4. El poder de un Peón.

• WOS - LUZ DELITO.


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Las cosas se estaban poniendo feas, debía dejar a Sergio para planear mi entrada al banco.

El coronel Tamayo iba a recurrir a la violencia sin importar que eso implique la muerte de algún civil, querían matar a la banda y no iban a parar hasta conseguirlo. Tres o cuatro horas era lo máximo que tenían de ventaja dentro del banco, y que la ex inspectora al mando haya encontrado a mi tío significaba que la extracción y fundición del oro no era posible. El plan b era inexistente ante un código rojo de esta magnitud, solo quedaba rezar. Se acababan las precisiones, había que improvisar y así era como se morían las personas en los atracos, aunque siempre es necesario sacrificar alguna pieza del ajedrez para llegar al tan ansiado jaque mate. Por esa razón es que me tomé un taxi directo hacia el Banco de España, antes rogándole a ese tal Benjamín que vaya con Marsella directo hacia donde Sierra estaba, posiblemente, torturando al cerebro al mando.

Mi propósito en este plan siempre fue intervenir cuando sucediera algún contratiempo y sumarme al resto para lograr aniquilar al enemigo. Pasé muchos años de mi vida codo a codo con sicarios profesionales, informáticos y todo aquel que no tiene problema en ensuciarse las manos con tal de venerar a su país. Ahí aprendí todo lo que sé sobre armas y demás pero, a diferencia de ellos, siempre conservé la empatía y el hecho de arriesgarme por los que amo.

Y al plantarme frente a tan mítico edificio —no sin antes haber gastado los últimos euros que llevaba para conseguir un mono y la careta de Dalí— entre toda esa muchedumbre que quería el bien para los atracadores, no pude evitar que un par de lágrimas bajaran por mis mejillas. Orgullo era lo que sentía, además de adrenalina y miedo al ver como Lisboa, Estocolmo y Tokio salían descalzas y desarmadas con dos filas de rehenes escoltándolas a los costados.

—¡Coronel Tamayo, bandera blanca! —gritaba la mujer que una vez formó parte del bando contrario, su compañera de cabello rizado agitaba con efusión un pedazo de tela que simbolizaba la paz.

Había muchos militares, de esos a los que les importa muy poco a quién y qué se lleven por delante. Si no entraba ahora, ya no habría otra oportunidad.

A mi izquierda, lejos de las cámaras, pude observar como Tamayo salía de la carpa junto con dos militares a sus espaldas. Ese hombre era uno de los tantos que tenían mi nombre escrito en una lista negra, a la espera de poder tacharlo. Siempre encontró la forma de dar con mi ubicación pero igual me escapaba de sus garras. Si tan solo notara que unos metros de distancia nos separan...

Menos de cinco minutos es lo que dura la charla entre el coronel y las atracadoras, después de un apretón de manos todos los oficiales de seguridad retroceden.

Camino mientras empujo a los civiles y finalmente rodeo la valla ignorando que unos cuantos periodistas me indican que solo puede cruzarla el personal autorizado. Los militares ya casi no se ven, camino a paso firme aunque me tiemblen las piernas y se me suba la bilis. Me sentía como un peón, insignificante pero poderoso al mismo tiempo.

—¡Señorita! —grita un policía a mis espaldas a través de un megáfono, al ver que no pienso parar, continúa— ¡Retroceda o abriremos fuego! ¿Me está escuchando?

¿Qué si lo estoy escuchando? Fuerte y claro, por ese mismo motivo cuando suelta esa frase corro más rápido e ingreso antes de que la puerta se cierre, oyendo los impactos de bala que quedan alojados en el metal.
Los planos se hacían realidad ante mis ojos, todo tomaba color y forma, me encontraba fascinada con el lugar. Aunque el escenario con el que me encuentro no es nada de lo que había imaginado segundos atrás. El viejo amigo de mi padre —ahora apodado Bogotá— le estaba pegando a Gandía como si fuese un saco de boxeo, le sigue Tokio, tirándolo al piso y dejando su cara desfigurada mientras Río, Denver y Estocolmo no hacían nada para frenar el caos. Por último, Palermo, instalado firmemente en las escaleras, casi disfrutando la situación.

