mando. El barco se estaba hundiendo y los rehenes pasaban a ser nuestros salvavidas.

—Muy bien, es muy importante que no os vean salir armados. Guardad todo el equipo de intervención en la bolsa de asalto, atad una cuerda a esta y otro extremo a uno de vosotros, tenéis que llegar al agujero del techo camuflados —los cuatro escuchamos atentamente sus palabras mientras coloco la cuerda alrededor de la bota de Manila— Matías disparará para atraer a los tiradores y tiráis de la cuerda para recuperar la bolsa.

Cuando todo está en orden y nos encontramos en el exterior, corriendo por el espacio, fingiendo ser simples civiles, es el primer momento en donde me permito respirar con tranquilidad. Uno nunca sabe cuándo será la última vez que puedas sentir el viento y el sol pegándote en la piel. Por otro lado, mi mente no para de crear escenarios en los que Martín es interceptado por el enemigo y asesinado a sangre fría. Un ataque de pánico, eso es lo que comienzo a experimentar, pero continúo actuando con normalidad e intento tranquilizarme.

—Doncaster, están preparando un segundo ataque. ¿Por qué soltasteis al gobernador?

—Hay un micrófono en las esposas, me extraña que creas que no tenía una jugada preparada. Tamayo está hasta las pelotas, ya sabrás que hacer.

—Agradezco que estés dando la vida por nosotros, tu padre estaría orgulloso de ti.

Entre lo mal que me encontraba y esa frase que suelta, soy incapaz de responder, tan solo sigo caminando a la espera de alguna señal.

Mientras Palermo nos da luz verde, un imprevisto ocurre. El fuerte viento vuela la capucha de mi mono y una rehén me empuja, al caer pierdo la careta y no llego a cubrir mi rostro a tiempo porque varios tiradores me reconocen. Corro hasta quedar detrás de una columna, escuchando los gritos de la gente y la lluvia de balas impactando en el cemento. Tokio se acerca sin importar que quizá puedan acribillarla frente a toda España, intenta apurarme porque el tiempo se agotaba, pero la convenzo de adelantarse. Primero tengo que encontrar la forma de salir viva.

—¡Ey, vos, pendeja, vení! —le grito a una joven y esta se agacha hasta quedar a mi altura— Te vas a sacar la careta y vas a caminar conmigo, si haces un movimiento raro te vuelo los sesos, dale —dejo su rostro al descubierto y saco dos armas que escondía bajo el pantalón, nunca fui de seguir las normas a rajatabla. Una de ellas apunta a su sien, la otra iba para la policía.

Me levanto, usando a esa mujer como chaleco antibalas y corremos a la par mientras no dejo de disparar, cuando estoy cerca de mis compañeros la suelto de un empujón. Denver tira bombas de humo para reducir la visibilidad y Palermo distrae a los militares para que abandonen sus posiciones. Rápidamente nos colocamos los chalecos y el arnés; al bajar abrimos fuego contra ellos, aunque el enfrentamiento no dura mucho porque terminamos rodeándolos y se mantienen con la guardia baja.

Gandía me sostiene la mirada, sonriendo de una forma sumamente asquerosa y provocativa. Parece que la reconstrucción facial fue bastante buena, al igual que el médico que lo asistió para no quedar en silla de ruedas.
El militar al mando también voltea hacia mi dirección.

—¡Lía de Fonollosa! Es un placer volver a verte —grita a modo de saludo, destruyendo mi mentira, y siento como todos los atracadores se encuentran consternados.

—General Sagasta, sabrá entender que no comparto el sentimiento ante una situación como esta —respondo, ignorando la penetrante mirada de Martín.

—La alumna ejemplar en su etapa de rebeldía, es una pena no tenerte en mi equipo.

—No volvería a trabajar jamás con una rata como vos. Las cosas que hacías dan asco, no estás tan limpio como crees.

Él siempre alardeaba ser de los buenos, le encantaba sentirse como un héroe, alguien con poder. Estoy bastante segura que podría ser amigo de Arturo Román y así compartir sus delirios. Lo más probable es que se reencuentren en un cementerio.

