10. Traición familiar.
• WOS - QUE SE MEJOREN.
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《Matar a Rafael, matar a Rafael, matar a Rafael.》
Esas tres palabras es lo único que se repetía en mi mente como si fuera un mantra, el cual no quería abandonar. Bajo las escaleras con el fusil en mano, todo a mi alrededor se vuelve inexistente y no percibo ningún sonido excepto el de los latidos de mi corazón acelerándose más y más. Mi objetivo es llegar a la entrada y apretar el botón rojo que abre las puertas del banco, ¿para qué? No lo tengo claro, solo me ciega el odio.
—¡Baja el arma! —exclama Manila a mis espaldas, pegándole un tiro en el mostrador frente a mí, obligándome a apartar la mano cuando parte de la madera se desprende y vuela cerca de mis ojos— ¿Qué mierda haces? Se te va la olla, Doncaster.
—No me rompas las pelotas, volvé a la cueva de donde saliste —expreso con enojo e intento activar el control manual una última vez, pero otra bala roza mi cuerpo y desisto.
Se trataba de Lisboa, quien camina con decisión y hecha una furia hacia mi dirección. Y, lejos de dejarme intimidar por aquellas actitudes, decido enfrentarla y apuntarle.
—Tengo que salir.
—No, no tienes que hacerlo y lo sabes muy bien, solo que ahora lo ves todo negro. Vuelve, Sergio quiere hablar contigo.
Quiero protestar, pegar tiros al techo o lo que sea, de verdad que quiero, pero se me hace imposible cuando Denver y Manila toman mis brazos y me pasean por todas las instalaciones. Soy consciente de que parezco un bebé en pleno berrinche, removiéndome e intentando liberarme, y de nada sirve.
Ya en la zona del museo, con Palermo presente, mis anteriores escoltas se marchan e intento calmarme mientras me siento en el piso. Nos habían robado el oro, específicamente, Tatiana y el hijo de puta de Rafael haciéndose pasar por policías. Estábamos jodidos porque sin la reserva nacional en nuestro poder no podíamos salir vivos del banco.
Siempre odié a mi medio hermano sin motivos pero en esta oportunidad tengo uno muy claro. Andrés siempre confió en él, pero yo no, y menos cuando una semana después del episodio en el hotel de Florencia vino a hablar conmigo como si fuera a prestarle servicios como psicóloga. Sergio le había dado la dirección de mi hotel y él decidió confiar en su media hermana, una persona que apenas vio una vez. Su traición familiar es de manual.
Poco le importa la memoria de su padre o lo servicial que haya sido mi tío con él, se sentía traicionado por el hombre más importante de su vida y vio la oportunidad perfecta para crear una venganza. Además, asumiendo que su relación con Tatiana llegó a buen puerto, lo que no sabían del plan, ella lo intuía.
Estas son las consecuencias de lo que se habla en la cama, de la confianza que depositamos en las personas incorrectas. Y no hay marcha atrás, todo se cae a pedazos nuevamente.
—Este es un mensaje para toda la banda —la voz de Sergio aparece, dejando que cualquiera de los atracadores lo escuche a través de su radio— Nos han robado el oro.
—Es vital que nadie se entere de esto porque, en caso de contratiempo, nos fulminaría. Sigan normal, acá no pasó nada —informo y corto la comunicación.
Tomo la mano de Palermo y caminamos hacia la biblioteca, allí están resguardados los rehenes, como también Helsinki y el militar del psiquiátrico a la espera de recuperarse.
Al entrar al lugar abandono a mi compañero y decido poner mi atención en Sagasta, allí, doblegado y atado de manos a una silla se veía mucho más tranquilo que nunca. Aunque está cien por ciento comprobado que el verdadero caos no hace ruido, por lo tanto una tiene que seguir alerta. El comandante busca intimidarme hablando en voz baja, queriendo llenarme la cabeza con promesas vacías e imposibles, jurando que, si los entrego, o les digo en dónde se encuentra el oro, tendré una oportunidad para reinsertarme en la sociedad. Después de un atraco de este nivel no se le puede escapar a la cárcel si caemos; nuestro destino lo decidirá el tiempo, así que no abro la boca y pretendo que es invisible.