Ver al amor de mi vida allí, vivo, me genera alivio. No me sorprendía encontrarlo ahí porque su rostro adornaba las noticias las veinticuatro horas del día desde que comenzó la locura, pero lo que sí era una incógnita es cómo llegó a ser reclutado. Estaba enamorado de este plan, vivía soñando con repatriar el oro que saquearon los europeos. ¿Será que esa noche que lo vi se enteró sobre el atraco que quería llevar a cabo Andrés? No me sorprendería, parecían ser buenos amigos.
Hago un esfuerzo enorme para no sonreírle porque, de esa forma, estaría pisoteando mi orgullo y la poca dignidad que poseo.

—¿Y tú qué coño te piensas que estás haciendo? —creo que la primera en dirigirme la palabra es Manila. Nunca vi su rostro, aunque recuerdo que Sergio enviaba miles de cartas quejándose por su posible incorporación en el primer atraco, y luego terminó dándole la razón a su hermano. Un agente infiltrado nunca viene mal.

Lisboa rápidamente agarra un arma para apuntarme y, antes de poner las manos en alto, dejo mi cara al descubierto. Solo dos personas me conocían, en circunstancias diferentes, y solo una tenía claro mi propósito aquí.

—Déjala, es una vieja amiga del Profesor —la voz de Bogotá deshace el silencio. No descuida a Gandía ni un solo segundo, parece estar a punto de quebrarle el cuello y mandarlo a una mejor vida. Agradezco que haya omitido mi lazo familiar con su jefe— Lisboa, ¿no lo sabías?

Doncaster... —medita casi en un susurro, frunciendo el ceño e intentando recordar algo. Cuando finalmente deja de apuntarme, aprovecho para dejar descansar mis brazos a los costados- Comenzaba a preguntarme porqué tardabas tanto.

—Lamento esa entrada tan patética, fue poco profesional, pero antes que nada: ¿me podrían explicar por qué se armó un ring en medio del salón? ¿Están todos locos o qué?

No hay persona más interesada que yo en ejecutar a ese hombre pero no hay tiempo para las rebeliones. El ejército acechaba, las agujas del reloj corrían, no era un buen momento para dar explicaciones y menos cuando Arturo Román se pone a pegar tiros y gritar como un desquiciado. Su falta de experiencia termina provocando heridas a unos cuantos y rompiendo los cristales del techo. Hasta Denver terminó con una bala alojada en su brazo derecho.

Todos permanecemos en shock, tirados en el piso mientras vemos como él y una tanda de rehenes se van, portando explosivos y chalecos antibalas. Mi cabeza va a mil y no me tiembla el pulso a la hora de buscar una de las pocas armas que quedaban para detenerlos. Tokio y Palermo caminan a mis espaldas, este último me inmoviliza contra una columna cuando intento avanzar.

—¿Qué carajo haces acá, pendeja? ¿Te volviste loca? —pregunta entre susurros, el resto sigue su camino, él mantiene los ojos clavados en los míos como si no existiera nada a nuestro alrededor.

—Hablamos de eso después, si sos tan amable, ¿te podés mover? Me estás estorbando.

—No te voy a soltar una mierda hasta que me respondas, Lía.

—Dejen la lucha libre para después —Manila llega hasta nosotros— Niña, ayuda a curar a Gandía, es la prioridad. Vamos, ¡que nos van a pegar un tiro en la cabeza, joder! —grita antes de desaparecer por el pasillo.

Miro por última vez a Martín y me zafo de sus brazos con un movimiento brusco. En otro momento me hubiera encantado que me empotrara contra la pared, actualmente esa acción solo significaba una cosa: no tenía el control, mucho menos el mando, y eso le jodía. Su machismo seguía intacto o peor.

Con los nervios de punta vuelvo al salón y veo en qué puedo ser útil, de todas formas no me hace ninguna gracia hacer el papel de enfermera. La paliza que le había dado Silene casi le arruina la cara por completo, acerco un botiquín y tomo lo primero que veo, una abrochadora, y se la extiendo a Estocolmo. Sé que parece totalmente inhumano, aunque créanme cuando les digo que esa rata que yace de rodillas merece eso y mucho más.