Lo que dijo es cierto, me entrenó durante muchos meses hasta que aprobé sus exigencias y me convertí en una compañera extraoficial, hicimos varios trabajos sucios pero eso no significa que sienta afinidad hacia los suyos ni que pueda traicionar a la banda, mi único interés eran los euros que depositaba en la cuenta bancaria al final del día. Le colocaría una bala entre ceja y ceja por haber mencionado mi apellido real, aunque decido adormecer mis impulsos y mantener la cabeza fría, por ahora.

Sagasta y Gandía, las personas que formaban parte de mi lista negra, ambos ubicados a pocos centímetros de distancia. Hoy tenía la oportunidad de matar dos pájaros de un tiro.

Sus compañeros tenían la cara pintada como los nenes en un acto escolar, y, si no fuera por la experiencia, hasta dudaría de sus profesiones. Uno de ellos no paraba de reírse de forma histriónica, casi macabra, parecía recién salido de un manicomio.
El comandante se comunicaba con la carpa para pedir refuerzos mientras Palermo intentaba que suelten las armas, algo completamente en vano porque estas personas no darían el brazo a torcer así porque sí.

— Sagasta, les doy diez segundos— insiste, sin parar de apuntarle y comienzo a ponerme nerviosa otra vez. Él no tenía idea de con quién estaba negociando.

Ninguno de los presentes se movía y él seguía haciendo la cuenta atrás en voz alta.
Algo no iba bien. Sagasta levanta ambas manos, en señal de derrota, y los demás lo imitan; las derrotas eran algo desconocido, jamás se arrodillaría ante unos criminales.

Río comienza a gritar al notar que un par de granadas ruedan por el piso, todos corren hacia el museo para resguardarse y a los segundos la zona se prende fuego. Al escuchar como revientan los cristales se me corta la respiración.

—¿Palermo, estás bien? —pregunto a través de la radio, me niego a que se haya muerto— ¡Palermo, la puta madre, contesta!

—Estamos bien —responde, tosiendo un poco, y suelto todo el aire que había contenido— Salí de acá, Lía, esto es una matanza.

Los disparos llegan, junto con el polvo que nos cegaba mientras nuestro peor enemigo caminaba a pasos agigantados a la espera de poder devorarnos.
Tokio estaba frente a mí, aferrando su espalda a una columna y gritándole a Sergio que era imposible movernos de ahí como pedía. Algunos militares habían entrado al museo y me sentía un poco egoísta por solo pensar en que no mataran a la persona que amo.

—Están bajando las puertas, hay un cierre de seguridad —informa Bogotá.

—No puede ser, no está en los planeos —lo puedo imaginar quemándose las pestañas ante esos planos.

Lo que no previmos era que la tecnología evolucionó rápidamente, los cálculos que teníamos eran del 2013 aproximadamente, seis años es tiempo suficiente para modificar y mejorar la seguridad. Lógicamente se trataba de lectores de huellas, Gandía podía accionar el cierre de seguridad con tan solo usar su mano, seguramente el gobernador también contaba con ese privilegio.

Mientras el metal bajaba hasta tocar el piso comprendí que el objetivo no era Lisboa, ni Río, ni ninguno de los, ahora, prisioneros. Tamayo nos buscaba a Tokio y a mi, sus más fieles y preciadas enemigas.

—Atrincheraos en la cocina —puedo escuchar como la respiración de Sergio se vuelve irregular, estaba cagado de miedo como todos. Hay gente que lo tildaba de inhumano, eso es porque no tienen ni idea de cómo es.

Ayudo a mi compañera a levantarse y corremos, con Denver y Manila al frente, cubriéndonos. El problema es que la puerta se abre con facilidad, no les tomaría ni dos segundos volarla o atravesarla.

Me apoyo contra la columna derecha, con Tokio pegada a mi hombro, y pienso en posibles estrategias para la libertad.

—¡Doncaster! —grita Gandía, en un tono irónico— Me ha dicho un pajarito que Berlín te está guardando un sitio en el cielo.

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