Lo que no puedo ignorar es que el hombre del bando contrario que yace en la camilla comienza a convulsionar y los médicos no hacen nada porque les habíamos inmovilizado las manos para prevenir cualquier riesgo. Me acerco hacia ellos y los libero, luego intento ayudar y parar el ataque de epilepsia mientras Palermo les apunta a pocos metros de distancia, pero la situación no mejora.
—¡Al menor gesto les vuelo la cabeza, hijos de puta! —grita y luego cae al suelo, abatido por Arteche que aparece de la nada.
Corro hacia Sagasta y le apunto a la cabeza porque si quieren jugar, entonces lo hacemos todos.
Los civiles se alteran, gritando desde el suelo mientras intentan resguardarse entre ellos.
—Si disparas, le vuelo la cabeza a tu novio. Vamos, que ganas no me faltan —dice la mujer y le quito el seguro a mi arma, intentando desafiarla.
—¡Dale, Doncaster, dispará! ¡Hacélo, carajo!
Cinco, cuatro, tres, dos, uno...
Me dejo vencer, le entrego la metralleta a los falsos doctores, y coloco las manos sobre la cabeza. El amor que le tengo a Palermo vale mucho más que mis deseos de borrar a Sagasta del mapa.
Ese fue el principio del final de esta guerra, cuando menos lo esperaban los demás atracadores estarían completamente rodeados. Varios escuadrones militares y policías del CNI habían estado preparados para ingresar hace horas gracias al plan silencioso del comandante y la mujer militar. Este es el precio que pagan las personas como nosotros, los atracadores, asesinos, criminales, bandoleros, tenemos una larga lista de nombres para elegir.
Volvemos a encontrarnos en la entrada, esta vez de una manera que no imaginábamos, de rodillas formando dos filas y rodeados de militares y policías apuntándonos con un fusil en la nuca. El frío de ese objeto me es indiferente a la molestia que siento al ver a Suárez pegándole en el estómago a Palermo, pero no puedo hacer nada, cada mínimo movimiento defensivo nos hundiría, así que opto por parecer sumisa.
—La banda ha caído, los rehenes están a salvo.
Si me esfuerzo un poco estoy segura de que podría escuchar los gritos de alegría que deben adornar la carpa e intento que eso no me de ganas de romper en llanto.
Mi mayor enemigo se encaminaba hacia donde estoy, siendo escoltado por su equipo de confianza. Había ganado y no sabía cómo revertirlo todo.
Sus ojos claros se pasean por lo que queda del Banco de España, sin abandonar esa sonrisa sínica que tanto lo caracteriza, hasta que nuestras miradas se encuentran.
—Al final de todos los cuentos, el gato siempre atrapa al ratón, Lía —su aliento se mezcla con mi respiración y no dudo en escupirle a la cara sin previo aviso.
—Mientras esté viva, nunca vas a ganar, Tamayo —hablo con odio, sin importar cuantas armas me apunten al cuerpo.
Saca un pañuelo y se limpia, luego me arrebata la radio para comunicarse con Sergio e informarle lo que han logrado. Allí fuera seguían buscando la ruta hacia el oro y dudo mucho que lo hayan conseguido en tiempo récord, así que estábamos tapados de basura hasta el cuello.
—Voy a entregarme —responde el cerebro al mando— Me prometí a mí mismo que si la banda caí, yo caería con ellos.
Con esa puntualidad que tanto lo caracteriza, mi tío ingresa al banco quince minutos después de haber cortado la llamada con el coronel, siendo escoltado por unos cuantos militares y aclamado por la resistencia, para luego ser esposado.
Tamayo lo obliga a colocarse de rodillas a mi derecha y esperamos a que vuelva a tomar la palabra, porque por ahora parece pensar meticulosamente qué pieza del tablero le conviene mover.
—Uno de ustedes me va a decir dónde está el oro y al que me lo diga le voy a dar una vida nueva. Prisión permanente o vida resuelta —dice, riéndose victorioso y sabiendo que su propuesta es más que tentadora para cualquier miembro de la banda— Así que voy a interrogaros uno a uno, y al que no me diga nada va a salir por esa puerta delante de las cámaras de televisión y a cara descubierta para que no haya vuelta atrás.