—¿Qué hace' tú aquí? —apenas recordaba su acento. El tono de voz y aliento hace que el estómago se me revuelva y los recuerdos de nuestro único encuentro se agolpan en mi mente. Tiene un buen autocontrol porque continúa comunicándose con normalidad a pesar de que le estén abrochando las cejas de una forma para nada delicada.

—Tanto tiempo sin vernos, Cesar —respondo y me coloco a su altura, los presentes nos observan incrédulos, esperando que alguno devele qué nos une— Con suerte voy a ser la encargada de pegarte un tiro en la cabeza dentro de poco —sonrío con altanería, esperando cumplir mi promesa.

—Si no lo hago yo ante'. ¿O acaso quieres recordar quién de los dos aplicó mayor fuerza la última vez que nos vimo'? —pregunta y levanta la cabeza como si estuviera orgulloso de su pasado.

Creí que con el pasar de los años se olvidaría de su obsesión conmigo y no es así, todo sigue igual. Era alguien peligroso, lo descubrí al leer su historial; un asesino, y no de esos como John McClane.
Entrenó casi toda su vida para convertirse en lo que es hoy. A este tipo no le importaba matar a sangre fría, solo priorizaba su reputación. Y un fiel ejemplo de que cumple con su palabra es la ejecución de Nairobi, solo espero tener mejor suerte que ella.

Estaba a punto de contestarle cuando la voz de Lisboa resuena en el lugar a través de una radio, informando que los militares estaban a punto de ingresar y volar todo por los aires. Tomo la cinta de embalar y comienzo a rodear con ella todo el torso del jefe de seguridad, Bogotá llega al poco tiempo con una careta y una bomba de humo que coloca a la altura de su pecho. Apenas se abre la puerta le doy un empujón, viéndolo caer de rodillas frente a sus compañeros. Esto era una humillación e iba a volver con más ganas de arrancarnos la piel que nunca.

Mientras todo esto ocurría, los demás intentaban frenar, sin éxito, al loco de Arturo. La verdad es que ese hombre parecía menos peligroso lanzando un discurso en medio de un teatro hace unos meses atrás, un imbécil sin posibilidad de armar un plan coherente que le permita ser el héroe que tanto anhelaba. Todo eso se disuelve cuando se atrinchera en la habitación donde guardaban todo el arsenal.
Manila y Denver comunicaban la falta de municiones, Estocolmo había desaparecido por las escaleras y Tokio junto con Río no volvían con más explosivos.

Corriendo por los pasillos recordaba cada una de las noches en las que mi padre me quemaba la cabeza con los planos del edificio, mi memoria estaba bastante entrenada como para llegar a donde hiciera falta sin pedir ayuda. Gracias a eso encuentro el muelle de carga, conociendo todo como si fuera la palma de mi mano, a pesar de ser la primera vez que ingreso. Los gritos y disparos eran los protagonistas en el lugar.

Si antes afirmaba que Román era un simple pelotudo, al verlo manejar una excavadora con una Browning entre manos hace que cambie de opinión. Me siento al lado de Denver, creyendo que era imposible hacer una incursión, hasta que un grito proveniente de su esposa nos paraliza a todos y los disparos al fin cesan.

—Baja la pistola, por favor —la voz del masculino suplicando hace que asome la cabeza y vea la escena.

Era muy poco probable que la rubia le pegara un tiro de gracia, los atracos y asesinatos son terrenos desconocidos para ella, por lo tanto, decido ponerme de pie y avanzar hacia ellos tratando de generar el menor ruido posible.
Palermo me frena, se saca el chaleco antibalas y me lo coloca rápidamente, luego se queda a mis espaldas, protegiéndome.

Arturo le lanza un discurso a su atacante, intentando persuadirla, es consciente de su vulnerabilidad y quiere utilizarla a su favor. La situación se da vuelta cuando Mónica finalmente toma valor y le dispara en la pierna y al instante la imito alojándole una bala cerca del corazón.

—¿Creés en la reencarnación, Arturito? Yo te diría que eso es imposible y que vayas rezando para encontrarte con Dios —digo mientras lo veo desde arriba, cada vez le cuesta más respirar.

Sergio jamás estuvo de acuerdo con matar a un rehén, no importaba si estaban a punto de convertirnos en un colador. Pero yo no era mi tío, y este hombre no era un simple rehén.

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