El primero en caer en ese número de ilusionismo fue Río, no lo juzguen, con el amor de su vida hecho polvo y el corazón roto, quién no daría su vida si ya no queda nada más por lo que luchar. Los minutos del interrogatorio se hicieron eternos, ya había caído la noche —se podía ver desde el agujero que poseía la puerta—, y no tardó mucho en que el menor de la banda apareciera por las escaleras, esposado y con una sonrisa triste en la cara. No lo llevaban en dirección a una nueva vida, estaba caminando directo a su condena en un penal, lo supimos por la manera en la que se despidió.
—Hijo de puta, yo no pienso perder a nadie más —exclama Denver luego de ver cómo se llevan a su amigo— ¡Estamos aquí todos de rodillas con un puto fusil en la nuca por haber seguido a este puto loco!
—¡Calláte la boca, hijo de puta! —gritamos Palermo y yo al unísono, tratando de calmarlo para que no cuente qué sucedió con el oro en realidad.
—A esos dos me los separáis del resto —exige Tamayo luego de pegar dos tiros al techo y poner orden— Aunque, pensándolo bien, añadan a la lista a Lisboa y su querido Profesor; a ver si estando en familia se les acomodan las ideas.
Un militar nos toma de los brazos y nos lleva hasta la habitación del pánico para luego esposarnos a una de las vigas del techo.
Palermo y yo nos miramos preocupados. En ese momento comprendí que mi historia con él también llegaba a su fin y que todos esos proyectos de vida, las promesas que nos dijimos alguna vez, se volvían cenizas. Porque ya no tengo la misma seguridad que inundaba mi cuerpo en la última noche que pisé el monasterio, cuando depositaba mi confianza a ciegas en que Sergio siempre llegaría hasta el final y sería esa pequeña luz de esperanza para estas personas que reclutó.
No éramos una familia, o al menos no lo somos ahora que hemos caído, porque cada uno estará guiado por sus propios intereses. Ya no existe el todos para uno y uno para todos, finalmente nos hemos desprendido de lo que nos mantenía en grupo.
Y como si fuera un recuerdo vivo, en mi mente se reproduce unas cuantas palabras, como si se tratara de un vinilo averiado:
—Sea cual sea el atraco que lleven a cabo, sabés que tus reglas van a ser corrompidas. Porque, aunque a esas personas reclutadas les apunten con mil armas siempre van a creer en vos, tanto, o más de lo que yo lo hago.
—No soy un superhéroe, Lía. Ellos no tienen que formar vínculos porque, cuando eso ocurre, todo se derrumba.
Mi tío tenía razón, yo era muy idealista y pasional en esos momentos. Ahora me importa muy poco el final de cada uno de ellos, solo quiero salvar a Martín y a mi alma, si eso es posible.
Los brazos se nos acalambran luego de estar media hora allí esposados, pienso seriamente si no es más humano estar colgada de los pies y esperar a que me muera cuando la sangre llegue hasta el cerebro.
—Quiero que sepan que son las personas más importantes que conocí y no los voy a traicionar, así me estén apuntando con cincuenta armas a la cabeza —habla Palermo luego de un rato de silencio y todos centramos la atención en él.
—Vamos a salir de acá, no sé cómo, pero lo vamos a lograr. Siempre lo hacen, no se empiecen a despedir como si estuviéramos esperando a nuestra ejecución, un poquito de positivismo, ¿no? —mis intentos de levantar el ambiente funcionan porque todos sonríen, a pesar de tener lágrimas en los ojos.
—Siento mucho haber tenido que contactarte, te he condenado a este desastre —responde Sergio y niego repetidas veces con la cabeza.
—Soy nieta de un ladrón, hija de un ladrón, sobrina de un ladrón —detengo mi discurso para clavar mis ojos en la persona a mi izquierda— Y espero poder seguir siendo novia de un ladrón.
Sin importar que haya dos policías vigilando la entrada, Palermo hace un esfuerzo para acercarse un poco más y nos besamos con dificultad.
El amor en medio de una guerra nunca es compatible, y si se juntan puede llegar a ser peligroso y complicado. Pero nuestra relación empezó siendo complicada y terminará de la misma manera.
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